Diarios: 1949

1642

Traducción de Armando Pinto

 

2 de enero.

+ Paul Guth relata la siguiente historia que le contó Paulhan. Cuando todavía era estudiante trabajó de figurante con Antoine para ganar un poco de dinero. Antoine, quien estaba poniendo Julio César de Shakesperare, dijo, refieriéndose a Paulhan: “Este es demasiado tonto para hacer de hombre de pueblo. Hará de senador.” Y dirigiéndose a Paulhan: “No es difícil: ¡sólo tienes que salir levantando los brazos!”

 

9 de enero. Ahora, cada noche, largos insomnios. Despierto en la madrugada, el panorama invariablemente lúgubre. Imposible vislumbrar en el futuro más que catástrofes, pero con la llegada del día, el trabajo borra todo.

 

16 de enero.

+ Ayer revisaba las pruebas de Si j’etais vous traducido al inglés, cuando de pronto tuve un estremecimiento. En el prefacio había un verso de Milton que yo había citado en francés, y mi traductor inglés simplemente lo retradujo a pesar de que yo había indicado su procedencia, la cual era muy fácil de encontrar. Lo que hizo no tiene nombre en ninguna lengua. En lugar de un verso muy bello, una frase dura y a la vez banal.

 

2 de febrero. Extraño oficio. Trabajo mucho, con la intención de olvidar, de sumergirme en un mundo imaginario. ¿Y qué encuentro en este mundo imaginario? Mis problemas desmesuradamente agrandados hasta alcanzar proporciones terroríficas.

 

7 de febrero. Seguí con la traducción al inglés de Mystère de la Charité de Jeanne d’Arc. Con toda la admiración que le tengo a Péguy, esta infatuación que tiene por lo que escribe acaba siendo exasperante. El razonamiento avanza milímetro a milímetro. Lo hemos comprendido hasta el cansancio y él vuelve a comenzar por él sólo placer de cambiarle una palabra a su frase. Pero esta lentitud prepara magníficos acordes.

 

12 de febrero.

+ Larga plática con E-A. sobre Marcel Proust, quien venía algunas veces a verlo acompañado de Lucien Daudet. “Parecía siempre tímido y hablaba poco. Su apariencia era tan extraña que era necesario que Lucien nos asegurara que era alguien. Cuando leímos sus libros, nos sentimos molestos. Eran totalmente falsos y al mismo tiempo contenían bastante verdad para ser plausibles, pero nosotros sabíamos muy bien que no era así la cosa, pues él nunca conoció a los verdaderos duques y las verdaderas duquesas. Sólo tenía informes de segunda mano. Las personas que tenía que haber conocido no lo hubieran recibido, pues sólo se veían entre ellas y no recibían jamás a desconocidos.”

 

15 de febrero.

+ Son curiosos los descuidos de los escritores. Encontré esto en Renan (Ma Soeur Henriette, p. 7): “Ella heredó de nuestro padre una disposición melancólica que le impedía disfrutar de las distracciones vulgares e incluso le inspiraba una cierta disposición a huir del mundo y sus placeres.” En esta disposición que inspira una disposición, veo una disposición a adormilarse.

 

26 de febrero. La verdad a la que llego después de años de lucha y reflexión es que aborrezco el instinto sexual. Reconozco su importancia, admiro esa fuerza enorme que ha producido tantas obras, pero odio el deseo, esa fuerza que echa a tantos seres sabios a los pies de tantos imbéciles y los hace delirar como infantes lujuriosos.

+ Devoré La Phsique de l’Amour de Gourmont. Castidad, dice, “la más extraña de las aberraciones sexuales”. El amor de los topos, amores trágicos, de un carácter quirúrgico. Cosas espantosas de la naturaleza, “esa buena madre”, dice Gourmont socarronamente.

 

27 de febrero. Esta mañana, acabando de regresar de misa, recibí un telefonazo de Gide para que lo fuera a ver. Fui sin tardanza. Gide, después de una crisis cardiaca, está mejor. Lo encontré en su biblioteca, su lugar de costumbre. Delante de él, la pequeña mesa sobrecargada de papeles y libros. Un cuaderno abierto en el que reconozco media página de su escritura, y un volumen de sus obras completas. Está un poco encorvado, su semblante triste y las mejillas cubiertas de una barba completamente blanca de, parece, dos o tres días. Me estrecha la mano y me hace sentarme frente a él. “Me encontrará usted disminuido,” me dice riendo. Yo río también y respondo: “¡Me lo dice usted con alegría! –No, me dice dejando de reír, me siento disminuido. –No lo parece. Si me lo encuentro trabajando. –Finjo que lo hago. Vea, mi pluma está seca.” (La señala con el dedo.)… Tiene mucho valor al hablar así de él, de ver las cosas tan claramente. Poco después, me dice que recibió un cable de Norteamérica de treinta palabras (es su voz la que subraya) invitándolo a ir allá, a recibir el premio Goethe. “¿Qué premio es ese? –No lo sé. Me ofrecen cinco mil dólares, con todos los gastos pagados. –Son muy fastuosos! –Fastuosos, sí, pero no iré, estoy muy agotado.” Me habla de una carta que le envió un americano de nombre Henson, quien le habló de mí. “Pero ¿quién es?”, me pregunta. Yo se lo digo. Henson lo admira mucho, y yo elogio a ese muchacho que conocí en Estados Unidos cuando yo era soldado. “Sí, dice Gide, hay gente muy correcta, como se dice. Hay mucha. No me gustan los que “denigran” a unos y a otros, los que son derrotistas. Yo dejaré esta tierra con la idea de que hay gente muy correcta en el mundo. Lo digo sin melancolía. No hay melancolía en mí. No, no me gustan los que se complacen en escupir en la sopa. –¡A mí tampoco!, digo escandalizado por esa imagen. Tampoco a usted, lo sé. Por eso es que nos vemos. Y además, usted lo ha dicho, siempre es en la sopa de los otros…” Pero me quedo una media hora más y es hora de que me retire. A propósito de Escandinavia donde pienso ir este verano, Gide me hace preguntas y suspira: “Si me cuidara… Pero no, no es posible. ¿Irá usted este verano? Sin embargo… pero no.” No dijo nada más triste esa mañana. Me levanto y me estrecha la mano. Al momento en que estoy a punto de cruzar el umbral de la biblioteca, me pregunta por lo que estoy leyendo en ese momento y si tengo un libro que aconsejarle a Catherine. Reflexiono. Mis lecturas son tan serias que dudo en hablar de ellas. No obstante he releído a Montaigne con placer y se lo digo. “Ah, dice Gide, pero en qué edición lo lee usted? –En la pequeña edición Jouast que recoge el texto de 1588 y el de la segunda edición. –Se lo pregunto para saber si tiene usted las variantes. Es muy importante. (Olvidaba decir que cuando dije el nombre de Montaigne él exclamo: ‘¡Me sorprende eso de su parte!’ –¿Porque soy católico? Pero Pascal lo leía y releía –solamente para refutarlo.” Ciertamente. Pascal lo admiraba y lo odiaba. Hubiera podido responderle, pero recordé muy tarde que San Francisco de Sales recibía un placer enorme de la lectura de los Ensayos. Me pide, estaba cerca de mí, que alcance uno de cuatro grandes volúmenes que están en un estante. Es un notable Montaigne con grandes márgenes. Las variaciones vienen en cursivas. Conoce usted la famosa frase sobre La Boëtie… Y bien, “porque él era yo” fue agregada más tarde. –Sí, dije, no figura en la primera edición. –Se cita esta frase como un bello entusiasmo repentino, añadió Gide. “¡Le tomó treinta años escribir su entusiasmo repentino!” De pronto volvió a ser el Gide de siempre y durante esos últimos minutos lo vi exactamente como era antes. Me estrechó una vez más la mano. “Fue muy gentil de su parte venir a la primera llamada.” Creo que rara vez se mostró tan afectuoso como en esa pequeña frase. Lo que admiro en él es esta lucidez que no se desdice nunca, ese deseo de ver lo más claro posible, de no engañarse sobre sí mismo.

 

4 de marzo. Esta tarde, R. fue a oír Tristan e Isolda. Hubiera querido acompañarlo; seguramente lo hubiera hecho hace diez años, pero cuatro horas de Wagner… hoy ya no puedo.

 

20 de marzo. Leí poemas de Hörderlin con profunda alegría. Dice en alguna parte que jamás ha comprendido el lenguaje de los hombres. ¡Cuántas veces no he sentido lo mismo! Tiene mucho que darme.

 

30 de marzo. Un joven interno en un hospital le dice a un religioso: “No quiero conversar conmigo mismo y figurarme que Dios me habla. Dios no habla. Hay silencio de Dios.” El silencio de Dios. He pensado en eso todo el día.

 

4 de abril. Páginas interesantes de Gourmont sobre Renan. Para Renan el talento es “una cualidad inferior” al que el público no le daría tanta importancia si no fuera tan “infantil.”

 

10 de abril. Al informarle a Claudel el dicho de Gide: “Claudel es un señor que cree que al cielo se va en pulman.” Claudel responde: “Gide va al infierno en el metro.”

+ Alguien habla en su diario de “su horrible modestia” de la que no puede curarse. Pero ahora, podemos decir, se ha restablecido completamente.

 

18 de abril.

+ Acabé la primera parte de mi novela. Hay tantos diálogos que parece teatro, pero es así como el libro se me presentó. No quiero a ningún precio entorpecerlo con explicaciones. La página demasiado densa me aburre. Es necesario que tenga aire.

 

1 de mayo.

+ Leí lo que llevo escrito de mi novela. ¿Cómo no vi que es la transcripción de mi propia historia? La eterna lucha contra mí mismo. He puesto en escena un protestante como quien adopta un pseudónimo, pero ahí me oculto muy visiblemente, si puedo decirlo así.

 

2 de mayo.

+ Le leí a R. un pasaje de Paraíso en el que el sol se compara con el metal líquido que sale del horno y veinticuatro horas más tarde R. encontró esa imagen en Le Repos du Septième Jour de Claudel. A propósito de poesía y sobre todo de la primera parte de Enrique iv de Shakespeare, especie de torrente poético al que no le encuentro un equivalente francés, digo que la poesía francesa me hace pensar algunas veces en un riachuelo de cristal. “¿Pero Claudel?” Claudel es inexplicable. Debe haber caído del cielo como un aerolito. No representa ni a su tiempo ni a su país. Las grandes influencias que ha sufrido vienen más de fuera que de aquí: los trágicos griegos, la Biblia, Dante sin duda, Shakespeare.

 

25 de mayo. No sé por qué en la obra de Mauriac no se le da el mejor lugar a su Sainte Marguerite de Cortone. Haciendo a un lado sus novelas, es junto con su Racine, el que considero el mejor de sus libros, en el que creo que se muestra más al descubierto, y tal vez nada más doloroso y más humano ha salido de su pluma. Me gusta que se acerque a nosotros así, desde la sombra de un gran penitente y que a media voz nos hable de su tristeza. Su Racine nos hace verlo con un fulgor de triunfo en sus ojos; adivinamos al escritor impaciente de avanzar hasta el límite de sus dones, al hombre que siente toda su riqueza interior, pero entre esas dos biografías ha habido para el autor, como para la mayoría de nosotros, una especie de noche obscura de la que salimos instruidos, pero horrorizados, hemos vislumbrado el abismo. El amor de Dios para el alma no es jamás un idilio y es extraordinario que la ruta hacia él no pase por las tinieblas. Este encaminamiento a lo absoluto, la vida de santa Margarita, nos permite reconocer los recovecos, las incertidumbres, las paradas, el acenso de la angustia. Todo eso nos hace muy preciado este libro tan cargado de sufrimientos y de sabiduría. Hay dos o tres puntos de vista sobre la fe desnuda y el carácter sospechoso de la piedad sensible. Lo que parece dominar en el autor es la intuición, una intuición siempre en guardia que lo hace escribir a veces cosas de una gran profundidad. El cristiano de Mauriac marcha “a lo largo de una cresta entre dos abismos” y no espera sino temblando; no puedo, por lo demás, negarle la razón, pero, ya que hablamos siempre de Port Royal al hablar de Mauriac, prefiero ponerme del lado de M. de Saint-Cyran quien decía: “¡Dios es tan bueno!” que de M. Arnauld, quien decía: “¡Dios es terrible!” Por más lejos que me sienta hoy del rigorismo jansenista no puedo olvidar que de los dieciséis a los veinte años, Pascal era para mí la religión misma y que a veces me ponía de rodillas para leerlo. Volviendo al libro de Mauriac, lo encuentro de una nobleza que llamaría desesperada si esa palabra no entrara en contradicción con la profunda fe del autor. Sin embargo, hay en él una tristeza cuyo eco resuena a través de todo el libro: “Nosotros que no somos santos… Si hubiéramos sido santos…” (“No hay más que una tristeza, repite Bloy, la de no ser santos.”) “¡Qué vergüenza que la vida cristiana no se convierta en santidad!,” exclama, y habla, duramente, me parece, de “esas recaídas seguidas por el regreso rastrero al confesionario.” Es, sin embargo, de ese modo que la mayoría de nosotros se escurrirán al Paraíso –después del Purgatorio… Pero esa tristeza honra a Mauriac. Recuerdo haber leído, sin embargo, que en Port-Royal no se estaba triste y que se cantaba en todas las celdas. Temo que nuestra tristeza es sólo lo que en nosotros hay de menos cristiano. Stendhal al hablar de no sé qué iglesia, decía que tenía apariencia cristiana, “es decir severa y desgraciada.” ¿Cuándo, entonces, recobraremos la risa de los primeros franciscanos, la sonrisa de la piedad salesiana? Los religiosos más serios tenían además bajo el silicio un corazón lleno de alegría. Bremond citando a un autor de ese tiempo, nos dice que la madre Anne de Jésus, de una austeridad ejemplar hacía bromas frente al sagrado sacramento del Carmelo de Dijon, y cantaba aplaudiendo.

 

Pentecostés. Releí el ensayo de Kleist sobre las marionetas. Conozco pocas obras breves que sean de una perfección tan acabada. Esas páginas quitan el gusto por las obras grandes. Cada vez más estoy tentado a ser breve.

 

10 de junio.

+ Un dicho simpático del abad Mugnier. Citaba a Claudel, quien habría dicho: “Si yo fuera Dios le echaría más leña al infierno.” “Con ello mostraba, dijo el abad, cuánto miedo le tenía!”

 

16 de junio.

+ El otro día, una dama extranjera me agradeció las magníficas páginas que había yo escrito sobre Siena. Desafortunadamente jamás he puesto los pies en esa ciudad.

 

19 de junio.

+ En una comida con hombres de letras, alguien pronunció el nombre de Valéry y para mi gran sorpresa vi a un escritor hacerse de la boca chiquita, dijo que los textos de ese poeta no significaban gran cosa y que en el fondo no sabía casi nada. Como yo protestara, mi vecino de la izquierda murmuró suavemente: “¿Qué es lo que encuentra usted bello en Valéry?” –¡Pero cómo!, la belleza de la lengua, la música de ciertos versos –hay mucho…” Hizo un mohín de escepticismo. “La belleza de la lengua, si, sin duda, pero el resto…” Esas opiniones confusas me hundieron en una especie de estupor. Circuló la palabra embaucador. Desde que volví a París, es lo más sorprendente que he oído.

 

26 de junio.

+ En un manual de literatura inglesa, encontré esta frase que me parece justa: “Aunque estén profundamente comprometidos con las aventuras o los placeres, los anglosajones se mantienen sensibles como barómetros cuando se trata de influencia espiritual, poco importa que se trate de un cura o de un campesino; ellos reconocen lo que Emerson llamaba: El acento del Espíritu Santo.”

+ Jouhandeau me cita un dicho admirable de su abuela: “Conforme más veo lo que veo, más pienso en lo que pienso.”

 

27 de junio. Ayer leí en voz alta el principio de Pilgrim’s Progress. La primera frase es una de las más bellas que conozco por la permanente resonancia que deja tras de sí. Eso me recordó el monumento a Bunyan en el centro de Londres, de pie en medio de ese tumulto, con esa inscripción tomada de su libro: “Mientras atravesaba el desierto de este mundo… me recosté para dormir, y mientras dormía soñé un sueño.”

 

29 de junio.

+ Releí esta mañana el principio de De senectute en la edición que tenía en el aula. El autor pretende que una de las ventajas que tenemos en la vejez es que ella nos libera de las pasiones que oscurecen la inteligencia. Ya veremos, pero me parece que me gustaría tener la inteligencia oscurecida de un hombre de treinta años en lugar de la liberada inteligencia de un octogenario. El siniestro dicho de Bourget me ha venido a la mente (Mauriac me la ha repetido, después de oírla de Bordeaux).

 

6 de julio.

+ Robert que lee los Ensayos de Bacon los encuentra ingenuos, pero es la ingenuidad de ciertas grandes épocas literarias. Bossuet también es ingenuo. Es necesaria la ingenuidad para creer no solamente en lo que decimos, sino en la importancia de lo que decimos. El mejor ejemplo es el de Flaubert, quien se creía totalmente desengañado. A propósito de la ingenuidad, leí hace poco un sermón de Donne que no puedo copiar sin sonreír (sermon lxii). Habla del pecado de la lujuria (la lujuria y la muerte, sus dos grandes temas) y de aquellos que al multiplicar lo que llamaré las variantes, hacen de ese pecado algo todavía más monstruoso de lo que de por sí es; él recuerda al sobrino de un célebre Papa, un regalo para los protestantes, cuyo sobrino, no contento con la fornicación, el adulterio y el incesto, vuelve sus deseos hacia las personas de su mismo sexo y entre ellos hacia un Principe espiritual, alcanzando su objetivo no mediante el ruego, sino por la violencia, en suma: “he ravished a Cardinal.”

 

8 de julio. Un poco desanimado por mi novela porque estoy en una parte en la que hacen falta explicaciones. Hay dos páginas que voy a resumir simplemente en dos líneas pues esas páginas no sirven a la acción y es la acción lo que más importa. La explicación psicológica muy a menudo es el signo de una acción insuficientemente motivada. La acción debe revelar lo que está en el fondo del alma, es su papel; las palabras no son más que su amplificación. Uno ve eso en casi todas las novelas que se escriben hoy. No hay época más habladora y argumentadora que la nuestra.

 

12 de julio. Un joven escritor viene a pedirme consejo. Lo pienso mucho. Finalmente le digo: “Se mantiene usted a un lado de sí mismo, las palabras lo intimidan. Jamás hará algo valioso si observa siempre esa prudencia…” Me dice que le preocupa sobre todo hacer su síntesis. Le pregunto qué entiende por eso y él me explica que siendo de dos razas diferentes, como francés quiere a toda costa ser uno. “¿Y usted?”, me pregunta. Yo no tengo tiempo de preocuparme por esas cosas. Yo escribo mis libros.

 

15 de julio. Una frase de Sir Thomas Browne sobre la belleza de los monstruos me ha dado en qué pensar. ¿Quién me asegura que son verdaderamente bellos los rostros que admiramos? Me he hecho muchas veces esa pregunta, y en este mismo diario. La belleza del cuerpo es más fácil de demostrar, me parece (hablamos de arquitectura, de proporciones), pero el rostro es más misterioso, con los órganos de cuatro sentidos reunidos en un pequeño espacio.

 

18 de julio. Novela. Es necesario evitar que la acción se atasque en las conversaciones, como sucede con los despliegues psicológicos. En cuanto a un personaje se le oiga hablar, cerrarle la boca. De tanto en tanto, retomo el libro desde el principio, entiendo por eso hojearlo de modo que vea en pocos segundos el contenido de cada página. Veo así si la cosa avanza, si se mueve o si, por el contrario, se atasca. Es preciso que al comienzo de la segunda parte, que abordo este día, haya el mismo impulso que al principio de la primera. Son los personajes mismos los que me proporcionan la acción, y a ellos me remito. En cuanto trato de dirigir la acción estoy casi seguro de equivocarme; ellos saben; lo vi de inmediato cuando Joseph rechazó el pedido de Mrs Dare de cederle su cuarto que ella quería darle a Moïra. Yo había imaginado que al volver a su cuarto ese día, el muchacho encontraría a la joven mujer tomando posesión de su antigua recamara, pero era necesario que preparara la aparición de Moïra. Mi idea no era buena.

+ A propósito de Descartes, Gide escribe: “Es extraordinario y casi incompresible que Descartes considerara a la sensatez “la cosa mejor distribuida del mundo”. Pero la frase de Descartes es irónica pues de inmediato agrega: “pues todos piensan estar bien provistos, incluso aquellos que son muy difíciles de complacer en cualquier otra cosa, etc.”

 

19 de julio. Este diario, el único libro que he escrito de corrido y con un placer permanente…

 

20 de julio. Al leer un libro, bien que sentimos si es necesario o si no lo es, y no tanto para el lector ¡como para el autor mismo! ¿El impulso inicial es lo suficientemente fuerte para llevar el relato hasta el final? Sería necesario que en cada página tuviera uno la impresión de un irresistible empuje interior; en lugar de eso, más a menudo, uno tiene la sensación de un castigo del que el autor se desembaraza porque le hace falta un cierto número de billetes de banco. Ocurre que el libro, al principio, experimenta este impulso misterioso que viene de adentro pero que pierde su vigor en el camino y cesa por completo, y el libro entonces continúa como puede. Esas palabras inertes con las que cubrimos las páginas, esas largas frases de haragán obligado a terminar… Siempre me ha dado desconfianza un libro demasiado grande pues a menudo es signo de una falta de energía y no, como se cree, la señal de un gran trabajo.

 

15 de agosto. ¿Qué sentido puede tener todo esto? Nuestra vida es un libro que se escribe solo, cuyos temas principales a veces se nos escapan. Somos personajes de una novela que no siempre comprenden lo que quiere el autor.

+ El consejo del padre de Miguel Ángel a su hijo: “Si quieres llegar a viejo, mantén la cabeza caliente y no te bañes jamás.”

 

22 de agosto.

Leí con mucha emoción Billy Budd de Melville. El final es insoportable, habría preferido que el escritor no lo hubiera escrito. ¿Dónde encontró el coraje para hacer sufrir una muerte tan cruel y vergonzosa al ser angelical que nos describe? Veo ahí una suerte de crueldad desagradable. Es más indignación que piedad lo que provoca.

 

2 de septiembre. En las últimas páginas del ensayo de Zweig sobre Kleist ¿cómo no ver una profecía lírica de su propio suicidio, el cual habría de tener lugar quince años después? Mediante una especie de imitación del poeta alemán no ha querido morir solo sino acompañado de una mujer. La compañía que escogió Kleist sufría de una enfermedad incurable. “Felices como una pareja de novios, nos dice Zweig, se dirigen hacia el Wansee, toman su café al aire libre. Se les oía reír y retozar en el prado. Entonces, justo a la hora prometida (cita casi palabra por palabra), Kleist dispara una bala en el corazón de su compañera y se mete otra en la boca. ¡No tembló su mano!” Estas cosas son relatadas y sobre todo comentadas por Zweig con una suerte de exaltación fúnebre que produce un ruido muy particular hoy día. “La muerte de Kleist, escribe, es su obra maestra tanto como El Principe de Hombourg… es necesario que al lado de hombres poderosos que dominan la vida, como Goethe, surja de vez en cuando un hombre que domeñe la muerte…” Y termina con esas palabras que tal vez le vinieron a la mente en 1941: “sólo quien es acorralado alcanza el infinito.”

 

18 de septiembre. Correspondencia de Hölderlin. La cuerda patriótica vibra a ultranza en una carta a su madre (1792). Nada envejece más mal, nada se hace ridículo tan pronto como lo que escribimos en tiempos de guerra bajo el imperio de sentimientos convencionales. Lo que dice de los jóvenes franceses fanáticos recuerda extrañamente lo que se nos decía de los jóvenes hitlerianos en 1940.

 

21 de septiembre.

+ Al leer la poesía de Hölderlin me he hecho la pregunta que me viene tan a menudo a la mente en casos parecidos: ¿entiendo esas palabras como un alemán? Seguramente no. Siempre habrá algo que se me escape y de lo que dudo incluso con esta música. Sin embargo me siento muy conmovido por la belleza de sus versos. En An die Parzen, hay una sonoridad que me ha parecido adaptada exactamente a los sentidos (pienso en el sonido sordo y siniestro de la u en el segundo verso: “Die Seele, der im Leben ihr gottlich Recht nicht Ward, sie ruht auch drunten im Orkus nicht…” ¡Cómo hubiera querido conocer a este ángel del crepúsculo!

+ Mucho trabajo esta mañana. De las tres o cuatro frases que se me presentan para decir alguna cosa, es necesario elegir sólo una, pues escribir es elegir, pero debemos adivinar la presencia de frases no escritas.

 

24 de septiembre. En el Diario de Barbellion, que leo por primera vez, hay grandes gritos de angustia que uno le reconoce haber lanzado. Él grita lo que no se osaba decir en esa época: “Tengo hambre de sexo.” Hay también odio al instinto sexual, a esta bestia feroz que vive en nosotros y nos devora desde dentro. En cierto momento dice una frase que yo había puesto en la boca de Joseph, pero, mala suerte, no cambiaré nada de lo que he escrito.

+ Escribo estas cosas porque expresan una parte de la verdad que llevo en mí, y que es mi verdad, pero me pesan y las detesto. Todo eso pasará de una forma u otra a la novela que estoy escribiendo. Reflexiono de nuevo sobre el problema de las frases, entre las cuales hay que escoger, que conviene descartar, pero cuya presencia debe hacer sentir ese libro subyacente, no escrito. El defecto de muchos escritores trasatlánticos es querer escribirlas. La mayoría no elije.

 

26 de septiembre. Hace poco escribía un diálogo muy difícil entre Joseph y David cuando de pronto tuve ganas de lustrar los muebles. Cogí un trapo que guardo para ese efecto y froté mi secreter y mi cómoda hasta que brillaron como escamas, después regresé a mi trabajo sin mucho daño. Releí algunas páginas de la versión primitiva (en primera persona); las frases me parecieron más ágiles, más certeras, pero siempre es así cuando escribo en primera persona. Desafortunadamente, Joseph no hubiera sido capaz de escribir un libro, en primera persona o en cualquier otra, y la verosimilitud de este personaje hubiera sufrido.

 

28 de septiembre. Leí con admiración el Libro de Esther en hebreo. Más de diez años de esfuerzos recompensados. Puedo por fin prescindir de las traducciones.

+ He reflexionado mucho sobre mi novela. Con la idea de que pudiera no moverse si no pongo orden de inmediato, fui invadido por una especie de pánico, como si eso no dependiera de mí. Pues veo que debe seguir adelante, pero me doy cuenta de que vacilo en hacer entrar en escena a esta odiosa Moïra a quien con gusto estrangularía con las manos de Joseph.

 

29 de septiembre. Hace poco, en la librería Galignani a la que voy varias veces a la semana y desde hace años. Compré una traducción inglesa de Crimen y Castigo, gesto tal vez imprudente, ya que siempre he pensado que era mejor no leer a Dostoievski por temer a verme desalentado a escribir. Compré también los poemas de Burns. ¿Y el tiempo para leer todo eso, dónde lo comprarás? Pensé en la observación de Robert.

 

30 de septiembre. Deprimido porque recibí las pruebas de mi traducción de Jeanne d’Arc de Péguy. El editor me ha escrito para decirme que la encontraba admirable, pero no puedo compartir su opinión. Es ciertamente de una gran fidelidad, pero también tan pesada como el original. Mauriac, a quien le conté que estaba traduciendo a Péguy al inglés, exclamó: “¡Alguien debería traducirlo al francés!” Hay unas páginas de un aburrido casi insoportable. Le había dado a Wolf lo mejorcito de los extractos que había hecho de la poesía de Péguy y él quiso irse a fondo.

+Algunas veces, me siento tan feliz de estar vivo que canto solo. Creo también que sería perfectamente feliz si no tuviera ese problema del que no quiero hablar. Esta mañana tuve que dejar mi libro al cabo de media hora. No se sabrá hasta después de mi muerte contra qué he tenido que luchar para ser yo mismo y hacer acto de presencia casi hasta el fin.

 

1 de octubre.

+ En una antología erótica en la que están representados muchos escritores conocidos, sólo Colette ha producido una página legible, hasta tal punto es verdad que ese asunto tan rico y tan serio, el amor físico, no inspira en general más que miserias.

 

5 de octubre. La lectura de Father and Son de Edmund Gosse me produce un placer excepcional, una suerte de redescubrimiento de un mundo que había entrevisto en Mark Rutherford, el cual, además, no carece del todo de relación con el libro de Gosse. Me gusta su economía de palabras, su rigor en la elección de la expresión, ¡su eterna preocupación por decir la verdad! Hay en el fondo una emoción que aflora sin cesar y le proporciona a sus frases controladas y severas una especie de palpitación. El dicho de Whistler que me cita Robert encuentra aquí su perfecta aplicación: “La parte es mayor que el todo.” El relato de la enfermedad y de la muerte de la madre es una obra maestra, discreta y, a la vez, patética. Vemos de dónde ha salido un libro como Olivia (ninguna relación, y a pesar de ello…)

 

16 de octubre. Escribo lo que veo. Si tuviera que definirme como escritor, creo que esta frase diría casi todo. Si no veo no puedo escribir, quiero decir que si no tengo frente a los ojos de la mente una representación muy clara de la escena que quiero describir, y digo bien, representación, como se dice representación teatral, no puedo hacer nada. No soy como los escritores que pueden inventar a voluntad, sin ver nada, que inventan con el auxilio de las palabras, no con los ojos de la mente (y a la larga eso se siente.) Dije en otro tiempo que no podía más que inventar, pero no había reflexionado lo suficiente en el problema y me expresé de una forma inexacta. La verdad es que no sé inventar. Hay alguien o algo en mí que me hace ver mis personajes y me hace verlos actuando. La intensidad de la visión no ha sido más grande que cuando escribí mis tres primeras novelas. Se redujo con Epaves (influencia del medio y deseo incomprensible de ir contra el éxito). De nuevo ese don me fue proporcionado con Minuit y Le Visionnaire, me faltó casi por completo en Varouna y Si j’étais (con excepción de la escena con el infante y tal vez en la que se desarrolla en la travesía del Cairo). En la novela que me ocupa, la visión es tan límpida que impide cualquier explicación de orden psicológico, y eso vale mucho más.

+ A propósito de un libro de Renan sobre los orígenes del lenguaje, hable con Robert de la progresiva desaparición del subjuntivo. (Qué de veces he oído, después de regresar a Francia: “Aunque es…”. Un día lamentaremos ese modo, porque el subjuntivo es un matiz muy necesario, pero la lenguas se van simplificando (no digo que se aligeren) y sería ridículo tratar de evitarlo. Los ingleses abandonaron el subjuntivo de una forma casi completa; no hay más que un género para designar las cosas (excepto ship que se mantiene obstinadamente femenino). Renan hace señalamientos luminosamente inteligentes sobre la complejidad de las lenguas primitivas y cita el caso del groenlandés que aglutina todas las palabras de una frase, por larga que sea, y conjuga el conjunto. He devorado su obra casi entera, la otra noche, asaltado por un renacimiento de afección por el viejo buen hombre a quien le debo haber aprendido muchas cosas con placer y facilidad. Era un profesor de carácter; tenía el don de comunicar su saber con la simplicidad de un manantial que corre. Las extrañas debilidades de su estilo son las debilidades de un escritor que a veces dormita. Lo testimonia el inicio de Ma soeur Henriette. Sus tics irritan a Bloy con razón, le reprocha sus eufemismos y sus “desvaríos con el matiz imperceptible.” Creo que ya no se le lee, más que cuando cuenta la historia de Israel o de la Iglesia en sus comienzos, con todas las reservas que nos veamos obligados a señalar sobre su interpretación de los hechos o incluso sobre la exactitud de su información no puede negarle uno su ejecución, el tono y muchos de los favores necesarios para reanimar la verdad histórica. Para juzgar su verdadero valor, basta con leer, si puede uno, a algunos de los “vulgarizadores” bien pensantes que lo han seguido e imitado.

 

21 de octubre. Releí los Cuadernos de Malte Laurids Brigge, pero recuperé muy poco de mi antigua admiración. Muchas páginas me resultaron estropeadas por el evidente deseo de agravar la tristeza natural del autor, de “reponerla”, de recurrir a la angustia a propósito de todo, de una mujer que vende lápices, de un inmueble en demolición, de una palabra pronunciada en cierta forma, de una corriente de aire. Yo, desgraciadamente, sé lo que es la angustia. No es gratuita y cuando se manifiesta es por razones de peso. De refinamiento en refinamiento cae uno en la literatura, y en la más falsa. Pero hay partes de una belleza excepcional (la descripción de la sala de lectura de la Biblioteca nacional, por ejemplo.) Admiro a ese gran artista, pero no me gusta la forma que tiene de decirnos: “Atención, voy a sufrir y ya verán de qué forma tan sutil.”

 

20 de octubre. Obligado una vez más a volver sobre la opinión que me he hecho de Rilke. Al reabrir los Cuadernos, caí en la admirable historia del epiléptico. Hay en esa narración una simpatía tal, tomo esa palabra en su sentido literal, una compasión tan grande y tan auténtica, que me parece ver a un escritor ruso practicando esta cualidad del amor (¿Cómo decirlo de otra forma?) Se trata de eso, del don que distingue a los santos del resto de la humanidad. Sin embargo, un poco después, exasperado por el catálogo de miedos que el autor dice sufrir o haber sufrido: miedo a un pequeño hilo de lana, miedo al botón de su camisón, miedo a una migaja de pan, pero para juzgarlo es necesario recordar lo que él se propone hacer, a saber, “descubrir por medio de las cosas visibles el equivalente de las visiones interiores”.

+ El deseo de leer alemán, de fortalecerme con la poesía alemana me ha hecho releer el poema de Goethe sobre la luna y experimenté un placer tan vivo que habiéndolo leído una vez no pude contenerme de recomenzar su lectura tres o cuatro veces; la última estrofa sobre todo me encanta por el eco que deja tras ella, es algo que se prolonga en el silencio como la vibración del arpa.

+ En las conversaciones de Goethe con Eckerman, algo que pinta la bajeza del gran hombre: “Mi Werther fue objeto de tantas censuras que si hubiera tenido que tachar todos los pasajes que le reprochaban, no hubiera quedado una sola línea… Por suerte la crítica me deja frío: los juicios tan subjetivos de parte de individuos particulares, por más eminentes que sean, eran contrabalanceados por la estimación de la multitud.” Soy yo quien subraya, por supuesto. Y como si la frase vergonzosa que acabamos de leer no fuera suficiente, él agrega lo que un autor de éxito, incluso hoy, no se atrevería a decir: “Quien no espere un millón de lectores debería abstenerse de escribir.” En este caso, ni Höderlin, ni Keats, ni Baudelaire, por no citar más que los primeros nombres que me vienen a la mente, hubiesen dejado un solo verso. Por lo demás, me agrada saber por qué él hombre me desagrada tanto, con toda la admiración que haya tenido por él.

+ La lectura de Rilke me encanta. Habría que citar casi todo de estos cuadernos extraordinarios: la frase sobre el rostro de su padre muerto que “tenía el aire de acordarse por cortesía”; la descripción del pastor Jespersen, el retrato de Marguerite Brigge, la perforación del corazón de su padre, con la herida que deja escapar dos gotas de sangre como una boca que pronuncia una palabra de dos sílabas. Retiro todo lo que haya podido decir de severo sobre este gran escritor, aunque continúe haciendo algunas objeciones a ciertas afectaciones, como el afán de refinamiento que arruina las primeras treinta páginas de su libro. Entre las cartas que he recibido hay una página escrita por uno de los amigos de Rilke, hace quince años; la encontraré; en ella dice que a él le había gustado mi primer libro. Hoy me doy cuenta del enorme valor de un sufragio semejante.

25 de octubre. Leyendo las cartas de Hölderlin a Schiller, que son, me parece, de una humildad singular, incluso excesiva, no he podido evitar decirme que jamás hemos tenido un poeta inglés que escriba a un hombre célebre en ese tono. Nos apena Hölderlin por esta modestia injustificable. ¿Cómo es que no tenía la intuición de lo que era él realmente? ¿Cómo pudo consentir en rebajarse de ese modo?

 

28 de octubre. Novela. Primera aparición de Moïra. Joseph se abalanzará contra ella como contra un muro, para estrellarse.

 

29 de octubre. Mi novela avanza, tal vez demasiado lentamente, pero la claridad de la visión tiene ese costo, me parece. Podría cubrir una extensión más grande de papel todos los días, pero entonces inventaría de una cierta forma, mentiría en lugar de describir lo más verídicamente posible lo que veo. A menudo no me parece ver más que el extremo de una mesa, un gesto, la parte inferior de un rostro, y no oigo sino una o dos palabras; en otras ocasiones, una escena entera me llega con una superabundancia de detalles, con detalles que no sé qué cómo emplear y entre los cuales debo escoger. Si examinamos mis manuscritos, nos damos cuenta de que todos los pasajes suprimidos fueron inventados con el deseo de ir más rápido para alcanzar la verdad que, sabía, me esperaba más adelante. ¿Quién trabaja así estos días? Es una pregunta que le hice a un joven crítico belga, M. Théo Louis, porque me pareció que le interesaría. Me dijo que, por lo que sabía, el hecho de ver a los personajes no les parecía muy importante a los novelistas contemporáneos, los cuales estaban más preocupados por las ideas que por las imágenes, “pero, agregó, si es verdad que vuestros personajes no expresan sino rara vez lo que llamamos ideas, hay en vuestros libros una visión del mundo, una filosofía.”—Si usted lo dice. Lo que reprocho a ciertos novelistas de nuestros días no es hacer que sus personajes expresen ideas. No, lo que les reprocho es que las ideas de sus personajes no formen parte de quienes las expresan, sino de su autor. Cuando un personaje en una gran novela rusa manifiesta sus ideas, es su sangre y carne la que habla y uno las cree, pero ¿cómo no ver que los personajes de tal escritor moderno no son sino sus portavoces y que sus discursos son intercambiables?

+ El lector ve estrictamente lo que el novelista ha visto, y lo muestra porque lo ha visto, pero el lector sabe por instinto cuándo el novelista ve y cuándo, al no ver nada, cuenta chascarrillos.

 

30 de octubre. Persistentes rumores de guerra. No compramos un libro sin preguntarnos si tendremos tiempo de leerlo, pero esta amenaza, sea la que sea, ¿no es la amenaza de muerte que pesa sobre nosotros sin importar la edad? Deberíamos pensar en la guerra como la inevitable tragedia personal que nos espera a todos desde el momento que estamos en el mundo. Trabajar me interesa tanto como si estuviera seguro de vivir todavía muchos años. Esta mañana puse mucho cuidado en escribir un diálogo un poco difícil. ¿Quién lo leerá? Debo decir que no me preocupa mucho. Escribo mi libro porque si no lo escribiera reventaría.

 

1 de noviembre. Le he dedicado a la lectura mucha horas que podría haberle dedicado a mis libros, pero es mi forma de elevar el dique, y de resistir. Es la pereza de estudiar mucho, decía Bacon. En mi caso, no. Le dedico tres horas por día a la lectura, más una hora y media al estudio de la Biblia. A mi novela una hora y media más o menos; es todo lo que puedo hacer, lo que escribo después de esa hora y media lo tengo que rehacer al día siguiente. Veinte líneas, algunas veces treinta, eso es todo. Sólo escribo en las mañanas porque es el momento en que el sentido crítico está más despierto. La tarde es la hora del lirismo. No escribo cartas más que cuando me veo forzado a hacerlo y no veo en ello más que una pérdida de tiempo. El tiempo que tengo prefiero pasarlo con mis libros más que con mis cartas.

 

3 de noviembre. Esta mañana, al estar escribiendo mi libro, tuve conciencia de un nuevo impulso de la novela, una suerte de nuevo comienzo. En general, la revigorización de la narración anuncia el final, el comienzo del último galope. Es la recompensa de una larga sucesión de esfuerzos.

 

4 de noviembre. Ayer escuché con delicia escenas de Boris Godunov presentadas en Praga y cantadas en ruso. El tenor (Dimitri) tenía una voz que te hacía un nudo en la garganta. Una vez más, me di cuenta de que la lengua rusa es en sí una especie de música. No conozco una lengua más bella, diría que tan bella como el español, al escucharla. En lo que concierne al francés, al no haberla escuchado hablar nunca no puedo juzgarla, pues en el caso de una lengua de la que conoce uno cada palabra, el oído no es libre de juzgar. Podemos apreciar la belleza de las sílabas, su disposición en el orden más eufónico, nunca podemos oírla como la oye el extranjero que no comprende nada.

 

6 de noviembre. Hoy, como me sucede a menudo, un acceso de melancolía inexpresable al pasearme por estas piezas que amueblé con tanto cuidado. ¿De dónde viene esta tristeza? No lo sé. Es la tristeza de estar vivo y de sentir la amenaza que pesa sobre todo lo que uno ama. No puedo ser completamente feliz en un mundo en que la muerte tiene siempre la última palabra y en el que puede intervenir en cualquier momento. Pero, si se tratara sólo de mí… Me asombra que podamos reírnos tan seguido, que podamos hacer como si ella no estuviera ahí.

+ Es el silencio de estas dos piezas donde vivo lo que me asombra y encanta –y, a veces, me inquieta también, como si estuviera disfrutando de algo prohibido.

 

8 de noviembre. Me pregunto si los demás escritores están tan a disgusto con su trabajo, con lo que escriben, como yo lo estoy con el mío. Creo que no. Esta mañana comencé a copiar mi novela y desde la primera página me sentí decepcionado pues la había visto más bella en la mente de lo que es. Pero hay vida en esas páginas. Los personajes respiran.

 

10 de noviembre.

+ Summing up de Somerset Maugham es una lectura que me encanta, La honestidad y buen sentido del autor hacen del libro algo raro e inesperado, y habla de su oficio con un profundo conocimiento de todas sus dificultades. Lo que nos dice de él mismo es también muy interesante porque sentimos que es verdadero. Nada extraordinario; su experiencia de la vida no difiere mucho de lo que todos sabemos, pero dice simplemente lo que es, con una elección de palabras de primer orden, y eso es suficiente para que cada frase atrape la atención. La receta es tan simple que me pregunto por qué no la empleamos más seguido, pero pienso que entonces no existiría esta especie de alarde que llamamos literatura. A pesar de ello, la verdad es interesante, ¡por el solo hecho de serlo! Incluso en las cosas pequeñas proporciona un tono inimitable, tiene un encanto y una fuerza de persuasión que todas las mañas de estilo no pueden sino imitar.

+ Maugham cuenta que cuando joven quiso escribir un relato sin adjetivos. Yo tuve la misma idea en 1923. Bajo la influencia de la Biblia, escribí una larga historia en la que los sustantivos decían lo que tenían que decir, y salían de apuros sin el auxilio de palabras que los calificaran. Obtuve de ese modo frases, a mis ojos, de una desnudez ejemplar.

 

11 de noviembre. Pensé hace poco que si no hubiera tenido ciertas dificultades en mi vida, si no hubiera estado dominado por esta hambre ingobernable, habría hecho una obra completamente diferente. ¿Mejor? No lo sé, pero diferente. Mis libros son libros del prisionero que sueña con la libertad… La novela que escribo es un largo grito de odio contra el instinto… No es para compadecerme que digo esto, sino intentando poner en claro la cuestión. Creo que algún día mi caso parecerá extraño, cuando se sepa todo, sin embargo me siento inclinado a pensar que es menos raro de lo que uno supondría. La fe es la causa de este violento conflicto.

+ Lectura de Maugham. No puedo darle siempre la razón, sobre todo cuando dice que releer libros es estúpido, que no tiene ningún provecho aprender lenguas muertas o vivas; pero estoy de acuerdo cuando dice que el francés y el inglés son suficientes para el hombre culto, pues Francia e Inglaterra son los únicos países que tienen una literatura: los demás sólo tienen grandes escritores. Sólo en esos dos países encuentra uno, en efecto, la continuidad de las grandes obras, el río que fluye hasta el borde sin jamás secarse.

 

16 de noviembre. Sin importar lo fatigado que me siento esta noche, voy a intentar contar mi visita a Gide. Lo fui a visitar en la mañana para pedirle permiso para reproducir en Biblio-Hachette una carta que me escribió en 1934 a propósito de Visionnaire. Me hizo entrar en el pequeño cuarto donde trabaja y que da sobre los techos. Nos sentamos frente a frente; entre nosotros una pequeña mesa cubierta de libros y papeles. Gide tiene una tez rosada que desde mi regreso de Norteamérica no le había visto y me pareció tan joven y alerta como antes de la guerra. Jamás se había mostrado tan encantador conmigo, tan sencillo en sus modales, tan cordial. Creo que realmente estaba feliz de verme, porque me lo dijo varias veces como si quisiera que yo estuviese bien convencido. Cuando le hablé del objeto de mi visita, pareció ligeramente sorprendido, lo que me hace pensar que no siempre tienen tales escrúpulos con él. Él leyó la carta, su carta, con una gran atención y se detuvo un momento para exclamar a media voz: “¡Pero está muy bien, me alegra haberla escrito!” Le extendí enseguida un post scriptum suelto muy largo, que era una lista de erratas encontradas por él en mi libro. “Hazla imprimir también, me dijo con buen humor. Eso hará ver mi lado de inspector escolar…” Hablamos sin orden ni concierto y no sé porque motivo le confié que dormía mal. “¿Conoce usted la carta de Descartes sobre el insomnio?” No la conocía. Me condujo a su biblioteca, donde, cogiendo un Descartes de la Pléiade, se sentó en el rincón cercano a la ventana. La carta estaba dirigida a Balzac. Gide la leyó con lentitud, con una bella voz, precisa y sonora, para nada la voz fatigada y como apagada que tiene en la radio (pienso en sus entrevistas con Amrouche); llegó al pasaje donde Descartes habla de sus sueños y dijo –cito de memoria– “Me paseo entre los arbustos, los jardines, los palacios encantados…”, baja el libro y me ve con una sonrisa de arrobamiento; es una alegría casi sensual la que experimenta al leer este lenguaje admirable. “¡Qué preciosidad, dice, y cómo está lejos del hombre enfadado que nos presenta Franz Hals! Me hace muchas preguntas sobre el libro que estoy leyendo y como le digo algunas palabras sobre las dificultades de Joseph, se levanta para coger de un compartimento un cuaderno gris que me entrega abierto. “Lea, dice, es algo que le va a parecer bien, pero quiero que lo lea de inmediato.” El texto manuscrito está muy tachoneado. Veo que se trata del padre Valensin, de un escrito sobre Platón, pero apenas leo tres líneas cuando Gide me lo quita de las manos. “No, tendríamos que interrumpir nuestra conversación y nos vemos muy rara vez.” Me habla de su correspondencia con Claudel y le pregunto cómo fue tomada su publicación en el Figaro: “No fueron muchos los que cancelaron sus suscripciones,” responde riendo. X., a quien vio la víspera, se sintió “erizado” por ciertas frases de Claudel. “Pero, atención, hay cartas muy bellas…” Sus ojos brillan como antaño. Regresamos a su recamara. Esta mañana no está ocupado, y de nuevo me habla del libro que estoy escribiendo y que, le digo, sin duda ofenderá a algunos lectores. “¡Tanto mejor!” Y me cita, disculpándose, una frase de su diario donde habla ¡del gusto amargo de los laureles!

 

17 de noviembre.

+ Hay algo que no dije en mi relato de la visita a Gide: mientras estamos sentados frente a frente, me dijo que leyó el último volumen de mi diario y que debido a ello pensaba en mí todos los días y me hablaba (esas son sus palabras). Me dijo que estaba muy conmovido por lo que había escrito de él en 1944. Varias veces quiso prender un cigarrillo con su encendedor sin lograrlo, pues ponía el encendedor demasiado a la derecha. Sin embargo lee con facilidad. A propósito de cierto escritor, me dijo: “Es un cobarde. Admiro al escritor, pero el hombre es un cobarde. –Eso se vería mucho menos, comenté, si no adoptara esas actitudes grandilocuentes.”

 

3 de diciembre.

+Leo, en una edición de Omar Khayyam, que Keats había expresado el deseo de ver algún día a un viajero llevar un ejemplar de Endymion y lanzarlo con todas sus fuerzas a mitad del desierto.

 

4 de diciembre.

+ En el prefacio de l’Eunuque, de La fontaine, hay algo me gustaría dijeran de mi libro: “…todos los resortes hacen mover la máquina”.

 

7 de diciembre. En un inepto librito sobre Lord Alfred Douglas, hay un retrato de él a los 24 años y es difícil imaginar un rostro más idealmente bonito que ese (a pesar de la abertura de las ventanas de la nariz). Más adelante, un retrato del mismo personaje a los cincuenta años. Nos hace pensar en El retrato de Dorian Gray, pues esta segunda imagen es horrible. Un rostro bonito no envejece bien (es la diferencia con la belleza, pues ella puede envejecer muy bien, según Whitman). Un joven muy bonito se convierte en un viejo ridículo. En el caso de Douglas, hay algo a la vez trágico y repulsivo en una trasformación tan cruel. Lo que es peor es que uno reconoce al muchacho de 24 años en el juerguista fatigado. La forma de la frente y la nariz se encuentran ahí, ¡pero en qué estado! Hay, además, una relación entre esos dos retratos tan elocuentes con los poemas que el amigo de Wilde escribía en su juventud y luego más tarde, después de su conversión. En esa cabeza encantadora no había nada, nada más que el sonido maravilloso del verso inglés. Nada de ideas generales, ni la menor huella de sensatez, sino música y eso hasta en los últimos días de gran debilidad mental, un eco de ese sonido inimitable que produce la verdadera poesía. Él se convirtió en 1911. En 1916 manifiesta su deterioro mental al escribir un poema sobre Inglaterra, en el que nos informa que los dos peores enemigos de Inglaterra son: the german and the sodomite. Eso, viniendo de él… son palabras que jamás debió haber escrito, pero se diría que no hay ninguna cosa vergonzosa que no haya hecho. El triste viejo que se convirtió en el Endymion de los años 90 dejó en estos versos su testamento político: I was for Franco in the Spanish war.

 

8 de diciembre. A causa de Douglas, releí en Harris el relato (¿verídico?) de la espantosa muerte de Wilde, su cuerpo que explota, y más tarde la exhumación. Wilde aparece en su tumba con barba, reconocible todavía, a pesar de o a causa de la cal viva que no hizo sino secar la carne en lugar de devorarla, y la maravillosa bondad de Ross que hace a un lado a los sepultureros con sus palas para descender a la tumba y tomar con sus manos esos restos espantosos que deposita piadosamente en un ataúd. ¡Se siente uno feliz de que se haya hecho ese gesto, que haya habido un inglés para hacerlo, que los demás no hayan sido duros y que haya habido un alma verdaderamente cristiana en ese momento, junto a su tumba!

 

12 de diciembre. En un desayuno literario, me ha hecho sonreír escuchar a dos escritores decidir lo que no sobrevivirá de la obra de Paul Claudel. ¡Cómo si lo supieran, como si pudiera saberse! No sobrevivirán, parece, sino las Cinq Grandes Odes. ¿Y de su teatro? Nada. “Sus grandes armadas se irán a pique cuando muera…” Pedí gracia para Tête d’Or. Pero también mandaron al fondo a esa obra magnífica. ¡Hombres serios, qué niños son ustedes!

 

18 de diciembre. El otro día, un joven periodista vino a preguntarme qué pensaba yo de mi siglo. Quería saber si me sentía un hijo del siglo. Si y no, por supuesto. Siempre me ha parecido que mis libros eran un producto característico de nuestro tiempo por la inquietud sin pausa que encontramos en ellos… A mi vez, interrogué a mi visitante sobre lo que pensaba del porvenir, porque el grueso de la riqueza se encuentra para él en el porvenir, y él me dijo hasta qué punto la incertidumbre paraliza a los jóvenes de su edad y mata la ambición. La sombra de la gran catástrofe aqueja de vanidad los proyectos que hubiéramos hecho en una época más tranquila. Lo escuché con tristeza y una suerte de respeto. Valía más tener 20 años cuando yo los tuve, cuando parecía que todo iba a permanecer en su lugar durante mucho tiempo.

NOTA

Julian Green (1900-1998), ciudadano norteamericano, vivió la mayor parte de su vida en Francia y, aun cuando escribió también en inglés, es considerado, bajo el nombre de Julien Green, uno de los mejores escritores franceses del siglo XX. Entre sus obras, sus diarios constituyen una parte sumamente importante de las mismas. Comenzó a escribirlos desde muy joven y casi hasta el final de su vida. En total doce tomos. Hemos hecho una selección del tomo que corresponde a los años 1946-1949, justo el que escribió al regresar a Francia una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, la cual pasó en los EU. El lector encontrará que las entradas del diario aparecen algunas veces inmediatamente después de la fecha y otras están precedidas por un asterisco. Esto se debe a que, en el primer caso, el fragmento seleccionado inicia la entrada del día respectivo, y en el segundo está entresacado de los apuntes del día que no hemos recogido en su totalidad por falta de espacio, y porque nos han parecido menos interesantes para el lector en español del siglo xxi. Publicamos ahora los años 1946-48, el año 1949 aparecerá en una segunda entrega.