Los escritores del juicio de Núremberg: la Historia y su trastienda
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Los escritores del juicio de Núremberg: la Historia y su trastienda

‘El castillo de los escritores’ (Taurus) de Uwe Neumahr cuenta las andanzas de algunos de ellos

Los escritores del juicio de Núremberg: la Historia y su trastienda

Corresponsales de guerra, otoño 1944. La tercera desde la derecha es Bety Knox y, la primera desde la derecha, Eirca Mann. | Cortesía

Entre el otoño de 1945 y el otoño de 1946, durante un largo año, se celebró en Núremberg el histórico juicio internacional contra los jerarcas nazis. El objetivo era castigar a los máximos responsables de las atrocidades de la guerra y el Holocausto y debía llevarse a cabo con el máximo rigor procesal para evitar que pudiera cuestionarse. También era muy relevante cómo se contaba lo que sucedía en la sala de ese tribunal y para ello se desplazó hasta la ciudad alemana un nutrido grupo de corresponsales de todo el mundo, entre los cuales había algunas prominentes figuras literarias. El castillo de los escritores (Taurus) de Uwe Neumahr cuenta las andanzas de algunos de ellos y la trastienda del solemne acontecimiento, no exenta de momentos de frivolidad.

El grueso de la prensa fue alojado en el castillo Faber-Castell, requisado por lo aliados a la familia dueña de la conocida marca de lápices. Solo algunos personajes vip gozaron del privilegio de una habitación en el Grand Hotel de la ciudad (por ejemplo, el soviético Ilía Ehrenburg). Y es que el castillo donde se instaló el llamado press camp no era muy cómodo y obligaba a los plumillas a compartir dormitorio y lavabos (esto último generó más de un incidente). En un primer momento, todos se alojaron allí, pero al poco tiempo los comisarios políticos que acompañaban -vigilaban- a los periodistas rusos los desalojaron y se los llevaron a otro sitio por miedo a que se contaminaran de los perniciosos vicios occidentales (como el de la libertad de prensa).

Entre las figuras destacadas allí presentes estaba el norteamericano John Dos Passos, que ya había vivido en primera persona la guerra civil española -donde se había peleado con Hemingway- y quedó horrorizado por lo visto y oído en la sala del tribunal. Otro personaje de primer nivel era el curtido cronista William Shirer, autor del monumental Auge y caída del Tercer Reich y del interesantísimo Diario de Berlín dividido en dos partes, 1934-1941 y 1945-1947. También cubrieron el juicio dos notables escritores alemanes: Eric Kästner y Alfred Doblin, aunque el segundo en realidad jamás pisó la ciudad. Escribió, con seudónimo y de oídas, un folleto que pretendía aleccionar a sus conciudadanos sobre la barbarie nazi, El proceso educativo de Núremberg, cuya verdadera autoría no se desveló hasta 1968. Hay que destacar además la presencia de dos jóvenes corresponsales alemanes, Willy Brandt y Markus Wolf, después archienemigos. El segundo, como jefe de la Stasi de la RDA, contribuyó a la caída del primero como canciller de la RFA por un escándalo de espionaje.

Hermann Göring durante su interrogatorio, marzo de 1946. | Cortesía

También estuvieron allí dos distinguidos latinoamericanos, aunque el libro de Neumahr solo los menciona de pasada: Augusto Roa Bastos y Victoria Ocampo. La presencia de esta última coincidió con la de varias periodistas legendarias, que protagonizan algunos de los mejores -y en ocasiones más chismosos- capítulos de El castillo de los escritores. Las mujeres ocupaban una villa cercana al alojamiento masculino, con los mismos problemas de convivencia (las americanas se quejaban de que mientras estuvieron allí instaladas las rusas, estas tomaban el lavabo en grupo y casi por asalto). Entre las figuras femeninas estaba la ferviente estalinista francesa Elsa Triolet (esposa del ferviente estalinista Louis Aragon), que mandaba artículos tan
iracundamente antiangloamericanos (acusando a los jueces de estas nacionalidades de indulgencia hacia los nazis) que en Les Lettres Françaises se veían obligados a rebajarle el tono insultante.

Otra que estuvo allí fue Erika Mann -hija de Thomas-, que formaba parte, como su hermano Klaus, del ejército americano. En Núremberg convivía de forma más o menos discreta, con su amante, la corresponsal americana Betty Knox, que tenía un turbulento pasado como bailarina de cabaret y a la que Erika llamaba «mi querida lunática». Coincidieron con ella dos leyendas
femeninas de la prensa estadounidense: la también lesbiana Janet Flanner y Martha Gellhorn
, que fue esposa de Hemingway y había cubierto la guerra civil española y el ascenso de Hitler en la Alemana de los años treinta.

Como periodistas acopladas al ejército americano, Flanner y Gellhorn habían quedado conmocionadas con la visita a los campos de exterminio recién liberados. Flanner entró en Buchenwald el 16 abril de 1945, y escribió a su amante Solita Solano: «Esto está más allá de todo lo imaginable». Gellhorn entró en Dachau el 29 de abril de 1945, vio las dependencias donde se habían llevado a cabo atroces experimentos con seres humanos y escribió: «Nada en la guerra había sido nunca tan tremendamente brutal como estos muertos demacrados y maltratados, desnudos, anónimos».

Flanner era ya entonces una figura de relumbrón. Había llegado a París en 1922 con su amante Solita Solano, y formaron parte del círculo de sofisticadas lesbianas americanas instaladas en la ciudad: las escritoras Gertrude Stein y Djuna Barnes, la librera Sylvia Beach, la fotógrafa Berenice Abbot, la pintora Romaine Brooks, la mecenas Natalie Clifford Barney… Desde allí Flanner escribía su celebrada crónica semanal para el New Yorker titulada Letter from Paris, que era la ventana a la capital cultural europea para los lectores norteamericanos. Cuando se vio obligada a abandonar la ciudad por el estallido de la guerra y tuvo que regresar a Nueva York, se sintió allí como una extranjera en su propio país. En cuanto pudo, volvió a Europa como corresponsal de guerra.

Vista de la tribuna de prensa en el juzgado. | Cortesía

Janet Flanner quedó entre fascinada y horrorizada por la encarnación del mal que representaba Göring: «Lo que les ofreció a sus jueces no fue un mea culpa, sino una disertación sobre la técnica del poder. (…) El mariscal del Reich hizo que Maquiavelo pareciera un aburrido apologista. Göring fue decididamente más amoral y más ingenioso».

Contrasta con la visión que dio del personaje la rutilante estrella británica del periodismo y las letras Rebecca West, más interesada en destacar en su crónica el perturbador magnetismo sexual que desprendía: «El aspecto de Göring sugería una sexualidad fuerte, aunque difícil de definir (…) A veces, en particular cuando estaba de buen humor, recordaba a una madama
como las que se pueden ver a última hora de la mañana en las puertas de las casas a lo largo de las empinadas calles de Marsella». West, de 53 años, vivió en Núremberg un flirt con el juez americano Francis Biddle, casado y de 60 años. Según los rumores, la relación fue tórrida porque ambos arrastraban años de frustración sexual. Sin embargo, en cuanto el magistrado volvió a casa, regresó al redil del matrimonio y cortó la relación de un modo expeditivo que indignó a la autora británica.

El castillo de los escritores mezcla los terribles detalles del juicio sobre los monstruos nazis con las locas noches de alcohol y líos amorosos que se producían entre bambalinas. Puede parecer un ejercicio trivial, pero no lo es. La combinación de ambas cosas -solemnidad y frivolidad, relevancia histórica y comedia de enredos- muestra la realidad de los seres humanos tal como es: llena de paradojas y contradicciones.

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