Juan II de Castilla, el de Antequera - Revista de Historia

Juan II de Castilla, el de Antequera

Juan II de Castilla, el de Antequera, (1405-1454) nació un seis de marzo en Toro (Zamora) y falleció en el Palacio de Luis García de Morales, de Valladolid. Está enterrado en la Cartuja de Miraflores, Burgos. Juan II, que comenzó a reinar – en la mera apariencia – por sí mismo a los 14 años, en 1419, estaba dotado de excelentes cualidades como hombre, pero carecía de todas las que son de un rey. Él mismo, cuando la proximidad de la muerte proyectaba sobre las cosas una nueva claridad, se quejaba de la fortuna que le había situado en un trono.

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Juan II de Castilla

De su madre, Catalina de Lancaster había heredado la prestancia física, la abulia y la estrechez de miras. Según un retrato de Fernán Pérez de Guzmán:

“Fue este ilustrísimo rey de grande y hermoso cuerpo, blanco y colorado mesuradamente, de presencia muy real: tenía los cabellos de color de avellana mucho madura; la nariz un poco alta, los ojos entre verdes y azules, inclinaba un poco la cabeza, tenía piernas y pies y manos muy gentiles. Era un hombre muy atrayente, muy franco e muy gracioso, muy devoto, muy esforzado, dábase mucho a leer de filósofos e de poetas, era buen eclesiástico, asaz docto en la lengua latina, mucho honrado de las personas de ciencia; tenía muchas gracias naturales, era gran músico, tañía, e cantaba e trovaba e danzaba muy bien; dábase mucho a la caza, cabalgaba pocas veces en mula, salvo habiendo de caminar: traía siempre un bastón en la mano, el cual le parescía muy bien.”

Honrado y bondadoso, de intachables costumbres, gran tañedor y poeta exquisito y delicado, tenía todas las cualidades de un hidalgo, ninguna las de un príncipe, y por eso su sino fue el presidir la contienda por los jirones del poder, que él abandonaba. Juan II, de carácter débil, fofo, abúlico y falto de energía para todo lo que hacía, prefirió dedicar su tiempo a los placeres y rodearse de poetas y músicos. Su abulia y desinterés por los asuntos de gobierno le llevaron a dejar la dirección del reino en manos ajenas.

Realmente, la historia del reinado es la historia de su valido Álvaro de Luna, que es el sostenedor de la autoridad real y el paladín en Castilla de la lucha que en toda Europa mantenían los reyes, alentados por los jurisconsultos y por los literatos humanistas, por establecer la igualdad de todos ante el poder del príncipe, terminando con el particularismo medieval, tan propenso a injusticias.

Sucedió a su padre, Enrique III el Doliente[1] en el trono de Castilla y León a la edad de dos años. Su madre, como se ha comentado, fue Catalina de Lancaster[2], y su tío, el infante Fernando I de Aragón[3], se hizo cargo de la regencia durante la minoría de edad del rey. La desconfianza que guardaba Catalina hacia Fernando se solventó en las Cortes de Segovia en 1407, donde se dictaminó que Catalina gobernase sobre Castilla y León, y que Fernando, que deseaba proseguir la guerra contra Granada, lo hiciera sobre Toledo, Extremadura, Murcia y Andalucía.

Las primeras operaciones las inició la flota castellana, que consiguió derrotar a la de Túnez. Desde Sevilla partió Fernando para sitiar Zahara que tomó en 1407, aunque fracasó en Setenil (Cádiz). Finalizada la tregua entre granadinos y castellanos, Fernando reanudó la ofensiva, ahora contra Antequera (Málaga). El rey musulmán, Yusuf III[4], no pudo romper el cerco, Antequera, tras una dura resistencia, fue tomada al asalto en 1410. Su conquista le valió a Fernando el sobrenombre el de Antequera y una gran popularidad. Ese mismo año fallecía sin descendencia, el monarca aragonés Martín I el Humano[5], lo que llevó a Fernando a presentar su candidatura a la Corona de Aragón en calidad de nieto por parte materna, de Pedro IV el Ceremonioso[6]. En 1412, por el Compromiso de Caspe[7], fue elegido rey de Aragón y se despidió de Castilla.

Fernando con gran disgusto de Catalina de Lancaster, no renunció a su cargo de Regente de Castilla, con lo que la Regencia se convirtió en un Consejo. Catalina no aceptó de buen grado esta situación y comenzaron las intrigas. En 1416, fallecía Fernando I el de Antequera, y dos años lo haría la alcohólica Catalina de Lancaster, que en su juventud fue hermosa y esbelta, pero su desmedida afición a la comida y a la bebida la habían desfigurado.

En 1419, el Consejo dominado por los aragoneses, declaró a Juan II mayor de edad. Poco tiempo después, contraería matrimonio con su prima María de Aragón, hija de Fernando I el de Antequera, de quien tuvo tres hijas, que murieron muy jóvenes, y un hijo, Enrique, que heredó el trono de Castilla con el nombre de Enrique IV y que fue llamado el Impotente.

Los hijos de Fernando I el de Antequera, Enrique, Juan y Pedro se disputarán el control de la débil voluntad de Juan II, lo que sumirá a Castilla en el desorden.

La ausencia de Juan, que había ido a Navarra para celebrar sus esponsales con Blanca, la aprovechó Enrique para para secuestrar a Juan II en Tordesillas. Apoyándose en la baja nobleza y en la Cortes, Enrique dispuso del reino a su antojo. Juan, enterado de la que había hecho su hermano, reunió tropas y marchó contra él. La intervención de Leonor Urraca de Castilla –  condesa de Alburquerque –  madre de ambos, impidió el enfrentamiento armado. Álvaro de Luna[8], que había permanecido con el reducido séquito de Juan II de Castilla, consiguió escapar con el rey, pretextando una partida de caza y refugiándose en el castillo de Montalbán (Toledo), en 1420. Enrique sitió a los fugados, pero éstos pudieron enviar un mensaje a Juan, que se encontraba en Olmedo, para que acudiera en su auxilio. El apoyo que las ciudades prestaron al rey y el miedo de un enfrentamiento entre los dos hermanos, persuadieron a Enrique de la conveniencia de levantar el cerco. Esta humillante retirada hizo que Enrique perdiera mucha de su antigua influencia. A cambio, creció, a partir de ese momento la de Álvaro de Luna, que se convertiría en el verdadero rey.

Según Fernán Pérez de Guzmán, Álvaro de Luna no tenía la prestancia física del rey:

“Este Condestable fue pequeño de cuerpo e menudo de rostro, pero bien compuesto de sus miembros, de buena fuerça e muy buen cavalgador”.

Debió de tener el don, tan necesario a un gobernante, de captar voluntades y poseía todas las cualidades necesarias para brillar en la corte:

“asaz diestro en las armas e en los juegos dellas muy avisado, en el palacio muy gracioso e bien razonado”.

Había entrado en la vida como un mancebo bastardo de gran casa, desprovisto de medios de fortuna, y tuvo que acudir a las armas de los débiles. Fue así

“muy discreto, gran disimulador, fingido a cabteloso e que mucho se deleytaba en usar de tales artes a cabtelas”.

Lo que nadie pudo vislumbrar era la grandeza de las concepciones políticas de Álvaro y las extraordinarias dotes de valor, de inteligencia y de energía que puso al servicio del rey.

Él aspiraba a restablecer en Castilla la autoridad real.

“Como no era rey, le fue preciso, con artes sutiles y mañas tortuosas, entremeterse en el lugar del rey. La cosa no era difícil, pues en Castilla reinaba Juan II, de la especie de reyes desertores que del reinar quieren solamente la facilidad para los goces de la vida, pero huyen del duro y espinoso afán del oficio y lo entregan, con el dominio, a cualquiera que tenga hombros suficientes para aceptar la carga”.

Pero si de apoderarse de la voluntad del rey no era difícil para un cortesano tan hábil, fue empresa de gigantes el enfrentarse con el mundo de príncipes y de grandes señores, pletóricos de poder y de riqueza, de ambición insaciable, valientes y sin escrúpulos, apoyados solamente en la débil y vacilante voluntad real.

Según su cronista, Gonzalo Chacón:

“Quando Álvaro fue de edad de diez años, él sabía ya todas las cosas que los otros niños grandes por entonces comienzan a aprender. E sabía leer e escribir lo que convenía para caballero, e sabía ya cabalgar e ponerse bien a caballo, e procuraba traer limpio e bueno lo que traya, e ser muy cortés e gracioso en su fabla e continencia”.

 Estas cualidades le atrajeron la protección de su tío, Pedro de Luna y Albornoz, arzobispo de Toledo y que había sido atacado por Francia, Aragón y Castilla. Álvaro fue nombrado paje de Juan II, sabiendo granjearse la confianza de aquel niño por su graciosa conversación, su destreza en cantar y danzar, su habilidad en los torneos, por su amor a la poesía, pero sobre todo, por su profundo conocimiento de la psicología y del corazón humano. Álvaro de Luna fue un político avezado y muy hábil, gran enemigo de la nobleza, que le aborrecía, y que puso todo su empeño en prestigiar a la monarquía y en que el rey fuera respetado, aunque no lo consiguió. Juan II, que no sabía vivir sin él, le colmó de honores y riquezas: condestable de Castilla, maestre de Santiago, señor de muchas villas y cuantiosas rentas. El indolente y abúlico Juan II no cuenta; su reinado fue el de Álvaro de Luna.

Álvaro había nacido para mandar, y Juan II, nieto de tantos reyes, para ser mandado, pero siendo tan diferentes, se complementaron totalmente. Nada podía ser tan grato al rey como saber a su lado quien supliese su abulia y, guardando hábilmente todas las apariencias, le liberase del terrible deber de gobernar. Tanta era la autoridad natural que emanaba de la persona del paje, que según su cronista:

“todos le fablaban con mucha reverencia e señorío, e quando algunas cosas fazían acerca dél en que le complacían mucho, acostumbrábanle decir: veamos señor: ¿Qué faréis vos por nosotros, quando Dios vos faga grand señor?”.

En 1422, el infante Enrique fue arrestado bajo la acusación de mantener contactos e inteligencia con el rey de Granada. Su hermano, Alfonso V de Aragón, lanzó graves acusaciones contra Álvaro de Luna y amenazó con una intervención contra él en el caso de que Enrique no fuese liberado. Las intrigas de la nobleza obligaron a Álvaro de Luna a mantenerse en segundo plano. Mientras, Enrique era liberado y se restablecía el partido de los infantes, encabezado ahora por Juan, que ya era rey consorte de Navarra. Tras no pocas conjuras para perder al valido y, según decían, hacer libre la voluntad del rey, para

“para que por sí mismo rigiese e gobernase el reino”,

consiguieron que el valido fuera desterrado. Éste se retiró a Ayllón (Segovia) en 1427, que fue desde ese momento el centro de la política castellana.

Los desmanes y desórdenes provocados por los nobles vencedores obligaron al rey a revocar la orden de destierro. En 1428, Álvaro de Luna regresó más dueño de la voluntad del rey y más seguro de su valimiento. Alfonso V de Aragón recurrió a las armas para apoyar a sus hermanos. Castilla, Aragón y Navarra se vieron inmersas en una nueva guerra. Álvaro de Luna invadía Navarra por Estella a fin de que ésta se convirtiera en una plataforma para atacar Castilla, mientras Alfonso V fracasaba en su invasión a través del río Jalón. Finalmente, en 1430, en Majano (Segovia), se firmó una tregua que duró cinco años entre Castilla, Aragón y Navarra, en la que se estipuló la expulsión de Enrique, Juan y Pedro del territorio castellano.

A comienzos del verano de 1431, se emprendía la lucha contra Granada. La victoria de Higueruela, Atarfe (Granada)  no fue aprovechada por Álvaro de Luna, que optó por retirarse y reemprender la guerra en otra campaña, que nunca tuvo lugar.

Continuaron las discordias entre los nobles, como tampoco cesaron las intrigas para desterrar al valido, aunque la marcha a Nápoles de los infantes de Aragón dotó al reino de una apariencia de paz. A partir de 1438, se producen nuevos levantamientos de la nobleza y también el regreso de los infantes Juan y Enrique. El otro infante, Pedro, había caído luchando en Nápoles. Álvaro de Luna, una vez más, tuvo que confinarse en Ayllón, mientras los infantes tomaban a su cargo el gobierno del reino, reduciendo a Juan II a una situación de casi cautividad convirtiéndose en los dueños absolutos de Castilla. Juan II sufrió las más graves humillaciones, teniendo que cambiar constantemente de lugar para librarse de la presión que sobre él ejercían los infantes. A pesar de tantas revueltas e intrigas, en 1444, Álvaro de Luna volvía a regir los asuntos de Castilla con gran alegría del rey. Sin embargo, Enrique y Juan no estaban dispuestos a aceptar esta situación y en franca rebeldía, acudieron a las armas de nuevo. Los rebeldes se encontraron en Olmedo, en 1445, frente al ejército realista, comandados por Álvaro de Luna, que les derrotó. Enrique huyó a Aragón, donde falleció poco después, a causa de las heridas recibidas en la batalla, y Juan, se retiró a sus tierras de Navarra.

Ese mismo año, enviudó Juan II de su esposa, María de Aragón. Pensó Álvaro de Luna en la conveniencia de que el rey volviera a casarse, creyendo que al elegir él mismo esposa aseguraría más su posición por el agradecimiento que ésta le guardaría. En absoluto secreto, y sin consultar con el soberano, concertó la boda de éste con la infanta de Portugal, Isabel, hija del infante Juan y nieta de Juan I de Portugal. Cuando Álvaro de Luna comunicó a Juan II su compromiso matrimonial, éste no se atrevió a oponerse a los planes de su valido; los esponsales se celebraron en 1447. De este enlace nacieron: Isabel – madre de la futura Isabel la Católica –  que sería reina de Castilla, y Alfonso, muerto en extrañas circunstancias. Mucho más joven que su gastado esposo, le fue fácil a Isabel adueñarse de la voluntad de Juan II. Los intrigantes nobles le hicieron ver lo sujeta que estaba la persona de su marido a los dictados del valido y como éste tenía captada la voluntad de su esposo. Isabel presionó a Juan II, y su débil voluntad se fue ablandando sin tener en cuenta otras consideraciones. Isabel consiguió arrancar a su endeble marido una orden para juzgar al valido. Álvaro de Luna fue arrestado, y los jueces, todos enemigos suyos, le declararon culpable de usurpar el poder real, de apropiarse de las rentas de la Corona y haber dado hechizos al rey para dominarlo. Álvaro de Luna fue ajusticiado, decapitado en la Plaza Mayor de Valladolid, el dos de junio de 1453. Con su muerte, se abrió en Castilla un largo periódo de más de 20 años en el que la anarquía y la bajeza iban a tener acomodo cerca del trono.

Pocos meses después de la ejecución de Álvaro de Luna, Juan II caía en una profunda melancolía, producida, sin duda, por los remordimientos que le provocó su participación en la muerte de su valido. Perdió el apetito, descuidó los asuntos de gobierno, si es que alguna vez se ocupó de ellos, entregándoselos a su hijo y al valido de éste, Juan Pacheco, marqués de Villena. Juan II se encerró en sus habitaciones y prohibió a la reina que entrara en ellas, dolido por la influencia que ejerció Isabel sobre su voluntad para conseguir el descabezamiento de Álvaro de Luna.

Juan II, más aficionado a la literatura y a la vida muelle y fácil que a las tareas de gobierno, débil de carácter y flaco de voluntad, de claro entendimiento, aunque abúlico, falleció en Valladolid, en 1454, víctima de su propia ingratitud. Antes de morir le dijo a su médico:

Naciera yo hijo de un mecánico e hubiera sido fraile del Abrojo e non rey de Castilla.

Isabel se retiró al castillo de Arévalo, de donde saldría en pocas ocasiones. A los pocos meses de viudedad, comenzó a dar signos inequívocos de enajenación mental, por lo que sería conocida como “la loca de Arévalo”. Su nieta, la Reina Juana I de Castilla, la Loca, siguió sus mismos pasos.

Autor: José Alberto Cepas Palanca para revistadehistoria.es

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Bibliografía:

RÍOS MAZCARELLE, Manuel. Diccionario de los Reyes de España.

LOZOYA, Marqués de. Historia de España.

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