La vida infernal de los cercados en Leningrado

La vida infernal de los cercados en Leningrado

Los 872 días que duró el sitio alemán de la ciudad de Leningrado se convirtieron en un auténtico infierno para sus habitantes, aquejados por el hambre, el frío invernal y la desesperanza. De sus tres millones de habitantes tan solo sobrevivieron la mitad

La vida infernal de los cercados en Leningrado (Israel Viana)

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Todo iba a comenzar con un plano secuencia muy largo, en un salón de conciertos repleto de músicos que acaban de terminar su ensayo. Uno de ellos guarda el instrumento y sale a la calle. Camina durante un rato por la ciudad destruida y acaba cogiendo un tranvía. Llega a una estación y continúa andando hasta un edificio oscuro. Sube a uno de los pisos por las escaleras y, al abrir la puerta, le recibe una mujer que lo abraza apasionadamente. Iba a ser una escena bonita, hasta que la cámara se aleja de la pareja y enfoca hacia la ventana, donde aparecen miles de tanques nazis apostados en la otra orilla del río.

El Frente del Este en el sitio de Leningrado

El Frente del Este en el sitio de Leningrado, con el paisaje cubierto por la nieve, en enero de 1942. Foto: Getty.

Sergio Leone lo tenía todo pensado, incluso el protagonista: Robert de Niro. Hasta lo anunció a la prensa de Moscú, en enero de 1989: «Uno de mis sueños más queridos se hará realidad. Por fin voy a dirigir una película sobre el cerco de Leningrado». Incluso había conseguido financiación, pero falleció tres meses después, repentinamente, de un ataque al corazón, con la idea de aquel plano en la cabeza, con el que el responsable de títulos tan célebres como La muerte tenía un precio quería escenificar el momento exacto en el que, el 8 de septiembre de 1941, Hitler cortaba las últimas carreteras a la actual San Petersburgo y empezaba el asedio más terrorífico y devastador de la historia. El instante en que, según las palabras de la poetisa rusa Olga Bergholz, «se estrechó la soga alrededor de la garganta de la ciudad».

Se trataba de una historia que ni el cine soviético se atrevió a abordar, ya que los testimonios aparecidos posteriormente superaban con creces cualquier ficción que uno pueda imaginar. Por ejemplo, el de la superviviente Zina Generalo, recordando los primeros días del cerco: «Cuando comenzaron los bombardeos, las alarmas sonaban cada 15 ó 20 minutos. Me resultaba muy duro ir a los refugios porque estaba embarazada y no podía correr. Pensaba que los ataques terminarían pronto, porque los periódicos aseguraban que íbamos a vencer a Hitler en dos meses. Mucha gente vino huyendo desde las poblaciones cercanas y Leningrado se convirtió en un lugar con demasiadas bocas que alimentar. Una gran cantidad de población fue evacuada a Siberia. Después, los alemanes rodearon la ciudad y ya no hubo forma de salir». 

«Durante todo septiembre, seguimos siendo bombardeados. Vivíamos en un sótano con otras 90 personas donde hacía mucho frío y no había calefacción, luz ni agua. El frío era tan duro que no te lo puedes imaginar. Mi esposo se puso muy pálido por el hambre, casi azul. No podía moverse. Una mujer me dijo: “Tu hijo morirá, dale toda la comida a tu esposo y sálvalo. Si él sobrevive, podrás tener otro bebe”. Le hice caso, pero mi hijo comenzó a llorar y decidí volver a darle la comida que le pertenecía. La gente estaba tan débil que, cuando se caían, ya no podían levantarse otra vez. Yo también estaba cada vez más débil, me estaba muriendo».

Personas en refugio antiaéreo durante el sitio de Leningrado

Personas en un refugio antiaéreo (metro) durante el sitio de Leningrado (1942). Foto: Album.

El cerco se estrecha

Hitler había dejado claro que consideraba aquel un objetivo de primer orden, antes incluso de que la Operación Barbarroja se pusiera en marcha, el 22 de junio de 1941, cuando el teléfono del cuartel general del distrito militar de Leningrado sonó de madrugada. No era normal que solicitaran a esas horas desde Moscú una reunión «urgente» con el máximo responsable de la ciudad, por lo que era obvio que algo grave pasaba. El operador de señales Mikhail Neishtadt avisó al jefe del Estado Mayor, quien llegó a los 40 minutos con un humor de perros. «Espero que sea importante», gruñó, y este le entregó un telegrama: «Tropas alemanas han cruzado la frontera de la Unión Soviética».

«Fue como una pesadilla. Queríamos despertarnos y que todo hubiese vuelto a la normalidad», contó Neishtadt, que pronto se dio cuenta de que aquello no era un sueño, sino un asalto colosal de tres millones de soldados y decenas de miles de tanques y aviones que avanzaban ya por un frente de 2.500 kilómetros, desde el mar Negro hasta el Báltico. El objetivo era conquistar Moscú, Kiev y, sobre todo, Leningrado. Esta última era tan importante que Hitler, incluso, visitó el cuartel general del Grupo Norte, el cual se iba a encargar de su invasión: «La caída de Leningrado privará al Estado soviético del símbolo de su revolución, un símbolo que ha constituido un profundo sostén para el pueblo ruso durante 24 años. Y aunque los reveses en el campo de batalla minen el espíritu de la raza eslava, la pérdida de esta ciudad provocará su colapso total», recordó a los comandantes.

Los Panzer salieron a toda velocidad, arrasando las ciudades que encontraban a su paso, y cometiendo matanzas como la de Kaunas, en Lituania, donde un millar de judíos fueron concentrados en la calle, a la vista de todos, y asesinados a palos. Aquel era solo el aperitivo siniestro de lo que iba a ocurrir, un mes después, en Leningrado, ya que el Ejército Rojo era incapaz de alcanzar a los nazis y detenerlos. Joseph Goebbels, que se encontraba con Hitler en la Guarida del Lobo mientras el cerco se estrechaba, aseguró que este tenía la intención de «borrar del mapa la ciudad».

Joseph Goebbels

Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del Tercer Reich. Foto: Getty.

Las tropas al mando de Wilhelm von Leeb traspasaron pronto la línea del río Luga, la última gran posición defensiva soviética antes de llegar al objetivo. El general Georg-Hans Reinhardt encendía el corazón de sus tanquistas gritando: «¡Abramos las puertas de Leningrado!». Faltaban menos de 100 kilómetros y la retórica anticomunista dio paso a una racista, para que los soldados encontraran una justificación moral a la escabechina que iban a cometer: «Los eslavos pertenecen a una raza inferior que merece ser doblegada, y si en ocasiones son capaces de resistirnos en el campo de batalla, se debe únicamente a su condición de salvajes».

A mediados de agosto, el Ejército soviético se desintegró por completo en las postrimerías del lago Ilmen y dejó el camino libre para la invasión. En ese momento, Goebbels volvió a visitar a Hitler en su cuartel general y se percató de que los planes habían cambiado. «El Führer quiere evitar bajas entre nuestros soldados -escribió en su diario-, por lo tanto, ya no se propone tomar Leningrado por la fuerza, sino obligarla a pasar hambre hasta que se someta. No quedará gran cosa de aquel lugar».

Río Vóljoy y lago Ilmen

Vista aérea panorámica del río Vóljov y del lago Ilmen, en Veliky Novgorod, Rusia. Foto: Shutterstock.

El 8 de septiembre de 1941, los tanques de Reinhardt llegaron finalmente a Leningrado por el oeste y, el resto de tropas, por el este, convirtiendo la ciudad en una isla rodeada de agua y tropas enemigas. Comenzaba el bloqueo que se iba a prolongar durante 872 días. «Ese venenoso nido que durante tanto tiempo ha vertido ponzoña sobre el Báltico debe desaparecer de la faz de la Tierra», insistía Hitler. Y, a continuación, organizó una macabra reunión con el profesor Ernst Ziegelmeyer, un prestigioso experto del Instituto de Nutrición de Múnich.

Hans Reinhardt

Hans Reinhardt, fotografiado para los juicios de Núremberg, hacia 1945-46. Foto: Getty.

Planeando la masacre

Los nazis acudieron a este encuentro con una gran cantidad de datos sobre el censo de la población de Leningrado, la cantidad de alimentos que tenían almacenados y las temperaturas que iban a soportar durante el invierno. Después le pidieron que efectuara los cálculos necesarios para pronosticar qué les sucedería a sus habitantes cuando cayese en picado la ingesta de calorías, proteínas y grasas. Por último, le plantearon las siguientes preguntas sin rodeos: ¿cuánto debían mantener el asedio, con las raciones existentes, para que empezara a morir gente?, ¿cómo evolucionaría esa mortalidad?, ¿cuánto tardaría en fallecer toda la población civil?

Al día siguiente, el nutricionista llegó con la respuesta: tras un mes de aislamiento total, las autoridades de la ciudad tendrían que imponer una ración de 250 gramos de pan por persona. Con esa cantidad, era físicamente imposible sobrevivir mucho tiempo, así que debían mantener el cerco durante el invierno. Con eso sería suficiente. Por último, concluyó enérgicamente: «No merece la pena arriesgar la vida de un solo soldado. Los habitantes de Leningrado morirán de todas formas. Es esencial que nadie traspase nuestro frente. Cuantos más de ellos se queden en la urbe, antes morirán».

Alemania redactó entonces un informe secreto sobre varios flecos a tratar, como, por ejemplo, si debían evacuar a los niños y ancianos o si, por el contrario, era preferible rodear la ciudad con una valla electrificada y vigilada con ametralladoras para que no saliese nadie. Al final se optó por la segunda y el jefe del Estado Mayor del Ejército, Alfred Jodl, la justificó asumiendo que, si la invadía, no podría mantener a sus tres millones de habitantes durante todo el invierno; que existía un «grave peligro» de que los petersburgueses sembraran las calles de minas para, a continuación, inmolarse con ellas cuando los nazis entraran, y que si entraban en contacto con la población local, podrían contagiarse de cualquier epidemia.

La suerte estaba echada y el Ejército alemán se puso manos a la obra. Lo primero que hizo fue arrojar medio centenar de bombas sobre los almacenes Badaieveskie, los mismos en los que se encontraba guardado todo el grano, la carne, la manteca de cerdo, el azúcar y la mantequilla de la ciudad. En total, 2.500 toneladas de alimentos cuya pérdida resumió así Elena Skrjabina en su diario: «Nos acercamos al peor de los horrores. Cada día es más duro. Todo el mundo está preocupado por una sola cosa: dónde conseguir algo de comer para no morir. Hemos vuelto a la prehistoria».

Población civil después de bombardeos en Leningrado

Los padecimientos de la población civil después de los bombardeos sobre Leningrado, abandonando sus hogares destruidos por los alemanes. Foto: ASC.

A esto se sumaron otros 23 ataques aéreos con 987 bombas altamente explosivas y 15.100 incendiarias solo en el mes de septiembre, al tiempo que las temperaturas cayeron en picado. En los balcones comenzaron a aparecer anuncios como: «Dispuesto a hacer trueques por comida». Se ofrecían máquinas de coser, una falda larga de lana, unos gemelos de oro y lo que fuera. De la noche a la mañana, la ciudad se convirtió en una tumba. El respetado historiador ruso Georgi Knyazev llegó a instalar un gancho en el techo de su casa con una soga. «Si perdiese a mi amada esposa y viese a mi ciudad destruirse, ¿qué sentido tendría seguir viviendo? La forma más sencilla de terminar con todo es ahorcarse. No es un final bonito, pero sí fiable», escribió al ver que se acababan las provisiones.

En ese momento, el mariscal Gueorgui Zhúkov fue enviado urgentemente para organizar la defensa de la ciudad en sustitución de Kliment Voroshílov, a quien Stalin acusaba de no haber conseguido rechazar el cerco. Lo primero que hizo fue dividirla en seis sectores defensivos, cavar trincheras, crear fortines, distribuir cañones antitanque y ordenar que cualquier soldado u oficial que intentara huir del asedio fuese ejecutado de inmediato. Con sus medidas, sin embargo, cometía un grave error, porque estaban pensadas para frenar un asalto que nunca se produjo. «Zhúkov se ha vuelto cada vez más cruel y despiadado», declaró uno de sus hombres, en referencia a las vidas que despilfarró en contraataques suicidas contra el muro nazi.

Georgi Zhúkov

Gueorgui Zhúkov en 1944. El mariscal ruso es considerado por muchos como el salvador de Rusia y el mayor enemigo del nazismo. Foto: Getty.

Todos a las trincheras

Como en todos los acontecimientos de la vida, los habitantes de Leningrado recuerdan perfectamente lo que estaban haciendo en el momento en que se enteraron de que los alemanes habían comenzado la invasión de la Unión Soviética. Georgi Knyazev, por ejemplo, estaba leyendo un artículo en el diario Pravda sobre un equipo de arqueólogos soviéticos que habían ido a Samarcanda, Uzbekistán, para abrir la tumba del gran guerrero medieval Tamerlán, un conquistador de una crueldad monstruosa que arrasó naciones enteras y asesinó a diecisiete millones de personas.

A las 11.00 de la mañana, de repente, la radio anunció que Hitler había invadido Rusia, y antes de que el día terminara, Knyazev sintió el impulso de comenzar un diario. La primera entrada fue: «Como se repite todo en el mundo. En el siglo XIV, Tamerlán conquistó la India, Persia y el sur de Rusia. Ahora, le está superando con diferencia este atroz Hitler, después de provocar tanto sufrimiento en otros pueblos, tanto a los esclavizados como a los que se enfrentan a su régimen diabólico».

Mausoleo de Tamerlán en Samarcanda

Mausoleo de Tamerlán en Samarcanda, Uzbekistán. Foto: Shutterstock.

La declaración de guerra pareció algo totalmente irreal para muchos ciudadanos de Leningrado. Era verano y la luz del día brillaba sobre la ciudad casi 24 horas del día. Sus habitantes podían pasear por los parques y disfrutar del sol. Joseph Finkelstein, que trabajaba en el Instituto de Investigación, asistió la noche anterior a una fiesta de graduación y se levantó feliz por la mañana para ir a comer algo. En ese momento, se topó con una muchedumbre reunida en torno a un altavoz, donde el ministro de Exteriores declaraba que «aviones alemanes han bombardeado nuestras ciudades. Hay combates feroces en la frontera». Todo el mundo se puso a entonar canciones patrióticas por la calle, con proclamas como «Destruiremos al enemigo de un fuerte golpe, derramaremos poca sangre». Y a la mañana siguiente, fue corriendo a la oficina de reclutamiento.

Elena Kochina describió el ánimo que reinaba entre sus compañeros de trabajo, un grupo de técnicos de un laboratorio de Leningrado: «Hoy todos hemos cavado trincheras antitanque alrededor de la ciudad con sumo placer. ¡Al fin algo práctico! Casi todas éramos mujeres». La alarma se intensificó y las autoridades aumentaron agobiadas la carga de trabajo por lo que intuían que se les venía encima. Una mujer de 57 años destacó las terribles condiciones: «Trabajamos durante dieciocho días sin descanso, doce horas al día. El terreno estaba duro como una roca y la mayor parte del tiempo teníamos que utilizar picos». 

Ciudadanas en Leningrado cavando trincheras

Ciudadanas de Leningrado, cavando trincheras para defender la ciudad del sitio. Foto: Getty.

El 11 de julio de 1941, Elena Skrjabina reflejó en el diario su desconfianza sobre aquella medida: «No se libra nadie: chicas con vestiditos de tirantes, chavales en pantalón corto y camisetas de deporte. Ni siquiera se les permite ir a casa a cambiarse de ropa. ¿De cuánto servirá su contribución? Los jóvenes de la ciudad no saben usar una pala y los obreros tienen que dormir allá donde sea, muchas veces a la intemperie. La mayoría acaban resfriados y caen enfermos, pero absolutamente nadie se libra de trabajar». Hitler se acercaba.

La llegada del horror

El momento más atroz se vivió a principios de 1942, cuando quebró el sistema de distribución de provisiones y las raciones se redujeron a 125 gramos de pan diarios, es decir, a una rebanada del tamaño de una pastilla de jabón que era amasada con harina, celulosa, alpiste y serrín. Además, las cañerías se congelaron, el agua potable se acabó y se cortó el suministro eléctrico y la calefacción justo en el momento en el que las temperaturas alcanzaban los -40ºC .

En las calles comenzaron a desaparecer los gatos y los perros. Uno de los suplementos alimentarios más insólitos fue la cola de carpintero que se obtenía raspando los muebles, ya que contenía proteínas de origen animal. Si se consumía en grandes cantidades, podía ser una fuente nutritiva. La artista Olga Grechina aprendió la receta por casualidad: poner en remojo el pegamento durante 24 horas, hervirlo, esperar a que se enfríe y solidifique, para, por último, ponerle un poco de vinagre y mostaza. Esto contaba otra superviviente, Faina Prusova, en su diario sobre la alimentación de aquellos días: «Siguiendo los consejos de una anciana, he hervido el papel de las paredes. Sin embargo, me provocó tantas náuseas que lo he vomitado de inmediato. Después, a sugerencia del jardinero, intenté hervir un cinturón de cuero, pero he extraído el mismo agua sucia y turbia».

Olga Grechina

La pintora Olga Grechina posa en su estudio. Foto: Album.

Muchos petersburgueses se desplomaban en las colas de racionamiento y no volvían a levantarse jamás. La muerte por inanición se convirtió en algo común y sus habitantes se acostumbraron a ella. «Hoy, mientras caminaba por la calle, vi a un hombre que apenas podía poner un pie delante del otro. Al pasar a su lado no pude evitar mirar su cara, azulada y cadavérica. Pensé que moriría pronto. Tras avanzar un poco más, me di la vuelta y me detuve a mirarlo. Se sentó en una boca de riego con los ojos entornados y se deslizó lentamente hacia el suelo. Cuando corrí a su lado, ya había muerto», escribía Skryabina.

Alexander Boldyrev, profesor de la Universidad de Leningrado, describió horrorizado lo que estaba presenciando: «La mortalidad ha alcanzado proporciones astronómicas. He visto con mis propios ojos una caravana de trineos, todos cargados de ataúdes, cajas y cadáveres metidos en sacos sin más, desfilando hacia el cementerio. Allí he visto más cadáveres abandonados a la brava en la entrada, ennegrecidos. ¿Se acerca nuestro fin? Somos una ciudad de muertos amortajados con nieve». En la mayoría de las ocasiones, además, los familiares eran consumidos por el sobreesfuerzo durante la marcha y acababan abandonando los cuerpos de sus seres queridos en la calle. No resultaba extraño encontrarse después esos cadáveres, en una esquina, con las nalgas rebanadas, pues el canibalismo terminó por hacer acto de presencia cuando se acabaron las mascotas.

Al otro lado del cerco, sin embargo, los soldados alemanes recibían una buena alimentación. Cada noche, llegaba una olla de sopa caliente a los búnkeres, la cual les proporcionaba una ración generosa de ternera o cerdo con patatas para la cena. También recibían hogazas de pan redondas y, por la mañana, mantequilla y queso para desayunar. Con frecuencia, la intendencia distribuía chocolate, botellines de vodka y café, mientras observaban desde lejos el espectáculo de la muerte y ametrallaban a todo aquel petersburgués que se atrevía a huir. Eso, cuando no explotaban sexualmente a las mujeres y niñas rusas hambrientas a cambio de alguna migaja.

Campo de Marte en el centro de San Petersburgo

El campo de Marte, en el centro histórico de San Pertersburgo. Foto: Shutterstock.

Al cabo de tres años, de los tres millones de habitantes que tenía Leningrado, murió un millón y medio. Eso quiere decir que solo la mitad de su población pudo ser testigo del fracaso de Hitler de rendir la icónica ciudad. La mañana del 27 de enero de 1944, el general Leonid Góvorov, al mando del Frente de Leningrado, anunció orgullosamente que el cerco se había acabado y que eran libres. Todos los petersburgueses se congregaron en el parque del Campo de Marte para celebrarlo con las pocas fuerzas que les quedaban. Se dispararon salvas de victoria desde 324 cañones y centenares de bengalas surcaron el cielo formando cascadas multicolores sobre los felices supervivientes, mientras los enormes focos de las naves de la Flota del Báltico iluminaban los edificios. «¡Los niños ya pueden caminar tranquilamente por el sol! Incluso pueden vivir en dormitorios donde entra la luz y dormir en paz por la noche sabiendo que no van a morir», escribió Bergholz al despertar de aquel infierno.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

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