Violeta Delgado-Crespo
Universidad de Zaragoza

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Traducción de Damià Alou

Madrid: Alfaguara, 2012.

ISBN: 978-8420402796

“Billy Gray era mi mejor amigo y me enamoré de su madre. Puede que amor sea una palabra demasiado fuerte, pero no conozco ninguna más suave que pueda aplicarse. Todo esto ocurrió hace medio siglo” (2012: 13). Así comienza la decimosexta novela de John Banville, con la promesa del relato de la historia de amor entre un adolescente y una mujer casada, y sus encuentros furtivos en un pequeño pueblo de la Irlanda de los años cincuenta. A diferencia de otras novelas de John Banville, Antigua luz tiene una historia en la que pasan bastantes cosas, que atrae al lector novel y atrapa al lector antiguo, acostumbrado a moverse en el laberinto de la retórica, entre reflejos y ausencias, motivos y voces recurrentes y realidades inventadas. Sin embargo, junto con esta promesa inicial el narrador nos recuerda que vamos a asistir al teatro de la memoria y sus trampas y, sin que el relato pierda ni un ápice de intensidad, nos irá mostrando las paradojas que depara la mente, los recuerdos imposibles, iluminados por la tramposa luz del pasado.

En Antigua luz volvemos a encontrarnos con Alexander Cleave, el narrador deEclipse (2000), novela que, junto con Imposturas (2005), constituye una especie de triángulo narrativo trazado en torno a unos personajes interrelacionados. Cleave es un afamado autor de teatro retirado tras quedarse mudo un día en el escenario y atormentado por la inesperada muerte de su única hija, Cass, cuando ésta se arroja a un acantilado en la lejana costa de un pueblo italiano. Pasa sus días encerrado en el desván de su casa, tratando de calmar su pena para poder seguir viviendo con la ausencia de su hija, mientras pone por escrito su historia de amor de juventud. Pero el recuerdo del doloroso e inexplicable hecho del suicidio de la joven aparece para interrumpir el intenso relato de los encuentros entre el Cleave adolescente y su madura amante, Mrs. Gray. Amor y muerte, dos experiencias dispares, separadas en el tiempo por cuatro décadas, conviven de forma incongruente en la memoria del narrador. Estos viajes al pasado alternan a su vez con el presente de Cleave, en el que lo vemos abandonar su retiro para atender a un inesperado encargo profesional, protagonizar una película, La invención del pasado, sobre la vida de Axel Vander, un extravagante y controvertido crítico que pudo haber conocido a la hija de Cleave en el lugar de su muerte (es en Imposturas donde el lector descubre el verdadero alcance de esta relación). Durante la filmación, Cleave conoce a Dawn Devonport, una joven emocionalmente herida, que se ha asomado al abismo del suicidio, y con la que busca respuesta al enigma de la muerte de su hija, de una forma figurada, pero también literal al proponerle una escapada a la región italiana donde Cass se suicidó.

La novela está llena de algunas luces y muchas sombras. La luz nueva del despertar sensual adolescente contrasta con el fondo oscuro de la memoria atormentada, la lúgubre y asfixiante atmósfera cuando la trama se traslada a Italia, y los claroscuros de los últimos acontecimientos, que proporcionan luz al lector, pero no parecen iluminar de forma significativa al narrador. Los personajes aparecen y desaparecen como sombras con el cambio de luz o fantasmas del pasado o del presente. Todos ellos son enigmas ante los ojos del narrador, presencias extrañas, levemente familiares y a la vez desconocidas: su hija muerta y el misterioso amante de ésta, su esposa, Lydia, que tiene su propia y perturbadora forma de enfrentarse al dolor de la pérdida, la señora Gray y toda su familia, su madre, el equipo que trabaja o forma parte del proyecto cinematográfico (que sustituye a la troupe circense recurrente en la obra de John Banville), y el resto de personajes menores de la novela, como el vagabundo al que Cleave observa y en ocasiones persigue.

Pero también el propio Cleave, que ha vuelto a la representación, y con ello a “esa sensación de ser no uno sino muchos” (2012: 143). Como otros narradores que le preceden, Cleave se siente extraño, deshilvanado, y la forma en la que está estructurada la novela al intercalar presente y pasado contribuye poderosamente a trasmitir esta sensación de incongruencia, esa falta de continuidad en el tiempo del individuo. A los ojos del lector, el Cleave adolescente parece incompatible con su versión madura. Su relato en primera persona es la manera de hilvanar su vida, mediante un ejercicio necesariamente poético, de la imaginación, para intentar capturar cada matiz, cada fragmento, con una precisión casi obsesiva, y construir una historia que contarse a sí mismo de tal manera que el pasado de juventud proporcione consuelo y solidez a un narrador incapaz de comprender la realidad, el hecho inexplicable de la muerte de su hija. Sin embargo, nos daremos cuenta de que Cleave, siquiera desde el presente, no es capaz de entender el pasado, de ver la realidad de su relación con la señora Gray, siendo que no es capaz de recordarlo fielmente. Lo que debería ser un acto de iluminación se convierte en un acto de ceguera deliberada.

El registro de los efectos de la luz en cada escena, los espejos imposibles de la habitación de la señora Gray, las alusiones a personajes que aparecen y desaparecen como los de Alicia en el país de las maravillas, las alucinaciones y ensoñaciones sobre la hija desaparecida,  incluso detalles sutiles como las gafas de algunos personajes, las del óptico que no ve o las oscuras de la joven actriz, son algunos de los motivos que nos recuerdan constantemente la naturaleza imperfecta de nuestra percepción de la realidad, la inevitable distorsión, del pasado y del presente, y la imposibilidad de conocer realmente al otro, su esencia y sus motivaciones. Éste es un tema central a lo largo de toda la obra de John Banville. De la misma manera, la sonoridad o simpleza de los nombres de los personajes de la que el propio narrador se muestra consciente (e.g. Tobby Taggart, Ambrose Abbott, el padre Capellán, por citar algunos ejemplos), y la naturaleza anagramática de alguno de ellos (e.g. del autor de La invención del pasado, JB) nos recuerdan, con un guiño al lector familiarizado con la prosa Banvilleana, la condición ficticia de los mismos. Con este juego de nombres la novela abandona toda pretensión de realismo, en favor del artificio, del espectáculo, también de luces y sombras, de presencias y ausencias, de las palabras.

A pesar de que la novela hace uso de recursos bien conocidos para retomar motivos y preocupaciones omnipresentes en la obra de John Banville, no se puede decir queAntigua luz carezca de una originalidad propia. Tampoco la falta de pretensiones de objetividad del narrador rompe el encantamiento para el lector. La novela invita a que éste se sumerja en un relato lleno de detalles, de incidentes y revelaciones, especialmente en cuanto a la historia de amor adolescente, que se apodera de forma cautivadora del resto de la obra. El lenguaje intenso, aunque a veces (deliberadamente) excesivo que utiliza el narrador, una voz que resulta también familiar, seduce al lector de una forma en la que John Banville nos tiene acostumbrados. La novela es puro estilo y, afortunadamente, su traducción no acaba con el encanto del original sino que consigue preservar sus espléndidas imágenes.