El perfilador de labios que llevó a la gloria a Joan Crawford

Un cambio de ‘look’ perpetrado por Max Factor fue el responsable de que los labios de Joan Crawford se convirtieran en modelo a seguir en los años 30.
Joan Crawford
Joan CrawfordCollage: Óscar Germade. Foto: Getty Images.

Es lo que hace la fábrica de sueños de Hollywood: convertir a jóvenes anónimas como Lucille LeSueur en estrellas del celuloide de la talla de Joan Crawfrord. Aunque un análisis sanguíneo corroboraría que son la misma persona, las imágenes parecen indicar que ambos nombres no albergan ni un parentesco lejano. Efectivamente, la engrasadísima maquinaria de la industria del cine es la responsable de  que una muchacha anónima y más bien normalita se convierta en diva eterna. Le pese a quien le pese (generalmente, a las propias protagonistas de ese cuento cenicientesco, como hemos visto en los casos de Veronica Lake y Jean Harlow).

El cambio de nombre, por empezar por algo, sucedió en 1925, cuando la Metro Goldwyn Mayer la contrató por cinco años. Contaba 19 años, y ya llevaba dos buscándose la vida bailando. No desaprovechó la oportunidad: dos años después y con más de 14 películas en su haber (mayoritariamente papeles menores), ya había adelgazado 10 kilos y estaba a punto de debutar en el cine sonoro. Ya con el nombre Joan Crawford, lo haría en 1929, con La fierecilla, que cosechó buenas críticas y demostró que su voz era útil en esta nueva etapa del celuloide. 

Para estrenar la década de los 30 necesitaba un total cambio de look. En cuestión de moda, el encargado era Gilbert Adrian, el gran icono de vestuario que la productora había fichado en 1928. Él logró que toda mujer americana con ínfulas de elegancia quisiera llevar hombreras anchas al estilo de la Crawford (a quien, por cierto, junto con Greta Garbo, adoraba vestir). Célebre es el vestido Letty Lynton (bautizado con el nombre de la película, estrenada en 1932), con grandes mangas abullonadas, que no tardó en replicarse en las tiendas de todo el país. Por un momento, el sueño americano robó a París el trono de la patria de la moda

Sea como fuere, en lo tocante al rostro, tras instalar unas relucientes carillas en los dientes (algo que, salvando las mejoras técnicas, sigue siendo de lo más habitual en la profesión), Joan Crawford se puso en las manos del mejor maquillador de la industria: Max Factor, a quien en 1929 le entregaron un Oscar por sus contribuciones al maquillaje en el cine. Fue él, también responsable de los labios en forma de corazón de Clara Bow, el que empleando un delineador que se salía del arco de cupido de una forma muy marcada y rellenando el interior con labial otorgó a la actriz sus característicos labios. La técnica, conocida posteriormente como the smear o hunter's bow (arco del cazador, en español) no tardó en popularizarse.

En el rostro de Joan Crawford, anguloso por sí mismo, resultaba absolutamente singular. Le otorgaba una belleza única y, sobre todo, personalidad. “Crawford atrae su atención por el simple hecho de moverse. Ni siquiera necesita abrir la boca: solo tiene que andar. Y estará soberbia”, definía sobre ella el director George Cukor, con quien trabajó en cintas como Mujeres (193), Susana y Dios (1940), y Un rostro de mujer. De ese modo, la actriz consiguió desmarcarse del resto de aspirantes a estrella y transformarse en una diva por derecho propio. Su estética cambió a lo largo de los años (las cejas, sin ir más lejos, fueron creciendo en tamaño al gusto del momento), pero sus labios permanecieron siempre fieles a ese overdrawn que ahora intentan popularizar como propio personajes como Kylie Jenner.

Las neurosis, el alcoholismo y la dificultad para conciliar con otros seres humanos (su hija adoptiva, Christina, publicó la estremecedora biografía Mommie Dearest tras su fallecimiento, en 1978; con Bette Davis tuvo una terribe relación, gestada en el rodaje de ¿Qué fue de Baby Jane? en el año 1962 y fielmente reflejada en la serie Feud), como se imaginarán, poco o nada tienen que ver con los fabulosos labios de esta ganadora de un Oscar, en 1941, por la cinta Alma en suplicio. Más bien, eso fueron otras gajes del oficio.

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