Jerry Schatzberg, el director que descubrió a Pacino y fotografió la portada más célebre de Dylan - El Periódico de España

FOTOGRAFÍA

Jerry Schatzberg, el director que descubrió a Pacino y fotografió la portada más célebre de Dylan

Fue uno de los mejores fotógrafos de moda mientras se convertía en cineasta de culto del Nuevo Cine Americano, la generación de los Coppola, Scorsese o Spielberg. A sus 94 años y con una retrospectiva en Filmoteca Española a lo largo de octubre y noviembre, Schatzberg nos cuenta por qué siempre le han gustado los personajes en los márgenes.

Kitty Winn y Al Pacino, en el papel de los dos adictos que protagonizan 'Pánico en Needle Park' (1971).

Kitty Winn y Al Pacino, en el papel de los dos adictos que protagonizan 'Pánico en Needle Park' (1971).

Andrés Rubín de Celis

Febrero en Nueva York. El frío entumece el cuerpo. Dos colegas comen en silencio steak frites en un diner. Han salido a airearse tras horas trabajando en el estudio. No han conseguido nada que escape de las poses y gestos típicos de la iconografía rock, y a Jerry se le ocurre que podría ser buena idea dar una vuelta con Bob por el barrio de su infancia, el Meatpacking District. Llevan poco abrigo, pero han cogido la cámara. Quién sabe, quizá surja algo. De repente, el muro de ladrillos marrones y las ventanas enrejadas de Brooks Transportation Co., un almacén en el 375 de West Street, le dice algo a Jerry, que se empeña en pararse delante de él. A pesar del frío, Bob solo lleva una chaqueta de ante. Aunque odia posar, se echa la bufanda de cuadros sobre el hombro izquierdo y hunde las manos en los bolsillos. Su mirada se pierde en el infinito mientras suenan varios clics. Todavía no lo saben, pero acaban de disparar la célebre portada del no menos emblemático álbum Blonde On Blonde (1966). Jerry es el fotógrafo de moda del momento, Jerry Schatzberg, y aunque Bob se llame en realidad Robert Allen Zimmerman, todo el mundo le conoce como Bob Dylan.

Esta es solo una de las cientos de anécdotas que el nonagenario Schatzberg (Nueva York, 1927) guarda en su memoria. Y adora contarlas. “A mi me gustaron mucho las fotos que hicimos ese día –recuerda por teléfono desde Nueva York–, pero con tanto frío me temblaban las manos, y pensé que la discográfica nunca utilizaría una imagen movida. Cuando Bob las vio, me dijo muy seguro: 'esta es la que más me gusta, envíala para la portada'. Y así fue, porque Bobby siempre consigue lo que quiere”.

La elección de la anécdota no es aleatoria. Define a la perfección la proverbial capacidad de Schatzberg para generar confianza en modelos y actores, especialmente entre los que tienen fama de intratables, desarmando su guardia antes de darles una lección de espontaneidad, franqueza y autenticidad. La misma lección que sus espectadores aprenden cuando ven su docena de largometrajes, o cuando se colocan frente a sus miles de instantáneas y tienen la sensación de compartir su mirada cercana y empática sobre sus personajes. Una mirada que, sin embargo, puede volverse violenta o dramática en un abrir y cerrar de ojos. Filmoteca Española está ofreciendo una retrospectiva completa de sus películas a lo largo de los meses de octubre y noviembre que es la mejor manera de descubrir todas las aristas esa mirada.

Otra anécdota que acredita su modo de hacer: durante su primera sesión fotográfica con Faye Dunaway, entonces modelo, su actitud fue tan cordial que le afectó hasta el punto de llevarla a las lágrimas. Así lo recordaba ella en sus memorias: “En un momento dado me puse a llorar porque él estaba siendo tan desgarradoramente amable conmigo... Toda mi vida he sido el tipo de persona que puede romperse fácilmente, y aquel día Jerry se las arregló para llegarme al corazón y hacerme sentir que podía confiar en él, que todo iría bien y que las fotos serían maravillosas”. Dunaway sería más tarde la protagonista de su primer filme, Confesiones de una modelo (1970), y entre medias su compañera sentimental.

Personajes a la deriva

Schatzberg, ya sea capturando la vida real con su cámara como sobre todo en la ficción, siempre ha sentido debilidad por los personajes frágiles, desplazados, a veces incluso a la deriva. No se trata de los típicos losers del cine norteamericano, reducidos la mayoría de las veces al mero estereotipo, sino de seres humanos auténticos, extraviados y dolientes. A veces son víctimas de su incapacidad para encajar en el mundo que les rechaza, como en Pánico en Needle Park (1971), una áspera crónica del día a día de los yonkis neoyorquinos escrita por el tándem Joan Didion-John Gregory Dunne. O en El espantapájaros (1973), una road movie con ecos del género picaresco en la que dos vagabundos interpretados por Al Pacino y Gene Hackman recorren el país de costa a costa. Otras veces es el éxito el que les abrasa, como en Confesiones de una modelo, en la que una maniquí que fue famosa en otros tiempos rememora su pasado glorioso, o les atormentan sus propios desvíos para conseguirlo, como sucede en Escalada al poder (1979) y El reportero de la calle 42 (1987), cuyos protagonistas tienen en común la ambición. Luego también está su amplio muestrario de las debilidades humanas, que de una manera u otra se extiende por todas sus películas.

Jerry, como insiste en que se le llame, asiente telefónicamente: “Sí, me interesan los personajes desplazados a los márgenes, personas que viven en la periferia de la sociedad”. Y a continuación hace una lúcida panorámica crítica a su carrera: “Yo era mayor que muchos de mis colegas cuando empecé, y creo que eso me dio un punto de vista diferente, más maduro. Había vivido más… Como fotógrafo de moda, había visto a menudo personajes como el de Faye en Confesiones… Nadie se preocupaba por las modelos, y un día decían: '¡Ya la hemos visto demasiado', y eso era todo, el fin de sus carreras. Como le pasó a mi modelo favorita cuando tenía treinta y pocos. Me pareció terrible. Luego, con Pánico en Needle Park simplemente sentí que era un material tan verdadero y honesto… Y esa la forma en que quería trabajar".

Pánico en Needle Park sigue siendo a día de hoy una película de culto. Pero además, es la película que lanzó a Al Pacino, que antes de protagonizar esta sórdida historia sobre una pareja de adictos a la heroína ya había tenido cierto éxito en Broadway, pero solamente había hecho un pequeño papel en el cine. Gracias al personaje que le regaló Schatzberg, Coppola le llamó para hacer El Padrino, y en apenas un año este mito de la interpretación ya estaba construido, como también su enorme ego. Es una anécdota célebre que cuando volvieron a trabajar juntos dos años después en El espantapájaros, Pacino ya era una estrella y se enfadó con él porque consideró que la película daba más tiempo en cámara al otro protagonista, Gene Hackman. Ese cabreo le duró varios años.

A propósito de El espantapájaros, el cineasta recuerda que, cuando le enviaron el guión, "fue sin duda por las otras películas que había hecho. Y creo que después me equivoqué: la cinta ganó un premio en Cannes [la Palma de Oro] e, inmediatamente, me ofrecieron un despacho y un buen sueldo en Warner Bros. Lo acepté, y fue un error. Debería de haberme sentado a leer guiones hasta encontrar alguno que me atrajera emocional o intelectualmente. De los dos años en aquella oficina de Warner Bros. en Nueva York no salió ninguna buena película”.

Gene Hackman y Al Pacino en 'El espantapájaros' (1973).

Gene Hackman y Al Pacino en 'El espantapájaros' (1973). /

El Nuevo Cine Americano

Como réplicas del seísmo provocado por la irrupción de la Nouvelle Vague francesa, en el cambio de las décadas de los 50 y 60 del siglo pasado surgieron en todo el mundo, desde Alemania hasta Brasil o Japón, los denominados ‘nuevos cines’. Se trató sobre todo de un amplio relevo generacional global, acompañado de la reivindicación del director como autor total. También había cierto deseo de independencia creativa con respecto a las industrias cinematográficas, una nueva sensibilidad estética más acorde con un tiempo de profundos cambios sociales y políticos y renovadas fórmulas narrativas que apelaban al espectador como aliado indispensable. Incluso las férreas estructuras del cine americano temblaron, aunque en el caso del llamado New Hollywood sea por motivos más complejos que en otros.

Puede que aquel fuese un movimiento incoherente y parcialmente fallido, pero lo que sí es indudable es que dio lugar a la tercera –y última hasta la fecha– edad de oro del cine norteamericano, gracias a autores de la talla de Arthur Penn, Robert Altman, Mike Nichols, John Cassavetes, Frank Perry, Francis Ford Coppola, Miloš Forman, Martin Scorsese, Brian De Palma o Michael Cimino, además de directores tan comerciales desde sus inicios como Steven Spielberg o George Lucas.

Ubicar a Schatzberg en ese renacimiento hollywoodiense es sencillo: pocos cineastas surgen, como él, de la nada y debutan con una trilogía tan valiente y madura como la formada por Confesiones de una modelo, Pánico en Needle Park y El espantapájaros, realizada además en el espacio de tres años. Su problema fue que, como a Ícaro el sol mediterráneo, el brillo de la Palma de Oro en Cannes frenó su vuelo. Él mismo se sintió frágil, desplazado y casi a la deriva en un Hollywood en el que se apagaban los últimos rescoldos del New Hollywood que le había dado alas, al tiempo que se encumbraba el cine de blockbusters. Penn o Altman pagaron el mismo precio que Schatzberg: los tres plegaron sus ambiciones –y su talento– a proyectos comerciales de medio pelo.

Desde entonces hizo pocas películas y casi siempre muy malas. Hasta que, de la mano de Harold Pinter, filmó en 1989 la adaptación de la novella de Fred Uhlman Reencuentro, una historia de dos amigos alemanes separados por el nazismo que se reencuentran años después en EEUU. Fue un digno canto del cisne que, en español, se tituló El reencuentro del amigo (1989). Hoy, pese a estar orgulloso de un puñado de sus películas y feliz con que sigan viéndose en retrospectivas como la de Filmoteca, Schatzberg se afana trabajando en su estudio cercano a Central Park, convencido de que su celebridad futura descansa en su archivo fotográfico y no en su filmografía. Ya lo advirtieron los Lumière –¿o fue Godard?–: “Le cinéma est un art sans avenir”