A los dos siglos de la muerte de Byron
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A los dos siglos de la muerte de Byron

Una nueva traducción del ‘Don Juan’ y la publicación en España de la biografía de Fiona MacCarthy conmemoran al poeta

A los dos siglos de la muerte de Byron

Lord Byron. | Wikimedia commons

El 19 de abril de 1824, hace ahora dos siglos, George Gordon lord Byron, sexto barón de Byron, murió en Mesolongi, en plena guerra de independencia griega. El poeta no llegó a dirigir la expedición que partió poco después para atacar Lepanto. Aquejado de fiebres y ataques epilépticos, días antes se le habían practicado, contra su voluntad, unas sangrías que le dejaron anémico y extenuado. Investigaciones posteriores determinaron que el origen de su enfermedad se debió seguramente a la picadura de una garrapata. El excéntrico Byron se había pasado la vida acompañado por todo tipo de animales, desde osos hasta gansos, pavos reales, monos, caballos y muchos perros. Los dos últimos fueron el labrador Lyon y el bulldog Moretto, que no se separaron del féretro cuando el cuerpo de su amo regresó en barco a Inglaterra para ser recibido sin honores en los muelles del Támesis.

Cuando aún no había transcurrido un mes de su muerte y antes de que el cadáver recibiera sepultura en la cripta familiar cercana a Newstead Abbey, la casa solariega de los Byron, su editor, John Murray, con la aquiescencia de varios amigos íntimos y de otros tantos familiares, decidió quemar sus memorias en la chimenea de sus oficinas, en el 50 de Albemarle Street, sede de la editorial en Londres hasta principios de este siglo. El deán de la abadía de Westminster se había negado a que el legendario libertino descansara en el templo que por su condición de par del reino le correspondía. De hecho, Byron no tuvo su placa en el rincón de los poetas hasta el año 1969. 

Tanta animadversión se explica en parte por los escándalos amorosos que acompañaron al descarriado aristócrata desde que saltó a la fama con la publicación de los primeros cantos de Childe Harold en 1812. Gracias a ese éxito, Byron se convirtió de la noche a la mañana en un verdadero precursor de la cultura de masas. Especie de temprana figura pop, fue adorado por un público que incluía tanto a Goethe como a las hijas de buena familia. Al decir de Jaime Gil de Biedma, su lector más atento en España, valía él solo por toda una jet-set. Los detalles escabrosos de su vida que probablemente ardieron en la chimenea del despacho de Murray no salieron a la luz hasta la publicación en 2002 de la magna biografía de Fiona MacCarthy, una obra maestra del género, ahora por fin traducida al español en Debate. 

MacCarthy, que tuvo libre acceso a los archivos de Murray, reconstruyó con ágil pulso narrativo, inteligencia crítica y ambiciosa imaginación histórica las aventuras del poeta, por primera vez sin tapujos, desafiando el ridículo puritanismo victoriano que nunca ha dejado de dominar la vida pública británica. En el libro se habló por primera vez con pelos y señales de la bisexualidad de Byron así como de los abusos que el poeta había sufrido a los diez años por parte de una niñera alcohólica. Durante el proceso de separación, su mujer, lady Byron, lo acusó de haber intentado sodomizarla. Y en la mansión familiar de Newstead Abbey, el bardo había dejado embarazadas a varias doncellas, aunque tuvo la delicadeza de preocuparse por la suerte y la educación de las criaturas, a diferencia de lo que hacían tantos aristócratas que por entonces ejercían el derecho de pernada. 

Cuando en 1816 Byron abandonó para siempre Inglaterra, acompañado por su criado John Fletcher y su médico Polidori, la sociedad londinense ya lo había condenado, sobre todo por el descaro y la impudicia con que la joven estrella vivía su sexualidad. A lo largo de su exilio europeo y especialmente durante sus años venecianos, el poeta encontraría la libertad que se le negaba en su tierra. Como atestigua su jugosa y divertidísima correspondencia de la época –que Gil de Biedma seleccionó en los últimos años de su vida con el título de Débil es la carne, una antología al cabo traducida por Eduardo Mendoza en Tusquets–, Byron se pasaba el día cumpliendo con la definición de felicidad que daría W. H. Auden, uno de sus herederos poéticos: getting drunk before noon and going naked from bed to bed, emborracharse antes del mediodía y saltar desnudo de cama en cama. 

«Fue un rebelde hijo de su tiempo pero también un aristócrata nostálgico de una época desaparecida y un poeta superdotado»

Por supuesto, MacCarthy va mucho más allá de cuestiones íntimas y ofrece un retrato poliédrico tanto de la vida como de la obra y la época de Byron. El relato de sus peripecias por aquella Europa del desencanto postrevolucionario se acompaña de una minuciosa reconstrucción de su entorno familiar e intelectual, de su evolución poética,  de sus diatribas con el establishment literario del momento, de sus vaivenes ideológicos. La autora consigue así que Byron abandone el letargo que el endeble imaginario romántico le impuso y vuelva a encarnar el contradictorio y anguloso ser humano que fue, un rebelde hijo de su tiempo pero también un aristócrata nostálgico de una época desaparecida y sobre todo un poeta superdotado cuya obra merece mayor crédito que los oropeles de su leyenda.

Byron es autor de una obra excesiva e irregular. Como precoz superventas y admirador de Walter Scott, dio a su público algunas piezas de un gusto hipertrofiado, a menudo con sabor orientalista o exótico, como El infiel (1813), El corsario (1814), Lara (1814) o Manfredo (1817). Pero lo mejor de su producción sigue estando al principio y al final. En Childe Harold, el poema que le dio celebridad y en el que trabajó hasta 1818, Byron empezó a moldear la máscara poética que luego perfeccionaría en su obra maestra, Don Juan, el largo monólogo dramático que fue escribiendo con un pie en el estribo y otro en el lecho adúltero a lo largo de los fascinantes últimos años de su vida y que al final quedó inconcluso. 

Traducir y estudiar Don Juan en la edición que acaba de publicar Penguin Clásicos me ha permitido calibrar la magnitud del poema. Lejos de ser solo una mascarada irreverente, una sátira sobre su tiempo llena de puns y private jokes, como a veces se despacha, Don Juan es una obra de una ambición y una complejidad intimidantes. El talento mozartiano de Byron para el verso alcanza aquí un virtuosismo asombroso. (You are the master of the airy manner, como le escribió Auden). La gracia del fraseo y el ácido de la mordacidad, la vulgaridad periodística y el desacato panfletario se mezclan a menudo con una repentina ternura, un pianissimo de emociones y sensaciones que procuran al lector una contagiosa impresión de vida desatada. Mucho antes de que Nietzsche librara su particular batalla contra el platonismo, Byron ya había reivindicado para la existencia su propio valor, libre de todas las coacciones religiosas y filosóficas que la sofocaron a lo largo del XIX.

Para ello, Byron sacó el mito de Don Juan de los escenarios y lo utilizó para detonar la encorsetada imaginación lírica de su época. En su poema, el gran seductor se convierte en un guapo mancebo acosado por multitud de mujeres, desde jovencitas sevillanas recién casadas hasta ninfas griegas, odaliscas travestidas, aristócratas y emperatrices. A partir de un determinado momento, John Murray se negó a seguir publicando los cantos que le iba enviando el poeta precisamente por el escándalo que estaba causando el tratamiento desinhibido del deseo femenino. Byron se atrevió a girar las tornas y a mostrar cómo también las mujeres, sujeto tradicional pasivo, llevaban a menudo la iniciativa, siendo capaces de tanta lascivia y ruindad como los hombres

«’Don Juan’ es además una obra híbrida, mezcla de poema, ensayo y novela»

Con esa operación, Byron consiguió que su poema fuera a la vez tan misógino como filógino. Si por una parte se vengó de todas las mujeres que le habían hecho la vida imposible, por otra concedió un protagonismo y una emancipación al alma femenina que nunca hasta entonces había tenido. Como viene a decir él mismo a menudo, parece que os detesto, pero en realidad nadie os adora más que yo: «¡Qué rara cosa es el hombre y más rara aún / la mujer! ¡Qué torbellino en su cabeza / y qué vorágine llena de peligro y hondura / todo el resto en ella! Ya casada o viuda, / madre o doncella, puede cambiar de parecer / como el viento. Sea lo que sea lo que diga / o haga no es nada con respecto a lo que hará. / El más viejo registro y aun gran novedad». The oldest thing on record and yet new. No se ha escrito un homenaje más bello a ese misterio ancestral. 

Don Juan es además una obra híbrida, mezcla de poema, ensayo y novela. Admirador de Montaigne, Shakespeare, Cervantes, Pope, Sterne y Fielding, Byron, por así decirlo, escribe con el oído en el siglo XVIII y la imaginación en el siglo XX. Su poema avanza al galope, espoleado por su memoria sobrenatural, capaz de citar al vuelo tanto a los clásicos griegos y romanos como la King James o a los dramaturgos isabelinos, sin dejar por supuesto de mofarse de sus contemporáneos, sobre todo de Wordsworth y Southey, el poeta laureado, prototipo para él de trepa pensionado. 

Byron, por otra parte, construye su comedia a la vez con un hilo narrativo y otro especulativo y digresivo. Con el primero va hilvanando la historia del joven Juan en la Europa de la Revolución francesa, entre los años 1790 y 1791, cuando el mundo creía que un orden secular se iba a derrumbar para siempre. (Su personaje, de hecho, tenía que morir en la guillotina, en plena orgía sangrienta del terror revolucionario, según tenía planeado).  Con el segundo, Byron tejió su propia voz pública, la tribuna con la que despotricó contra la restitución del statu quo tras la derrota de su venerado Napoleón y el regreso del absolutismo tras el Congreso de Viena. Si en poesía su bestia negra fue Bob Southey, en política el blanco de todas sus iras sería lord Castlereagh (pronúnciese Caselrei), el ministro inglés que lideró la coalición contra el corso.

En ese sentido y a la luz de todo lo que hemos vivido desde entonces, resulta casi inverosímil la clarividencia de Byron, que ya vio cómo efectivamente el mundo se dirigía a un estado posthistórico en el que toda revolución estaría condenada siempre al fracaso. Un nuevo orden global basado en el dinero y dominado por los banqueros iba a imponerse, generalizando una visión cada vez más pobre y homogénea de la humanidad. Por ello, en el canto XII, Byron decide adelantarse y se proclama primer cantor del oro, cuyo resplandor refulge en la moneda con la misma ilusión desengañada que la juventud en el recuerdo o el amor en el resentimiento: «Aquí está tu único poeta. La pasión, pura / y destellante de cúmulo en cúmulo, despliega / el metal poseído del que meras ilusiones / atraen a naciones a lo hondo. Rayos dorados / refulgen en lingotes desde la mina oscura. / En él vierte el diamante su brillante llama, / mientras el aura suave de la esmeralda eclipsa / los tonos de otras piedras para aliviar al avaro».  Cuando murió en Grecia, Byron no protagonizó el final heroico que algunos le atribuyeron y que él tal vez había soñado. Su gran revolución, hoy aún más violenta que ayer, sigue resonando en Don Juan.

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