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Hamlet

Tragedia

Guillermo Shakespeare



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Si non errasset, fecerat ille minus.


Martialis epigrammat, lib. I.                





ArribaAbajoPrólogo

La presente Tragedia es una de las mejores de Guillermo Shakespeare, y la que con más frecuencia y aplauso público se representa en los teatros de Inglaterra. Las bellezas admirables que en ella se advierten y los defectos que manchan y oscurecen sus perfecciones, forman un todo extraordinario y monstruoso compuesto de partes tan diferentes entre sí, por su calidad y su mérito, que difícilmente se hallarán reunidas en otra composición dramática de aquel autor ni de aquel teatro; y por consecuencia, ninguna otra hubiera sido más a propósito para dar entre nosotros una idea del mérito poético de Shakespeare, y del gusto que reina todavía en los espectáculos de aquella nación.

En esta obra se verá una acción grande, interesante, trágica; que desde las primeras escenas se anuncia y prepara por medios maravillosos, capaces de acalorar la fantasía y llenar el ánimo de conmoción y de terror. Unas veces procede la fábula con paso animado y rápido, y otras se debilita por medio de accidentes inoportunos y episodios mal preparados e inútiles, indignos de mezclarse entre los grandes intereses y afectos que en ella se presentan. Vuelve tal vez a levantarse, y adquiere toda la agitación y movimiento trágico que la convienen, para caer después y mudar repentinamente de carácter; haciendo que aquellas pasiones terribles, dignas del coturno de Sófocles, cesen y den lugar a los diálogos más groseros, capaces sólo de excitar la risa de un populacho vinoso y soez. Llega el desenlace donde se complican sin necesidad los nudos, y el autor los rompe de una vez, no los desata, amontonando circunstancias inverosímiles que destruyen toda ilusión. Y ya desnudo el puñal de Melpómene, le baña en sangre inocente y culpada; divide el interés y hace dudosa la existencia de una providencia justa, al ver sacrificados a sus venganzas en horrenda catástrofe, el amor incestuoso y el puro y filial, la amistad fiel, la tiranía, la adulación, la perfidia y la sinceridad generosa y noble. Todo es culpa; todo se confunde en igual destrozo.

Tal es en compendio la Tragedia de Hamlet, y tal era el carácter dramático de Shakespeare. Si el traductor ha sabido desempeñar la obligación que se impuso de presentarle como es en sí, no añadiéndole defectos, ni disimulando los que halló en su obra, los inteligentes deberán juzgarlo. Baste decir que, para traducirla bien, no es suficiente poseer el idioma en que se escribió, ni conocer la alteración que en él ha causado el espacio de dos siglos; sin identificarse con la índole poética del autor, seguirle en sus raptos, precipitarse con él en sus caídas, adivinar sus misterios, dar a las voces y frases arbitrariamente combinadas por él la misma fuerza y expresión que él quiso que tuvieran, y hacer hablar en castizo español a un extranjero, cuyo estilo, unas veces fácil y suave, otras enérgico y sublime, otras desaliñado y torpe, otras oscuro, ampuloso y redundante, no parece producción de una misma pluma; a un escritor, en fin, que ha fatigado el estudio de muchos literatos de su nación, empeñados en ilustrar y explicar sus obras; lo cual, en opinión de ellos mismos, no se ha logrado todavía como era menester.

Si estas consideraciones deberían haber contenido al traductor y hacerle desistir de una empresa tan superior a su talento, le animó por otra parte el deseo de presentar al público español una de las mejores piezas del más celebrado trágico inglés, viendo que entre nosotros no se tiene todavía la menor idea de los espectáculos dramáticos de aquella nación, ni del mérito de sus autores. Otros, quizás, le seguirán en esta empresa y fácilmente podrán oscurecer sus primeros ensayos; pero entretanto no desconfía de que sus defectos hallarán alguna indulgencia de parte de aquellos, en quienes se reúnan los conocimientos y el estudio necesarios para juzgarle.

Ni halló tampoco en las traducciones que los extranjeros han hecho de esta Tragedia, el auxilio que debió esperar. Mr. Laplace imprimió en francés una traducción de las obras de Shakespeare, que a pesar de sus defectos, no dejó de merecer aceptación; hasta que Mr. Letourneur publicó la suya, que es sin duda muy superior a la primera. Este literato poseía perfectamente el idioma inglés, y hallándose con toda la inteligencia que era menester para entender el original, pudiera haber hecho una traducción fiel y perfecta; pero no quiso hacerlo.

Había en su tiempo en Francia dos partidos muy poderosos, que mantenían guerra literaria y dividían las opiniones de la multitud. Voltaire apasionado del gran mérito de Racine, profesaba su escuela, se esforzó cuanto pudo por imitarle, en las muchas obras que dio al teatro, y este ilustre ejemplo arrastró a muchos Poetas, que se llamaron Racinistas. El partido opuesto, aunque no tenía a su frente tan temible caudillo, se componía no obstante de literatos de mucho mérito, que prefiriendo lo natural a lo conveniente, lo maravilloso a lo posible, la fortaleza a la hermosura, los raptos de la fantasía a los movimientos del corazón, y el ingenio al arte, admirando los aciertos de Corneille, se desentendían de sus errores e indicaban como segura y única la senda por donde aquel insigne Poeta subió a la inmortalidad. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos. La multitud de papeles que diariamente se esparcían por el público, ridiculizando la secta Racinista y apurando para ello cuantas sutilezas sugiere el ingenio y cuantos medios buscan la desesperación y la envidia; si por un momento excitaban la risa de los lectores, caían después en oscuridad y desprecio, cuando aparecía en la escena francesa la Fedra, la Ifigenia, el Bruto o el Mahomet. Entonces se publicó la traducción de Letourneur; impresa por suscripción, dedicada al Rey de Francia y sostenida por el partido numeroso de aquellos a quienes la reputación de Voltaire atropellaba y ofendía. Tratose, pues, de exaltar el mérito de Shakespeare y de presentarle a la Europa culta como el único talento dramático digno de su admiración, y capaz de disputar la corona a los Eurípides y Sófocles. Así pensaron abatir el orgullo del moderno trágico francés, y vencerle con armas auxiliares y extranjeras, sin detenerse mucho a considerar cuán poca satisfacción debía resultarles de una victoria adquirida por tales medios.

Con estos antecedentes, no será difícil adivinar lo que hizo Letourneur en su versión de Shakespeare. Reunió en un discurso preliminar y en las notas y observaciones con que ilustró aquellas obras, cuanto creyó ser favorable a su causa, repitiendo las opiniones de los más apasionados críticos ingleses en elogio de su compatriota, negándose voluntariamente a los buenos principios que dictaron la razón y el arte y estableciendo una nueva Poética, por la cual, no sólo quedan disculpados los extravíos de su idolatrado autor, sino que todos ellos se erigen en preceptos recomendándolos como dignos de imitación y aplauso.

En aquellos pasajes en que Shakespeare, felizmente sostenido de su admirable ingenio, expresa con acierto las pasiones y defectos humanos, describe y pinta los objetos de la naturaleza o reflexiona melancólico con profunda y sólida filosofía, allí es fiel la traducción; pero en aquellos en que se olvida de la fábula que finge, del fin que debió en ella proponerse, de la situación en que pone a sus personajes, del carácter que les dio, de lo que dijeron antes, de lo que debe suceder después; y acalorado por una especie de frenesí, no hay desacierto en que no tropiece y caiga; entonces el traductor francés le abandona y nada omite para disimular su deformidad, suponiendo, alterando, substituyendo ideas y palabras suyas a las que halló en el original; resultando de aquí una traducción pérfida o por mejor decir, una obra compuesta de pedazos suyos y ajenos, que en muchas partes no merece el nombre de traducción.

Lejos, pues, de aprovecharse el traductor español de tales versiones, las ha mirado, con la desconfianza que debía, y prescindiendo de ellas y de las mal fundadas opiniones de los que han querido mejorar a Shakespeare con el pretexto de interpretarle, ha formado su traducción sobre el original mismo; coincidiendo por necesidad con los traductores franceses, cuando los halló exactos, y apartándose de ellos cuando no lo son, como podrá conocerlo fácilmente cualquiera que se tome la molestia de cotejarlos.

Esto es sólo cuanto quiere advertir acerca de su traducción. La vida de Shakespeare y las notas que acompañan a la Tragedia, son obra suya, y a excepción de una u otra especie que ha tomado de los comentadores ingleses (según lo advierte en su lugar) todo lo demás, como cosa propia, lo abandona al examen de los críticos inteligentes.

Si se ha equivocado en su modo de juzgar o por malos principios o por falta de sensibilidad, de buen gusto o de reflexión, no será inútil impugnarle; que harto es necesario agitar cuestiones literarias relativas a esta materia para dar a nuestros buenos ingenios ocupación digna, si se atiende al estado lastimoso en que yace el estudio de las letras humanas, los pocos alumnos que hoy cuenta la buena poesía y el merecido abandono y descrédito en que van cayendo las producciones modernas del teatro.




ArribaAbajoVida de Guillermo Shakespeare

Guillermo Shakespeare nació en Stratford, pueblo de Inglaterra, en el Condado de Warwick, año de 1564, de familia distinguida y pobre. Era su padre comerciante de lanas; y deseando que Guillermo, el mayor de diez hijos que tenía, llevase adelante el mismo tráfico, le dio una educación proporcionada a este fin, con exclusión absoluta de cualesquiera otros conocimientos, que pudieran haberle hecho mirar con disgusto la carrera a que le destinó. Así fue, que apenas había adquirido algunos principios de Latinidad en la escuela pública de Stratford, cuando aún no cumplidos los diecisiete años, le casó con la hija de un rico labrador y comenzó a ocuparle en el gobierno de la casa y en las operaciones de su comercio. Obligado de la necesidad venció Guillermo la repugnancia que tenía a tal profesión; y hubiera continuado en ella si un accidente imprevisto no le hubiese hecho salir de la oscuridad en que estaba, abriéndole el camino a la fortuna y a la gloria.

Acompañado Shakespeare con otros jóvenes mal educados e inquietos, dio en molestar a un caballero del país llamado Tomás Lucy, entrando en sus bosques y robándole algunos venados. Esta ofensa irritó en extremo el ánimo de aquel caballero, y por más que el joven Guillermo procuró templarle, arrepentido sinceramente de su exceso y ofreciéndole cuantas satisfacciones pidiese, todo fue en vano; el Señor Tomás Lucy era uno de aquellos hombres duros que no conocen el placer de perdonar. Sentido Shakespeare de tal obstinación, quiso vengarse en el modo que podía, escribiendo contra él algunos versos satíricos, los primeros que en su vida compuso; poniendo en ridículo a un hombre iracundo y poderoso, que a este nuevo agravio redobló sus esfuerzos, imploró todo el rigor de las leyes y le persiguió con tal empeño que al fin hubo de ceder como más débil, y no hallando seguridad sino en la fuga, abandonó su patria, y su familia, y se fue a Londres, solo, sin dinero, ni recomendaciones en aquella ciudad, ni arrimo alguno.

En aquel tiempo no iban los caballeros encerrados en los coches entre cristales y cortinas como hoy sucede; iban a caballo, y a la entrada de los teatros, de las iglesias, de los tribunales, y en otros parajes públicos, había muchos mozos que se encargaban de guardar las caballerías a los que no llevaban consigo criados que se las cuidasen. Tal fue la ocupación de Shakespeare en los primeros meses de su residencia en Londres; se ponía a la puerta de un teatro y servía de mozo de caballos a cuantos le llamaban, para adquirir algunos cuartos con que poder cenar en un bodegón. ¿Quién, al verle en aquel estado oscuro e infeliz, hubiera reconocido en él, el mejor Poeta Dramático de su nación, el que había de excitar la admiración de los sabios, el que había de merecer estatuas y templos?

La circunstancia de hallarse diariamente a la entrada del teatro, le facilitó el conocimiento de algunos cómicos, que viendo en él mucha viveza y buena disposición, se le hicieron amigos y en breve le determinaron a salir a la escena para desempeñar algunos papeles subalternos; pero no correspondieron los efectos a la esperanza que de él se había concebido. Rara vez la naturaleza prodiga sus dones, y casi nunca permite que un hombre sobresalga en dos facultades distintas; que tal es la limitación del talento humano. Dícese únicamente que Shakespeare desempeñaba muy bien el papel del muerto en la tragedia de Hamlet, elogio que puede considerarse como una prueba de su corta habilidad en la declamación.

Como quiera que sea, su admisión en el teatro despertó en él una inclinación decidida a la Poesía Dramática; le dio a conocer la mayor parte de las piezas que entonces se representaban, las estudió, más que como actor, como filósofo; examinó el gusto del público, y vio en la práctica por cuales medios la Poesía escénica suspende, conmueve, deleita los ánimos y domina con hechizo maravilloso en las opiniones y los afectos de la multitud.

Hallábase entonces el teatro inglés en aquel estado de rudeza y barbarie propio de una época tan inmediata a los siglos de ignorancia y ferocidad. La nueva aurora de las letras, que había comenzado a ilustrar a Italia mucho tiempo antes, no había llegado aún a los remotos Britanos, separados del orbe. Las grandes revoluciones que había sufrido aquella nación, el choque obstinado de opiniones y dogmas religiosos que por largo tiempo la agitaron, el establecimiento de una nueva creencia, la necesidad de resistir con la política y las armas a sus enemigos exteriores, mientras en lo interior duraban mal extinguidas las centellas de discordia civil, fueron causas capaces de retardar en aquel país los progresos de la ilustración, y por consiguiente los del teatro.

Pueden reducirse a tres clases las piezas que entonces se representaban en Inglaterra: Misterios, Moralidades y Farsas. Los Misterios no eran otra cosa que unos dramas donde se ponía en acción los hechos del Viejo y Nuevo Testamento, y aún se conservan en el Museo Británico los que se dice fueron representados en el año de 1600 intitulados: La caída de Luzbel, La Creación del Mundo, El Diluvio, La Adoración de los Reyes, La Degollación de los inocentes, La Cena, La Pasión, El Antechristo, El Juicio final y otros por el mismo gusto. En estas composiciones se veía una mezcla informe de sagrado y profano, en que se anunciaban las verdades de la Religión, entre puerilidades ridículas e indecentes que podrían llamarse escandalosas y sacrílegas; si la buena fe de sus autores y la ignorante sencillez del auditorio no fueran suficiente disculpa de tales desaciertos. En las Moralidades se agitaban cuestiones políticas y dogmáticas, se ridiculizaba la Iglesia Católica y se aplaudía (como es de creer) la nueva reforma. La falta de invención y artificio de tales obras era sin diferencia alguna como en los Misterios, con la única variedad de que en las Moralidades la fábula y los personajes eran alegóricos: la Virtud, la Superstición, los Cinco sentidos, la Fidelidad, el Valor, las Promesas de Dios, el Amor profano, la Conciencia, la Simonía, tales eran los entes metafísicos que hacían papel en estos dramas extravagantes. Las Farsas, composiciones desatinadas, obscenas, atrevidas, perjudiciales a las buenas costumbres y al honor de muchos particulares que ridiculizaban con escandalosa libertad, eran, no obstante, las que más se acercaban a la Tragedia y la Comedia; por cuanto en ellas, o se trataban hechos históricos, o se pintaban caracteres y costumbres, imitadas, aunque mal, de la vida civil.

Estas eran las piezas que durante el siglo XVI se representaban en Londres, siendo actores de muchas de ellas los músicos de la Capilla Real, los Coristas de S. Pablo, los Frailes de S. Francisco, y los Curas y Clerecía de las Parroquias; y tal fue el estado en que Shakespeare halló el teatro de su nación a fines del mismo siglo.

No había recibido en su educación, como ya se ha dicho, una instrucción capaz de conducirle por la carrera que emprendió; y los ejemplos que veía en su patria, lejos de formarle el gusto, podían solo contribuir a corrompérsele.

Italia era la única nación que en aquel tiempo tuviese piezas dramáticas escritas con arte, habiéndose introducido allí por la imitación de las obras célebres, que nos dejó la antigüedad. En España comenzaba entonces el teatro a deponer su original rudeza. Lope de Vega, contemporáneo de Shakespeare, con más estudio que el Poeta inglés, menos filosofía, igual talento, fácil y abundante vena, en que no tuvo semejante, enriquecía la escena nacional, dando a sus fábulas enredo, viveza, interés y aparato; abriendo el paso a los que le siguieron después, y fijando en el teatro español aquel carácter que le ha distinguido entre los demás de Europa.

Pero en Inglaterra se ignoraba el mérito respectivo de los italianos y españoles, y por lo que hace al teatro francés, ¿qué podría adelantar ninguno con la lectura de sus dramas groseros e insípidos? Chocquet, Greban, Jodelle, Garnier, Chretien y otros de esta clase, ¿qué podían enseñar a Shakespeare, aun cuando hubiera querido estudiarlos? Así fue, que careciendo de principios y ejemplos, sin otra lectura que la de la Historia nacional, algunas traducciones de autores latinos y algunas novelas; sin más objeto que el de dar a su compañía piezas nuevas, sin otro maestro, ni otros auxilios que los de su extraordinario talento, comenzó a escribir, y apenas se vieron sus obras en el teatro, cuando, a pesar de los muchos defectos de ellas, su interés y el aplauso del público le estimularon a seguir adelante.

Y ¿cómo era posible que no incurriese en descuidos los más absurdos un escritor que ignoraba absolutamente el arte? Con paz sea dicho de aquella nación que enamorada de las muchas bellezas de este autor, no sufre tal vez en el entusiasmo de su pasión que la crítica imparcial le examine y rebaje mucho de los elogios que a manos llenas le prodigan sus panegiristas.

Shakespeare no supo componer una buena fábula dramática; obra difícil, por cierto, en que nada se admite inútil, nada repetido, nada inoportuno, donde se exige la más prudente economía en los personajes, en las situaciones, en los ornatos y episodios. Trama urdida sin violencia ni confusión, caracteres imitados con maestría de la naturaleza, costumbres nacionales, sentencia, pureza, elegancia y facilidad en el lenguaje y en el estilo, agitación de afectos, accidentes imprevistos, éxito dudoso, progreso rápido, desenlace pronto y verosímil, un fin moral desempeñado por estos medios; en suma y donde todo aparezca natural, conveniente y fácil; y el arte, que todo lo dirige, no se descubra.

Léanse sus obras, y en ellas se verán personajes, situaciones, episodios inoportunos e inconexos; el objeto principal confundido entre los accesorios, el progreso de la acción unas veces perezoso y otras atropellado y confuso, incierto el fin de instrucción que se propone, incierto el carácter que quiere exponer a los ojos del espectador, para la imitación o el escarmiento. Errores clásicos de Geografía, Cronología, Historia y costumbres. El lugar de la escena alterado continuamente, sin verosimilitud, ni utilidad, y la unidad de tiempo, ninguna, o pocas veces observada. Desorden confuso en los afectos y estilo de sus personajes, que unas veces abundan en expresiones sublimes, máximas de sabiduría, sostenidas con elegante y robusta dicción, otras hablan un lenguaje hinchado y gongorino, lleno de alusiones violentas, metáforas oscuras, ideas extravagantes, conceptos falsos y pueriles; otras, en medio de las pasiones trágicas, mezclan chocarrerías vulgares y bambochadas ridículas de entremés, excitando así, de un momento en otro, la admiración, el deleite, la risa, el terror, el fastidio y el llanto.

Esta oposición mal combinada de luces y sombras, no podía menos de destruir el efecto general de sus cuadros, y tal vez conociendo el error, pensó corregirle con otro, no menos culpable. Lo cierto, lo posible, lo ideal, como fuese maravilloso y nuevo, todo era materia digna de su pluma, satisfecho de sorprender los sentidos, ya que no de ilustrar y convencer la razón. A este fin su feroz Melpómene inundó el teatro con sangre, y le llenó de cadáveres en batallas reñidas a este fin, multiplicó los espectáculos horribles de entierros, sepulturas y calaveras; a este fin adulando la estúpida ignorancia del vulgo, hizo salir a la escena Magos y Hechiceras, pintó sus conciliábulos y sus conjuros, dio cuerpo y voz a los genios malos y buenos, haciéndolos girar por los aires, habitar los troncos, o mezclarse invisibles entre los hombres, rompió las puertas del Purgatorio y del Infierno, puso en el teatro las almas indignadas de los difuntos, y resonaron en él sus gemidos tristes.

Juzgue el que tenga algún conocimiento del arte, si son estos los medios de que un Poeta dramático debe valerse para producir deleite y enseñanza. Las figuras del teatro no han de bajar del cielo, ni han de sacarse del abismo, ni han de inventarse a placer por una fantasía destemplada y ardiente. Toda ficción dramática inverosímil es absurda, lo que no es creíble, ni conmueve ni admira. Si es el teatro la escuela de las costumbres, si en él han de imitarse los vicios y virtudes para enseñanza nuestra, ¿a qué fin llenarle de espectros y fantasmas y entes quiméricos que nadie ha visto, ni puede concebir? Píntese al hombre en todos los estados y situaciones de la vida, háganse patentes los ocultos movimientos de su corazón, el origen y el progreso de sus errores y sus vicios, el término a que le conducen los extravíos de su razón o el desenfreno de sus pasiones; y entonces la fábula, siendo verosímil, será maravillosa, instructiva y bella. Pero Shakespeare, a quien con demasiada ligereza suelen dar algunos el título de Maestro, estaba muy lejos de conocer estas delicadezas del arte, y repitió en sus composiciones el triste ejemplo, de que la más fecunda imaginación es incapaz por sí sola de producir una obra perfecta; si los preceptos que dictaron la observación y el buen gusto, no la moderan y la conducen.

Si el teatro inglés se halla tan atrasado todavía, a pesar de los buenos ingenios que han cultivado la Poesía escénica en aquella nación, atribúyase al magisterio concedido a Shakespeare y a la supersticiosa ceguedad con que se venera cuanto salió de su pluma. Si en España no hubiese combatido la crítica moderna el ponderado mérito de muchos autores líricos y dramáticos, célebres corruptores del buen gusto en uno y otro género, todavía se ocuparían nuestros Poetas en ajustar acrósticos y enredar laberintos; todavía se llamaría sublimidad y agudeza la oscuridad, la hinchazón, los equívocos, las paranomasias y retruécanos; y todavía saldrían a hacer papel en nuestros teatros la Iglesia Católica, el Rey David, las tres Potencias del alma, la Primavera, el Diablo y el Cordero Pascual.

Pero dirán, si tales son los dramas de Shakespeare, ¿cómo es que toda una nación, no menos respetable por su cultura, que por su opulencia y su poder, no sólo le admira y le considera superior a cuantos Poetas han enriquecido su teatro; sino que ufana de poseerle, tal vez imagina imposible que nadie le oscurezca ni le compita? No es difícil hallar la solución de este problema si se advierte que en las obras de ingenio, el ingenio es lo más, y que en las dramáticas no hay defecto más intolerable que la frialdad y languidez. Represéntese, por ejemplo, el menos frío de los insípidos diálogos que de algunos años a esta parte se han impreso en España con nombre de Tragedias, y cualquiera de las monstruosas fábulas cómico-heroicas de Candamo, Solís o Calderón; el concurso dormirá profundamente con el primero de estos espectáculos y aplaudirá el segundo. Porque si es cierto que para formar un drama excelente se necesitan un talento superior y un profundo conocimiento del arte, también lo es que, hallando separadas estas dos prendas, el público preferirá con razón el talento criador al arte que nada produce; y una composición ingeniosa, fecunda en accidentes, capaces de conmoverle y deleitarle, a una regularidad narcótica que te empalague y te adormezca. Agrada, pues, Shakespeare y agradará mientras no aparezca otro hombre que dotado de igual sensibilidad y fantasía, de más delicado gusto y mayor instrucción (cosa difícil en verdad, aunque no imposible) dé nueva forma a aquel teatro, verificando en Inglaterra, la revolución feliz que hizo en Francia el inmortal Corneille.

Pero sin las luces de la buena crítica, las artes no se perfeccionan, y es mal medio de procurar el acierto en ninguna de ellas, proponer a la juventud por modelos de imitación, producciones desarregladas en que, no sin razón, se duda si el número de las bellezas iguala o excede al de los defectos. Tales obras, aunque contengan pedazos excelentes, servirán sólo de perpetuar la corrupción del gusto; y si llega a admitirse la máxima de que el ingenio no debe sujetarse a los preceptos científicos, y que no es lícito examinar a aquellos grandes hombres, discípulos de la naturaleza, fecundos e incultos como el original que imitaron, no hay medio, esta opinión acreditada una vez, será la ruina de las artes.

No es, pues, el gran Shakespeare el ejemplar que ha de proponerse a quien siga la carrera del teatro; cualquier elogio, cualquier título que le quieran dar podrá convenirle, pero el de Maestro no. El talento no se aprende; se adquiere sólo el modo de usar el talento, y no es apto para enseñar a los demás el que sobresalió únicamente en aquello que no se puede aprender.

Si esto se concede, si se le considera como un autor, falto de principios, de modelos que imitar, de competidores que vencer, obligado a escribir por necesidad más que por elección, arrastrado del mal ejemplo de su siglo, y destinado a dar espectáculos a un pueblo grosero e ignorante, a quien quiso agradar, más que instruir; admírense, en buen hora, aquellos felices rasgos del ingenio que brillan entre la barbarie, la indecencia, la extravagancia y ferocidad de sus dramas. Su genio observador, su entendimiento despejado y robusto, su exquisita sensibilidad, su fantasía fecundísima, llenaron de bellezas plausibles aquellas mismas obras en que tantos errores abundan; bellezas originales, porque él de nadie imitó; bellezas de todos géneros, porque a todos se atrevió con igual osadía; bellezas, en fin, que han podido asegurar su gloria, por espacio de dos siglos, en el concepto de toda una nación.

Él supo evitar mucha parte de los defectos que halló en el teatro inglés, abriendo una senda hasta entonces no practicada, o poco seguida. Conoció cuán difícilmente pueden sostenerse en la escena las fábulas alegóricas, advirtió que los misterios de la religión no debían profanarse a los ojos del público, por medio de ficciones no menos ridículas que incapaces de añadir pruebas a la fe, cuya esencia consiste en persuadirnos de aquellas verdades sublimes, que ni los sentidos ni la razón alcanzan. Abandonó uno y otro género, y eligió el único que era capaz de perfección no ignorando que en la pintura de los caracteres y defectos humanos, ingeniosamente dispuesta, se hallaría instrucción más útil que cuanta podía esperarse de las cuestiones dogmáticas de los Misterios, ni del caos metafísico de las Moralidades. La ambición del mando, los horrores de la tiranía, el entusiasmo de libertad, la lisonja infame compañera del poder, la ingratitud, el orgullo, la ternura filial, la fe conyugal, la pasión terrible de los celos, la virtud infeliz, las discordias civiles, el trastorno de los grandes imperios, los castigos de la Providencia; todo en su pluma recibió forma y vida. Cuando acierta en la pintura de un carácter, se reconoce la robusta mano de aquel artífice que no nació para imitar, cuando acierta con una situación patética, no hiere levemente los ánimos de la multitud; la suspende, la enajena, conturba el corazón, inunda los ojos en lágrimas. Trató muchas veces los puntos más delicados de política y moral con grande inteligencia, dando lecciones a los hombres en el teatro, que no las oyeran más útiles en la Academia o en el Pórtico. Llenó sus dramas de interés, movimiento, variedad y pompa, vertiendo en ellos todas las gracias del lenguaje, versificación y estilo; y aun cuando apartándose de la verdadera elegancia, degenera en afectado y gigantesco, aquellas mismas sutilezas, aquel tono enfático, dan un no sé qué de brillante y sublime a la locución, que aunque repugne a los inteligentes, halaga los oídos del vulgo, que siente y no examina. Estas obras, representadas a los ojos de una nación, en que la crítica aplicada al teatro no ha hecho hasta ahora los mayores progresos, para quien todo lo natural es bello, todo lo enérgico y extraordinario, sublime y admirable, reflexiva, melancólica, libre (o persuadida de que lo es) llena de patriotismo que toca en orgullo, de energía que es rudeza tal vez, producen efectos maravillosos; allí triunfa todavía Shakespeare, y allí es necesario juzgarle.

Pero si aún es tan grande el entusiasmo con que se admiran sus obras, ¿cuál sería el que debieron excitar cuando por la primera vez se vieron en los teatros de Inglaterra? La corte y el público, haciendo justicia al mérito superior que en ellas encontraban, olvidaron las antiguas, y de allí en adelante nada sufrían que no imitase el carácter original del nuevo autor. Aclamado, pues, entre los suyos por padre de la escena inglesa y el mayor Poeta de su siglo, ¿qué estímulos no sentiría para dedicarse a merecer y asegurarse en el concepto universal dictados tan gloriosos, por más de veinte años que permaneció en el teatro, ya como actor, ya como interesado en el gobierno y utilidades de su Compañía? Las piezas cómicas o trágicas de este escritor, que hoy existen y se reconocen por suyas, llegan a treinta y dos, con otras diez más que se le atribuyen, acerca de las cuales son varias las opiniones de los eruditos; se cree también que hubiese compuesto otras, y que en las de algunos Poetas de su tiempo, especialmente en las de Johnson, hay muchas escenas y planes suyos.

La Reina Isabel, aquella gran Princesa cuyo nombre no se repite en los fastos de su nación sin agradecimiento y elogio, tal vez alivió los cuidados del gobierno, asistiendo a la representación de las obras de Shakespeare, que oía con singular deleite, colmando al autor de honores y recompensas. Los Señores de la corte imitaron la beneficencia de aquella Soberana, y entre ellos el Lord Pembroke, el célebre y desdichado Conde de Essex, el de Montgomeri, y el de Southampton fueron los que más se distinguieron en favorecerle, y no cesó con la muerte de Isabel la fortuna de Shakespeare; Jacobo I le miró siempre con aquella predilección a que le habían hecho acreedor, no menos sus virtudes, que su talento.

Pero apenas había cumplido los 47 años de su edad, cuando superior a toda idea de ambición, sordo al favor de tan ilustres protectores, modesto en medio de tantos aplausos, y deseoso únicamente de gozar aquel reposo, aquella paz del corazón, recompensa de las almas justas, por la que había suspirado largo tiempo, se retiró a su patria para vivir en ella el resto de sus días, oscuro y feliz. Cómoda habitación, parca mesa, jardín sombrío, pocos amigos, pero dignos de él, pocos y doctos libros; estos fueron los placeres que halló, y los únicos capaces de procurarle verdadero contento. Allí manifestó aquella simplicidad de costumbres que había sabido conservar entre la relajación del teatro y los peligros de una capital inmensa; y allí, huyendo de su gloria, vivió retirado, tranquilo, amado de cuantos le conocieron practicó en silencio la virtud, cultivó sus campos y aprendió a familiarizarse con las ideas de la muerte, sin desearla ni temerla. Falleció el día 23 de Abril de 1616, y fue enterrado en la Iglesia mayor de Stratford, donde hoy se conserva su sepulcro.

Siete años después de su muerte se publicó la primera colección de sus obras, que han sido impresas en diferentes épocas. Rowe, Pope, Warburton y Theobald, Hanmer, Jonhson, Sewell Grey, Malone y otros eruditos las han ilustrado con prólogos, notas y comentos, dando de ellas magníficas ediciones, que diariamente se multiplican. La pintura ha formado en Londres una copiosa galería de cuadros, representando en ellos las principales situaciones de sus dramas, que el grabado ha repetido en exquisitas láminas. La escultura ha esparcido su retrato por toda Inglaterra en estatuas y bustos. Garrik le consagró un templo a orillas del Támesis. En las del Avon, que baña los muros de Stratford, se celebra su memoria con himnos y fiestas; y en la Iglesia de Westminster, donde reposan las cenizas de los Monarcas, de los Héroes y los Sabios de aquella nación, Shakespeare tiene entre ellos digno monumento.



PERSONAJES
 

 
CLAUDIO,   Rey de Dinamarca.
GERTRUDIS,    Reina de Dinamarca.
HAMLET,    Príncipe de Dinamarca.
FORTIMBRÁS,   Príncipe de Noruega.
LA SOMBRA DEL REY HAMLET.
POLONIO,   Sumiller de Corps.
OFELIA,    hija de Polonio.
LAERTES,   hijo.
HORACIO,    amigo de Hamlet.
VOLTIMAN,   cortesano.
CORNELIO,   cortesano.
RICARDO,   cortesano.
GUILLERMO,   cortesano.
ENRIQUE,   cortesano.
MARCELO,   soldado.
BERNARDO,   soldado.
FRANCISCO,   soldado.
REYNALDO,    criado de Polonio.
DOS EMBAJADORES de Inglaterra.
UN CURA.
UN CABALLERO.
UN CAPITÁN.
UN GUARDIA.
UN CRIADO.
DOS MARINEROS.
DOS SEPULTUREROS.
CUATRO CÓMICOS.
Acompañamiento de Grandes, Caballeros, Damas, Soldados, Curas, Cómicos, Criados, etc.
 

La escena se representa en el Palacio y Ciudad de Elsingor, en sus cercanías y en las fronteras de Dinamarca.

 




ArribaAbajoHAMLET1




ArribaAbajoActo I


Escena I

 

Explanada delante del Palacio Real de Elsingor. Noche oscura.

 
 

FRANCISCO, BERNARDO2

 

BERNARDO.-   ¿Quién está ahí?

FRANCISCO.-  No, respóndame él a mí. Deténgase y diga quién es.

BERNARDO.-  Viva el Rey.

FRANCISCO.-  ¿Es Bernardo?

BERNARDO.-  El mismo.

FRANCISCO.-  Tú eres el más puntual en venir a la hora.

BERNARDO.-  Las doce han dado ya; bien puedes ir a recogerte

FRANCISCO.-  Te doy mil gracias por la mudanza. Hace un frío que penetra y yo estoy delicado del pecho.

BERNARDO.-  ¿Has hecho tu guardia tranquilamente?

FRANCISCO.-  Ni un ratón se ha movido3.

BERNARDO.-  Muy bien. Buenas noches. Si encuentras a Horacio y Marcelo, mis compañeros de guardia, diles que vengan presto.

FRANCISCO.-  Me parece que los oigo. Alto ahí. ¡Eh! ¿Quién va?



Escena II

 

HORACIO, MARCELO y dichos.

 

HORACIO.-  Amigos de este país.

MARCELO.-  Y fieles vasallos del Rey de Dinamarca.

FRANCISCO.-  Buenas noches.

MARCELO.-  ¡Oh! ¡Honrado soldado! Pásalo bien. ¿Quién te relevó de la centinela?

FRANCISCO.-  Bernardo, que queda en mi lugar. Buenas noches4.

MARCELO.-  ¡Hola! ¡Bernardo!

BERNARDO.-  ¿Quién está ahí? ¿Es Horacio?

HORACIO.-  Un pedazo de él.

BERNARDO.-  Bienvenido, Horacio; Marcelo, bienvenido.

MARCELO.-  ¿Y qué? ¿Se ha vuelto a aparecer aquella cosa esta noche?

BERNARDO.-  Yo nada he visto

MARCELO.-  Horacio dice que es aprehensión nuestra, y nada quiere creer de cuanto le he dicho acerca de ese espantoso fantasma que hemos visto ya en dos ocasiones. Por eso le he rogado que se venga a la guardia con nosotros, para que si esta noche vuelve el aparecido, pueda dar crédito a nuestros ojos, y le hable si quiere.

HORACIO.-  ¡Qué! No, no vendrá.

BERNARDO.-  Sentémonos un rato, y deja que asaltemos de nuevo tus oídos con el suceso que tanto repugnan oír y que en dos noches seguidas hemos ya presenciado nosotros.

HORACIO.-  Muy bien, sentémonos y oigamos lo que Bernardo nos cuente5.

BERNARDO.-   La noche pasada, cuando esa misma estrella que está al occidente del polo había hecho ya su carrera, para iluminar aquel espacio del cielo donde ahora resplandece, Marcelo y yo, a tiempo que el reloj daba la una...

MARCELO.-  Chit. Calla, mírale6 por donde viene otra vez7.

BERNARDO.-  Con la misma figura que tenía el difunto Rey.

MARCELO.-  Horacio, tú que eres hombre de estudios, háblale.

BERNARDO.-  ¿No se parece todo al Rey? Mírale, Horacio.

HORACIO.-  Muy parecido es... Su vista me conturba con miedo y asombro.

BERNARDO.-  Querrá que le hablen.

MARCELO.-  Háblale, Horacio.

HORACIO.-  ¿Quién eres8 tú, que así usurpas este tiempo a la noche, y esa presencia noble y guerrera que tuvo un día la majestad del Soberano Danés, que yace en el sepulcro? Habla, por el Cielo te lo pido.

MARCELO.-  Parece que está irritado9.

BERNARDO.-  ¿Ves? Se va, como despreciándonos.

HORACIO.-  Detente, habla. Yo te lo mando. Habla.

MARCELO.-  Ya se fue. No quiere respondernos.

BERNARDO.-  ¿Qué tal, Horacio? Tú tiemblas y has perdido el color. ¿No es esto algo más que aprensión? ¿Qué te parece?

HORACIO.-  Por Dios que nunca lo hubiera creído, sin la sensible y cierta demostración de mis propios ojos.

MARCELO.-  ¿No es enteramente parecido al Rey?

HORACIO.-  Como tú a ti mismo. Y tal era el arnés de que iba ceñido cuando peleó con el ambicioso Rey de Noruega, y así le vi arrugar ceñudo la frente cuando en una altercación colérica hizo caer al de Polonia sobre el hielo, de un solo golpe... ¡Extraña aparición es ésta!

MARCELO.-  Pues de esa manera, y a esta misma hora de la noche, se ha paseado dos veces con ademán guerrero delante de nuestra guardia.

HORACIO.-  Yo no comprendo el fin particular con que esto sucede; pero en mi ruda manera de pensar, pronostica alguna extraordinaria mudanza a nuestra nación.

MARCELO.-  Ahora bien, sentémonos10 y decidme, cualquiera de vosotros que lo sepa; ¿por qué fatigan todas las noches a los vasallos con estas guardias tan penosas y vigilantes? ¿Para qué es esta fundición de cañones de bronce y este acopio extranjero de máquinas de guerra? ¿A qué fin esa multitud de carpinteros de marina, precisados a un afán molesto, que no distingue el domingo de lo restante de la semana? ¿Qué causas puede haber para que sudando el trabajador apresurado junte las noches a los días? ¿Quién de vosotros podrá decírmelo?

HORACIO.-  Yo te lo diré, o a lo menos, los rumores que sobre esto corren. Nuestro11 último Rey (cuya imagen acaba de aparecérsenos) fue provocado a combate, como ya sabéis, por Fortimbrás12 de Noruega estimulado éste de la más orgullosa emulación. En aquel desafío, nuestro valeroso Hamlet (que tal renombre alcanzó en la parte del mundo que nos es conocida) mató a Fortimbrás, el cual por un contrato sellado y ratificado según el fuero de las armas, cedía al vencedor (dado caso que muriese en la pelea) todos aquellos países que estaban bajo su dominio. Nuestro Rey se obligó también a cederle una porción equivalente, que hubiera pasado a manos de Fortimbrás, como herencia suya, si hubiese vencido; así como, en virtud de aquel convenio y de los artículos estipulados, recayó todo en Hamlet. Ahora el joven Fortimbrás, de un carácter fogoso, falto de experiencia y lleno de presunción, ha ido recogiendo de aquí y de allí por las fronteras de Noruega, una turba de gente resuelta y perdida, a quien la necesidad de comer determina a intentar empresas que piden valor; y según claramente vemos, su fin no es otro que el de recobrar con violencia y a fuerza de armas los mencionados países que perdió su padre. Este es, en mi dictamen, el motivo principal de nuestras prevenciones, el de esta guardia que hacemos, y la verdadera causa de la agitación y movimiento en que toda la nación está.

BERNARDO.-  Si no es esa, yo no alcanzo cuál puede ser..., y en parte lo confirma la visión espantosa que se ha presentado armada en nuestro puesto, con la figura misma del Rey, que fue y es todavía el autor de estas guerras.

HORACIO.-  Es por cierto una mota que turba los ojos del entendimiento. En la época13 más gloriosa y feliz de Roma, poco antes que el poderoso César cayese quedaron vacíos los sepulcros y los amortajados cadáveres vagaron por las calles de la ciudad, gimiendo en voz confusa; las estrellas resplandecieron con encendidas colas, cayó lluvia de sangre, se ocultó el sol entre celajes funestos y el húmedo planeta, cuya influencia gobierna el imperio de Neptuno, padeció eclipse como si el fin del mundo hubiese llegado. Hemos visto ya iguales anuncios de sucesos terribles, precursores que avisan los futuros destinos, el cielo y la tierra juntos los han manifestado a nuestro país y a nuestra gente... Pero. Silencio... ¿Veis?..., allí... Otra vez vuelve14... Aunque el terror me hiela, yo le quiero salir al encuentro. Detente, fantasma. Si puedes articular sonidos, si tienes voz háblame. Si allá donde estás puedes recibir algún beneficio para tu descanso y mi perdón, háblame. Si sabes los hados que amenazan a tu país, los cuales felizmente previstos puedan evitarse, ¡ay!, habla... O si acaso, durante tu vida, acumulaste en las entrañas de la tierra mal habidos tesoros, por lo que se dice que vosotros, infelices espíritus, después de la muerte vagáis inquietos; decláralo15... Detente y habla... Marcelo, detenle.

MARCELO.-  ¿Le daré con mi lanza?

HORACIO.-  Sí, hiérele, si no quiere detenerse.

BERNARDO.-  Aquí está.

HORACIO.-   Aquí.

MARCELO.-  Se ha ido. Nosotros le ofendemos, siendo él un Soberano, en hacer demostraciones de violencia. Bien que, según parece, es invulnerable como el aire, y nuestros esfuerzos vanos y cosa de burla.

BERNARDO.-   Él iba ya a hablar cuando el gallo cantó16.

HORACIO.-  Es verdad, y al punto se estremeció como el delincuente apremiado con terrible precepto. Yo he oído decir que el gallo, trompeta de la mañana, hace despertar al Dios del día con la alta y aguda voz de su garganta sonora, y que a este anuncio, todo extraño espíritu errante por la tierra o el mar, el fuego o el aire, huye a su centro; y la fantasma que hemos visto acaba de confirmar la certeza de esta opinión17.

MARCELO.-  En efecto, desapareció al cantar el gallo. Algunos dicen que cuando se acerca el tiempo en que se celebra el nacimiento de nuestro Redentor, este pájaro matutino canta toda la noche y que entonces ningún espíritu se atreve a salir de su morada, las noches son saludables, ningún planeta influye siniestramente, ningún maleficio produce efecto, ni las hechiceras tienen poder para sus encantos. ¡Tan sagrados son y tan felices aquellos días!

HORACIO.-  Yo también lo tengo entendido así y en parte lo creo. Pero ved como ya la mañana18, cubierta con la rosada túnica, viene pisando el rocío de aquel alto monte oriental. Demos fin a la guardia, y soy de opinión que digamos al joven Hamlet lo que hemos visto esta noche, porque yo os prometo que este espíritu hablará con él, aunque ha sido para nosotros mudo. ¿No os parece que dé esta noticia, indispensable en nuestro celo y tan propia de nuestra obligación?

MARCELO.-  Sí, sí, hagámoslo. Yo sé en donde le hallaremos esta mañana, con más seguridad.



Escena III

 

CLAUDIO, GERTRUDIS, HAMLET, POLONIO, LAERTES, VOLTIMAN, CORNELIO, Caballeros, Damas y acompañamiento.

 
 

Salón de Palacio.

 

CLAUDIO.-  Aunque la muerte de mi querido hermano Hamlet está todavía tan reciente en nuestra memoria, que obliga a mantener en tristeza los corazones y a que en todo el Reino sólo se observe la imagen del dolor; con todo eso, tanto ha combatido en mí la razón a la naturaleza, que he conservado un prudente sentimiento de su pérdida, junto con la memoria de lo que a nosotros nos debemos. A este fin he recibido por esposa, a la que un tiempo fue mi hermana y hoy reina conmigo, compañera en el trono de esta belicosa nación; si bien estas alegrías son imperfectas, pues en ellas se han unido a la felicidad las lágrimas, las fiestas a pompa fúnebre, los cánticos de muerte a los epitalamios de Himeneo, pesados en igual balanza el placer y la aflicción. Ni hemos dejado de seguir los dictámenes de vuestra prudencia, que en esta ocasión ha procedido con absoluta libertad de lo cual os quedo muy agradecido. Ahora falta deciros, que el joven Fortimbrás19, estimándome en poco, o presumiendo que la reciente muerte de mi querido hermano habrá producido en el Reino trastorno y desunión; fiado en esta soñada superioridad, no ha cesado de importunarme con mensajes, pidiéndome le restituya aquellas tierras que perdió su padre y adquirió mi valeroso hermano, con todas las formalidades de la ley. Basta ya lo que de él he dicho. Por lo que a mí toca y en cuanto al objeto que hoy nos reúne; veisle aquí. Escribo al Rey de Noruega, tío del joven Fortimbrás, que doliente y postrado en el lecho apenas tiene noticia de los proyectos de su sobrino, a fin de que le impida llevarlos adelante, pues tengo ya exactos informes de la gente que levanta contra mí, su calidad, su número y fuerzas. Prudente Cornelio, y tú Voltiman, vosotros saludareis en mi nombre al anciano Rey; aunque no os doy facultad personal para celebrar con él tratado alguno, que exceda los límites expresados en estos artículos20. Id con Dios, y espero que manifestaréis en vuestra diligencia el celo de servirme.

VOLTIMAN.-  En esta y cualquiera otra comisión os daremos pruebas de nuestro respeto.

CLAUDIO.-  No lo dudaré. El Cielo os guarde.



Escena IV

 

CLAUDIO, GERTRUDIS, HAMLET, POLONIO, LAERTES, Damas, Caballeros y acompañamiento.

 

CLAUDIO.-  Y tú, Laertes, ¿qué solicitas? Me has hablado de una pretensión, ¿no me dirás cuál sea? En cualquiera cosa justa que pidas al Rey de Dinamarca, no será vano el ruego. ¿Ni qué podrás pedirme que no sea más ofrecimiento mío, que demanda tuya? No es más adicto a la cabeza el corazón ni más pronta la mano en servir a la boca, que lo es el trono de Dinamarca para con tu padre. En fin, ¿qué pretendes?

LAERTES.-  Respetable Soberano, solicito la gracia de vuestro permiso para volver a Francia. De allí he venido voluntariamente a Dinamarca a manifestaros mi leal afecto, con motivo de vuestra coronación; pero ya cumplida esta deuda, fuerza es confesaros que mis ideas y mi inclinación me llaman de nuevo a aquel país, y espero de vuestra mucha bondad esta licencia.

CLAUDIO.-   ¿Has obtenido ya la de tu padre? ¿Qué dices Polonio?

POLONIO.-  A fuerza de importunaciones ha logrado arrancar mi tardío consentimiento. Al verle tan inclinado, firmé últimamente la licencia de que se vaya, aunque a pesar mío; y os ruego, señor, que se la concedáis.

CLAUDIO.-  Elige el tiempo que te parezca más oportuno para salir, y haz cuanto gustes y sea más conducente a tu felicidad. Y tú, Hamlet, ¡mi deudo, mi hijo!

HAMLET.-  Algo más que deudo, y menos que amigo21.

CLAUDIO.-  ¿Qué sombras de tristeza te cubren siempre?

HAMLET.-  Al contrario, señor, estoy demasiado a la luz.

GERTRUDIS.-  Mi buen Hamlet, no así tu semblante manifieste aflicción; véase en él que eres amigo de Dinamarca; ni siempre con abatidos párpados busques entre el polvo a tu generoso padre. Tú lo sabes, común es a todos, el que vive debe morir, pasando de la naturaleza a la eternidad.

HAMLET.-  Sí señora, a todos es común.

GERTRUDIS.-  Pues si lo es, ¿por qué aparentas tan particular sentimiento?

HAMLET.-  ¿Aparentar? No señora, yo no sé aparentar. Ni el color negro de este manto, ni el traje acostumbrado en solemnes lutos, ni los interrumpidos sollozos, ni en los ojos un abundante río, ni la dolorida expresión del semblante, junto con las fórmulas, los ademanes, las exterioridades de sentimiento; bastarán por sí solos, mi querida madre, a manifestar el verdadero afecto que me ocupa el ánimo. Estos signos aparentan, es verdad; pero son acciones que un hombre puede fingir... Aquí, aquí22 dentro tengo lo que es más que apariencia, lo restante no es otra cosa que atavíos y adornos del dolor.

CLAUDIO.-  Bueno y laudable23 es que tu corazón pague a un padre esa lúgubre deuda, Hamlet; pero, no debes ignorarlo, tu padre perdió un padre también y aquel perdió el suyo. El que sobrevive, limita la filial obligación de su obsequiosa tristeza a un cierto término; pero continuar en interminable desconsuelo, es una conducta de obstinación impía. Ni es natural en el hombre tan permanente afecto; que anuncia una voluntad rebelde a los decretos de la Providencia, un corazón débil, un alma indócil, un talento limitado y falto de luces. ¿Será bien que el corazón padezca, queriendo neciamente resistir a lo que es y debe ser inevitable, a lo que es tan común como cualquiera de las cosas que más a menudo hieren nuestros sentidos? Este es un delito contra el Cielo, contra la muerte, contra la naturaleza misma; es hacer una injuria absurda a la razón, que nos da en la muerte de nuestros padres la más frecuente de sus lecciones, y que nos está diciendo, desde el primero de los hombres hasta el último que hoy expira: Mortales, ved aquí vuestra irrevocable suerte. Modera, pues, yo te lo ruego, esa inútil tristeza, considera que tienes un padre en mi puesto, que debe ser notorio al mundo que tú eres la persona más inmediata a mi trono y que te amo con el afecto más puro que puede tener a su hijo un padre. Tu resolución de volver a los estudios de Witemberga es la más opuesta a nuestro deseo, y antes bien te pedimos que desistas de ella; permaneciendo aquí, estimado y querido a vista nuestra, como el primero de mis Cortesanos, mi pariente y mi hijo.

GERTRUDIS.-  Yo te ruego Hamlet, que no vayas a Witemberga; quédate con nosotros. No sean vanas las súplicas de tu madre.

HAMLET.-  Obedeceros en todo será siempre mi primer conato.

CLAUDIO.-  Por esa afectuosa y plausible respuesta quiero que seas otro yo en el imperio danés. Venid, señora. La sincera y fiel condescendencia de Hamlet ha llenado de alegría mi corazón. En aplauso de este acontecimiento, no celebrará hoy Dinamarca festivos brindis sin que lo anuncie a las nubes el cañón robusto, y el cielo retumbe muchas veces a las aclamaciones del Rey repitiendo el trueno de la tierra. Venid.



Escena V

 

HAMLET solo.

 

HAMLET.-  ¡Oh! ¡Si esta demasiado sólida masa de carne pudiera ablandarse y liquidarse, disuelta en lluvia de lágrimas! ¡O el Todopoderoso no asestara el cañón24 contra el homicida de sí mismo! ¡Oh! ¡Dios! ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Cuán fatigado ya de todo, juzgo molestos, insípidos y vanos los placeres del mundo! Nada, nada quiero de él, es un campo inculto y rudo, que sólo abunda en frutos groseros y amargos. ¡Que esto haya llegado a suceder a los dos meses que él ha muerto! No, ni tanto, aún no ha dos meses. Aquel excelente Rey, que fue comparado con este, como con un Sátiro, Hiperión; tan amante de mi madre, que ni a los aires celestes permitía llegar atrevidos a su rostro. ¡Oh! ¡Cielo y tierra! ¿Para qué conservo la memoria? Ella, que se le mostraba tan amorosa como si en la posesión hubieran crecido sus deseos. Y no obstante, en un mes... ¡Ah! no quisiera pensar en esto. ¡Fragilidad! ¡Tú tienes25 nombre de mujer! En el corto espacio de un mes y aún antes de romper los zapatos26 con que, semejante a Niobe, bañada en lágrimas, acompañó el cuerpo de mi triste padre... Sí, ella, ella misma. ¡Cielos! Una fiera, incapaz de razón y discurso, hubiera mostrado aflicción más durable. Se ha casado, en fin, con mi tío, hermano de mi padre; pero no más parecido a él que yo lo soy a Hércules. En un mes... enrojecidos aún los ojos con el pérfido llanto, se casó. ¡Ah! ¡Delincuente precipitación! ¡Ir a ocupar con tal diligencia un lecho incestuoso! Ni esto es bueno, ni puede producir bien. Pero, hazte pedazos corazón mío, que mi lengua debe reprimirse.



Escena VI

 

HAMLET, HORACIO, BERNARDO y MARCELO

 

HORACIO.-  Buenos días, señor.

HAMLET.-  Me alegro de verte bueno... ¿Es Horacio? O me he olvidado de mí propio.

HORACIO.-  El mismo soy, y siempre vuestro humilde criado.

HAMLET.-  Mi buen amigo, yo quiero trocar contigo ese título que te das. ¿A qué has venido de Witemberga? ¡Ah! ¡Marcelo!

MARCELO.-  Señor.

HAMLET.-  Mucho me alegro de verte con salud también. Pero, la verdad, ¿a qué has venido de Witemberga?

HORACIO.-  Señor..., deseos de holgarme.

HAMLET.-  No quisiera oír de boca de tu enemigo otro tanto, ni podrás forzar mis oídos a que admitan una disculpa que te ofende. Yo sé que no eres desaplicado. Pero, dime, ¿qué asuntos tienes27 en Elsingor? Aquí te enseñaremos a ser gran bebedor antes que te vuelvas.

HORACIO.-  He venido a ver los funerales de vuestro padre.

HAMLET.-  No se burle de mí, por Dios, señor condiscípulo. Yo creo que habrás venido a las bodas de mi madre.

HORACIO.-   Es verdad, como se han celebrado inmediatamente.

HAMLET.-  Economía, Horacio, economía. Aún no se habían enfriado los manjares cocidos para el convite del duelo, cuando se sirvieron en las mesas de la boda... ¡Oh! yo quisiera haberme hallado en el cielo con mi mayor enemigo, antes que haber visto aquel día. ¡Mi padre!... Me parece que veo a mi padre.

HORACIO.-  ¿En dónde, señor?

HAMLET.-  Con los ojos del alma, Horacio.

HORACIO.-  Alguna vez le vi. Era un buen Rey.

HAMLET.-  Era un hombre tan cabal en todo que no espero hallar otro semejante.

HORACIO.-  Señor, yo creo que le vi anoche28.

HAMLET.-  ¿Le viste? ¿A quién?

HORACIO.-  Al Rey vuestro padre.

HAMLET.-  ¿Al Rey mi padre?

HORACIO.-  Prestadme oído atento, suspendiendo un rato vuestra admiración, mientras os refiero este caso maravilloso apoyado con el testimonio de estos caballeros.

HAMLET.-  Sí, por Dios, dímelo.

HORACIO.-  Estos dos señores, Marcelo y Bernardo, le habían visto dos veces hallándose de guardia, como a la mitad de la profunda noche. Una figura, semejante a vuestro padre, armada según él solía de pies a cabeza, se les puso delante, caminando grave, tardo y majestuoso por donde ellos estaban. Tres veces pasó de esta manera ante sus ojos, que oprimía el pavor, acercándose hasta donde ellos podían alcanzar con sus lanzas; pero débiles y casi helados con el miedo, permanecieron mudos sin osar hablarle. Diéronme parte de este secreto horrible; voyme a la guardia con ellos la tercera noche, y allí encontré ser cierto cuanto me habían dicho, así en la hora, como en la forma y circunstancias de aquella aparición. La Sombra volvió en efecto. Yo conocí a vuestro padre, y es tan parecido a él, como lo son entre sí estas dos manos mías.

HAMLET.-  ¿Y en dónde29 fue eso?

MARCELO.-  En la muralla de palacio, donde estábamos de centinela.

HAMLET.-  ¿Y no le hablasteis?

HORACIO.-   Sí señor, yo le hablé; pero no me dio respuesta alguna. No obstante, una vez me parece que alzó la cabeza haciendo con ella un movimiento, como si fuese a hablarme; pero al mismo tiempo se oyó la aguda voz del gallo matutino y al sonido huyó con presta fuga, desapareciendo de nuestra vista.

HAMLET.-  ¡Es cosa bien admirable!

HORACIO.-  Y tan cierta como mi propia existencia. Nosotros hemos creído que era obligación nuestra avisaros de ello, mi venerado Príncipe.

HAMLET.-  Sí, amigos, sí... pero esto me llena de turbación. ¿Estáis de centinela esta noche?

TODOS.-  Sí, señor.

HAMLET.-  ¿Decís que iba armado?

TODOS.-   Sí, señor, armado.

HAMLET.-  ¿De la frente al pie?

TODOS.-  Sí, señor, de pies a cabeza.

HAMLET.-  Luego no le visteis el rostro.

HORACIO.-   Le vimos, porque traía la visera alzada.

HAMLET.-  ¿Y qué? ¿Parecía que estaba irritado?

HORACIO.-  Más anunciaba su semblante el dolor que la ira.

HAMLET.-  ¿Pálido o encendido?

HORACIO.-  No, muy pálido.

HAMLET.-  ¿Y fijaba la vista en vosotros?

HORACIO.-  Constantemente.

HAMLET.-  Yo hubiera querido hallarme allí.

HORACIO.-   Mucho pavor os hubiera causado.

HAMLET.-  Sí, es verdad, sí... ¿Y permaneció mucho tiempo?

HORACIO.-   El que puede emplearse en contar desde uno hasta ciento, con moderada diligencia.

MARCELO.-  Más, más estuvo.

HORACIO.-  Cuando yo le vi, no.

HAMLET.-  La barba blanca, ¿eh?

HORACIO.-  Sí, señor, como yo se la había visto cuando vivía; de un color ceniciento.

HAMLET.-  Quiero ir esta noche con vosotros al puesto, por si acaso vuelve.

HORACIO.-  ¡Oh! Sí volverá, yo os lo aseguro.

HAMLET.-  Si él se me presenta en la figura de mi noble padre yo le hablaré aunque el infierno mismo abriendo sus entrañas me impusiera silencio. Yo os pido a todos que así como hasta ahora habéis callado a los demás, lo que visteis, de hoy en adelante lo ocultéis con el mayor sigilo; y sea cual fuere el suceso de esta noche, fiadlo al pensamiento, pero no a la lengua; y yo sabré remunerar vuestro celo. Dios os guarde, amigos. Entre once y doce iré a buscaros a la muralla.

TODOS.-  Nuestra obligación es serviros.

HAMLET.-  Sí, conservadme vuestro amor y estad seguros del mío. Adiós30. El espíritu de mi padre... Con armas... No es esto bueno. Recelo alguna maldad. ¡Oh! ¡Si la noche hubiese ya llegado! Esperémosla tranquilamente, alma mía. Las malas acciones, aunque toda la tierra las oculte, se descubren al fin a la vista humana.



Escena VII

 

LAERTES, OFELIA

 
 

Sala de la casa de POLONIO.

 

LAERTES.-   Ya tengo todo mi equipaje a bordo. Adiós hermana, y cuando los vientos sean favorables y seguro el paso del mar, no te descuides en darme nuevas de ti.

OFELIA.-  ¿Puedes dudarlo?

LAERTES.-  Por lo que hace al frívolo obsequio de Hamlet, debes considerarle como una mera cortesanía, un hervor de la sangre, una violeta que en la primavera juvenil de la naturaleza se adelanta a vivir y no permanece hermosa, no durable: perfume de un momento y nada más.

OFELIA.-  Nada más31.

LAERTES.-  Pienso que no, porque no sólo32 en nuestra juventud se aumentan las fuerzas y tamaño del cuerpo, sino que las facultades interiores del talento y del alma crecen también con el templo en que ella reside. Puede ser que él te ame ahora con sinceridad, sin que manche borrón alguno la pureza de su intención; pero debes temer, al considerar su grandeza, que no tiene voluntad propia y que vive sujeto a obrar según a su nacimiento corresponde. Él no puede como33 una persona vulgar, elegir por sí mismo; puesto que de su elección depende la salud y prosperidad de todo un Reino y ve aquí por qué esta elección debe arreglarse a la condescendencia unánime de aquel cuerpo de quien es cabeza. Así, pues, cuando él diga que te ama, será prudencia en ti no darle crédito; reflexionando que en el alto lugar que ocupa nada puede cumplir de lo que promete, sino aquello que obtenga el consentimiento de la parte más principal de Dinamarca. Considera cuál pérdida padecería tu honor, si con demasiada credulidad dieras oídos a su voz lisonjera, perdiendo la libertad del corazón o facilitando a sus instancias impetuosas el tesoro de tu honestidad. Teme, Ofelia, teme querida hermana, no sigas inconsiderada tu inclinación; huye del peligro colocándote fuera del tiro de los amorosos deseos. La doncella más honesta, es libre en exceso, si descubre su belleza al rayo de la luna. La virtud misma no puede librarse de los golpes de la calumnia. Muchas veces el insecto roe las flores hijas del verano, aun antes que su botón se rompa, y al tiempo que la aurora matutina de la juventud esparce su blando rocío, los vientos mortíferos son más frecuentes. Conviene, pues, no omitir precaución alguna, pues la mayor seguridad estriba en el temor prudente. La juventud34, aun cuando nadie la combate, halla en sí misma su propio enemigo.

OFELIA.-  Yo conservaré para defensa de mi corazón tus saludables máximas. Pero, mi buen hermano, mira no hagas tú lo que algunos rígidos Pastores35 hacen mostrando áspero y espinoso el camino del Cielo, mientras como impíos y abandonados disolutos pisan ellos la senda florida de los placeres; sin cuidarse de practicar su propia doctrina.

LAERTES.-  ¡Oh! No lo receles. Yo me detengo demasiado; pero allí viene mi padre, pues la ocasión es favorable me despediré de él otra vez. Su bendición repetida será un nuevo consuelo para mí.



Escena VIII

 

POLONIO, LAERTES, OFELIA

 

POLONIO.-  ¿Aún estás aquí? ¡Qué mala vergüenza! A bordo, a bordo, el viento impele ya por la popa tus velas, y a ti sólo aguardan. Recibe mi bendición y procura imprimir en la memoria estos pocos preceptos. No publiques36 con facilidad lo que pienses, ni ejecutes cosa no bien premeditada primero. Debes ser afable, pero no vulgar en el trato. Une a tu alma con vínculos de acero aquellos amigos que adoptaste después de examinada su conducta; pero no acaricies con mano pródiga a los que acaban de salir del cascarón y aún están sin plumas. Huye siempre de mezclarte en disputas; pero una vez metido en ellas, obra de manera que tu contrario huya de ti. Presta el oído a todos y a pocos la voz. Oye las censuras de los demás; pero reserva tu propia opinión. Sea tu vestido tan costoso cuanto tus facultades lo permitan; pero no afectado en su hechura, rico, no extravagante, porque el traje dice por lo común quién es el sujeto, y los caballeros y principales señores franceses tienen el gusto muy delicado en esta materia. Procura no dar ni pedir prestado a nadie, porque el que presta suele perder a un tiempo el dinero y el amigo, y el que se acostumbra a pedir prestado falta al espíritu de economía y buen orden, que nos es tan útil. Pero, sobre todo, usa de ingenuidad contigo mismo, y no podrás ser falso con los demás, consecuencia tan necesaria como que la noche suceda al día. Adiós y Él permita que mi bendición haga fructificar en ti estos consejos.

LAERTES.-   Humildemente os pido vuestra licencia37.

POLONIO.-  Sí, el tiempo te está convidando y tus criados esperan; vete.

LAERTES.-  Adiós, Ofelia38, y acuérdate bien de lo que te he dicho.

OFELIA.-  En mi memoria queda guardado y tú mismo tendrás la llave.

LAERTES.-  Adiós.



Escena IX

 

POLONIO, OFELIA

 

POLONIO.-   ¿Y qué es lo que te ha dicho, Ofelia?

OFELIA.-  Si gustáis de saberlo, cosas eran relativas al Príncipe Hamlet.

POLONIO.-  Bien pensado, en verdad. Me han dicho que de poco tiempo a esta parte te ha visitado varias veces privadamente, y que tú le has admitido con mucha complacencia y libertad. Si esto es así (como me lo han asegurado, a fin de que prevenga el riesgo) debo advertirte que no te has portado con aquella delicadeza que corresponde a una hija mía y a tu propio honor. ¿Qué es lo que ha pasado entre los dos? Dime la verdad.

OFELIA.-  Últimamente me ha declarado con mucha ternura su amor.

POLONIO.-  ¡Amor! ¡Ah! Tú hablas como una muchacha loquilla y sin experiencia, en circunstancias tan peligrosas. ¡Ternura la llamas! ¿Y tú das crédito a esa ternura?

OFELIA.-  Yo, señor, ignoro lo que debo creer.

POLONIO.-  En efecto es así, y yo quiero enseñártelo. Piensa bien que eres una niña, que has recibido por verdadera paga esas ternuras que no son moneda corriente. Estímate en más a ti propia; pues si te aprecias en menos de lo que vales (por seguir la39 comenzada alusión) harás que pierda el entendimiento.

OFELIA.-  Él me ha requerido de amores, es verdad; pero siempre con una apariencia honesta, que...

POLONIO.-  Sí, por cierto, apariencia puedes llamarla. ¿Y bien? Prosigue.

OFELIA.-  Y autorizó cuanto me decía con los más sagrados juramentos.

POLONIO.-  Sí, esas son redes para coger codornices. Yo sé muy bien, cuando la sangre hierve, con cuanta prodigalidad presta el alma juramentos a la lengua; pero son40 relámpagos, hija mía, que dan más luz que calor; estos y aquellos se apagan pronto y no debes tomarlos por fuego verdadero, ni aun en el instante mismo en que parece que sus promesas van a efectuarse. De hoy en adelante cuida de ser más avara de tu presencia virginal; pon tu conversación a precio más alto, y no a la primera insinuación admitas coloquios. Por lo que toca al Príncipe, debes creer de él solamente que es un joven, y que si una vez afloja las riendas pasará más allá de lo que tú le puedes permitir. En suma, Ofelia, no creas sus palabras que son fementidas, ni es verdadero el color que aparentan; son intercesoras de profanos deseos, y si parecen sagrados y piadosos votos, es sólo para engañar mejor. Por último, te digo claramente, que desde hoy no quiero que pierdas los momentos ociosos en hablar, ni mantener conversación con el Príncipe. Cuidado con hacerlo así: yo te lo mando. Vete a tu aposento.

OFELIA.-  Así lo haré, señor.



Escena X

 

HAMLET, HORACIO, MARCELO

 
 

Explanada delante del Palacio. Noche oscura.

 

HAMLET.-  El aire es frío y sutil en demasía.

HORACIO.-  En efecto, es agudo y penetrante.

HAMLET.-  ¿Qué hora es ya?

HORACIO.-  Me parece que aún no son las doce.

MARCELO.-  No, ya han dado.

HORACIO.-  No las he oído. Pues en tal caso ya está cerca el tiempo en que el muerto suele pasearse. Pero, ¿qué significa este ruido, señor41?

HAMLET.-  Esta noche se huelga42 el Rey, pasándola desvelado en un banquete, con gran vocería y traspieses de embriaguez y a cada copa del Rhin que bebe, los timbales y trompetas anuncian con estrépito sus victoriosos brindis.

HORACIO.-  ¿Se acostumbra eso aquí?

HAMLET.-  Sí, se acostumbra; pero aunque he nacido en este país y estoy hecho a sus estilos, me parece que sería más decoroso quebrantar esta costumbre que seguirla. Un exceso tal que embrutece el entendimiento nos infama a los ojos de las otras naciones, desde oriente a occidente. Nos llaman ebrios; manchan nuestro nombre con este dictado afrentoso y en verdad que él solo, por más que poseamos en alto grado otras buenas cualidades, basta a empañar el lustre de nuestra reputación. Así acontece frecuentemente a los hombres. Cualquier defecto natural en ellos, sea el de su nacimiento, del cual no son culpables (puesto que nadie puede escoger su origen), sea cualquier desorden ocurrido en su temperamento, que muchas veces rompe los límites y reparos de la razón, o sea cualquier hábito que se aparte demasiado de las costumbres recibidas llevando estos hombres consigo el signo de un solo defecto que imprimió en ellos la naturaleza o el acaso, aunque sus virtudes fuesen tantas cuantas es concedido a un mortal, y tan puras como la bondad celeste; serán no obstante amancilladas en el concepto público, por aquel único vicio que las acompaña. Un solo adarme de mezcla quita el valor al más precioso metal y le envilece.

HORACIO.-  ¿Veis? Señor, ya viene43.

HAMLET.-  ¡Ángeles44 y ministros de piedad, defendednos! Ya seas alma dichosa o condenada visión, traigas contigo aura celestial o ardores del infierno, sea malvada o benéfica intención la tuya en tal forma te me presentas, que es necesario que yo te hable. Sí, te he de hablar... Hamlet, mi Rey, mi Padre, Soberano de Dinamarca... ¡Oh, respóndeme, no me atormentes con la duda! Dime, ¿por qué tus venerables huesos, ya sepultados, han roto su vestidura fúnebre? ¿Por qué el sepulcro donde te dimos urna pacífica te ha echado de sí, abriendo sus senos que cerraban pesados mármoles? ¿Cuál puede ser la causa de que tu difunto cuerpo, del todo armado, vuelva otra vez a ver los rayos pálidos de la luna, añadiendo a la noche horror? ¿Y que nosotros, ignorantes y débiles por naturaleza, padezcamos agitación espantosa con ideas que exceden a los alcances de nuestra razón? Di, ¿por qué es esto? ¿Por qué?, o ¿qué debemos hacer nosotros?

HORACIO.-  Os hace señas de que le sigáis, como si deseara comunicaros algo a solas.

MARCELO.-  Ved con qué expresivo ademán os indica que le acompañéis a lugar más remoto; pero no hay que ir con él.

HORACIO.-  No, por ningún motivo.

HAMLET.-  Si no quiere hablar, habré de seguirle.

HORACIO.-  No hagáis tal, señor.

HAMLET.-  ¿Y por qué no? ¿Qué temores debo tener? Yo no estimo nada la vida, en nada, y a mi alma, ¿qué puede él hacerle, siendo como él mismo cosa inmortal?... Otra vez me llama... Voyle a seguir.

HORACIO.-  Pero, señor, si os arrebata al mar45 o a la espantosa cima de ese monte, levantado sobre los que baten las ondas, y allí tomase alguna otra forma horrible, capaz de impediros el uso de la razón, y enajenarla con frenesí... ¡Ay! ved lo que hacéis. El lugar sólo inspira ideas melancólicas a cualquiera que mire la enorme distancia desde aquella cumbre al mar, y sienta en la profundidad su bramido ronco.

HAMLET.-  Todavía me llama... Camina. Ya te sigo46.

MARCELO.-  No señor, no iréis.

HAMLET.-  Dejadme.

HORACIO.-  Creedme, no le sigáis.

HAMLET.-  Mis hados me conducen y prestan a la menor fibra de mi cuerpo la nerviosa robustez del león de Nemea. Aún me llama... Señores, apartad esas manos... Por Dios..., o quedará muerto a las mías el que me detenga. Otra vez te digo que andes, que voy a seguirte.



Escena XI

 

HORACIO, MARCELO

 

HORACIO.-   Su exaltada imaginación le arrebata.

MARCELO.-   Sigámosle, que en esto no debemos obedecerle.

HORACIO.-  Sí, vamos detrás de él... ¿Cuál será el fin de este suceso?

MARCELO.-   Algún grave mal se oculta en Dinamarca.

HORACIO.-  Los Cielos dirigirán el éxito.

MARCELO.-   Vamos, sigámosle.



Escena XII

 

HAMLET, LA SOMBRA DEL REY HAMLET

 
 

Parte remota cercana al mar. Vista a lo lejos del Palacio de Elsingor.

 

HAMLET.-  ¿Adónde me quieres llevar? Habla, yo no paso de aquí.

LA SOMBRA.-  Mírame.

HAMLET.-  Ya te miro.

LA SOMBRA.-   Casi es ya llegada la hora en que debo restituirme a las sulfúreas y atormentadoras llamas.

HAMLET.-  ¡Oh! ¡Alma infeliz!

LA SOMBRA.-  No me compadezcas: presta sólo atentos oídos a lo que voy a revelarte.

HAMLET.-  Habla, yo te prometo atención.

LA SOMBRA.-  Luego que me oigas, prometerás venganza.

HAMLET.-  ¿Por qué?

LA SOMBRA.-  Yo soy el alma de tu padre: destinada por cierto tiempo a vagar de noche y aprisionada en fuego durante el día; hasta que sus llamas purifiquen las culpas que cometí en el mundo. ¡Oh! Si no me fuera vedado manifestar los secretos de la prisión que habito, pudiera decirte cosas que la menor de ellas bastaría a despedazar tu corazón, helar tu sangre juvenil, tus ojos, inflamados como estrellas, saltar de sus órbitas; tus anudados cabellos, separarse, erizándose como las púas del colérico espín. Pero estos eternos misterios no son para los oídos humanos. Atiende, atiende, ¡ay! Atiende. Si tuviste amor a tu tierno padre...

HAMLET.-  ¡Oh, Dios!

LA SOMBRA.-  Venga su muerte: venga un homicidio cruel y atroz.

HAMLET.-  ¿Homicidio?

LA SOMBRA.-  Sí, homicidio cruel, como todos lo son; pero el más cruel y el más injusto y el más aleve.

HAMLET.-  Refiéremelo47 presto, para que con alas veloces, como la fantasía, o con la prontitud de los pensamientos amorosos, me precipite a la venganza.

LA SOMBRA.-  Ya veo cuán dispuesto te hallas, y aunque tan insensible fueras como las malezas que se pudren incultas en las orillas del Letheo, no dejaría de conmoverte lo que voy a decir. Escúchame ahora, Hamlet. Esparciose la voz de que estando en mi jardín dormido me mordió una serpiente. Todos los oídos de Dinamarca fueron groseramente engañados con esta fabulosa invención; pero tú debes saber, mancebo generoso, que la serpiente que mordió a tu padre, hoy ciñe su corona.

HAMLET.-  ¡Oh! Presago me lo decía el corazón, ¿mi tío?

LA SOMBRA.-  Sí, aquel incestuoso, aquel monstruo adúltero, valiéndose de su talento diabólico, valiéndose de traidoras dádivas... ¡Oh! ¡Talento y dádivas malditas que tal poder tenéis para seducir!... Supo inclinar a su deshonesto apetito la voluntad de la Reina mi esposa, que yo creía tan llena de virtud. ¡Oh! ¡Hamlet! ¡Cuán grande fue su caída! Yo, cuyo amor para con ella fue tan puro... Yo, siempre tan fiel a los solemnes juramentos que en nuestro desposorio la hice, yo fui aborrecido y se rindió a aquel miserable, cuyas prendas eran en verdad harto inferiores a las mías. Pero, así como la virtud será incorruptible aunque la disolución procure excitarla bajo divina forma, así la incontinencia aunque viviese unida a un Ángel radiante, profanará con oprobio su tálamo celeste... Pero ya me parece que percibo el ambiente de la mañana. Debo ser breve. Dormía yo una tarde en mi jardín según lo acostumbraba siempre. Tu tío me sorprende en aquella hora de quietud, y trayendo consigo una ampolla de licor venenoso, derrama en mi oído su ponzoñosa destilación, la cual, de tal manera es contraria a la sangre del hombre, que semejante en la sutileza al mercurio, se dilata por todas las entradas y conductos del cuerpo, y con súbita fuerza le ocupa, cuajando la más pura y robusta sangre, como la leche con las gotas ácidas. Este efecto produjo inmediatamente en mí, y el cutis hinchado comenzó a despegarse a trechos con una especie de lepra en áspera y asquerosas costras. Así fue que estando durmiendo, perdí a manos de mi hermano mismo, mi corona, mi esposa y mi vida a un tiempo. Perdí la vida, cuando mi pecado estaba en todo su vigor, sin hallarme dispuesto para aquel trance, sin haber recibido el pan eucarístico, sin haber sonado el clamor de agonía, sin lugar al reconocimiento de tanta culpa: presentado al tribunal eterno con todas mis imperfecciones sobre mi cabeza. ¡Oh! ¡Maldad horrible, horrible!... Si oyes la voz de la naturaleza, no sufras, no, que el tálamo real de Dinamarca sea el lecho de la lujuria y abominable incesto. Pero, de cualquier modo que dirijas la acción, no manches con delito el alma, previniendo ofensas a tu madre. Abandona este cuidado al Cielo: deja que aquellas agudas puntas que tiene fijas en su pecho, la hieran y atormenten. Adiós. Ya la luciérnaga amortiguando su aparente fuego nos anuncia la proximidad del día. Adiós. Adiós. Acuérdate de mí.



Escena XIII

 

HAMLET, y después HORACIO y MARCELO

 

HAMLET.-  ¡Oh! ¡Vosotros ejércitos celestiales! ¡Oh! ¡Tierra!... ¿Y quién más? ¿Invocaré al infierno también? ¡Eh! No... Detente corazón mío, detente, y vos mis nervios no así os debilitéis en un momento: sostenedme robustos... ¡Acordarme de ti! Sí, alma infeliz, mientras haya memoria en este agitado mundo. ¡Acordarme de ti! Sí, yo me acordaré, y yo borraré de mi fantasía todos los recuerdos frívolos, las sentencias de los libros, las ideas e impresiones de lo pasado que la juventud y la observación estamparon en ella. Tu precepto solo, sin mezcla de otra cosa menos digna, vivirá escrito en el volumen de mi entendimiento. Sí, por los cielos te lo juro... ¡Oh, mujer, la más delincuente! ¡Oh! ¡Malvado! ¡Halagüeño y execrable malvado! Conviene48 que yo apunte en este libro...49 Sí... Que un hombre puede halagar y sonreírse y ser un malvado; a lo menos, estoy seguro de que en Dinamarca hay un hombre así, y éste es mi tío... Sí, tú eres... ¡Ah! Pero la expresión que debo conservar, es esta. Adiós, adiós, acuérdate de mí. Yo he jurado acordarme.

HORACIO.-  Señor, señor.

MARCELO.-  Hamlet50.

HORACIO.-  Los Cielos le asistan.

HAMLET.-  ¡Oh! Háganlo así.

MARCELO.-  ¡Hola! ¡Eh, señor!

HAMLET.-  ¿Hola? amigos, ¡eh! Venid, venid acá.

MARCELO.-  ¿Qué ha sucedido?51

HORACIO.-  ¿Qué noticias nos dais?

HAMLET.-  ¡Oh! Maravillosas.

HORACIO.-  Mi amado señor, decidlas.

HAMLET.-  No, que lo revelaréis.

HORACIO.-  No, yo os prometo que no haré tal.

MARCELO.-   Ni yo tampoco.

HAMLET.-  Creéis vosotros que pudiese haber cabido en el corazón humano... Pero ¿guardaréis secreto?

LOS DOS.-  Sí señor, yo os lo juro.

HAMLET.-  No existe en toda Dinamarca52 un infame..., que no sea un gran malvado.

HORACIO.-  Pero, no era necesario, señor, que un muerto saliera del sepulcro a persuadirnos esa verdad.

HAMLET.-   Sí, cierto, tenéis razón, y por eso mismo, sin tratar más del asunto, será bien despedirnos y separarnos; vosotros a donde vuestros negocios o vuestra inclinación os lleven..., que todos tienen su inclinaciones, y negocios, sean los que sean; y yo, ya lo sabéis, a mi triste ejercicio. A rezar.

HORACIO.-  Todas esas palabras, señor, carecen de sentido y orden.

HAMLET.-  Mucho me pesa de haberos ofendido con ellas, sí por cierto, me pesa en el alma.

HORACIO.-  ¡Oh! Señor, no hay ofensa ninguna.

HAMLET.-   Sí, por San Patricio53, que sí la hay y muy grande, Horacio... En cuanto a la aparición... Es un difunto venerable... Sí, yo os lo aseguro... Pero, reprimid cuanto os fuese posible el deseo de saber lo que ha pasado entre él y yo. ¡Ah! ¡Mis buenos amigos! Yo os pido, pues sois mis amigos y mis compañeros en el estudio y en las armas, que me concedáis una corta merced.

HORACIO.-  Con mucho gusto, señor, decid cual sea.

HAMLET.-  Que nunca revelaréis a nadie lo que habéis visto esta noche.

LOS DOS.-  A nadie lo diremos.

HAMLET.-  Pero es menester que lo juréis.

HAMLET.-  Os doy mi palabra de no decirlo.

MARCELO.-  Yo os prometo lo mismo.

HAMLET.-  Sobre mi espada.

MARCELO.-  Ved que ya lo hemos prometido.

HAMLET.-  Sí, sí, sobre mi54 espada.

LA SOMBRA.-  Juradlo55.

HAMLET.-  ¡Ah! ¿Eso56 dices?.. ¿Estás ahí hombre de bien?.. Vamos: ya le oís hablar en lo profundo ¿Queréis jurar?

HORACIO.-  Proponed la fórmula.

HAMLET.-  Que nunca diréis lo que habéis visto. Juradlo por mi espada.

LA SOMBRA.-  Juradlo.

HAMLET.-  ¿Hic et ubique? Mudaremos de lugar. Señores, acercaos aquí: poned otra vez las manos en mi espada, y jurad por ella, que nunca diréis nada de esto que habéis oído y visto.

LA SOMBRA.-  Juradlo por su espada.

HAMLET.-  Bien has dicho, topo viejo, bien has dicho... Pero ¿cómo puedes taladrar con tal prontitud los senos de la tierra, diestro minador? Mudemos otra vez de puesto, amigos.

HORACIO.-  ¡Oh! Dios de la luz y de las tinieblas, ¡qué extraño prodigio es éste!

HAMLET.-  Por eso como a un57 extraño debéis hospedarle y tenerle oculto. Ello es, Horacio, que en el cielo y en la tierra hay más de lo que puede soñar tu filosofía. Pero venid acá y, como antes dije, prometedme (así el Cielo os haga felices) que por más58 singular y extraordinaria que sea de hoy más mi conducta (puesto que acaso juzgaré a propósito afectar un proceder del todo extravagante) nunca vosotros al verme así daréis nada a entender, cruzando los brazos de esta manera, o haciendo con la cabeza este movimiento, o con frases equívocas como: sí, sí, nosotros sabemos; nosotros pudiéramos, si quisiéramos... si gustáramos de hablar, hay tanto que decir en eso; pudiera ser que... o en fin, cualquiera otra expresión ambigua, semejante a éstas, por donde se infiera que vosotros sabéis algo de mí. Juradlo; así en vuestras necesidades os asista el favor de Dios. Juradlo.

LA SOMBRA.-  Jurad.

HAMLET.-  Descansa, descansa agitado espíritu. Señores, yo me recomiendo a vosotros con la mayor instancia, y creed que por más infeliz que Hamlet se halle, Dios querrá que no le falten medios para manifestaros la estimación y amistad que os profesa. Vámonos. Poned el dedo en la boca, yo os lo ruego... La naturaleza está en desorden... ¡Iniquidad execrable! ¡Oh! ¡Nunca yo hubiera nacido para castigarla! Venid, vámonos juntos.




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