Sociedad

Escuchad la voz de Vrillon, enviado del Comando Galáctico Ashtar

voz de Vrillon
Max Headrom. Imagen: Channel 4. Vrillon

En el futuro, todo el mundo será famoso durante quince minutos. 

Andy Warhol.

Algunos de ustedes recordarán aquellos tiempos prehistóricos, los años setenta y ochenta, cuando nadie usaba internet, ni había teléfonos móviles, y la televisión analógica era la principal ventana de los ciudadanos al mundo. Una ventana tintada por un lado y que solamente funcionaba en una dirección; puesto que la televisión analógica era tan interactiva como un busto romano, el espectador estaba condenado a tragarse lo que le ofreciesen, sin mucha alternativa. La rutina dominaba la emisión. La audiencia estaba acostumbrada a esa rutina. Lo bueno de las épocas rutinarias es que los incidentes excéntricos dejan mucha más huella, y cualquier gilipollez termina adquiriendo la categoría de leyenda. 

Nadie sabía por entonces lo que era un hacker, concepto sin sentido cuando no existían todavía redes cibernéticas más allá de unas pocas universidades e instituciones. Las ondas de la televisión analógica viajaban libremente por el aire, desde las emisoras hasta las antenas de las viviendas, pero no eran fáciles de asaltar. Las grandes cadenas de televisión distribuían su señal mediante antenas y repetidores que usaban cantidades considerables de energía. Así, interrumpir la señal de una cadena de televisión y sustituirla por otra requería no solo profundos conocimientos de ingeniería, sino también un equipo costoso que poca gente podía comprar y manejar con soltura. Hackear la señal televisiva era casi imposible, y el televidente vivía sabiendo que la programación convencional era segura e intocable como la caja subterránea de un gran banco. Pero la clave está en el «casi». En contadas ocasiones, para pasmo de unos, horror de otros y divertimento de unos cuanto más, entre quienes nos contamos usted y yo, lo impensable sucedía, y algún cretino ocioso con grandes conocimientos de ingeniería conseguía colarse en los televisores de centenares de miles de hogares. Esas intrusiones en la televisión convencional eran tan extremadamente raras que aún hoy, décadas después, son recordadas como episodios de leyenda. 

Retrocedamos al 22 de noviembre de 1987. Los televidentes de la región de Chicago están viendo tranquilamente la retransmisión de un partido de su equipo local de fútbol, los Chicago Bears. De repente, las pantallas de los televisores se quedan a oscuras. Parece una simple pérdida de señal, producto de alguna avería momentánea. Tras quince segundos de oscuridad y silencio, vuelve la imagen…, pero ya no es el partido de fútbol. En pantalla se ve a un tipo con una máscara de carnaval que representa a un androide con el cabello rubio y gafas de sol: Max Headroom, el entonces famoso personaje de televisión, que simulaba ser un ente cibernético. Al fondo de la imagen, lo que evidentemente es un plástico movido por cómplices invisibles intenta simular el efecto especial que solía acompañar al verdadero Max Headroom en su programa. Los atónitos televidentes no entienden nada: ¿qué es esto, un anuncio? La confusión empeora porque el individuo se mueve como si estuviese hablando, pero no se oye lo que dice. Solo se escucha ruido blanco.

Alguien había conseguido hackear la señal de la retransmisión del partido. Esto, como decía, era un acontecimiento extremadamente raro que sucedía como mucho una vez cada varios años. Aquel acto de piratería era obra de individuos que sabían lo que hacían. Pero la interrupción del partido no duró mucho: al medio minuto, los técnicos de la emisora consiguieron reanudar la retransmisión cambiando la frecuencia a la que emitían sus antenas, y la gente en sus casas pudo seguir viendo el fútbol. La cosa no hubiera pasado de olvidable anécdota si no hubiese sido porque el tipo con la máscara de Max Headroom no se rindió, y aquella misma noche, poco después de las once, apareció de nuevo en las pantallas de Chicago. 

En su segunda aparición, el falso Max Headroom interrumpió un episodio de la serie británica Doctor Who. Esta vez se le oía hablar, aunque con una voz distorsionada electrónicamente. Resultó que no tenía un gran mensaje que compartir con el mundo. Se limitaba a soltar frases inconexas como «He creado una obra maestra para los empollones de los periódicos», o a canturrear la banda sonora de un programa infantil de los años cincuenta. Su único mensaje coherente consistió en, por algún motivo, llamar «freakin’ liberal» (puñetero progre) al periodista deportivo Chuck Swirsky, que solía narrar los partidos de fútbol del área de Chicago. El aludido Swirsky no estaba viendo la televisión en ese momento y no fue testigo de la aparición de su némesis, pero el teléfono de su casa empezó a trepidar con llamadas telefónicas de amigos y conocidos que le preguntaban por el extraño incidente. Swirsky estaba perplejo: «En realidad, no entendí este fenómeno del falso Max Headroom. No encontraba ninguna relación con él. No había conexión alguna entre él y yo». Esta segunda aparición del falso Headroom duró más que la anterior porque en la emisora no había ningún técnico de guardia, y consiguió estar en el aire durante dos minutos que debieron de hacérseles eternos a los responsables de la cadena. Eso sí, su despedida fue antológica, y más si tenemos en cuenta que hablamos de los recatados años ochenta: tras berrear «¡Vienen a por mí!», el falso Max Headroom se bajó los pantalones —enseñando el culo en hora de máxima audiencia— mientras en pantalla aparecía otra persona ataviada con vestido de mujer que le decía «¡Agáchate, puta!» y empezaba a darle azotes para hilaridad o espanto de los atónitos televidentes.

Nunca se supo quién estaba detrás de aquello. Lo único claro es que uno de los implicados, como mínimo, debía de ser un habilidoso técnico especializado en el funcionamiento de la televisión analógica, ya que consiguió secuestrar la señal de dos emisoras en un mismo día. Por eso resultaba desconcertante el contraste entre la demostración de conocimiento técnico y el deliciosamente pueril contenido de un pirateo que parecía más propio de una pandilla de quinceañeros. Algún tarado tecnológicamente superdotado consiguió interrumpir una emisión televisiva, pero no para soltar una soflama política o un mensaje trascendente, sino para meterse con un periodista deportivo y protagonizar los primeros azotes de la historia de la televisión en directo. Esto demuestra que los autores tenían un serio compromiso con la nobilísima misión de incrementar la estupidez promedio del planeta. Probablemente estemos hablando de la obra de un auténtico genio. Un genio modesto, por cierto: pese a su estatus mitológico, jamás ha querido salir a la luz.

Hubo otros pioneros del pirateo analógico que se tomaron más en serio a sí mismos. En 1977, diez años antes del falso Headroom, un telediario británico fue interrumpido por una misteriosa voz cavernosa, tratada electrónicamente para no resultar reconocible. Mientras seguían viéndose imágenes del noticiario (el hackeo solo afectó al sonido), la voz intrusa se presentó como Vrillon, un alienígena enviado por una institución llamada Comando Galáctico Ashtar. Durante cinco minutos, Vrillon habló a la raza humana, o más bien a los asombrados televidentes del sur de Inglaterra. Dijo que los progresos de los terrícolas habían sido observados con simpatía desde el espacio, pero que el Comando Galáctico estaba preocupado porque la Tierra parecía dirigirse a un cataclismo, e insistía en la necesidad de eliminar el armamento atómico. El enigmático Vrillon estaba transmitiendo un mensaje importante y emotivo, sin duda…, pero nadie es perfecto. El alienígena se empeñó en arruinarlo todo soltando magufadas propias de un hippie trasnochado: que si el planeta estaba entrando en la Nueva Era de Acuario, que si los falsos profetas absorben nuestra energía, que si debemos ser sensibles a la voz de nuestra divinidad interior, etcétera. Imagine usted que está viendo las noticias y, sin previo aviso, asiste a semejante despliegue de morralla new age

Magufo, pero siempre educado, Vrillon se despidió de los humanos con estremecedora solemnidad: «Nosotros, el Comando Galáctico Ashtar, os agradecemos la atención. Ahora abandonaremos vuestro plano de existencia. Que os bendigan el amor y la verdad suprema del cosmos». Acto seguido, retornó el sonido normal de las noticias. Como era de esperar, la emisora recibió cientos de llamadas de espectadores alarmados que no entendían qué demonios estaba pasando, incluidos algunos que se temían una inminente invasión extraterrestre. Fue tal el revuelo que los directivos se vieron obligados a publicar un comunicado explicando que la misteriosa voz había sido una intromisión ajena a la voluntad de la cadena. Al igual que en el caso del falso Max Headroom, nunca se supo quién fue el responsable. Yo tengo mi propia hipótesis: Vrillon era en realidad el líder de alguna secta cósmico-espiritual, que pirateó la televisión no para convencer a televidentes anónimos, sino para epatar a sus propios seguidores, y así poder seguir despojándolos de su dinero, propiedades y, presumiblemente, también de su integridad sexual.

Hablando de sexo, el Playboy Channel sufrió su propia intrusión. En este caso, el pirateo presentaba todavía más dificultad, dado que hablamos de una cadena que emitía mediante satélites. Sucedió el 6 de septiembre de 1987: los pocos —pero dedicados— espectadores que contemplaban la programación erótica del canal supieron lo que se siente cuando el propio Dios te sorprende toqueteándote pecaminosamente los genitales. La festiva emisión fue interrumpida sin previo aviso por un mensaje escrito aparecido de la nada: «Así lo dijo el Señor tu Dios: acuérdate del día de reposo, y santifícalo. Arrepiéntete, pues el reino de los cielos está a punto de llegar». 

Los consumidores del Playboy Channel debieron de sentir un íntimo terror ante la posibilidad, no solo de que exista un Dios justiciero, sino de que ese Dios los hubiese estado mirando mientras le daban al manubrio, y que, cabreado, hubiese decidido reñirlos personalmente. Sin duda mortificados por la peor paja de sus vidas, pocos de aquellos televidentes se animaron a acercarse a la comisaría para denunciarlo. Aun así, las autoridades consiguieron dar con el responsable de la intrusión. Para sorpresa de nadie, resultó ser un iluminado evangélico. El puritano en cuestión se llamaba Thomas Haynie y trabajaba de ingeniero supervisor de emisiones por satélite en la emisora CBN (siglas de, cómo no, la «Red de Emisoras Cristianas»). ¿Cómo fue descubierto? Pues resultó que, por cuestiones logísticas, el Playboy Channel solía grabar sus propias emisiones en directo para enviarlas después a otras estaciones. Usaban cintas VHS, y las cintas magnéticas habían registrado la huella electrónica del origen de la señal pirata, lo cual permitió rastrear el hackeo hasta la sede de la Red de Emisoras Cristianas (¿cómo era posible una investigación tan sofisticada con un formato tan cochambroso como el VHS? Nunca lo entenderé).

Haynie fue detenido y, aunque en el posterior juicio no se cansó de defender su inocencia, fue condenado a tres años de libertad condicional, amén de pagar mil dólares de multa. También fue obligado a realizar ciento cincuenta horas de servicios a la comunidad. En esta perversa Babilonia que llamamos mundo moderno ya no hay recompensa justa para la bonhomía. Un triste final para la virtuosa cruzada de Haynie contra los onanistas que desperdician miles de sacrosantos espermatozoides en el éter. Eso sí, Haynie ha continuado trabajando en la piadosa CBN hasta nuestros días ya que, no hace falta decirlo, como ingeniero audiovisual es un virtuoso. Incluso tiene LinkedIn, por si quieren ustedes contratarlo.

Un acto menos piadoso, aunque también producto del anhelo de justicia, fue el hackeo de la señal que realizó un individuo que se hacía llamar Capitán Medianoche. Sucedió en 1986, y la víctima fue la cadena por cable por antonomasia, HBO, que vio su emisión interrumpida por una «carta de ajuste». Una explicación que los más viejos no necesitan: la carta de ajuste era una imagen, normalmente formada por barras verticales de distintos colores, que aparecía en televisión al terminar la programación del día, y que servía para calibrar la paleta cromática, el brillo, etcétera. Sobre esa imagen estaba superpuesto un texto muy sencillo: «Buenas noches, HBO, de parte del Capitán Medianoche. ¿12’95 dólares al mes? ¡De ninguna manera! Showtime y Movie Channel, ¡cuidado!».

Vamos, que el misterioso Capitán Medianoche protestaba por la cuota de suscripción de esos canales. Quien les escribe estará siempre de parte del ciudadano frente a la deshumanizante maquinaria capitalista, pero en 1986 había un serio problema añadido que el Capitán Medianoche no había contemplado. Para secuestrar la señal de HBO se necesitaba hackear la señal de varios satélites artificiales: el satélite Galaxy 1, que era el principal de HBO, y otros que se usaban como repetidores orbitales, entre ellos uno propiedad de la cadena CBS. Estando en plena Guerra Fría, el hackeo de satélites no era ninguna broma y las autoridades se temieron un contubernio soviético para controlar las comunicaciones estadounidenses. El FBI empezó a investigar y el asunto se convirtió en un posible escándalo de espionaje internacional. 

La investigación no fue fácil. Para empezar porque, en pocas palabras, la gente está mal de la cabeza, y doscientos pirados ansiosos de notoriedad llamaron al FBI para confesar que ellos eran el Capitán Medianoche. Resultó que no era ninguno de los doscientos y que, para localizar al culpable, los agentes del FBI iban a tener que ponerse las pilas en el ámbito tecnológico. Examinaron la imagen grabada por HBO y analizaron la tipografía empleada en el mensaje escrito: por entonces, cada fabricante de hardware generador de gráficos producía una clase de letra característica, así que podía reducirse la búsqueda a un determinado rango de modelos distribuidos comercialmente. También empezaron a filtrar licencias de radioaficionado para encontrar aquellos usuarios que poseían equipos de alta potencia teóricamente capaces de interferir la señal de un satélite. Tras descartar a cientos de individuos, el FBI llegó a acotar la búsqueda a doce sospechosos que cumplían los requisitos, pero más allá de esa acotación no había manera de formular una acusación en firme contra alguno de ellos en concreto. Porque, al contrario que los modernos ordenadores, los artilugios usados por los radioaficionados de entonces no solían dejar huella electrónica. 

Por suerte para el FBI, siempre queda el recurso de la estupidez humana. Uno de los sospechosos era un ingeniero electrónico llamado John MacDougall. Un día, en un rato libre, MacDougall decidió tomarse unas cervezas en un bar de su Florida natal. Tras alguna pinta de más, se puso a presumir de que había conseguido piratear la señal de HBO. Sus bravuconadas fueron recibidas con alborozo por los demás parroquianos, excepto uno. Resultó que un contable que estaba por Florida de paso —de hecho, vivía en la otra punta del país— había parado en el mismo bar por casualidad; al escuchar a MacDougall, creyó estar frente a un posible espía ruso. El contable salió a la calle para llamar a la policía desde una cabina telefónica. Los agentes del FBI, pensando que por fin le habían echado el cepo al peligroso operativo soviético, no tardaron en llegar y MacDougall fue detenido. 

Por suerte para él, los interrogadores del FBI pronto se percataron de que ni MacDougall era un peligroso espía, ni su mensaje sobre HBO era una clave secreta. MacDougall era solamente un tarambana que había decidido emplear sus conocimientos de ingeniería para hackear varios satélites con el único fin de, en efecto, quejarse por los precios de las suscripciones televisivas. Así, la sentencia judicial no implicó paredón. MacDougall fue condenado a un año de libertad condicional y a pagar cinco mil dólares de multa. Y, lo peor, dura lex, sed lex, también se decretó la suspensión de su licencia de radioaficionado durante un doloroso periodo de doce eternos meses.

¿Dónde está MacDougall hoy? ¡Sorpresa! También en LinkedIn. Hombre humilde, en su resumen biográfico olvida mencionar que fue el legendario forajido analógico capaz de poner en vilo a la defensa nacional de Estados Unidos jugueteando con varios satélites desde su equipo casero de radioaficionado. Saludemos con solemnidad al Capitán Medianoche: si todos secuestrásemos satélites cada vez que nos suben injustamente el precio de las cosas, las grandes corporaciones nos tratarían con mucho más respeto. ¡Laudeatur!

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2 Comentarios

  1. Me ha molado.

  2. Abruptus

    Qué flipante todo..
    La imagen de Max Headroom me ha llevado directamente a un video club de los 80

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