Amparo Dávila, cuentos: Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1961), Árboles petrificados (1977) y Con los ojos abiertos (2008).

Ahora toca el turno de conocer algunos cuentos de la escritora mexicana Amparo Dávila (1928-2020). La singular escritura de Dávila le valió el premio Xavier Villaurrutia (1977). Ella fue especialista en el género fantástico donde aborda los temas de la locura y el miedo, además en sus cuentos prevalece la participación femenina y sus finales los deja abiertos para mejor interpretación y participación de la lectora/or.

A continuación compartiremos algunos cuentos que fueron tomados de 4 de los libros:
Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1961), Árboles petrificados (1977) y Con los ojos abiertos (2008).

En los personal, Tiempo Destrozado y Música concreta son sus mejores libros pues prevalece lo fantástico-extraño junto con algunos toques de surrealismo. En Árboles petrificados se mantiene con lo fantástico, pero es un tanto predecible. Mientras que Con los Ojos abiertos ya no existe la atmósfera de lo misterioso y se enfoca más en el tema del amor imposible. Sin embargo, los gustos son variados y ustedes como lectoras y lectores tienen la última palabra.





Tiempo destrozado (1959)



Tiempo destrozado

Primero fue un inmenso dolor. Un irse desgajando en el silencio. Desarticulándose en el viento oscuro. Sacar de pronto las raíces y quedarse sin apoyo, sordamente cayendo. Despeñándose de una cima muy alta. Un recuerdo, una visión, un rostro, el rostro del silencio, del agua… Las palabras finalmente como algo que se toca y se palpa, las palabras como materia ineludible. Y todo acompañado de una música oscura y pegajosa. Una música que no se sabe de dónde sale, pero que se escucha. Vino después el azoro de la rama aérea sobre la tierra. El estupor del ave en el primer día de vuelo. Todo fue ligero entonces y gaseoso. La sustancia fue el humo, o el sueño, la niebla que se vuelve irrealidad. Todo era instante. El sólo querer unía distancias. Se podía tocar el techo con las manos, o traspasarlo, o quedarse flotando a medio cuarto. Subir y bajar como movido por un resorte invisible. Y todo más allá del sonido; donde los pasos no escuchan sus huellas. Se podía llegar a través de los muros. Se podía reír o llorar, gritar desesperadamente y ni siquiera uno mismo se oía.

Nada tenía valor sino el recuerdo. El instante sin fin estaba desierto, sin espectadores que aplaudieran, sin gritos. Nada ni nadie para responder. Los espejos permanecían mudos. No reflejaban luz, sombra ni fuego…

Entramos en la Huerta Vieja, mi padre, mi madre y yo. La puerta estaba abierta cuando llegamos y no había ni perros ni hortelano. Íbamos muy contentos cogidos de las manos, yo en medio de los dos. Mi padre silbaba alegremente. Mamá llevaba una cesta para comprar fruta. Había muchas flores y olor a fruta madura. Llegamos hasta el centro de la huerta, allí donde estaba el estanque con pececitos de colores. Me solté de las manos de mis padres y corrí hasta la orilla del estanque. En el fondo había manzanas rojas y redondas y los peces pasaban nadando sobre ellas, sin tocarlas… quería verlas bien… me acerqué más al borde… más…

—No, hija, que te puedes caer —gritó mi padre. Me volví a mirarlos. Mamá había tirado la cesta y se llevaba las manos a la cara, gritando.

—Yo quiero una manzana, papá.

—Las manzanas son un enigma, niña.

—Yo quiero una manzana, una manzana grande y roja, como ésas…

—No, niña, espera… yo te buscaré otra manzana.

Brinqué adentro del estanque. Cuando llegué al fondo sólo había manzanas y peces tirados en el piso; el agua había saltado fuera del estanque y, llevada por el viento, en remolino furioso, envolvió a papá y a mamá. Yo no podía verlos, giraban rodeados de agua, de agua que los arrastraba y los ocultaba a mi vista, alejándolos cada vez más… sentí un terrible ardor en la garganta… papá, mamá… papá, mamá… yo tenía la culpa… mi papá, mi mamá… Salí fuera del estanque. Ya no estaban allí.

Habían desaparecido con el viento y con el agua… comencé a llorar desesperada… se habían ido… tenía miedo y frío… los había perdido, los había perdido y yo tenía la culpa… estaba oscureciendo… tenía miedo y frío… mi papá, mi mamá… miré hacia abajo; el fondo del estanque era un gran charco de sangre…

Un árabe vendía telas finas en un cuarto grande lleno de casilleros.

—Quiero una tela muy linda para hacerme un traje, necesito estar elegante y bien vestida esa noche —le dije.

—Yo tengo las telas más hermosas del mundo, señora… mire este soberbio brocado de Damasco, ¿no le gusta?

—Sí, pero yo quiero una cosa más ligera, los brocados no son propios para esta estación.

—Entonces tengo ésta. Fíjese qué dibujos… caballos, flores, mariposas… y se salen de la tela… mírelos cómo se van… se van… se van… después regresan… los caballos vuelven sólo en recuerdo, las mariposas muertas, las flores disecadas… todo se acaba y descompone, querida señora…

—¡No siga, por Dios! Yo no quiero cosas muertas, quiero lo que perdura, no lo efímero ni lo transitorio, esa tela es horrible, me hace daño, llévesela, llévesela…

—¿Y qué me dice de esta otra?

—Bella… muy bella en verdad… es como un oleaje suave y…

—No, señora, está usted completamente equivocada, no es un oleaje suave, esta tela representa el caos, el desconcierto total, lo informe, lo inenarrable… pero le quedará sin duda un bello traje…

—Aparte de mí esa tela desquiciante, no quiero verla más… yo quiero una tela linda, ya se lo dije.

El árabe me miraba con sus negros ojos, hundidos y brillantes. Entonces descubrí una tela sobre una mesa.

—Déjeme ver ésta, creo que me gusta…

—Muy bonita, ¿verdad?

—Sí, me gusta bastante.

—Pero no puedo vendérsela.

—¿Por qué no?

—Place años la dejó apartada una señora y no sé cuándo vendrá por ella.

—Tal vez ya se olvidó de la tela. ¿Por qué no me la vende?

—Si se olvidó no tiene importancia, la tela se quedará aquí siempre, siempre, siempre; pero por ventura, querida señora, ¿sabe usted lo que esta palabra significa? … Bueno, ¿qué le parece ésta que tengo aquí?

—Muy linda, la quiero.

—Debo advertirle que con esta tela no le saldrá nada, si acaso un adorno para otro vestido… ¡Ah!, pero tengo ésta que es un primor, mire qué seda más fina y qué color tan tierno y delicado, es como un pétalo…

—Tiene razón, es perfecta para el traje que quiero, exactamente como yo la había pensado.

—Se verá usted con ella como una rosa animada. Es mi mejor tela, ¿se la llevará sin duda?

—Por supuesto, córteme tres metros.

—Pero… ¿qué es lo que estoy oyendo?, ¿cortar esta tela?, ¿hacerla pedazos?

¡Qué crimen más horrendo! No puede ser, no… su sangre corriendo a ríos, llenando mi tienda, manchándolo todo, todo, subiendo hasta mi garganta, ahogándome, no, no, ¡qué crimen asesinar esta tela!, asesinarla fríamente, sólo porque es bella, porque es tierna e indefensa, ¡qué infamia, qué maldad, qué ser más despreciable es usted, deleznable y vil, y todo por un capricho! ¡Ah, qué crueldad, qué crueldad…!, pero le costará bien cara su maldad, la pagará con creces, y no podrá ni arrepentirse porque no le darán tiempo; mire, mire hacia todos lados, en los casilleros, en las mesas, sólo hay telas vacías, huecas, abandonadas; todos se han salido, todos vienen hacia acá, hacia usted, y se van cercando, cada vez más, más, más estrecho, más cerca, hasta que usted ya no pueda moverse ni respirar, así, así, así…

Sangre, ¡qué feo el olor de la sangre! Tibia, pegajosa, la cogí y me horroricé, me dio mucho asco y me limpié las manos en el vestido. Lloraba sin consuelo y los mocos me escurrían; quería esconderme debajo de la cama, a oscuras, donde nadie me encontrara… «Lucinda, niña, déjame quitarte ese vestido y lavarte las manos y la cara; estás llena de sangre, criatura.» Mi mamá me limpiaba la nariz con su pañuelo… mamá, mamá, ¿por qué mataron al borrego?, le salía mucha sangre caliente, yo la cogí, mamá, allí en el patio… Me lavaron y pusieron otro vestido y Quintila me llevó a la feria; mi papá me dio muchos veintes, subí a los caballitos, en el blanco, fueron muchas vueltas, muchas, y me dio basca… Quintila me compró algodón rosa y nieve de vainilla, el algodón se me hizo una bola en la garganta y vomité otra vez, y otra, tenía la boca llena de pelos, de pelos tiesos de sangre, nieve con pelos, algodón con sangre… Quintila me metía el algodón en la boca… «abre la boca, hija, da unos traguitos, anda, sé buena, bebe, te hará bien». Yo no quiero ese caldo espeso, voy a vomitar, no me den ese horrible caldo, es la sangre del borrego, está tibia, espesa; mi brazo, papá, me duele mucho, un negro muy grande y gordo se ha sentado sobre mi brazo y no me deja moverlo, mi brazo, papá, dile que se vaya, me duele mucho, voy a vomitar otra vez el caldo, qué espeso y qué amargo…

Entré en una librería moderna, llena de cristales y de plantas. Los estantes llenos de libros llegaban hasta el techo. La gente salía cargada de libros y se iban muy contentos, sin pagar. El hombre que estaba en la caja suspiraba tristemente, cada vez que alguien salía, y escribía algo en un gran libro, abierto sobre el mostrador. Empecé entonces a escoger libros rápidamente, antes de que se acabaran. Me llevaría muchos, igual que los demás. Ya había logrado reunir un gran altero, pero cuando quise cargar con ellos, me di cuenta de que no podía con tantos. Los brazos me dolían terriblemente con tanto peso y los libros se me caían sin remedio; parecía que se iban escurriendo de entre mis brazos. Decidí descartar unos, pero tampoco podía con los restantes; los brazos seguían doliendo de manera insoportable y los libros pesaban cada vez más; dejé otros, otro, otro más, hasta quedar con un libro, pero ni con uno solo podía… entonces me di cuenta de que ya no había gente allí, ni siquiera el hombre de la caja. Toda la gente se había ido y ya no quedaban libros, se los habían llevado todos. Sentí mucho miedo y fui hacia la puerta de salida. Ya no estaba.

Comencé a correr de un lado a otro buscando una puerta. No había puertas. Ni una sola. Sólo muros con libreros vacíos, como ataúdes verticales. Comencé a gritar y a golpear con los puños a fin de que me oyeran y me sacaran de allí, de aquel salón sin puertas, de aquella tumba; yo gritaba, gritaba desesperada… sentí entonces una presencia, oscura, informe; yo no la veía pero la sentía totalmente, estaba atrapada, sin salida, empecé a retroceder paso a paso, lentamente para no caerme, también avanzaba, lo sabía, lo sentía con todo mi ser, ya no pude dar un paso más, había topado con un librero, sudaba copiosamente, los gritos subían hasta mi garganta y allí se ahogaban en un ronquido inarticulado; ya estaba muy cerca, cada vez más cerca, y yo allí, sin poder hacer nada, ni moverme, ni gritar, de pronto…

Estaba en los andenes de una estación del ferrocarril, esperando un tren. No tenía equipaje. Llevaba en las manos una pecera con un diminuto pececito azul. El tren llegó y yo lo abordé rápidamente, temía que se fuera sin mí. Estaba lleno de gente.

Recorrí varios carros tratando de encontrar un asiento. Tenía miedo de romper la pecera. Encontré lugar al lado de un hombre gordo que fumaba un puro y echaba grandes bocanadas de humo por boca, nariz y ojos. Comencé a marearme y a no ver y oler más que humo, humo espeso que se me filtraba por todos lados con un olor insoportable. Empezó a contraérseme el estómago y corrí hasta el tocador. Estaba cerrado con candado. Desesperada quise abrir una ventanilla. Las habían remachado.

No pude soportar más tiempo. Vomité dentro de la pecera una basca negra y espesa. Ya no podía verse el pececito azul; presentí que había muerto. Cubrí entonces la pecera con mi pañuelo floreado. Y comencé a buscar otro sitio. En el último carro encontré uno frente a una mujer que vestía elegantemente. La mujer miraba por la ventanilla; de pronto se dio cuenta de mi presencia y se me quedó mirando fijamente.

Era yo misma, elegante y vieja. Saqué un espejo de mi bolsa para comprobar mejor mi rostro. No pude verme. El espejo no reflejó mi imagen. Sentí frío y terror de no tener ya rostro. De no ser más yo, sino aquella marchita mujer llena de joyas y de pieles. Y yo no quería ser ella. Ella era ya vieja y se iba a morir mañana, tal vez hoy mismo. Quise levantarme y huir, bajarme de aquel tren, librarme de ella. La mujer vieja me miraba fijamente y yo supe que no me dejaría huir. Entonces una mujer gorda, cargando a un niño pequeño, vino a sentarse al lado mío. La miré buscando ayuda. También era yo aquella otra. Ya no podría salir, ni escapar, me habían cercado.

El niño comenzó a llorar con gran desconsuelo, como si algo le doliera. La madre, yo misma, le tapaba la boca con un pañuelo morado y casi lo ahogaba. Sentí profundo dolor por el niño, ¡mi pobre niño!, y di un grito, uno solo. El pañuelo con que me tapaban la boca era enorme y me lo metían hasta la garganta, más adentro, más…



Muerte en el bosque

El hombre venía caminando con pasos lentos y pesados, casi arrastrando los pies. Las manos en las bolsas de la gabardina y los brazos sueltos, abandonados. Delataba cansancio, una fatiga de siempre. Llevaba el cigarrillo constantemente entre los labios como si formara parte de ellos. Había un anuncio de manta en el balcón de un edificio: «Se alquila departamento vacío». El hombre se encogió de hombros al leerlo y siguió su camino con el mismo desgano…

—Ya no puedo aguantar más en esta miserable jaula, no hay sitio ni para una palabra. No se puede uno mover porque todo está lleno de cosas. Tienes que buscar otro departamento —le repetía todos los días su mujer.

—Para decirme eso no necesitas gritar —le contestaba. Todo está lleno de cosas, es cierto. De esas cosas que tú has ido acumulando y que me han hecho insoportable esta casa… esas macetitas con flores de papel de estraza, colgadas por todos lados, hasta en el baño; las paredes tapizadas de calendarios con paisajes de invierno y rollizos nenes sonriendo, con retratos de toda la familia y hasta de los amigos, con cuadros hechos de popotes pintados; los costureros y las cajitas; los conejos de yeso y las palomas; las muñecas de estambre desteñidas y sucias oliendo a humedad; las frutas de cera llenas de mosca…

—Y ni siquiera me oyes lo que te digo —decía furiosa.

—Sí te escucho, pero bien sabes que no tengo tiempo para dedicarme a buscar otro departamento. Otro sitio que tú te encargarás de arruinar y llenar de cosas…

—Si yo viniera solamente a dormir, tampoco me importaría, pero como soy la que sufre este cajón estoy decidida a cambiarme, aunque me quede sin comer. ¿Y a qué otra cosa podría él venir sino a tumbarse un rato y a tratar de dormir? Sentía horror de llegar a aquella casa, de ver a la mujer que había amado gorda y sucia, despeinada, oliendo a cebolla todo el tiempo, con las medias deshiladas y flojas, el fondo salido… A veces se la quedaba mirando con gran dolor y cierta ternura, así como se contempla la tumba de un ser querido.

—Ten paciencia, dentro de unos meses tendré una semana libre y entonces buscaré algo mejor.

—Y mientras tanto, yo aquí volviéndome loca. Ya no soporto a los niños brincando sobre las camas y destruyéndolo todo, porque no tienen dónde jugar. (Había hecho todo por malcriar a los niños y ahora se quejaba.) Te exijo que busques un departamento inmediatamente.

—No te das cuenta de que estoy muy cansado, de que me siento mal.

—El resultado de tanto café, de tanto cigarro, de tantas copas… —Es que estoy muy cansado, a veces pienso al despertar que ya no podré levantarme más. Todo lo que hago me cuesta mucho esfuerzo.

—¡Claro!, descansas poco, trabajas mucho y bebes café todo el día… Con ese dinero que malgastas en los cafés, en los cigarrillos y en copas podríamos vivir un poco mejor.

—Si no bebiera tanto café, ni fumara, ni me tomara unas copas, no podría mover un solo dedo; no quieres ver que estoy totalmente agotado…

—Pues a ver de dónde sacas fuerzas y te das un tiempecito para buscar departamento…

Y ésta era aquella muchacha esbelta, con sus blusas siempre almidonadas y sus faldas de mascota que él iba a esperar todas las tardes a la salida de la oficina… caminaban por las calles cogidos de la mano… se detenían en los escaparates de las grandes tiendas para elegir cosas que nunca podrían comprar… bebían café de chinos entre proyectos y miradas… contaban todos los días el dinero que iban ahorrando para casarse… El hombre suspiró tristemente y se detuvo, volvió la cabeza y alcanzó aún a ver al anuncio que había quedado varias cuadras atrás. Regresó hasta el edificio. Echó una mirada al tablero de los timbres y tocó el de la portería. Tocó, volvió a tocar. Otra vez más y nadie respondía. De pronto se dio cuenta de que la puerta se encontraba abierta y entró. No había nadie en la planta baja. Subió una oscura escalera y apenas se atrevió a tocar el timbre de un departamento. Casi al instante apareció en la puerta una muchacha muy pintada, pero desaliñada y sucia.

—¿Qué se le ofrece?

—Busco informes del departamento que está desocupado y no contestan en la portería —dijo con timidez.

—Esa vieja nunca atiende nada, no sé cómo no la han corrido. Mire usted, el departamento vacío está en el quinto piso, pero la vieja tiene las llaves. Ella vive en la azotea, allí la puede encontrar.

—Muchas gracias, señorita.

Comenzó a subir más lentamente que cuando caminaba por la calle. Una escalera, otra, otra… Se detuvo un poco, respiró hondo. Tiró el cigarrillo que ya estaba terminado y encendió otro. Siguió subiendo… subiendo…

—¿Quién llamaba a la portería? —gritó una voz de mujer. Él miró hacia arriba, de donde salía la voz, y descubrió a una mujer gorda y chaparra que se asomaba por la escalera.

—Yo llamé —contestó—, quiero ver el departamento vacío.

—Voy por las llaves, espéreme allí, ahorita bajo. El hombre esperó pacientemente a que la mujer bajara con las llaves y abriera el departamento. No era una gran cosa, pero la estancia era amplia y tenía suficiente luz, buena orientación. Debía de ser caliente en el invierno; una recámara para los niños y otra para ellos, un baño bastante decoroso…

—¿Cuánto renta? —le preguntó a la portera.

—Yo no sé, señor, pero si a usted le interesa le puedo dar el teléfono del dueño para que se arreglen.

—Sí, el departamento me interesa, ¿cuál es el número?

—No me lo sé de memoria, pero allá arriba en mi cuarto lo tengo apuntado, se lo iré a traer.

—Yo iré con usted.

Subió tras ella y llegaron a la azotea.

—Ahora se lo doy —dijo la mujer entrando en el cuarto. Abrió el cajón de una desvencijada mesa y empezó a sacar tapones de vidrio, una vela, cordones de lana para las trenzas, moños arrugados y descoloridos, un pedazo de espejo, cajas vacías, frascos, unos anteojos, corchos, unas tijeras rotas… El hombre se había quedado afuera, recargado en la puerta del cuarto, y desde allí miraba a la mujer que revolvía el cajón sin encontrar nada. Y cada vez sacaba más cosas. «Donde quiera es lo mismo —pensaba al observarla—, almacenar basura, llenarse de cosas inútiles por si algún día sirven, juntar cosas y más cosas con desesperación, hasta que un día se muera asfixiado entre ellas.» En su casa tenía siempre la sensación de que un día aquel mundo de objetos se animaría y se echaría sobre él. Sintió un gran malestar y apartó la vista de la mujer que seguía sacando cosas… Miró hacia arriba. Había nubes blancas. Sería bueno agarrar un puñado. Se veían tan cerca…

—Yo no sé qué se me ha hecho ese papelito donde apunté el número, estoy segura de que lo guardé aquí —decía la mujer, mientras sacaba y volvía a meter en el cajón de la mesa cosas y más cosas.

Pasó una bandada de pájaros. Los siguió con la vista y los vio llegar a su destino: el bosque. Regresaban a dormir entre los árboles. Sintió entonces nostalgia de los árboles, deseo de ser árbol… («Ahora lo encuentro, ahora lo encuentro», decía la mujer)… vivir en el bosque, enraizado, siempre en el mismo sitio, sin tener que ir de un lado a otro, sin moverse más; siempre allí mirando las nubes y las estrellas, y las estrellas se apagarían y se volverían a encender y la mujer seguiría buscando, buscando… la noche, el día, otra noche, otro día, y la mujer buscando, buscando, buscando desesperada el número de un teléfono… y él en el bosque sin importarle nada, sin oír ya sonar papeles y cajones y cosas… descansando de aquella fatiga de toda su vida, de los tranvías, de las calles llenas de gente y de ruido, de la prisa, de los relojes, de su mujer, de la horrible vivienda, de los niños… sin oír las máquinas de escribir ni las prensas del periódico, ni los linotipos, ni los diez teléfonos sonando a un mismo tiempo… tendría silencio y soledad para pensar, tal vez para recordar, para detenerse en algún minuto hondamente vivido, para oír de nuevo una palabra, una sola palabra… («Aquí guardé ese papelito, me acuerdo muy bien, aquí lo guardé»)… encontrarse de pronto en el bosque rodeado de árboles silenciosos, sostenido por hondas raíces, mirando las estrellas y las nubes… el viento mecería suavemente sus ramas y los pájaros se hospedarían en su follaje… ¡vida tranquila y leve la de los árboles, llenos de pájaros y de cantos…! («Pero si yo lo guardé aquí, estoy bien segura»)… del día a la noche cientos de cantos, miles de cantos en sus oídos, ante sus ojos fijos, fuera y dentro de él un eterno coro, el mismo coro siempre, y él sin poder oír ya ni sus propios pensamientos sino el alegre canto de los pájaros… padeciendo sus picotazos en el cuello, en los brazos extendidos, en los ojos, y él a su merced sin poder mover ni un dedo y ahuyentarlos… tener que sufrir los vientos huracanados que arrancan las ramas y las hojas… quedarse desnudo largos meses… inmóvil bajo la lluvia helada y persistente, sin ver el sol ni las estrellas… morir de angustia al oír las hachas de los leñadores, cada vez más cerca, más, más… sentir el cuerpo mutilado y la sangre escurriendo a chorros… los enamorados grabando corazones e iniciales en su pecho… acabar en una chimenea, incinerado… («Ya me estoy acordando dónde guardé el papelito»)… ver pasar un día a sus hijos y a su mujer, y él sin poder gritarles «Soy yo, no se vayan», ellos no se detendrían bajo su sombra, ni lo mirarían siquiera, no les comunicarían nada su emoción ni su alegría. «Empieza a soplar el viento, mira cómo se mueven las hojas de ese árbol», dirían los niños sin reconocerlo, y él allí, clavado en la tierra, enmudecido para siempre, lleno de pájaros y de… («¡Ya lo tengo, ya lo tengo, aquí está ya el número!», decía a voz en cuello la mujer.) Al escuchar los gritos el hombre se estremeció bruscamente, como si hubiese caído, dentro del sueño, en un pozo sin fondo. Miró a la mujer que le alargaba el papel, con extrañeza, como si nunca antes la hubiera visto. De pronto se dio vuelta y comenzó a bajar la escalera apresuradamente. («Aquí está el número, señor, ya lo encontré», gritaba la mujer desconcertada por completo.) Pero el hombre no la oía, o ya no le importaba oírla, y seguía bajando las escaleras como si lo fueran persiguiendo…

(«Señor, señor, espérese, aquí tengo el número», repetía la mujer gorda mientras bajaba tras el hombre.) Y tal era la prisa que el hombre llevaba que se le cayó el sombrero. Pero siguió bajando, sin detenerse a recogerlo, hasta ganar la puerta de salida… («Su sombrero, señor, se le cayó el sombrero», gritaba entonces la mujer.)

Ella lo recogió y salió con él a la calle. Vio al hombre que iba corriendo calle abajo…

(«Su sombrero, señor, seeeñññooor, seeeñññooor, seeeñññooorrr…») todavía corrió varias cuadras tratando de entregarle el sombrero. Jadeando y muy fatigada desistió de su empeño y se quedó mirándolo correr calle abajo hasta perderse en el bosque.


Fragmento de un diario 

[JULIO Y AGOSTO]

Lunes 7 de julio

Mi vecino el señor Rojas pareció sorprendido al encontrarme sentado en la escalera. Seguramente lo que llamó su atención fue la mirada, notoriamente triste. Me di cuenta del vivo interés que de pronto le desperté. Siempre me han gustado las escaleras, con su gente que sube arrastrando el aliento, y la que baja como masa informe que cae sordamente. Tal vez por eso escogí la escalera para ir a sufrir.

Jueves 10

Hoy puse gran empeño en terminar pronto mis diarias tareas domésticas: arreglar el departamento, lavar la ropa interior, preparar la comida, limpiar la pipa… Quería disponer de más tiempo para elaborar los programas y escoger los temas para mi ejercicio. Es bastante arduo el aprendizaje del dolor, gradual y sistematizado como una disciplina o como un oficio. Mi vecino estuvo observándome largo rato. Bajo la luz amarillenta del foco, debo parecer transparente y desleído. El diario ejercicio del dolor da la mirada del perro abandonado, y el color de los aparecidos.

Sábado 12

De nuevo cayó sobre mí la mirada insistente y surgió la temida pregunta del señor Rojas. Inútil decirle algo. Dejé que siguiera bajando entre la duda. Yo continué con mi ejercicio. Cuando oí pasos que subían, un estremecimiento recorrió mi cuerpo.

Los conocía bien. Las manos y las sienes comenzaron a sudarme. El corazón daba tumbos desesperados y la lengua parecía un pedazo de papel. Si hubiera estado en pie me habría desplomado como un títere. Sonrió al pasar… Yo fingí que no la veía. Y seguí con mi práctica.

Jueves 17

Estaba justamente en el 7.º grado de la escala del dolor, cuando fui interrumpido cruelmente por mi constante vecino que subía acompañado por una mujer. Pasaron tan cerca de mí que sus ropas me rozaron. Quedé impregnado del perfume de la mujer, mezcla de almizcle y benjuí, viscoso, oscuro, húmedo, salvaje. Llevaba un vestido rojo muy entallado. La miré hasta que se perdieron tras la puerta del departamento. Hablaban y reían al subir la escalera. Reían con los ojos y con las manos. Eran pasión en movimiento. Cerrados en sí mismos ni siquiera me vieron. Y mi dolor tan puro, tan intelectual, quedó interrumpido y contaminado en su limpia esencia por una sorda comezón. Sensaciones pesadas y sombrías descendieron sobre mí. Aquella dolorosa meditación, producto de una larga y difícil disciplina, quedó frustrada y convertida en miserable vehemencia. ¡Malditos! Golpeé con mis lágrimas las huellas de sus pasos.

Domingo 20

Fue un verdadero acierto graduar el dolor, darle categoría y límite. Aun cuando hay quienes aseguran que el dolor es interminable y que nunca se agota, yo opino que después del 10.º grado de mi escala, sólo queda la memoria de las cosas, doliendo ya no en acción sino en recuerdo. Al principio de mi aprendizaje creí que era oportuno ir en ascenso, en práctica gradual. Bien pronto comprobé que resultaba muy pobre una experiencia así. El conocimiento y perfección del dolor requiere elasticidad, sabio manejo de sus categorías y matices, y caprichoso ensayo de los grados. Pasar sin dificultad del 3.º al 8.º grado, del 4.º al 1.º, del 2.º al 7.º y, después, recorrerlos por riguroso orden ascendente y descendente… Me apena interrumpir esta interesante explicación, pero hay agua bajo mis pies.

Lunes 21

A primera hora llegó el dueño del edificio. Yo aún no acababa de secar el departamento. Gritó, manoteó, dijo cosas tremendas. Acostumbrado como estoy a sufrir injusticias, necedades y mal trato, su actitud fue sólo un reflejo de otras muchas. Se necesitaría de un artista auténtico para conmoverme, no de un simple aprendiz de monstruo. No le di la menor importancia. Mientras gritaba, me dediqué a cortarme las uñas con cuidado y sin prisa. Cuando terminé, el hombre lloraba.

Tampoco me conmovió. Lloraba como lloran todos cuando tienen que llorar. ¡Si hubiera llorado como yo, cuando llego a aquellas meditaciones del 7.º grado de mi método, que dicen…!

Sábado 26

Con toda humildad confesaré que soy un virtuoso del dolor. Esta noche, mientras sufría hecho un nudo en la escalera, salieron a mirarme los gatos de mis vecinos.

Estaban asombrados de que el hombre tuviera tal capacidad para el dolor. Apenas noté su presencia. Sus ojos eran como teas que se encendían y se apagaban. Debo haber llegado con toda seguridad al 10.º grado. Perdí la cuenta, porque el paroxismo del dolor, así como el del placer, envuelve y obnubila los sentidos.

M iércoles 30

Estoy tan sombrío, tan flaco y macilento, que a veces cuando algún desconocido sube la escalera, enloquece al verme. Yo estoy satisfecho con el aspecto logrado. Es fiel testimonio de mi arte, de su casi perfección.

Domingo 3 de agosto

No sé cómo, ni con qué palabras describir lo que hoy pasó. Aún tiemblo al recordarlo. Fue hace unas horas y no salgo de la sorpresa. El remordimiento que tanto practico ahora cobra novedad y me ha convertido en su presa. Es como si lo hubieran creado justamente cuando yo dominaba la escala completa. Cuando era todo un artista. He caído en un error imperdonable, fuera de oficio, inaudito y funesto. Si una sola vez hubiera dejado de practicar las disciplinas que este arte exige, diría que era la consecuencia lógica, pero he sido observante, fiel…

Jueves 7

No sé si podré salir de esta funesta prueba. Hoy trabajé tres horas seguidas (lo cual es agotante y excesivo) en el 6.º grado de mi escala, el más indicado para casos como éste. Sufrí como nunca, tanto que los vecinos me recogieron desmayado al pie de la escalera. Aquí, bajo los vendajes, está la sangre coagulada. Las carnes abiertas.

Tendré que aumentar o incluir como variedad del 5.º grado, éste de las heridas reales.

No se me había ocurrido antes, quizá fue una inspiración divina esta caída de la escalera. Un abrir los ojos a nuevas disciplinas.

Martes 12

No he podido olvidar. Quizá sea castigo a mi soberbia, pues empezaba a sentirme seguro, a soñar que manejaba el oficio con maestría. Lo escribí el sábado 26 de julio. ¡Fatal confesión, las palabras traicionan siempre y se vuelven contra uno mismo! ¡Si sólo lo hubiera pensado! He tenido que practicar hasta el agotamiento los grados 6.º y 9.º, dos horas cada uno. Después tuve que huir precipitadamente a mi departamento, por temor de que aquello volviera a suceder.

Viernes 15

¡Otra vez sucedió! Cuando el último sol de la tarde bañaba los peldaños de la escalera. Siento su mano aún entre mis manos que le huían. Su mano tibia y suave.

Dijo algo, yo no la oía. Sus palabras eran como bálsamo sobre mis llagas. No quise saber nada. Me estaba prohibido. Pronunciaba mi nombre. Yo no la escuchaba. Mis esfuerzos, mis propósitos y todo mi arte se estrellarían ante su mirada de ciervo, de animal dócil. El arte es sacrificio, renuncia, la vocación es vital, marca de fuego, sombra que se apodera del cuerpo que la proyecta y lo esclaviza y consume… ¡Ni siquiera una vez volví la cabeza para mirarla!

Lunes 18

Me arranqué las vendas y la sangre dejó su huella en la alfombra. También sangro interiormente. Recuerdo la tibieza de sus manos. Esas manos que quizás ahora mismo acarician otro rostro. Por primera vez en mucho tiempo no salí a sentarme en la escalera, temía que llegara en cualquier momento. Temía que dispersara mi dolor con su sola presencia.

Sábado 23

En la mañana vino el señor Rojas. Pensó que algo me había sucedido al no verme en mi acostumbrado rincón de la escalera. Me trajo unas frutas y un poco de tabaco; sin embargo sospecho que no es sincero en su preocupación. Hay algo secreto y sombrío en su actitud. Quizás intenta comprar mi silencio, yo he visto a las mujeres que mete en su departamento. Quizás quiere…

Martes 26

Junto a la puerta cerrada, para sentirme más cerca de la escalera, practiqué el 4.º y el 7.º grados. Oí sus pasos que se detenían varias veces, del otro lado. Sentí el calor de su cuerpo a través de la puerta. Su perfume penetró hasta mi triste habitación. Desde afuera turbaba mi soledad violentando mis defensas. Comprendí entre sollozos que la amaba.

Viernes 29

La amo, sí, y es mi peor enemiga. La que puede terminar con lo que constituye mi razón de ser. La amo desde que sentí su mano entre mis manos. Si yo fuera un individuo común y corriente, como el señor Rojas o como el dueño del edificio, me acostaría con ella y sería el náufrago de su ternura. Pero yo me debo al dolor. Al dolor que ejercito día tras día hasta lograr su perfección. Al dolor de amarla y verla desde lejos, a través de una cerradura. La amo, sí, porque se desliza suavemente por la escalera como una sombra o como un sueño. Porque no exige que la ame y sólo de vez en cuando se asoma a mi soledad.

Domingo 31

Si solamente fuera el dolor de renunciar a ella sería terrible, ¡pero magnífico! Esta clase de sufrimiento constituye una rama del 8.º grado. Lo ejercitaría diariamente hasta llegar a dominarlo. Pero no es sólo eso, le temo. Son más fuertes que mis propósitos su sonrisa y su voz. Sería tan feliz viéndola ir y venir por mi departamento mientras el sol resbalaba por sus cabellos… ¡Eso sería mi ruina, mi fracaso absoluto!

Con ella terminarían mis ilusiones y mi ambición. Si desapareciera… Su dulce recuerdo me roería las entrañas toda la vida… ¡oh inefable tortura, perfección de mi arte…! ¡Sí! Si mañana leyera en los periódicos: «Bella joven muere al caer accidentalmente de una alta escalera…»



Música concreta (1961)


Detrás de la reja

Aquel verano cumplí veintitrés años y Paulina cuarenta, sin embargo ella no representaba su edad y parecía ser sólo unos cuantos años mayor que yo. Paulina era hermana de mi madre, y se hizo cargo de mí a los pocos meses de nacida, al quedar huérfana. Desde entonces viví con ella y mi abuela Dorotea en una casa llena de flores y de jaulas con pájaros, que eran la debilidad de mi abuela. La casa, como todas las de pueblo, tenía un patio cuadrado con habitaciones alrededor: la sala, la recámara de mi abuela, otra recámara que compartíamos Paulina y yo, el comedor, la cocina y un pequeño y rústico cuarto de baño. Paulina era profesora de primaria y daba clases al grupo de cuarto año, siguiendo su ejemplo yo también me recibí de maestra y me asignaron el primer año. Nuestra vida era tranquila, metódica y ordenada, como reflejo de la misma Paulina. Todos los días nos levantábamos a las seis y media de la mañana; yo acomodaba y sacudía la casa mientras Paulina hacía el desayuno y mi abuela se dedicaba a regar las macetas y a darles de comer a sus pájaros. Después de desayunar dejábamos preparada la comida, nos arreglábamos y partíamos para la escuela, en donde debíamos estar a las ocho y media. Al medio día regresábamos a comer. La comida de diario era muy sencilla y sólo los domingos, que teníamos tiempo suficiente, cocinábamos algún platillo especial. Paulina daba clases en la tarde, yo no. Pero iba con ella para ayudarla en las clases de dibujo o de bordado. Al atardecer salíamos de la escuela. En la casa siempre había algo que hacer: arreglar nuestra ropa, corregir tareas, preparar pruebas. Cuando hacía buen tiempo, al anochecer, acompañaba a mi abuela Dorotea al rosario; ella sólo salía de la casa para ir a la iglesia, y se pasaba los días sentada junto a la ventana de la sala, haciendo frivolité. Isabel y Adelaida eran nuestras amigas más íntimas; con ellas salíamos los domingos en la tarde. Algunas veces asistíamos al cine, si la película le parecía conveniente a Paulina, de lo contrario íbamos a pasear al jardín y después a merendar a casa de nuestras amigas. Me preguntaba, al igual que muchas personas, por qué Paulina no se había casado siendo una muchacha guapa y llena de cualidades.

Yo tenía unos diez años cuando se hizo novia de Alejandro, un agente viajero que a todas las muchachas les gustaba. Fueron novios como un año; él iba a verla con frecuencia y se escribían todas las semanas. Un día me platicó Paulina que se iba a casar y comenzó a hacerse ropa y a bordar sábanas y manteles. Pasaron meses y Alejandro no volvió a verla, después dejó de escribirle. Paulina adelgazó mucho, siempre estaba triste y por las noches yo la oía llorar. Un día la sorprendí guardando, en el fondo de un viejo baúl, el retrato de Alejandro y toda la ropa que había bordado.

Algunas gentes dijeron que Alejandro se había casado en la ciudad. Mucho le costó a Paulina recuperarse de aquella pena pero ya nunca más quiso volver a tener novio. «Sólo una vez en la vida se puede uno enamorar», yo creo que decía eso por no confesar que había perdido la confianza en los hombres.

El día que cumplí veintitrés años Paulina quiso que nos retratáramos. Bajo la luz de los reflectores se veía muy guapa, con su larga cabellera castaña recogida en lo alto de la cabeza, lo cual la hacía parecer más alta y le dejaba despejado el rostro y sus grandes ojos negros. Como era sábado y no había escuela, por la tarde fueron varias amigas. Paulina preparó una rica merienda y pasamos unas horas muy contentas. A los pocos días nos invitaron a comer Isabel y Adelaida para festejar la llegada de su hermano, quien llevaba varios años estudiando en una ciudad del norte y hacía mucho tiempo que no lo veíamos.

Resultaba difícil reconocer al Darío que habíamos visto partir: era más desenvuelto que los otros muchachos que conocíamos, hablaba de muchas cosas y vestía bien. Aquella noche, antes de dormirnos, Paulina y yo conversamos desde nuestras camas, como acostumbrábamos hacerlo, y las dos estuvimos de acuerdo en cuánto le habían servido a Darío aquellos años fuera del pueblo.

Aquél fue uno de los veranos más calientes que recuerdo, tanto que no hubo funciones de cine los domingos en la tarde, y en su lugar se organizaban días de campo o tardeadas con fines benéficos. También había kermeses en el atrio de la iglesia y lunadas en los jardines, adonde siempre se bailaba. Isabel y Adelaida insistían mucho con Paulina para que saliéramos más seguido, y poco a poco ella fue accediendo. Darío se nos unía dondequiera que nos encontraba. Era muy amable con las dos y nos atendía por igual; nos invitaba refrescos, dulces, nos compraba flores. A mí me intimidaba mucho y no sabía ni de qué hablarle, en cambio, Paulina parecía encontrarse muy a gusto, tanto que él logró hacerla bailar y reírse con sus bromas. Yo nunca la había visto así y comencé a notar que se arreglaba más, que siempre estaba de buen humor y aceptaba todas las invitaciones que nos hacían. Aquel cambio de Paulina me alegraba mucho; aparte de que la quería y me gustaba verla contenta y animada, me atraían bastante las fiestas y los paseos. Como todo esto se debía a Darío, sentí por él mucho agradecimiento.

El director de la escuela donde trabajábamos le pidió a Paulina que asistiera en su representación a un congreso de maestros que se celebraba en México. Él se encontraba enfermo y no podía hacer el viaje. No obstante que esa deferencia le produjo a Paulina una gran satisfacción, yo la vi subir al tren con un aire de tristeza.

Adiviné el motivo.

Paulina se fue un jueves y el domingo Isabel y Adelaida pasaron por mí para ir a un día de campo. Era la primera vez que yo salía sola, es decir, sin Paulina. Nos fuimos al campo en varios automóviles y en ninguno iba Darío. Pensé que no había ido por no estar Paulina, pero al llegar vi que ya estaba allí con otros muchachos y que parecía muy contento. Jugamos a la pelota y a las escondidas antes de comer, después, en la tarde, cuando ya no había sol y el calor era menos intenso, con un tocadiscos de cuerda nos pusimos a bailar. Bailé con Darío todo el tiempo. Al principio me costaba esfuerzo seguirlo y me retiraba de su cuerpo lo más que podía…

Poco a poco me fui sintiendo con más confianza y dejándome llevar por él. Todo cambió para mí en esa tarde. Como si descubriera por primera vez las cosas que siempre había visto: las montañas doradas por el sol del atardecer, los árboles frondosos y verdes, las mismas piedras, todo tenía vida, todo era hermoso, todo me conmovía. Me atreví a mirar de cerca a Darío y me ruboricé tontamente. Él sonrió y me acercó más a su cuerpo. Seguimos bailando y bailando sin hablar. Me sentía tan ligera como si flotara en una nube, como si mis pies no tocaran la tierra; cerré los ojos cuando sentí sus labios sobre los míos, y la vida entera se detuvo de golpe.

Al día siguiente seguí viviendo todavía dentro del mismo sueño que transfiguraba y embellecía todo lo que me rodeaba. Apenas supe lo que hice en la escuela, era como ya no estar en mí misma, sino muy lejana, en otro instante muy hermoso.

Reconstruía paso a paso todo lo sucedido el día anterior y volvía a caer en el ensueño.

Al atardecer salí a comprarle cigarrillos a mi abuela y encontré a Darío. Enrojecí al verlo y no supe qué decir. Él dijo que quería verme en la noche.

—No sé si podré salir —le contesté.

—Buscaremos la manera de vernos y estar solos —dijo él.

—Va a ser difícil —dije atemorizada.

—Vendré a las diez —dijo Darío antes de que yo pudiera agregar nada más y me acarició la mejilla al despedirse.

Entré a la casa presa de extrañas y contradictorias sensaciones que yo desconocía y llena también de presentimientos y temores. No se me ocurría ningún pretexto para salir a verlo, estaba completamente aturdida. Por fortuna mi abuela no se dio cuenta de nada. Cenamos como de costumbre y después ella se acostó. Yo no podía hacer nada, ni siquiera leer la novela que tanto me gustaba; miraba continuamente el reloj y a medida que la hora se iba acercando crecía mi desasosiego. Al poco rato mi abuela apagó la luz. Me estaba desnudando cuando alcancé a oír unos ligeros golpecitos en la puerta de la calle. Sin darme cuenta de lo que hacía me eché la bata encima y corrí al zaguán, me detuve a escuchar, después abrí. Darío entró y cerró la puerta sin hacer el menor ruido. Allí, a oscuras, sin decir nada, me comenzó a besar y a acariciar.

Entramos a la sala. Yo ya no tenía miedo ni recelos; sólo el mismo deseo que a los dos nos consumía. Siguieron días llenos de presagios, temores e incertidumbre, días intensamente gozados y sufridos en que me consumía el miedo de que Darío no fuera más. Pero cuando por fin venía y sus manos ansiosas me arrancaban la bata y nuestros cuerpos se encontraban, yo lo olvidaba todo. A los quince días regresó Paulina y al verla supe el porqué de mi angustia. Ella se había cortado y rizado el pelo. Llegó muy contenta con regalos para todos: unas pantuflas para mi abuela, una blusa rosa para mí, pañuelos para Isabel y Adelaida, una corbata para Darío.

—Te ves muy bien —dijo al verme— pero te noto algo extraño —y me observaba con atención de pies a cabeza.

—Te probaron muy bien el viaje y los días de descanso —dije tratando de desviar la conversación.

—No me has dicho nada de mi pelo. ¿Te gusta cómo se me ve?

—Sí, claro, te queda muy bien —pero no era verdad, parecía como otra Paulina sin su cabello largo que tan bien se arreglaba.

Por la noche fueron a cenar Isabel, Adelaida y Darío. Yo me sentía muy nerviosa y agobiada. Esquivaba a Darío y temía hablarle, como si el menor detalle fuera a delatarme con Paulina. Al despedirse, aprovechando un momento en que no nos oían, me preguntó:

—Y ahora ¿qué vamos a hacer?

—No sé, no sé —fue lo único que pude contestarle.

Ya en la cama, Paulina hablaba de los lugares y las gentes que conoció y de todas las cosas que había hecho en México. Yo apenas la oía, seguía escuchando la pregunta de Darío y mi respuesta desesperanzada. Después ya no la oí más. Caí de golpe en el sueño.

Durante varios días no tuve oportunidad de hablar a solas con Darío porque Paulina estaba siempre presente. Noté con gran angustia que su simpatía por él era bastante manifiesta y que no hacía nada por ocultarla. Se sentaba a su lado y lo prefería en cualquier circunstancia. En todas sus conversaciones estaba él, aunque no viniera al caso. En esos días llegó la feria del pueblo y el domingo en la tarde fuimos a divertirnos. Paulina subió a la rueda de la fortuna con Darío. Yo los miraba desde abajo: ella reía y se abrazaba a él cuando estaban arriba. Era la primera vez que subía y de seguro le daba miedo. «Es una diversión absurda y peligrosa. Pagar por ir a sufrir no tiene sentido», había dicho siempre cuando yo o las muchachas la invitábamos. Al bajar estaba radiante, le brillaban los ojos y tenía las mejillas encendidas. Darío me invitó a subir y yo no supe si aceptar, pero ella insistió.

—¿Qué has pensado que podamos hacer? —me preguntó Darío.

—Yo no sé, Darío, no se me ocurre nada.

—No es posible seguir así —dijo Darío—. Además Paulina me tiene cercado, tú lo has visto.

—Todo lo que sucede es terrible —comenté tristemente.

—Ni siquiera podemos casarnos —dijo de pronto—. No tengo dinero. Dejé deudas en el Norte y casi todo lo que gano aquí lo mando.

Hasta ese momento supe que había la posibilidad de casarme con Darío o más bien que esa posibilidad no existía. Él no tenía dinero y yo jamás podría causarle una pena de esa índole a Paulina.

—No hay nada que hacer entonces —dije con una voz tan desalentada como mi alma. —¿Y si Paulina durmiera toda la noche? —insinuó Darío.

—¿Qué quieres decir?

—Si tú pudieras darle algún narcótico, dormiría profundamente y nosotros podríamos seguirnos viendo como cuando ella no estaba.

Sentí que la silla se desprendía de la rueda de la fortuna y caía en el vacío.

—¿Podrás, podrás? —me preguntaba ansioso.

Nunca pensé llegar a un momento como ese en que tuviera que tomar una decisión tan tremenda. Pesé mis temores, mi resistencia a lastimar a Paulina y mi deseo, y el deseo sobrepasaba todo.

Ella bebía siempre antes de dormirse una infusión de yerbabuena que yo le preparaba. A veces me olvidaba de dársela y al otro día se lamentaba de que nadie se preocupaba por ella.

—Sí —dije resuelta a todo.

—Conseguiré algunos polvos que no tengan sabor, confía en mí, te quiero tanto… Mi mano tembló cuando vertí el polvo en la infusión. Probé un poco, no tenía sabor. Llegué hasta la recámara con la taza de té.

—Si vieras la cara que tienes, como si hubieras visto un muerto —dijo Paulina y me observaba con curiosidad.

—Es que estoy muy cansada —le contesté y comencé a desvestirme rápidamente, mientras ella saboreaba su yerbabuena. Me metí en la cama y me puse a leer mi María de Jorge Isaacs, es decir, sólo aparentaba leer pues no lograba concentrarme en la lectura. Ella se acostó después de cepillarse el pelo con toda calma, y comenzó también a leer su Fabiola. Como a la media hora empezó a bostezar. A la hora estaba completamente dormida, ni siquiera tuvo tiempo de apagar la luz. Tenía en la mano el libro que estaba leyendo, se lo quité con cuidado y no hubo ninguna reacción;

después le levanté la mano que cayó pesada y lacia. Apagué la luz. Me deslicé silenciosamente al encuentro de Darío y al trabarse nuestros cuerpos todo dejó de pesar, y de doler; cesaron los remordimientos, las recriminaciones y los temores, existiendo sólo aquella noche infinita que nos pertenecía y los cuerpos que en ella caían y se rescataban, descubriéndose y reconociéndose hasta que la luz del día los separaba.

Paulina buscaba cada vez más a Darío, y él por no despertarle sospechas, se dejaba querer. Yo sentía una gran pena por ella y me dolía demasiado lo que le estaba haciendo. Me repetía constantemente que no era mi culpa que Darío me quisiera y me hubiera preferido, y que era ella quien se estaba engañando y haciendo las cosas más difíciles. En los bailes lo monopolizaba. Yo los miraba bailar con gran disgusto, aunque después yo lo tendría como ella nunca podría tenerlo.

Una noche estábamos dormitando después de haber hecho el amor, cuando alcancé a oír un ligero roce junto a la puerta de la sala, después una respiración.

Contuve la mía propia y me enderecé; Darío se sobresaltó también. Nos quedamos inmóviles un rato, sin saber qué hacer; los dos estábamos aterrorizados. Cuando ya no se oyó nada Darío se vistió apresuradamente y se fue. Yo entré a la recámara, Paulina dormía como todas las noches. Pensé entonces que había sido mi imaginación y tranquila me dormí. Cuando desperté al día siguiente, Paulina ya no estaba en la cama. No dejó de sorprenderme el que se hubiera levantado sin despertarme, como siempre acostumbraba hacerlo. La encontré en la sala observando las huellas de la alfombra. Me contestó los buenos días con una voz fría. Estaba pálida y tensa. Supe entonces que fue ella quien nos había descubierto. Una ola de sangre me aturdió y el cuarto me comenzó a dar vueltas. Tuve que sostenerme en una silla para no caer.

Había sido ella y todo estaba perdido, ¿qué iba a pasar ahora que lo sabía? Volví a la recámara y sobre el buró estaba la taza de yerbabuena, intacta. Traté de reconstruir en mi memoria cómo habían sucedido todas las cosas la noche anterior: leímos un rato, después yo fingí que dormía, al poco rato ella apagó la luz y no tardó mucho en quedarse quieta, pensé que dormía profundamente como siempre después de tomar el té.

Desde ese día todo cambió y nuestra vida fue una tortura sin fin. Por más que lo intentaba no me atrevía a hablar con Paulina y a explicarle las cosas, sabiendo de antemano que todo sería inútil, y que si una vez pudo sobreponerse a un golpe a su amor propio y a su orgullo, ahora ya no lo lograría. De otra persona hubiera sido grave, viniendo de mí resultaba más doloroso y mortal. Hablábamos sólo lo indispensable. Yo vivía agobiada y perseguida por los más atroces remordimientos al palpar su dolor y su desmoronamiento interno. El no poder ver a Darío y nuestro amor cortado tan bruscamente, me sumía en hondo abatimiento. Lo deseaba más que nunca y a todas horas me sorprendía inventando la manera, el sitio donde pudiéramos vernos. Una mañana, mientras mis alumnos copiaban una lección, escribí a Darío explicándole lo sucedido y mi necesidad de verlo. Le envié la carta con el mozo de la escuela y al día siguiente tuve su respuesta. Él también estaba desolado y lleno de temores, también quería verme, tendríamos que encontrar la manera, lo repetía varias veces en su carta.

Paulina se negaba a ir a todas partes, pretextando mil cosas cuando nos invitaban. Y si ella no iba, tampoco yo. Siempre había hecho sólo lo que ella quería. No gozaba de ninguna libertad y le debía demasiado para poder exigir algo. Por las noches las dos nos removíamos en nuestras camas sin poder dormir, sumidas en un silencio que era más agresivo que las palabras más crueles que nos hubiéramos dicho. Se me representaba constantemente la imagen de Darío que me esperaba en la oscuridad de la sala o me llamaba desde lejos y me urgía, y yo ni siquiera tenía el consuelo de llorar y gritar mi impotencia para correr a su lado. «Algo tendrá que pasar, algo tendrá que pasar», me repetía a todas horas.

Después ella comenzó a levantarse por las noches y a caminar por el patio largas horas. Si las dos teníamos mal aspecto, el de Paulina era peor que el mío. Comía mal, casi no hablaba. Mi abuela, que raras veces se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor, le preguntó en varias ocasiones qué le pasaba. «No tengo nada — contestaba siempre—, cansancio tal vez.» Y sus ojos se clavaban en mí con una mirada llena de recriminaciones y reproches.

De cuando en cuando cambiábamos una nota Darío y yo. Esto era lo único que me sostenía. Todas eran iguales; preguntas y preguntas que no podíamos responder. En la escuela terminaron por darse cuenta de que algo le pasaba a Paulina, dado su aspecto y su manifiesta nerviosidad. Un día la llamó el director, quien tenía algunos conocimientos de medicina. Debe haberle recetado algo que ella no se ocupó de comprar. Así pasó algún tiempo, que fue una eternidad. Una vez en que yo estaba mirando jugar a mis alumnos en el recreo, no pude impedir que se me salieran las lágrimas. No me di cuenta de que el director me observaba. Me llevó a su despacho.

—¿Qué le pasa —me preguntó—: es a causa de Paulina?

—Sí, me preocupa mucho —le contesté. Era todo lo que yo podía decirle.

—Hace días que me di cuenta de que anda mal —dijo él—. Hablé con ella y me contó que no duerme bien y que eso le afecta los nervios. Le recomendé un tónico y un sedante nervioso, espero que los esté tomando.

—No la he visto tomar ninguna medicina —me atreví a decirle.

—Voy a insistirle de nuevo —dijo él.

Pero si el director insistió Paulina no le hizo ningún caso y los días y las noches siguieron pasando igual, como un tormento que no terminaba nunca. Una noche en que yo estaba en la recámara revisando unas tareas de la escuela, oí que Paulina y mi abuela hablaban en la sala, y como la anciana casi no oía, Paulina le explicaba a gritos que era conveniente vender las propiedades que teníamos: unos terrenos de siembra que se rentaban cada año y unas casas viejas. Mi abuela Dorotea no comprendía la necesidad de hacerlo y Paulina insistía que era más seguro tener el dinero en el banco que propiedades que no dejaban gran cosa y daban muchas molestias. Pero mi abuela no estuvo de acuerdo en lo que le proponía Paulina y no accedió a sus deseos. Paulina salió de la sala bastante molesta y se fue a la cocina a preparar la merienda. Yo no pude explicarme entonces el porqué de la decisión de Paulina de vender nuestras propiedades. Lo que ganábamos en la escuela nos era suficiente para vivir, teníamos aparte el dinero de las rentas y ella ahorraba todo lo que podía.

Siguió pasando el tiempo en que los días se iban sin esperanza y las noches se eternizaban. Y las dos allí en aquella casa o en la escuela, siempre juntas y desesperadas como dos condenados mudos. De vez en cuando iban a visitarnos Isabel y Adelaida, de seguro las constantes negativas de Paulina a sus invitaciones les impedían buscarnos tan a menudo como antes. O tal vez sospechaban que algo andaba mal entre nosotras, no obstante que frente a ellas o a cualquier otra persona Paulina se comportaba con naturalidad, como si nada pasara.

Fue en ese tiempo cuando enfermó mi abuela y no fue posible salvarla. «Ya era muy grande», dijo el médico, y yo pensé que sin haber dicho nunca nada, no pudo soportar lo que pasaba en aquella casa y se había ido. Ni su enfermedad ni su muerte lograron reconciliarnos. La noche que la velamos volví a ver a Darío, fue con sus hermanas y los tres nos dieron un abrazo de pésame como se acostumbra en tales casos. No pudimos decirnos nada. En el velorio Paulina estuvo, todo el tiempo, sentada entre Isabel y Darío. Entonces supe que con él no estaba enojada. La muerte de mi abuela me ofreció la libertad de llorar y lloré mucho, por todo lo que no había podido en tanto tiempo pero no dejé de sentir remordimientos por no llorarla a ella sino a mí misma. Velamos a mi abuela en la sala, ahí donde Darío y yo nos habíamos amado tantas veces. No pude, por más que lo intentaba, seguir los rezos; en mi mente surgían los recuerdos de nuestro amor; imágenes de Darío que no correspondían al que estaba sentado al lado de Paulina, tan serio y callado, sino al otro, al que había sido mío.

En el entierro pude hablar con él cuando Paulina no podía vernos, protegidos por la gente que rodeaba la fosa.

—Huyamos, Darío —le supliqué.

—Pero ¿adónde? No tengo dinero, tú lo sabes.

—No importa, trabajaremos los dos.

—Espera un poco más. Ya habrá alguna manera de solucionar esto —dijo él. Siguieron los rosarios a la muerta y por lo menos al anochecer iban algunas amistades a rezar. Yo sólo pensaba en el día que ya no hubiera visitas y nos quedáramos solas, frente a frente. Una vez que terminaron los rosarios, y como ya mi abuela no podía oponerse, Paulina comenzó a vender las propiedades. A mí me correspondía la parte de mi madre pero ella no me consultaba nada ni yo me atrevía a pedirle explicaciones. Me pasaba los días y las noches tratando de encontrar alguna solución pero mis posibilidades eran muy limitadas: no disponía de dinero, puesto que Paulina lo administraba todo, hasta mi propio sueldo, y en tales circunstancias yo no encontraba a dónde ir. Tampoco me atrevía a huir del pueblo y renunciar para siempre a Darío; estaba dispuesta a afrontarlo todo antes que perderlo. Me desesperaba pensar que si él quisiera todo sería fácil: «No tengo dinero, espera un poco, no tengo dinero, espera un poco», resonaba constantemente dentro de mí. Fue entonces cuando el director de la escuela me mandó llamar nuevamente:

—Sigo preocupado por Paulina —me dijo— y temo que la muerte de su madre la ha empeorado. Como vamos a tener vacaciones, he pensado que sería conveniente que Paulina fuera a León, aprovechando esos días. Hay ahí un sanatorio de neuropsiquiatría que dirige un amigo mío, persona muy competente en enfermedades nerviosas.

—Será difícil que Paulina acceda a ir —dije sin entusiasmo—: usted sabe que se ha negado a tomar las medicinas que le ha recetado.

—Tranquilícese usted, ya le hice la sugestión y está de acuerdo en ir a que la receten.

Yo no podía creer que fuera verdad lo que el director me estaba diciendo y con trabajo pude seguir escuchándolo. Comencé a pensar mil cosas: que Paulina se iba a ver a un médico y yo me quedaría sola en la casa; era demasiada felicidad, volver a ver a Darío, verlo sin nadie que nos estorbara, otra vez como antes; tres meses soñando en estar de nuevo con él, tres meses que había contado día a día, minuto a minuto, y de pronto noches y noches sin fin para nosotros, era difícil creerlo, Darío tenía razón al decirme que esperara, Paulina se iba a León, yo me quedaría en la casa, volvería a vivir nuevamente, aunque fueran unos días, aunque fuera una sola vez, entre los dos encontraríamos la solución, o lo convencería de que nos fuéramos lejos, lejos de aquel pueblo y de Paulina, no estando ella todo sería fácil, podríamos trabajar los dos y amarnos libremente, yo lo convencería, yo lo convencería…

Animada por la esperanza me acosté aquella noche pero la misma excitación y tantos pensamientos me impidieron conciliar el sueño y oí casi todas las horas. A la mañana siguiente dijo Paulina:

—Arregla tus cosas porque vamos a ir a León: voy a consultar un médico para mi insomnio. Saldremos en el tren de la noche.

Si las palabras del director de la escuela me hicieron recobrar la esperanza, las de Paulina me sumieron de golpe en un pozo sin fondo. (No vería a Darío, pero cómo lo había creído posible, me llevaba con ella, claro que no quería dejarme, lo calculaba todo, sabía lo que yo hubiera hecho al quedarme sola, adivinaba mis pensamientos, mis deseos, era demasiado lista, demasiado cruel, cómo iba a dejarme con Darío, había sido un sueño, otro sueño más que no se realizaba y todo hubiera sido tan fácil, tan hermoso, ella no podía ni siquiera imaginarlo, no conocía lo que era el amor, era incapaz de amar, estaba herida en su orgullo solamente, el amor era otra cosa, jamás lo sabría.)

Como un autómata arreglé mi equipaje. Por la tarde llovió. Mi ánimo ya tan decaído por la frustración de mi última esperanza se agravó con la tristeza de aquella tarde lluviosa. Con gran esfuerzo lograba contener las lágrimas. En la noche tomamos el tren para León. Había cesado de llover y la luna salió bastante siniestra; por lo menos así me pareció a mí. Aquel grito largo de la locomotora, era el mismo grito de mi amor y mi desesperanza. Van pasando los días, iguales en su inutilidad y en su tortura continuada. Yo repaso mi historia día a día, paso a paso. La historia que nadie quiere oír, ni nadie quiere saber. Sigo implorando en todas las formas en que me es posible hacerlo, que me escuchen, que me dejen hablar. Pero todo es inútil. Ante mi desesperación de los primeros días, me suministraban continuamente narcóticos que me embrutecían y me tuvieron aislada. Ahora que mis fuerzas de luchar se han debilitado y me voy tornando físicamente dócil, me sacan al jardín a tomar el sol. Ahí me siento bajo el naranjo a repasar mis recuerdos. Casi no me atrevo a preguntarme por Darío. No quiero saber nada, me rehúso, me niego, no quiero ni pensarlo, lo sospecho, lo intuyo, pero no quiero, no quiero saber nada, sería monstruoso, me mataría si fuera, no quiero pensarlo, y yo sé que sí es, pero no quiero que sea, todo menos eso, que sea de Paulina, que se entregue a ella como se entregaba a mí, igual, de la misma manera, que la haga enloquecer de placer como a mí, no, no puede ser, no, sería un crimen, un horror, y yo sé que sí es, pero quiero negarlo, engañarme, decirme que no, que no puede ser aunque sea, aunque yo lo sepa, sé que se vendió, necesitaba dinero y Paulina lo tenía, los dos solos en aquella casa, sin testigos, sin miedo, sin sobresaltos, los dos solos cada noche, una noche y otra, noche a noche, todas las noches de la vida, gozando y gozando una vez y otra, muchas veces, gozando sin fin, mientras yo me despedazo de dolor a cada instante y no acabo de morir, tal vez ya ni se acuerden de mí, ni les importe siquiera saberme viva o muerta, ojalá estuviera muerta y no así, roída por la desesperación y la rabia, sin poder hacer nada, sin que nadie me escuche, sin salvación, yo la quería mucho, mucho, y sufría por tener que hacerle daño, porque Darío me amaba y me había preferido, fue como un hechizo, un encantamiento que me cegó, eran nuestros cuerpos que se entendían a pesar nuestro, yo sufría por ella que se empeñaba en engañarse, no quería verla triste ni desesperada, yo la creía buena, pensaba que me quería como a una hija, jamás quise admitir que éramos como dos fieras hambrientas sobre la misma presa, jamás pensé en su egoísmo ni en su maldad, en su envidia, en el odio siniestro y descarnado que se le despertó hacia mí, jamás lo pensé ni lo creí, hasta ese día en que vine a acompañarla para que la examinaran de sus nervios y unos fuertes brazos me arrastraron hacia dentro, mientras yo gritaba desesperada que yo no era la enferma, sino la otra, Paulina, la que estaba detrás de la reja y desde ahí miraba, sin inmutarse, cómo me iban llevando.



Tina Reyes

Tina Reyes se despidió de sus compañeras de trabajo, con quienes había caminado varias cuadras, y subió al camión que la dejaba cerca de la casa de Rosa. Tuvo suerte de encontrar, a esa hora, un asiento y se acomodó junto a la ventanilla. Estaba tan cansada como todos los fines de semana, «menos mal que mañana es sábado». Medio día de trabajo solamente, pero luego el domingo, y ella no soportaba aquellos domingos: misa de 11:30, nieve de vainilla y chocolate, cine de segunda con programa doble, sala repleta de gente, de malos olores y de humo; una torta y una Coca-Cola a la salida y quedaba terminado el domingo igual a otros cientos de domingos anteriores y a otros por venir; después el lunes y el martes y toda la semana de trabajo completo sin tiempo para nada, ni siquiera para pintarse las uñas. Esto pensaba mientras se veía el barniz maltratado y comenzado a descascararse. «Ojalá y Rosa esté bien», la semana anterior la había visto muy cansada, era natural con tanto trabajo, ella sola para todo el quehacer y atender a los niños y a Santiago. Menos mal que Santiago era tan bueno con ella y le daba todo lo que tenía, lo único malo era que no contaba más que con su trabajo y que casi siempre andaban preocupados por dinero, pero cómo quería a Rosa, si no le daba comodidades no era por su gusto, un buen hombre de verdad, tan serio y trabajador, nunca andaba con amigos ni en parrandas, siempre de su casa a su trabajo, tenía suerte Rosa: un marido como Santiago, sus hijos, una casita, viéndolo bien era mucho tener, en cambio ella… Tina suspiró y movió la cabeza tratando de desviar el rumbo de sus pensamientos. No quería pensar en ella misma, ni en su vida, le hacía daño y siempre terminaba triste.

Era demasiado doloroso vivir sola, sin tener a quién hacerle falta; sin más que un cuarto en el tercer piso de un edificio oscuro y sucio, un cuarto tan estrecho donde apenas le cabían sus cosas: la cama de latón descolorido por los años que una vez había creído de oro, la mesa donde comía y planchaba, la máquina de coser que le dejó su madre y aquel viejo ropero que no se había atrevido a vender porque hubiera sido como vender todos sus recuerdos: había guardado los trajes de su padre y de su madre, los de ella, algunos ahorros, retratos de familia, tantas cosas… Ahí envejecería en ese triste cuarto, tan triste como ella misma, como esa desesperanza que le iba aumentando día tras día; todo sería diferente si vivieran sus padres, pero ya eran tan viejos y estaban tan enfermos… hubiera sido más duro verlos sufrir años y años, tal vez era su destino haberse quedado sola en el mundo; ni siquiera podía tener un gato o un perro en ese cuarto tan pequeño, el pobre canario que le regaló Rosa se había muerto pronto, sin duda por falta de aire y de sol… ¿cómo sería tener un departamento, cómo sería tener marido, hijos, un hombre que la abrazara y le dijera «Tina» con voz cariñosa?, aunque tuviera que trabajar tanto como Rosa, pero sabiendo que al anochecer él llegaría; cenar juntos platicando de todas las cosas del día, de los niños, ver después la televisión y, si no había, por lo menos oír un rato el radio, después dormir con la cabeza apoyada en el hombro de él, ya no sentiría tanto frío por las noches, dormiría tranquila oyéndolo respirar, ver crecer a los niños, oírlos decir «mamá»… Las lágrimas estaban a punto de salírsele pero al darse cuenta de que iba en un camión lleno de gente logró sobreponerse y sólo una rodó por sus mejillas.

Apresuradamente sacó de su bolsa un espejito y un pañuelo. Se secó los ojos y se puso a mirar hacia afuera, muy apenada, temiendo que alguien se hubiera dado cuenta. El camión se detuvo en la esquina del Barba Azul que a la luz del día resultaba aún más sórdido pintado de anaranjado y azul intenso. Apagado el anuncio de gas neón que ella miraba todas las noches. No cabía duda de que era un barrio malo y peligroso, como Rosa siempre le decía, pero estaba cerca de su trabajo y el cuarto sólo rentaba cien pesos, que era todo lo que ella podía pagar. Se estiró la falda para cubrirse las rodillas que estaba enseñando y volvió a pensar en aquellas noches cuando el sueño se le iba y pasaba las horas mirando el letrero luminoso del Barba Azul que se encendía y se apagaba, escuchando, todo el tiempo, hasta el amanecer aquella frenética música de locos. Veía salir infinidad de parejas cantando o riéndose a carcajadas, a veces se daban de golpes ahí en plena calle, gritándose los insultos más bajos, luego se reconciliaban y se perdían, abrazados, por las calles oscuras, otras veces llegaba la patrulla y cargaba con ellos. Ella siempre había despreciado a aquellas mujeres fáciles y perversas, su risa se le quedaba en los oídos, tenía que taparse la cabeza con la almohada y sollozaba de indignación y protesta hasta quedarse dormida… Se dio cuenta de que ya era su parada y bajó del camión. Vio con gusto que todavía quedaba algo de luz y que no se sentía frío. Resultaba agradable caminar.

—Perdone, señorita, ¿me permitiría que la acompañara?

Tina abrió enormemente los ojos y se quedó casi paralizada por la sorpresa.

—Usted me ha simpatizado, desde que subió al camión me impresionó. Tiene unos ojos muy expresivos.

—Disculpe, señor —pudo, por fin, decir Tina—, pero yo no acostumbro hablar con desconocidos.

—Si usted me deja presentarme ya no seré un desconocido —dijo el hombre—, ¿por qué no me da la oportunidad? ¿Verdad que sí vamos a ser amigos? Tina comenzó a caminar lo más aprisa que podía, deseando llegar cuanto antes a casa de su amiga y ponerse a salvo de aquel impertinente. Cruzó una calle con el semáforo en rojo y tuvo que correr para evitar que la atropellaran. Cuando ganó la acera respiró satisfecha pensando que había logrado burlar al tipo.

—Si tuviéramos algún amigo común, nos presentaría (ahí estaba otra vez a su lado), pero mucho me temo que no tengamos ninguno. ¿No me podría dar la oportunidad? Tina no le contestó. Decidió que lo mejor sería no hablarle una palabra más, para que se cansara y la dejara en paz.

—Le aseguro que usted me ha simpatizado mucho —decía él, sin desanimarse por el silencio de Tina—, desde que la vi me impresionó.

Nunca le había parecido tan lejos la casa de Rosa. ¿Y si Rosa no estuviera y encontrara la puerta cerrada? Siempre la esperaba los viernes a esa hora…

—Pero si es tan sencillo ser amigos —insistía él.

¡Qué tal que Rosa se hubiera ido a ver al médico y no regresara aún! La semana pasada le había dicho que no se sentía bien…

—¿No me va a decir cómo se llama? —preguntaba el hombre.

Llegó por fin a la casa de Rosa y dio un suspiro de alivio cuando cerró la puerta tras de sí. Se quedó unos minutos parada junto a la puerta hasta que escuchó los pasos que se alejaban. Rosa estaba planchando cuando apareció Tina bastante excitada, con las mejillas encendidas y jadeante por la carrera. Después de beber un vaso de agua le contó a su amiga el incidente, con todos los detalles. Rosa rió de buena gana y quiso saber cómo era el tipo.

—Ni siquiera le vi la cara —confesó Tina.

Rosa siguió, un buen rato, haciendo comentarios y bromeando con Tina sobre lo sucedido. De pronto se le quedó mirando con cierta malicia:

—Estás en tu día, no cabe duda —decía muerta de risa—, realmente te queda muy bien ese suéter azul.

Tina protestó diciendo que no era lo que Rosa pensaba pero se fue acercando, como sin querer, hasta un ropero con espejo y se contempló en él, primero, con cierta timidez y temor de que Rosa se diera cuenta de que se estaba mirando, después, con cuidado y atención. Sus manos se deslizaron sobre los senos y se apoyaron en la cintura estrecha. No estaba mal, para ser sincera consigo misma tuvo que admitir que estaba bastante bien, pero qué pena, qué mala suerte que ese cuerpo, tan bien hecho, se marchitara a la sombra de la soledad, sin conocer ni una caricia, ni un goce. No pudo menos de lamentarse.

—Ya está bien, ya no te mires tanto —decía Rosa.

Tina se ruborizó y fue a sentarse en una mecedora. Tenía todo el aire de niña sorprendida en una travesura. Comenzó a mecerse y a sonreír complacida. ¡Qué bien se sentía siempre que veía a Rosa! Platicando con ella se le iban las horas y se olvidaba de sus tristezas. Cómo le gustaría verla a diario, como antes cuando eran vecinas y Rosa aún no se casaba y ella vivía con sus padres…

Era casi seguro que le dieran un aumento a Santiago, contaba Rosa, con eso ya no tendría que trabajar horas extras por las noches. Estaban muy contentos. Aparte de que significaba un poco más de dinero que les solucionaría algunas cosas, se podrían ver más.

—Hay días en que casi no nos vemos —se quejaba Rosa.

—No sabes el gusto que me da esa noticia —dijo Tina y pensó que ya era hora que mejoraran de dinero, después de tantos años de vivir tan apretados. Otra buena noticia era que la cajera de la fábrica, donde trabajaba Santiago, se iba a casar y dejaría libre el puesto.

—Santiago cree que te lo puede conseguir. ¿No te parece que sería estupendo? — preguntó Rosa.

Tina se alegró mucho con esta noticia, porque ella siempre había ambicionado ese empleo. Pero también no dejó de sentirse mal al pensar que si obtenía el puesto de cajera era porque ésta lo dejaba para casarse. Todo mundo tenía la posibilidad de casarse, miles de muchachas se casaban todos los días menos ella. Pero Rosa no le dio más tiempo de seguir pensando en su mala suerte porque comenzó a platicar de otras cosas. Cuando preparaban la cena, Tina se sorprendió haciendo planes: seguramente iba a ganar más dinero, podría entonces rentar un pequeño departamento cerca de Rosa y Santiago. Qué maravilla dejar para siempre ese horrible cuarto y no volver a mirar el Barba Azul, ese antro sórdido que tanto le impresionaba y que ella despreciaba con toda su alma; un trabajo diferente donde no habría que cumplir una tarea obligada como en la fábrica de suéteres donde tenía que hacer cien mangas o cien cuellos sin que le quedara tiempo ni para respirar…

Mientras cenaban comentó Rosa que no tardaba en comenzar el frío y los muchachos ya no tenían nada decente que ponerse. Le preguntó a Tina si ella podía conseguirle, en la fábrica, algunos suéteres a buen precio. Tina aseguró que sí, diciendo que a las empleadas les hacían bastante descuento. Se pusieron entonces a tomarles medidas a los chicos y a elegir los colores más convenientes. A los chamacos les entusiasmó mucho saber que tendrían un suéter nuevo y escogieron unos colores sobre los cuales Rosa no estuvo de acuerdo. Ella siempre les compraba la ropa pensando en que les sirviera bastante y no se vieran tan payos.

Les costó mucho trabajo acostar a los niños y una vez que lo lograron recogieron la mesa y se sentaron a platicar un rato más: Rosa oía por radio una novela, dos veces por semana; era una historia muy bonita y muy interesante, lo único que le molestaba era que a veces no la podía escuchar, pero como siempre, al comenzar el programa daban un pequeño resumen de los capítulos anteriores se podía seguir la historia, que lo conmovía a uno de veras y muchas veces lo hacía llorar; hasta a ella, que casi nunca lloraba, se le salían las lágrimas oyendo Anita de Montemar. Tina también había escuchado un capítulo de esa historia, un día que el encargado del taller tuvo que salir y dejó el radio. Él siempre lo ponía en los programas de beisbol o en cosas que ella no entendía, pero ni modo.

Como ya eran pasadas las nueve de la noche y no estaba Santiago para que la acompañara a tomar el camión, Tina decidió irse antes de que se hiciera más tarde. Al llegar a la esquina tuvo la segunda sorpresa de ese día: ahí estaba el hombre que la había seguido en la tarde. No le había visto la cara pero recordaba el color del traje y la estatura. Pensó devolverse a casa de Rosa pero como en ese preciso momento vio llegar su camión lo abordó sin más vacilación. Creyó que el hombre no había tenido tiempo de subir y comenzó a tranquilizarse. El camión dio un brusco viraje y Tina estuvo a punto de caer. Alguien la sostuvo oportunamente. Cuando iba a agradecer la atención vio con espanto que era el mismo hombre y se tragó las palabras que iba a decir. Él solamente sonrió. Entonces le vio la cara: «Es bastante joven y nada desagradable». Más bien le pareció atractivo y casi deseó que, en vez de ser un desconocido, fuera un amigo de Santiago y de Rosa que ella hubiera podido tratar en otra circunstancia… «Mira, Tina, te presento a X, es mi mejor amigo… X dice que está muy interesado en ti, si vieras qué buen muchacho es… dice X que cuando le aumenten el sueldo te pedirá que te cases con él, te aseguro que te sacas la lotería, hay pocos muchachos así…» Alguien preguntó por una parada y el cobrador contestó que era la próxima. Tina se dio cuenta, entonces, de que había tomado otro camión.

En su prisa por subirse no se había cerciorado que no era el suyo. La sangre le golpeó las sienes y las piernas se le aflojaron. Muy trastornada por lo que le estaba ocurriendo bajó del camión.

—La estuve esperando —dijo él—; tuve la corazonada de que volvería a salir.

Tina miraba hacia todos lados tratando de orientarse y ver dónde podía tomar algún camión que la llevara hasta su casa.

—Ya ve, es el destino —dijo él complacido.

Aquellas palabras fueron como un rayo que de pronto hubiera caído sobre ella. Sintió que había entrado en un callejón sin salida y su mente empezó a girar como un trompo acelerado. Recordó de golpe todas las historias que había leído en los periódicos: así empezaban todas, siempre era lo mismo, igual le sucedió a aquella pobre muchacha, se llamaba Celia, no hacía mucho tiempo que lo había leído, lo recordaba muy bien… Se detuvo en la esquina sin saber qué hacer ni hacia dónde ir.

No se veía por ningún lado una parada de camión. Enfrente había una nevería muy concurrida, se le ocurrió preguntar ahí. Entonces dijo el hombre:

—La invito a tomar un refresco, ¿acepta?

Ella supo que ya era demasiado tarde para pretender escapar, nadie lograba nunca huir de su destino. Podía intentar mil cosas y todo sería inútil. A veces, el destino se presentaba de pronto como la misma muerte que un día llega y ya no hay nada que hacer. Sólo le quedaba resignarse a su triste fin. Convencida de tal fatalidad se dejó conducir dócilmente.

Se sentaron en la única mesa que estaba desocupada y él pidió dos Coca-Colas.

Había mucha gente y mucho ruido, voces, carcajadas, la sinfonola puesta a todo volumen. Tina estaba completamente aturdida y muy asustada.

—Aún no sé cómo se llama —dijo él—, yo me llamo Juan Arroyo.

—Cristina Reyes —dijo Tina, y al momento se reprochó por no haber dado otro nombre, pero ¿qué importaba después de todo?

—Cristina, Tina, muy bonito nombre, me gusta —aseguró sonriendo el muchacho.

Al sonreír se le iluminaron los ojos. Tenía unos ojos negros algo rasgados. «No cabe duda de que tiene bonito mirar», no pudo menos que pensar Tina. La mesera llegó con los refrescos. Mientras él los servía ella observaba detenidamente las botellas y el líquido. Estaba muy bien enterada, por los periódicos, de que ponían drogas en las bebidas, y como habían llevado los refrescos destapados era muy fácil…

—Platíqueme de usted Tina, ¿qué hace? —preguntaba el muchacho mostrando un interés que ella sabía completamente falso.

Tina comenzó a contar, con gran dificultad, que trabajaba en una fábrica de suéteres. Repetía sin querer las palabras y el miedo le había secado la garganta. Bebió un poco de Coca-Cola, solamente un traguito, lo necesario para humedecerse la boca y darse cuenta, al mismo tiempo, si tenía algún sabor raro, pero no notó nada extraño en el refresco y se tranquilizó. Aunque a lo mejor le ponían alguna cosa que no daba sabor. A Celia le dieron algo en una bebida, y la pobre no se enteró de nada sino hasta el día siguiente que despertó…

El muchacho insistía en saber más cosas acerca de ella: de su familia, con quién vivía, qué le gustaba hacer, a dónde acostumbraba ir… Tina empezó a exhumar a sus muertos y a inventar hermanas y hermanos. No podía decirle que vivía sola, y que no tenía a nadie que la protegiera y la salvara. Si él se enteraba era capaz de entrar a su cuarto y ahí mismo… a una pobre muchachita la habían ahogado con sus propias almohadas, en su propia casa, después de… «¡qué cosa más horrible!», y un agua helada le caía por la espalda, produciéndole escalofríos.

Él estaba contando que trabajaba en una imprenta, eso no era, desde luego, lo que él quería pero como los trabajos estaban escasos y difíciles de conseguir, había que conformarse. Tenía un año de haber llegado de Ciudad Juárez donde radicaba toda su familia. Se había arriesgado a salir de allí pensando que en la capital se presentaban más oportunidades. Estaba viviendo en la casa de unos parientes lejanos a donde sólo iba a dormir, y no dejaba de extrañar bastante su casa y su familia… Tina lo escuchaba sabiendo de antemano que todo lo que dijera o pudiera decir era falso. Una lección aprendida de memoria y practicada muchas veces, sabe Dios cuántas. Todos los tipos como él actuaban de igual manera. Aparentaban no romper un solo plato y engañaban hasta el último momento en que se desenmascaraban con el mayor cinismo. Ella no merecía tener un fin tan cruel, ya le eran bastantes duros la soledad y la pobreza para recibir un castigo más. Comenzó a sufrir intensamente y tuvo enormes deseos de echarse a llorar, y se preguntaba con desesperación y sin respuesta qué cosa había hecho, por qué o de qué iba a ser castigada.

Había tres parejas en la mesa de al lado. Tina vio, sin querer, cuando una mujer de pelo rubio pintado le echaba los brazos al cuello al hombre que estaba junto a ella y enfrente de todo el mundo comenzaba a besarlo con el mayor descaro. Tina miró inmediatamente a otra parte sintiendo que se había ruborizado hasta los cabellos. Eran iguales a las que veía salir del Barba Azul, no podía entenderlas ni disculparlas, ella era tan diferente, creía en el amor, en las manos enlazadas, en las noches de luna, en las miradas y las palabras tiernas; durante mucho tiempo imaginó cómo iba a ser su vestido blanco, cómo estaría adornada la iglesia el día de su boda y la música que se tocaría… Experimentó de pronto un miedo terrible, mortal, de las horas que seguirían, ¿adónde la iría a llevar?, ¿cómo iría a empezar?, se preguntaba llena de angustia, acorralada en un callejón sin salida.

—¿Quiere otro refresco, Tina? —preguntó él.

—No, gracias —dijo ella.

—De veras, con toda confianza —insistió él.

Rehusó nuevamente pero luego pensó que era conveniente hacer tiempo sentados en la nevería porque allí no podría pasarle nada. Bebieron otro refresco y él siguió platicando y preguntando, sacándole las palabras. Él conversaba con una voz suave y bien modulada, como si acariciara con ella. «Debe tener mucha práctica», y algo como un hormigueo ardoroso le corría por todo el cuerpo cada vez que pensaba: ¿cómo sería el comienzo?, si era de los que golpeaban a las muchachas brutalmente, o tal vez sin más explicación se avalanzaría sobre ella y le arrancaría las ropas, también había algunos que primero asesinaban y después… Sintió mucho calor, sacó su pañuelo y se abanicó con él, luego se enjugó la frente.

Él le preguntó si estaba indispuesta y Tina apenas pudo contestarle que no, que hacía mucho calor ahí dentro. Entonces el muchacho pagó la cuenta y salieron de la nevería.

—Tendremos que tomar un libre —dijo él—, a esta hora ya no hay camiones.

Eso era lo acostumbrado, lo que ella había leído en los periódicos, siempre estaban en complicidad con el chofer de un taxi, tal vez se proponía sacarla de la ciudad y llevarla a uno de esos lugares siniestros… así le había sucedido a aquella pobre de Celia…

Él sugirió que fueran hasta la esquina X, porque por allí siempre pasaban libres, a cualquier hora. Y Tina seguía diciéndose que ahí debía estar el taxi cómplice. Pero se dejó llevar, convencida, como estaba, de que ése era su destino y como tal tenía que cumplirse aunque ella se resistiera. Y efectivamente no bien llegaron, él paró un libre.

Cuando el muchacho le preguntó su dirección, ella se la dio sin vacilar, segura de que la llevaría a otra muy distinta. Se acomodó en el asiento, arrinconándose y bastante encogida, lo observó de reojo: el pobre creía engañarla, como si ella no se enterara de lo que estaba ocurriendo. En varias ocasiones casi tuvo deseos de reírse, pero cuando se daba cuenta de que el final se iba acercando, sentía como si se soltara el sostén de la cuerda por donde caminaba, cayendo en el vacío, precipitándose de golpe en lo oscuro.

—¡Qué noche más bonita! —comentó el muchacho acercándose a Tina—. Yo creo que es la compañía la que me hace ver así la noche. No hace nada de frío. ¿Ya vio qué luna tan grande? —y tomó la mano de Tina entre las suyas.

La mano de Tina estaba fría y húmeda, las del muchacho calientes y secas. Tina miraba hacia afuera, hacia arriba, preguntándose si volvería a ver otra noche, otra luna como ésa, si quedaría con vida, aunque después de todo era casi lo mismo, si él no la mataba, ella no podría vivir después de lo sucedido. Moriría de vergüenza sin poder alzar jamás la cara, de seguro que saldría en los periódicos, como tantas otras muchachas que corrieron la misma suerte, cómo ver entonces a Rosa y a Santiago, cómo besar a los niños…

—Hacía mucho tiempo que no me sentía tan contento. Usted le da un parecido a una muchacha de Ciudad Juárez, fuimos novios, yo la quise mucho y siempre me acuerdo de ella. Tuve mala suerte, no la dejaron casarse conmigo y terminamos.

Después se casó con otro que se la llevó de ahí y no la he vuelto a ver.

Ella se dijo que era natural que los padres se hubieran opuesto, de seguro que era una buena muchacha y él la había…

—Me gustan mucho sus ojos porque son tan grandes y tan bonitos como los de ella —decía el muchacho apretándole la mano.

Tina experimentó algo extraño y desconocido que la iba invadiendo, se dio cuenta de pronto que el muchacho le había cogido la mano y se la apretaba, la jaló muy avergonzada y molesta consigo misma por aquel descuido imperdonable. Trató de consolarse pensando que ella no tenía la culpa de todo lo que le estaba ocurriendo; en ningún momento le había dado lugar, se portó tan seria como siempre, era la fatalidad, sólo eso, ella era la víctima de un destino implacable, pero ¿cómo iría a empezar? Se vio despojada de sus ropas, en un cuarto sórdido, a su merced y él avanzando, avanzando hacia ella… La ola cálida de la vergüenza la iba envolviendo y al mismo tiempo el frío de la desnudez la hizo estremecer y arrinconarse más en el asiento del automóvil como si fuera un animal agazapado.

Él seguía hablando de la impresión que le había causado volver a encontrar los mismos ojos. En un momento, cuando ella subió al camión, él creyó que se trataba de su antigua novia. Pero resultó mejor así, estaba muy contento de conocer a Tina, de haberla encontrado, cuando se sentía tan solo y aburrido, sin tener a nadie con quien salir, ni con quien platicar, y decía más cosas que Tina apenas escuchaba porque sus pensamientos desencadenados la aturdían. El momento estaba cerca y era presa del terror. Ni siquiera contaba con la posibilidad de pedir auxilio y escapar. Todo le avergonzaba: ¿qué pensarían de ella?, tal vez que se lo había buscado, a lo mejor creían que era «una de tantas», y la trataban como a ellas… qué terribles debían ser las delegaciones, la policía, las preguntas interminables y bochornosas, ¿qué diría él?, los careos, los dos frente a frente llenos de odio, ella como blanco de todas las miradas, los fotógrafos acosándola, la revisión médica, ella completamente desnuda en una mesa fría, sujeta de las muñecas y los tobillos y todos como buitres sobre ella, manos, ojos, en ella, adentro, afuera, por todas partes, y ella desnuda ante cien ojos que la devoraban, jamás, jamás, era preferible sufrir ella sola lo que fuera, en silencio, sin que nadie más lo supiera…

El auto se detuvo. El muchacho pagó y bajaron.

Había llegado el momento y toda ella giraba arrastrada por un enorme remolino de pensamientos e imágenes que se agolpaban y se empalmaban y se sucedían unas a otras con la rapidez de una cinta cinematográfica desenrollada de pronto vertiginosamente. —¿Es aquí donde vive, Tina? —preguntó él. Tina levantó los ojos, que tenía clavados en el suelo, y miró el edificio donde vivía: pero que no era, porque no podía ser, porque él la había llevado a otra parte, y eran sus ojos los que la engañaban, los que la hacían ver lo que no era verdad, su cuarto en el tercer piso de un edificio miserable, adonde ella hubiera querido llegar como cualquier otra noche, lo que ella quería que fuera, pero que no era…

—¿Me permite que la vaya a esperar mañana a su trabajo? —decía el muchacho.

Pero Tina ya no lo oiría más.

Ella había cruzado el umbral de su destino había traspuesto la puerta de un sórdido cuarto de hotel y se precipitaba corriendo calle abajo en frenética carrera desesperada chocando con las gentes tropezando con todos como cuerpos a solas a oscuras que se encuentran se entrecruzan se juntan se separan se vuelven a juntar jadeantes voraces insaciables poseyendo y poseídos bajando y subiendo cabalgando en carrera ciega hasta el final con un desplome un caer de golpe en la nada fuera del tiempo y del espacio.



El entierro 

A Julio y Aurora Cortázar

Volvió en sí en un hospital, en un cuarto pequeño donde todo era blanco y escrupulosamente limpio, entre tanques de oxígeno y frascos de suero, sin poder moverse ni hablar, sin permiso de recibir visitas. Con la conciencia vino también la desesperación de encontrarse hospitalizado y de una manera tan estricta. Todos sus intentos de comunicarse con su oficina, de ver a su secretaria, fueron inútiles. Los médicos y las enfermeras le suplicaban a cada instante que descansara y se olvidara, por un tiempo, de todas las cosas, que no se preocupara por nada. «Su salud es lo primero, descanse usted, repose, repose, trate de dormir, de no pensar…» Pero ¿cómo dejar de pensar en su oficina abandonada de pronto sin instrucciones, sin dirección?

¿Cómo no preocuparse por sus negocios y todos los asuntos que estaban pendientes?

Tantas cosas que había dejado para resolver al día siguiente. Y la pobre Raquel sin saber nada… Su mujer y sus hijos eran acompañantes mudos. Se turnaban a su cabecera pero tampoco lo dejaban hablar ni moverse. «Todo está bien en la oficina, no te preocupes, descansa tranquilo.» Él cerraba los ojos y fingía dormir, daba órdenes mentalmente a su secretaria, repasaba todos sus asuntos, se desesperaba. Por primera vez en la vida se sentía maniatado, dependiendo sólo de la voluntad de otros, sin poder rebelarse porque sabía que era inútil intentarlo. Se preguntaba también cómo habrían tomado sus amigos la noticia de su enfermedad, cuáles habrían sido los comentarios. A veces, un poco adormecido a fuerza de pensar y pensar, identificaba el sonido del oxígeno con el de su grabadora, y sentía entonces que estaba en la oficina dictando como acostumbraba hacerlo, al llegar por las mañanas; dictaba largamente hasta que, de pronto y sin tocar la puerta, entraba su secretaria con una enorme jeringa de inyecciones y lo picaba cruelmente; abría entonces los ojos y se encontraba de nuevo allí, en su cuarto del hospital.

Todo había empezado de una manera tan sencilla que no le dio importancia.

Aquel dolorcillo tan persistente en el brazo derecho, lo había atribuido a una simple reuma ocasionada por la constante humedad del ambiente, a la vida sedentaria, tal vez abusos en la bebida… tal vez. De pronto sintió que algo por dentro se le rompía, o se abría, que estallaba, y un dolor mortal, rojo, como una puñalada de fuego que lo atravesaba; después la caída, sin gritos, cayendo cada vez más hondo, cada vez más negro, más hondo y más negro, sin fin, sin aire, en las garras de la asfixia muda. Después de algún tiempo, casi un mes, le permitieron irse a su casa, a pasar parte del día en un sillón de descanso y parte recostado en la cama. Días eternos sin hacer nada, leyendo sólo el periódico, y eso después de una gran insistencia de su parte. Contando las horas, los minutos, esperando que se fuera la mañana y viniera la tarde, después la noche, otro día, otro, y así… Aguardando con verdadera ansiedad que fuera algún amigo a platicar un rato. Casi a diario les preguntaba a los médicos con marcada impaciencia, cuándo estaría bien, cuándo podría reanudar su vida ordinaria.

«Vamos bien, espere un poco mas.» «Tenga calma, esas cosas son muy serias y no se pueden arreglar tan rápidamente como uno quisiera. Ayúdenos usted…» Y así era siempre. Nunca pensó que le llegara a pasar una cosa semejante, él que siempre había sido un hombre tan sano y tan lleno de actividad. Que tuviera de pronto que interrumpir el ritmo de su vida y encontrarse clavado en un sillón de descanso, allí en su casa, a donde desde algunos años atrás no iba sino a dormir, casi siempre en plena madrugada; a comer de vez en cuando (los cumpleaños de sus hijos y algunos domingos que pasaba con ellos). En la actualidad sólo hablaba con su mujer lo más indispensable, cosas referentes a los muchachos que era necesario discutir o resolver de común acuerdo, o cuando tenían algún compromiso social, de asistir a una fiesta o de recibir en su casa. El alejamiento había surgido a los pocos años de matrimonio. Él no podía atarse a una sola mujer, era demasiado inquieto, tal vez demasiado insatisfecho. Ella no lo había comprendido. Reproches, escenas desagradables, caras largas… hasta que al fin acabó por desentenderse totalmente de ella y hacer su vida como mejor le complacía. No hubo divorcio; su mujer no admitía esas soluciones anticatólicas, y se concretaron sólo a ser padres para los hijos y a cumplir con las apariencias. Había llegado a serle tan extraña que ya no sabía qué platicarle ni qué decirle. Ahora ella lo atendía con marcada solicitud, que él no llegaba a entender si era todavía un poco de afecto, sentido del deber, o tal vez lástima de verlo tan enfermo. Como fuera, se encontraba bastante incómodo ante ella, no porque sintiera remordimientos de ninguna especie (nunca había tenido remordimientos en la vida), sólo su propio yo tenía validez, los otros funcionaban en relación con su deseo.

Pocos amigos lo visitaban. Los más íntimos: «¿Cómo te sientes?», «¿qué tal va ese ánimo?», «hoy te ves muy bien», «hay que darse valor, animarse», «pronto estarás bien», «tienes muy buen semblante, no pareces enfermo» (entonces sentía unos deseos incontrolables de gritar que no estaba enfermo del semblante, que cómo podían ser tan imbéciles), pero se contenía; lo decían seguramente de buena fe, además no era justo portarse grosero con quienes iban a platicar un rato con él y a distraerlo un poco. Esos momentos con sus amigos y los ratos que pasaba con sus hijos cuando no iban a clases, eran su única distracción.

Todos los días aguardaba el momento en que su mujer se metía bajo la regadera, entonces descolgaba el teléfono y en voz muy baja le hablaba a Raquel. A veces ella le contestaba al primer timbrazo; otras tardaba; otras no contestaba; él imaginaba entonces cosas que lo torturaban terriblemente: la veía en la cama, en completo abandono, acompañada todavía, sin oír siquiera el timbre del teléfono, sin acordarse ya de él, de todas sus promesas… En esos momentos quería aventar el teléfono y las mantas que le calentaban las piernas, y correr, llegar pronto, sorprenderla (todas eran iguales, mentirosas, falsas, traidoras, «el muerto al hoyo y el vivo al pollo», miserables, vendidas, cínicas, poca cosa, pero de él no se burlaría, la pondría en su lugar, la botaría a la calle, a donde debía estar, la enseñaría a que aprendiera a comportarse, a ser decente, se buscaría otra muchacha mejor y se la pondría enfrente, ya vería la tal Raquel, ya vería…). Pálido como un muerto y todo tembloroso, pedía a gritos un poco de agua y la pastilla calmante. Otro día ella contestaba el teléfono rápidamente y todo se le olvidaba.

Los días seguían pasando sin ninguna mejoría. «Debe usted tener paciencia, ésta es una cosa lenta, ya se lo hemos dicho, espere un poco más.» Pero él empezó a observar cosas bastante evidentes: las medicinas que disminuían o se tornaban en simples calmantes; pocas radiografías, menos electrocardiogramas; las visitas de los médicos cada vez más cortas y sin comentarios; el permiso para ver a su secretaria y tratar con ella los asuntos más urgentes; la notable preocupación que asomaba a los rostros de su mujer y de sus hijos; su solicitud exagerada al no querer ya casi dejarlo solo, sus miradas llenas de ternura… Desde algunos días atrás su mujer dejaba abierta la puerta de la recámara, contigua a la de él, y varias veces durante la noche le daba vueltas con el pretexto de ver si necesitaba algo. Una noche que no dormía la oyó sollozar. No tuvo más dudas entonces, ni abrigó más esperanzas. Lo entendió todo de golpe, no tenía remedio y el fin era tal vez cercano. Experimentó otro desgarramiento, más hondo aún que el del ataque. El dolor sin límite ni esperanza de quien conoce de pronto su sentencia y no puede esperar ya nada sino la muerte; de quien tiene que dejarlo todo cuando menos lo pensaba, cuando todo estaba organizado para la vida, para el bienestar físico y económico; cuando había logrado cimentar una envidiable situación; cuando tenía tres muchachos inteligentes y hermosos a punto de convertirse en hombres; cuando había encontrado una chica como Raquel. La muerte no estuvo nunca en sus planes ni en su pensamiento. Ni aun cuando moría algún amigo o algún familiar pensaba en su propia desaparición; se sentía lleno de vida y de energías. ¡Tenía tantos proyectos, tantos negocios planeados, quería tantas cosas! Deseó ardientemente, con toda su alma, encontrarse en otro día, sentado frente a su escritorio dictando en la grabadora, corriendo de aquí para allá, corriendo siempre para ganarle tiempo al tiempo. ¡Que todo hubiera sido una horrible pesadilla! Pero lo más cruel era que no podía engañarse a sí mismo. Había ido observando día a día que su cuerpo le respondía cada vez menos, que la fatiga comenzaba a ser agobiante, la respiración más agitada.

Aquel descubrimiento lo hundió en una profunda depresión. Así pasó varios días, sin hablar, sin querer saber de sus negocios, sin importarle nada. Después, y casi sin darse cuenta, empezó, de tanto pensar y pensar en la muerte, a familiarizarse con ella, a adaptarse a la idea. Hubo veces en que casi se sintió afortunado por conocer su próximo fin y no que le hubiera pasado como a esas pobres gentes que se mueren de pronto y no dan tiempo ni a decirles «Jesús te ayude»; los que se mueren cuando están durmiendo y pasan de un sueño a otro sueño, dejándolo todo sin arreglar. Era preferible saberlo y preparar por sí mismo las cosas: hacer su testamento correctamente, y también ¿por qué no? dejar las disposiciones para el entierro. Quería ser enterrado, en primer lugar, como lo merecía el hombre que trabajó toda la vida hasta lograr una respetable posición económica y social y, en segundo término, a su gusto y no a gusto y conveniencias de los demás. «Ya todo es igual, para qué tanta ostentación, son vanidades que ya no tienen sentido», eso solían opinar siempre los familiares de los muertos. Pero para quien lo dejaba todo, sí tenía sentido que las dos o tres cosas últimas que se llevaba fueran de su gusto. Empezó por pensar cuál sería el cementerio conveniente. El Inglés tenía fama de ser el más distinguido y por lo tanto debía ser el más costoso. Allí fue a enterrar a dos amigos y no lo encontró mal ni deprimente; parecía más bien un parque, con muchas estatuas y prados muy bien cuidados. Sin embargo se respiraba allí una cierta frialdad establecida: todo simétrico, ordenado, exacto como la mentalidad de los ingleses y, para ser sincero consigo mismo, nunca le habían simpatizado los ingleses con su eterna careta de serenidad, tan metódicos, tan puntuales, tan llenos de puntos y comas. Siempre le costó mucho trabajo entenderlos las ocasiones en que tuvo negocios con ellos; eran minuciosos, detallistas y tan buenos financieros que le producían profundo fastidio. Él, que era tan decidido en todas sus cosas, que se jugaba los negocios muchas veces por pura corazonada, que al tomar una decisión había dicho su última palabra, que cerraba un negocio y pasaba inmediatamente a otro, no soportaba a aquellos tipos que volvían al principio del asunto, hacían mil observaciones, establecían cláusulas, imponían mil condiciones, ¡vaya que eran latosos!… Mejor sería pensar en otro cementerio. Se acordó entonces del Jardín, allí donde estaba enterrada su tía Matilde. No cabía duda de que era el más bonito: fuera de la ciudad, en la montaña, lleno de luz, de aire, de sol (por cierto que no supo nunca cómo había quedado el monumento de su tía; no tenía tiempo para ocuparse de esas cosas, no por falta de voluntad, ¡claro!; su mujer le contó que lo habían dejado bastante bien). Allí también estaba Pepe Antúnez, ¡tan buen amigo, y qué bueno era para la copa!, nunca se doblaba, aguantaba hasta el final. Ya cuando estaba alegre, le gustaba oír canciones de Guty Cárdenas, y por más que le dijeron que dejara la copa nunca hizo caso. «Si no fuera por éstas —decía levantando la copa— y una o dos cosas más, ¡qué aburrida sería la vida!» Y se murió de eso. Él tampoco había sido malo para la copa: unos cuantos whiskys para hacer apetito, una botella de vino en la comida, después algún coñac o una crema y, si no hubiera sido porque tenía demasiados negocios y le quedaba poco tiempo, a lo mejor habría acabado como el pobre Pepe… Pensó también en el Panteón Francés. «Tiene su categoría, no cabe duda, pero es el que más parece un cementerio, tan austero, tan depresivo. Es extraño que sea así, pues los franceses siempre parecen tan llenos de vida y de alegría… sobre todo ellas… Renée, Dennise, Viviàne…» Y sonrió complacido, «¡guapas muchachas!» Cuando estaba por los cuarenta creía que tener una amante francesa era de muy buen tono y provocaba cierta envidia entre los amigos, pues existe la creencia de que las francesas y las italianas conocen todos los secretos y misterios de la alcoba. Después, con los años y la experiencia, llegó a saber que el ardor y la sabiduría eróticos no son un rasgo racial, sino exclusivamente personal. Había tenido dos amantes francesas por aquel entonces. Viviàne no fue nada serio. A Renée se la presentaron en un coctel de la embajada francesa:

—Acabo de llegar… estoy muy desorientada… no sé cómo empezar los estudios que he venido a hacer, usted sabe, un pa ís desconocido…

—Lo que usted necesita es un padrino que la oriente, algo así como un tutor…

La mirada con que ella aceptó el ofrecimiento fue tan significativa, que él supo que podría aspirar a ser algo más que tutor. Y así fue, casi sin preámbulos ni rodeos se habían entendido. Con la misma naturalidad con que algunas mujeres toman un baño o se cepillan los dientes, aquellas niñas iban a la cama. Le había puesto un departamento chico pero agradable y acogedor: una pequeña estancia con cantina, una cocinita y un baño. En la estancia había un cauch forrado de terciopelo rojo que servía de asiento y de cama, una mesa y dos libreros. Renée llevó solamente algunos libros, una máquina de escribir y sus objetos personales. Él le regaló un tocadiscos para que pudiera oír música mientras estudiaba. Ella nunca cocinaba en el departamento, decía que no le quedaba tiempo con tantas clases y se quejaba siempre de que comía mal, en cualquier sitio barato. Los hermanos estudiaban aún, el padre, un abogado ya viejo, litigaba poco. Por lo tanto de su casa le enviaban una cantidad muy reducida para sus gastos. Él no había podido soportar que Renée viviera así y le regaló una tarjeta del Diners’ Club para que comiera en buenos restaurantes. Al poco tiempo tuvo que cambiarla a otro departamento más grande y, por supuesto, más costoso. Ella se lamentaba continuamente de que el departamento era demasiado reducido, de que se sentía asfixiar, de que los vecinos hacían mucho ruido y no la dejaban trabajar… Después tuvo que comprarle un automóvil, porque perdía mucho tiempo en ir y venir de la escuela, los camiones siempre iban llenos de gente sucia y de léperos que la asediaban con sus impertinencias; a veces hasta necesitaba pedir ayuda, ¡y claro que él no podía permitir esas cosas! Renée le había gustado mucho, era cierto, pero nunca se apasionó por ella. La relación duró como un año. Después ella empezó a no dejarse ver tan seguido, «tengo que estudiar mucho, reprobé una materia, y quiero presentarla a título de suficiencia, un compañero me va a ayudar…»

Cuando ella tenía que estudiar, lo cual sucedía casi todas las noches, él pasaba a llevarle una caja de chocolates o algunos bocadillos; ella abría la puerta y recibía el obsequio pero no le permitía entrar, «estando tú, no podré estudiar y tengo que pasar el examen», le daba un beso rápido y cerraba la puerta con un au revoir chéri. Él se marchaba entonces un poco fastidiado en busca de algún amigo para ver una variedad, o a tomar algunas copas antes de irse a dormir a su casa… Aquel día le llevó los chocolates como de costumbre. Se había despedido, y ya se iba, cuando notó que llevaba desanudada la cinta de un zapato, se agachó para amarrársela, pegado casi a la puerta del departamento. Entonces escuchó las risas de ellos y algunos comentarios: «Ya nos trajeron nuestros chocolates. ¡Pobre viejo tonto!», decía el muchacho. Después más risas, después… ¡Lo que había sentido! Toda la sangre se le subió de pronto a la cabeza, quiso tirar la puerta y sorprenderlos, golpear, gritar; y no estaba enamorado, era su orgullo, su vanidad por primera vez ofendida. ¡Qué buena jugada le había hecho la francesita! Encendió un cigarrillo y le dio varias fumadas. No valía la pena, había reflexionado de pronto, sólo quedaría en ridículo, o a lo mejor se le pasaba la mano y mataba al muchacho y ¿entonces?, ¡qué escándalo en los periódicos! Un hombre de su posición engañado por un estudiantillo, ¡daba risa! Sus amigos se burlarían de él hasta el fin de su vida, ya se lo imaginaba. Además, toda la familia se enteraría, los clientes que lo juzgaban una persona tan seria y honorable…

No, de ninguna manera se comprometería con un asunto de tal índole. Tomó el elevador y salió del edificio, estacionó su carro a cierta distancia y esperó fumando cigarrillo tras cigarrillo. Quería saber a qué hora salía el muchacho, para estar totalmente seguro. Esperó hasta las siete de la mañana; lo vio salir arreglándose el cabello, bostezando… Después ella lo había buscado muchas veces. Lo llamaba a su oficina, lo esperaba a la entrada, lo buscaba en los bares acostumbrados. Él permaneció inabordable; ya no le interesaba: había miles como ella, o mejores.

Dennise no significó nada, se acostó con ella dos o tres veces, y era mucho, pues todos sus amigos y casi media ciudad, habían pasado sólo una vez por su lecho; tenía la cualidad de ser muy aburrida y la obsesión de casarse con quien se dejara, además era larga y flacucha, no tenía nada…

Se decidió finalmente por el Cementerio Jardín, quedaría cerca de su tía Matilde. Después de todo, ella fue como su segunda madre, lo había recogido cuando quedó huérfano y le dio cariño y protección. Ordenaría que le hicieran un monumento elegante y sobrio: una lápida de mármol con el nombre y la fecha. Compraría una propiedad para toda la familia; que pasaran allí a la tía Matilde y a sus hermanos.

Comprar una propiedad tenía sus ventajas: como inversión era bastante buena, pues los terrenos suben de precio siempre, aun los de los cementerios; aseguraba también que sus hijos y su mujer tuvieran dónde ser enterrados; no sería nada difícil que acabaran con la herencia que iba a dejarles, ¡había visto tantos casos de herencias cuantiosas dolorosamente dilapidadas! Su ataúd sería metálico, bien resistente y grande; no quería que le pasara lo que a Pancho Rocha: cuando fue a su velorio tuvo la desagradable impresión de que lo habían metido en una caja que le quedaba chica.

Pediría una carroza de las más elegantes y caras para que las gentes que vieran pasar su entierro dijeran: debe haber sido alguna persona muy importante y muy rica. En cuanto a la agencia funeraria donde sería velado no había problema, Gayosso era la mejor de todas. Estas disposiciones irían incluidas en el testamento que pensaba entregar a su abogado y que debería ser abierto tan pronto él muriera para darle tiempo a la familia de cumplir sus últimos deseos. Los días empezaron a hacérsele cortos. A fuerza de pensar y pensar se le iban las horas sin sentir. Ya no sufría esperando las visitas de los amigos, por el contrario deseaba que no fueran a interrumpirlo ni que su secretaria llegara a informarlo o a consultarle cosas de sus negocios. La familia comenzó a hacerse conjeturas al observar el cambio que había experimentado después de tantos días sumido en el abatimiento. Se le veía entusiasmado con lo que planeaba; sus ojos tenían otra vez brillo. Permanecía callado, era cierto, pero ocupado en algo muy importante.

Llegaron a pensar que estaría madurando alguno de esos grandes negocios que solía realizar. Para ellos este cambio fue un alivio, pues su depresión les hacía más dura la sentencia que se cernía sobre él.

Comenzó por escribir el testamento, las disposiciones para el entierro las dejaría al final, ya que estaban totalmente planeadas y resueltas. La fortuna —fincas, acciones, dinero en efectivo— sería repartida por partes iguales entre su mujer y sus tres hijos; su mujer quedaría como albacea hasta que los muchachos hubieran terminado sus carreras y estuvieran en condiciones de iniciar un trabajo. A Raquel le dejaría la casa que le había puesto y una cantidad de dinero suficiente para que hiciera algún negocio. A su hermana Sofía, algunas acciones de petróleos; la pobre nunca estaba muy holgada en cuestión de dinero, con tantos hijos y con Emilio que casi siempre terminaba mal en todos los negocios que emprendía. A su secretaria le daría la casa de la colonia del Valle: había sido tan paciente con él, tan fiel y servicial, tenía casi quince años a su servicio… Su hermano Pascual no necesitaba nada, ya que era tan rico como él. Pero su tía Carmen sí, aunque era cierto que nunca tuvo gran cariño por aquella vieja neurasténica que siempre lo estaba regañando y censurando; en fin, así era la pobre y ya estaba tan vieja que le quedaría sin duda poco tiempo de vida, que por lo menos ese tiempo tuviera todo lo que se le antojara.

Tardó varios días en escribir el testamento. No quería que nadie se enterara de su contenido hasta el momento oportuno. Escribía en los pocos ratos en que lo dejaban solo. Cuando alguien llegaba, escondía los papeles en el escritorio y cerraba con llave el cajón. Todo había quedado perfectamente aclarado para no dar lugar a confusiones y pleitos, era un testamento bien organizado y justo, no defraudaría a nadie. Sólo faltaba agregar allí las disposiciones para el entierro, lo cual haría en cualquier otro momento.

Dos cosas deseaba antes de morir: salir a la calle por última vez, caminar solo, sin que nadie lo vigilara y sin que nadie en su casa se enterara, caminar como una de esas pobres gentes que van tan tranquilas sin saber que llevan ya su muerte al lado y que al cruzar la calle un carro las atropella y las mata, o los que se mueren cuando están leyendo el periódico mientras hacen cola para esperar su camión; quería también volver a ver una vez más a Raquel, ¡la había extrañado tanto!… La última vez que estuvieron juntos cenaron fuera de la ciudad; el lugar era íntimo y agradable, muy poca luz, la música asordinada, lenta… A las tres copas Raquel quiso bailar; él se había negado: le parecía ridículo a su edad, podía encontrarse con algún conocido, eso ya no era para él; pero ella insistió, insistió y ya no pudo negarse. Recordaba aún el contacto de su cuerpo tan generosamente dotado, su olor de mujer joven y limpia, y como si hubiera tenido un presentimiento, la había estrechado más.

Cuando la fue a dejar a su casa, no se quedó con ella; no se sentía bien, tenía una extraña sensación de ansiedad, algo raro que le oprimía el pecho, lo sofocaba y le dificultaba la respiración; apenas había podido llegar a su casa y abrir el garaje…

Cumpliría estos deseos, sin avisarle a nadie, se escaparía. Después de la comida resultaría fácil: su mujer dormía siempre una pequeña siesta y los sirvientes hacían una larga sobremesa. Él pasaba siempre las tardes en la biblioteca donde había una puerta que comunicaba con el garaje, por allí saldría sin ser visto. En el clóset de la biblioteca tenía abrigo y gabardina… Cuando regresara les explicaría todo, ellos entenderían. En su situación ya nada podía hacerle mal, su muerte era irremediable.

Se quedara sentado inmóvil como un tronco o saliera a caminar, para el caso ya todo era igual… En aquel momento entró su mujer: la tarde estaba fría, llovía un poco, era mejor irse a la cama. Accedió de buena gana y se dejó llevar. Antes de dormirse volvió a pensar con gran regocijo que al día siguiente haría su última salida. Se sentía tan emocionado como el muchacho que se va por primera vez de parranda: vería a Raquel, vería otra vez las calles, caminaría por ellas…

Estaba en la biblioteca, como de costumbre, sentado en su eterno sillón de descanso.

No se escuchaba el menor ruido. Parecía que no había un alma en toda la casa. Sonrió complacido: todo iba a resultarle más fácil de lo que había pensado. Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando se decidió a salir. Sacó del clóset la gabardina, una bufanda de lana y un sombrero. Se arregló correctamente y escuchó pegado a la puerta, pero no había la menor señal de vida en aquella casa, todo era silencio, un silencio absoluto. Bastante tranquilo salió por la puerta del garaje, no sin antes haberse colocado unos gruesos lentes oscuros para no ser reconocido. Quería caminar solo. La tarde era gris y algo fría, tarde de otoño, ya casi invierno. Se acomodó la bufanda y se subió el cuello de la gabardina, se alejó de la casa lo más rápido que pudo.

Después, confiado, aminoró el paso y se detuvo a comprar cigarrillos. Encendió uno y lo saboreó con gran deleite, ¡tanto tiempo sin fumar! Al principio les pedía siempre a sus amigos que le llevaran cigarrillos, nunca lo hicieron, después no volvió a pedirlos. Caminó un rato sin rumbo, hasta que se dio cuenta de que iba en dirección contraria a la casa de Raquel y cambió su camino. Al llegar a una esquina se detuvo: venía un cortejo fúnebre y ya no le daba tiempo de atravesar la calle. Esperaría…

Pasaron primero unos camiones especiales llenos de personas enlutadas, después siguió una carroza negra, nada ostentosa, común y corriente, sin galas, «debía ser un entierro modesto». Sin embargo, detrás de la carroza, varios camiones llevaban grandes ofrendas florales, coronas enormes y costosas, «entonces se trataba de alguna persona importante». Venía después el automóvil de los deudos, un Cadillac negro último modelo, «igual al suyo». Al pasar el coche pudo distinguir en su interior las caras desencajadas y pálidas de sus hijos y a su mujer que, sacudida por los sollozos, se tapaba la boca con un pañuelo para no gritar.



Árboles petrificados (1977)

La rueda 

Al salir del Sanborns de Niza, después de haber desayunado con una amiga mi acostumbrado jugo de naranja, café y tostadas con mantequilla, un sol tibio inundaba las calles. En mi reloj eran cerca del las nueve, y contaba aún con media hora antes de asistir a la cita con el señor Fernández. Decidí hacer un poco de tiempo mirando los aparadores. Me detuve frente a uno de la calle de Hamburgo que atrajo especialmente mi atención por unas preciosas bolsas de cocodrilo de excelente calidad y de modelos originales y novedosos, así como carteras, cinturones, billeteras y otros muchos objetos de piel. En un espejo que se encontraba en el interior de la tienda me vi reflejada, lo que aproveché para arreglarme un poco el cabello. Cuando me estaba retocando el peinado, llegó un joven y se colocó a mi lado. Al sentir su mirada me di vuelta y lo contemplé frente a frente. Era un hombre joven, moreno. Un fuerte escalofrío me recorrió de pies a cabeza. No podía ser otra persona, nadie más, sino él.

«¿E… res Mar… cos?» «Sí», escuché; pero sus labios no se movieron al hablar. Presa de una indecible angustia y de un terror indescriptible, de ese terror que entra en la vida por las puertas del alma, comencé a caminar rumbo al despacho del señor Fernández. Hubiera querido correr, emprender una loca y desenfrenada carrera y perderlo de vista; pero un fuerte temblor se había apoderado de todo mi cuerpo, y mis piernas apenas lograban sostenerme. Mi corazón daba tumbos golpeando sordamente.

De reojo, porque no me atrevía a verlo abiertamente, lo miraba caminar junto a mí, casi pegando su cuerpo al mío. De pronto, al atravesar la calle, el pavimento se agrietó y caímos los dos en un negro abismo, pero no nos precipitamos de golpe hacia las profundidades sino que descendíamos como dentro de un remolino o de una fuerza centrífuga que nos envolvía y nos jalaba hacia sus entrañas.
Allí, juntos, atraídos por aquella fuerza arrolladora e irresistible, alcanzaba a ver a Marcos a través de la escasísima claridad que aún se filtraba de la superficie. A veces veía su cuerpo completo, desnudo, esbelto y hermoso como había sido; otras, la cabeza sola, o el cuerpo mutilado; después, sólo miembros sueltos, un brazo, una pierna, una mano, dedos crispados, los ojos, la boca distorsionada por una sonrisa sarcástica. «No, por Dios», grité desesperada; es decir, grité dentro de mí, porque ya la voz no salía de la garganta y sólo el pensamiento nos comunicaba. «No, no quiero morir aún, déjame, tengo innumerables cosas por hacer, mi familia, mis amigos, todo lo que amo, tengo mucho, mucho que terminar en la vida, todo lo que me fue encomendado y debo cumplir antes de irme, no, no deseo, no quiero morir ahora, no estoy dispuesta todavía, déjame salir, volver a la superficie, a la luz, al sol que amo, a esas pequeñas cosas que se nos dan sin tributo, tú estás muerto desde hace tiempo, ya no puedes hacer ni exigir nada, ya no tienes qué hacer aquí en la tierra, debes entenderlo, aléjate, aléjate de mí, vete al sitio que te corresponde, en donde debes estar, en donde descansarás con los que te precedieron, yo quiero vivir, vivir, hay sangre caliente corriendo por mis venas, hay tanto deseo, tantos deseos insatisfechos y clamando, exigiendo su realización, déjame seguir viviendo, por piedad, he salido hace tan poco tiempo del infierno, estoy aún en pleno purgatorio, tú lo sabes bien, no he sabido sino de torturas y dolores, angustia y soledad, antes de morir quiero conocer muchas cosas en las que he soñado siempre, países, mares, ruinas, sitios hermosos, todo lo que alimenta el espíritu, conocer también antes de morir un hombre verdadero, total, íntegro, un hombre en toda la extensión y sentido de la palabra, y no sólo fragmentos y despojos de seres humanos, aproximaciones o dolorosas caricaturas de un hombre con imágenes desleídas o terribles que desgarran el alma y las entrañas, conocer un hombre auténtico, sentir el amor y gozarlo, comprobar que existe la ternura verdadera y sencilla, la tranquilidad, la paz del alma, la dicha burguesa y limitada de la mayoría de las gentes que van los sábados al cine y los domingos a comer al campo, quiero vivir, quiero ver otra vez el mar, el cielo, los ojos de mis niñas, no quiero, no quiero morir aún, déjame por Dios, déjame vivir…» Y entre aquella negrura, porque la luz ya sólo era un recuerdo, yo sentía aquellos miembros fríos, desarticulados y como gelatinosos que se adherían a mi cuerpo como si fueran ventosas o sanguijuelas enloquecidas que trataban furiosamente de chuparme la vida, absorber mi ser, arrastrándome más abajo, más abajo, cada vez más abajo, sin apiadarse de mi desesperación, ni de los gritos que se transformaban en sordos ronquidos, o estertores, dentro de mi garganta. Entonces, sí, entonces, llegó desde muy lejos un largo timbre que cada vez iba aumentando en intensidad. Abrí los ojos y respiré honda, profundamente. Estaba empapada en sudor frío, mi corazón latía desacompasado y la respiración era tan agitada como si hubiera corrido a través de la larga noche. «Las siete de la mañana, gracias a Dios son las siete de la mañana», me oí decir de manera casi automática, al tiempo en que experimentaba una gran alegría, la alegría de estar viva aún y no muerta, o camino hacia la muerte como en el terrible sueño recién terminado. Sí, era maravilloso estar con vida a las siete de la mañana de un lunes de agosto y haber salido de aquel desquiciante sueño.

—Buenos días, señora, aquí está su té —dijo Juana y me acercó la taza que tomaba siempre al despertar—; pero ¿qué le pasa? Está muy pálida, ¿se siente mal?

—No, estoy bien, sólo que tuve una pesadilla, una horrible pesadilla, pero gracias a Dios terminó. ¿Lía llamado alguien por teléfono?

—La señorita Teresa llamó anoche, antes de que usted llegara, para recordarle que van a desayunar juntas.

Tomé el té y me metí a la regadera. Con el agua caliente cedió la tensión de los músculos y, después de frotarme el cuerpo con mi colonia favorita, me sentí tan bien como si hubiera tenido un buen descanso. Me vestí y arreglé cuidadosamente pues tenía que ver a varias personas después de desayunar con mi amiga Teresa. El cielo estaba limpio, con un azul increíble cuando salí de casa, cerca de las ocho. Con gran desencanto, al sacar el automóvil me di cuenta que éste tenía una llanta completamente baja, «siempre tienen que suceder estas cosas cuando uno lleva prisa», y me dispuse a buscar un taxi, bastante contrariada, sabiendo que a esa hora es casi un milagro encontrar uno. Teresa ya habría llegado, sin duda alguna, porque las dos gustábamos de la puntualidad. Como lo temía no logré conseguir ningún taxi y tuve que tomar dos camiones para llegar hasta el Sanborns de Niza donde me esperaba mi amiga. Cuando por fin logré llegar ella ya había empezado a desayunar.

Entraba a su trabajo a las nueve y sólo faltaba media hora. Me tranquilizó encontrarla comiendo tranquilamente, y comencé a contarle mis contratiempos.

—Pero ¿qué vas a desayunar ahora? —preguntó interrumpiendo mi relato y sonriéndose porque de sobra sabía que nunca varío mi desayuno.

—Lo mismo de siempre.

—No cabe duda de que comes como un pajarito. Yo no me explico cómo puedes vivir y trabajar con esa alimentación —decía mientras devoraba sus huevos con tocino y frijoles refritos, y yo bebía lentamente mi café, después de haber tomado el jugo de naranja y untaba una tostada con mantequilla.

—No me vas a creer si te cuento que Elvira ya se va a casar.

—¿Es en serio, o estás bromeando? —le pregunté.

—No, no, te lo digo en serio, ya avisó que trabaja sólo hasta el día último.

—¿Y cómo le hizo?

—Todo el mundo dice que es un milagro patentado, con esa cara y ese cuerpo —y se sirvió otra taza de café.

—Además, es una tremenda enredosa. Yo siempre le saco la vuelta.

—Y como tú todo el mundo. La que está que se muere de rabia es la Güera. ¿Te acuerdas de las apuestas que hizo con todo el mundo?

Y así, entre comentarios de la última película, de la barata del Palacio de Hierro, de la carta de Luis Mario, de los zapatos de Pertegaz que son un verdadero primor y tan cómodos, y quedando en vernos el sábado a las siete de la noche para ir a la exposición de pintura francesa, Teresa se fue corriendo a los cinco para las nueve y yo todavía me fumé otro cigarrillo, con toda calma.

Al salir del Sanborns, un sol tibio bañaba las calles. En mi reloj eran las nueve, y yo contaba aún con media hora antes de asistir a la cita con don Manuel Fernández.

Decidí hacer un poco de tiempo mirando los aparadores. Me detuve frente a uno de la calle de Hamburgo que atrajo especialmente mi atención por unas preciosas bolsas de cocodrilo, de excelente calidad y modelos originales y muy novedosos, así como carteras, cinturones, billeteras y otros muchos objetos de piel. En un espejo, que se encontraba en el interior de la tienda, me vi reflejada, lo cual aproveché para arreglarme un poco el cabello. Cuando estaba retocando mi peinado llegó un joven y se colocó a mi lado. Al sentir su mirada me di vuelta y lo contemplé frente a frente.

Era un hombre joven, moreno. Un fuerte escalofrío me recorrió de pies a cabeza. No podía ser otra persona, nadie más, sino él. Pero ¿usted no es Marcos, verdad…?




Garden party

El taxi se detuvo frente a una residencia muy iluminada de donde salían música, carcajadas e infinidad de voces.

—Son 36.50 —dijo el chofer.

—¿Quée di-ce? —preguntó el pasajero con tal extrañeza como si lo sacaran de un profundo sueño.

—Que son 36.50.

—¿Tre-inn-ta yse-iss cin-cu-enta? ¿De qués-ta-ussted ha-blan-do? Yono sé aqué se re-fi-ere.

—Mire usted —replicó en tono airado el chofer, viendo cara a cara al hombre—, o me paga los 36.50 de la dejada, o me obligará a usar de éstos —y le mostró los puños.

—¡Ah…! Sí… lade-ja-da, sí, us-tedd meha-traído (hip) hass-taquí, ess-ci-erto.

El pasajero comenzó entonces a buscar en los bolsillos del saco y después en los de los pantalones, hasta encontrar un billete arrugado que le entregó al chofer. Abrió la portezuela del automóvil y tropezó al poner los pies en el suelo. Con un gran esfuerzo consiguió recuperar el equilibrio y se dirigió a través del jardín hacia la entrada de la mansión.

—¡Oiga, amigo, aquí está su cambio! —gritaba el chofer. Pero aquel hombre alto, flaco y desgarbado, se alejaba balanceándose de un lado hacia otro como un títere con la cuerda demasiado floja.

—Su invitación, caballero, si me hace usted el favor —solicitó un mozo que recogía las invitaciones en la puerta.

—¿In-vita-ción? ¿Invi(hip)ta-ción? ¿Min-vita-ción di-ceus-tedd? Yonun-cahe ten(hip)ido invi-ta-ci-ones, nisi-qui-era tarje-tass, sa-beuss-tedd, yoso-lo heten-ido losbol-sillos va-cí-os ya-hora esstin-menso (hip)do-lor, essta-pena que…

—Tenga la bondad de darme su invitación, caballero —rogó el mozo. Pero el hombre flaco ya había entrado al salón dejando al mozo hablando solo.

El salón se encontraba demasiado iluminado y pletórico. Mujeres elegantísimas muy escotadas o con las espaldas desnudas y cubiertas de joyas desde la cabeza hasta los pies; hombres con frac o esmoquin, de riguroso puro y opulenta humanidad la mayoría.

El hombre flaco y descuidadamente vestido se sintió bastante incómodo por el exceso de luz y de humo que le hacía arder los ojos de manera insoportable. Sacó un pañuelo sucio y se lo pasó repetidas veces por la cara. Después lo guardó hecho bola y gritó a voz en cuello: —Go-oodd mor-niingg eve-ry body! Los que se encontraban cerca de él se dieron vuelta y lo miraron ridículo e inaceptable. Un don nadie. No faltó quien comentara que «si ya le había amanecido tan pronto al caballero».

El hombre lanzó entonces una estruendosa carcajada que nunca antes había sido capaz de proferir en sus cuarenta y ocho años.

—Noti-ene impor-tan(hip)cia, esono-tie-nenin-guna impor(hip)tancia, dí-ass ono-ches dalo miss-mo loim-por-tann-tes (hip) quese-an bue-nos, lodi-go (hip)yo porquelo- sé, síse-ñorr, yolo-sé…

En ese momento un hombre de mediana edad, correctamente vestido, se abrió paso y llegó hasta el borracho interrumpiendo su alegato.

—Creí que nunca llegarías, ¡pero, hombre! —exclamó en voz baja para que nadie más lo oyera—, te advertí claramente que se trataba de algo muy especial y que vinieras bien vestido. ¡Y mira cómo estás, hecho una verdadera facha! Tú sabías muy bien, Rogelio, que ésta era la oportunidad, tal vez la única oportunidad para que yo te presentara a don Ramón y a don César Rubio. Que conseguirte una invitación fue un triunfo. O ¿es que quieres terminar tus días en ese miserable puesto, con un sueldo infeliz que no te alcanza para nada? Después de la faena que he tenido que hacer por ti… De lo que he ponderado tus capacidades administrativas, tu honradez, tu intachable comportamiento… Ahora lo echas todo a perder presentándote como un vagabundo y, como si esto fuera poco, borracho.

Rogelio escuchaba la reconvención como si estuviera dirigida a otra persona, sin que le atañese en lo más mínimo. De pronto logró entender algo de todo aquello que su amigo le decía y sacudió la cabeza como tratando de despejarse.

—Fue don-dePe-rico lle-gué ato-marme un tra(hip)gui-to, untra-gui-toan-tes dirá cambi-arme de (hip) ropa, sí, derro-pa (hip) pa-rave-nir, un tra-gui(hip)to no-máss telo ju-ro porr mi san-tama-dre, unoso-lo (hip) pa-radar-mevalorr ypa-raver sialguien mede-cía don…

—Por lo que se ve, no fue sólo un traguito, te has de haber bebido hasta al mismo Perico, pero, quitémonos de aquí, no quiero que se hagan más burlas a costa tuya.

—¿Adón-de melle-vas Ós-car?

—Al jardín. Allí hay mesas y, tal vez, con una poca de suerte, podamos encontrar alguna, apartada y discreta, donde pasemos inadvertidos.

—¿Aljar-dín? ¿Essta-rá allí Ce-li-na?

—Podría ser.

—Pe-ro… haydos pu-ertas (hip) ysisa-limos poru-na, alome-jor Cel(hip) ina en-tra por (hip)…

—Anda, ven.

—Ós-car, ¿quedi-rec-ción esla-deaquí? —preguntó Rogelio, presa de una gran angustia.

Óscar caminaba por delante y la música y el barullo general no le dejaron escuchar a su amigo. La pregunta de Rogelio quedó sin contestación.

—Que medi-gass ladi-rec(hip)ción, porrfa-vor —pidió en el colmo de la desesperación—, si no me la dan no te la puedo decir Celina… —y volvió a suplicar tímidamente—: Porfa-vor di-me ladi-rec(hip)ción… no sé la dirección Celina no sé dónde estoy ni dónde estás tú ahora he perdido a los dos a ti y a mí y Óscar cruel y despiadado no me dice en dónde estoy ni en dónde estás tú ¿en dónde estamos Celina?…

El jardín estaba a media luz con faroles de colores colocados entre las ramas de los árboles y reflectores velados que creaban una atmósfera irreal. También había árboles revestidos de serpentinas y otros totalmente dorados o plateados, en los cuales las luces de los faroles producían efectos sugerentes. Algunas mesas se hallaban distribuidas alrededor de la piscina que, premeditadamente, no tenía luz alguna.

Desde una plataforma la orquesta ejecutaba, estrepitosamente, los ritmos más populares del momento. Óscar iba y venía arrastrando a Rogelio y buscando afanosamente la mesa más apropiada, hasta que una le pareció conveniente. Se sentaron cuidando Óscar que Rogelio quedara de espaldas al escenario y sólo tuviera ante sí la vista de aquel inmenso jardín. Cuando ya estaban instalados, Óscar notó sorprendido que había lágrimas en los ojos de su amigo.

—¡Pero, hombre!, a tu edad… anda, sécate los ojos.

Para ese tiempo y con gran desconsuelo de Óscar, todo el mundo había invadido el jardín ocupando las mesas o disponiéndose a hacerlo.

—Creo que tendremos variedad acuática —comentó con otro, un joven que estaba ahí cerca.

—Y, por supuesto, también el show de las mulatas platinadas.

—Dicen que don Ramón le anda echando los perros a la Suly…

—Ese viejo siempre trae unos forros de primera…

—No se puede negar que tiene buen gusto, y como además es muy espléndido, consigue lo que quiere.

—¿Sabeuss-tedd dón-des-tá Ce-li-na?

—Caballero, yo sólo sé dónde están los whiskys y las princesas, ¿quiere usted uno o una?

—Yoqui-ero queme (hip) diga dón-des-tá Cel-ina, Cel-ina, mi Ce-lina.

—¡Vamos, hombre! Bébase este high hall a la salud de Celina —y puso su propio vaso en la mano temblorosa del borracho.

Rogelio se quedó un momento como sin entender y sin ver siquiera la copa de whisky, luego, súbitamente, se la bebió sin dejar ni gota, yo no debo beber porque a ti no te gusta Celina que yo beba tú siempre me decías… Pero yo no bebo Celina sólo una copa o dos y no me pasa nada esto de la lengua que siempre me crece no tiene importancia… Celina aquella noche yo pensé que volverías temprano…

—¡Lo felicito, mi amigo, por su juego de garganta! Otro whisky más y Celina se va al fondo del olvido… —y el joven elegante se fue a saludar a unas muchachas que lo llamaban desde otra mesa.

Óscar le ofreció un cigarrillo a Rogelio, quien lo tomó como autómata.

—A-quí nohay (hip) nada quebe-berr —gritó enfurecido—, queme-den al-go, algo (hip) debe-ber, sí, yoqui-ero be-berr, be-berr…

—¡Cállate! —le ordenó Óscar—, que ya va a empezar el espectáculo. todo está igual Celina como tú lo dejaste igual nada ha cambiado tus pantuflas verdes que te regalé en Navidad debajo de la cama el cuarto y toda la casa llena de ti de tu perfume estás en todos lados pero no estás Celina Celina dónde estás…

—Tengola gargan(hip)ta seca, seca, yanopu-edo niha-blar, sí, yano… ¿quécla-se delu-gar ess (hip) éste donde no (hip) ledan auno nada, nadade be-berr?

—Rogelio, contrólate, por favor, te lo suplico, piensa en el ridículo que haríamos si vienen a sacarnos.

—¿Qué desean beber los señores?

Óscar tomó un whisky y Rogelio otro, pero al momento aclaró: —Yono qui-e-ro be-ber, quie-ro que me trai-ga (hip) a Celina, Ce-li-na, porqueCe- lina sefuee… —y al decir esto, le cambió el tono de la voz hasta llegar a ser casi sollozo—, Celi-nase fue ¿us(hip)tedd sa-be?, Ce-lina sefue, mi (hip)Ce-lina…

En ese momento Rogelio casi se cayó con todo y silla sobre una dama opulenta y cargada de joyas a más no poder.

—¿Uss-ted vacan(hip)tar, algu-na (hip) a-ria?

—¡Me ha quemado el vestido! —gritó fuera de sí la mujer, al darse cuenta de que Rogelio le había apagado el cigarrillo en la falda de terciopelo.

—¿Ela-ria déla lo(hip)cura?, ¡per-fec(hip)to!, ¡ess-tá uss-tedd enn plan delaPeral( hip)ta!

—¡El colmo, el colmo! Me ha arruinado para siempre mi traje, ¡y un vestido como éste!, no es posible, no es posible…

Las señoras que compartían su mesa y otras sentadas cerca de ella, la rodearon haciendo mil comentarios en voz alta y cuchicheos entre sí, mientras la orquesta ejecutaba una melodía con un ritmo tan desenfrenado y el baterista se despeinaba a tal punto que, al cubrirle los cabellos por completo la cara, podría decirse con justa razón que tocaba a ciegas.

—¡Mi vestido, mi vestido!

—¡Pero qué desastre, Chata, tu vestido tan lindo…!

—¡Y tan costoso! Tú sabes, querida, que es nada menos que un Balenciaga, me lo trajo Ramón, de París, cuando fue a la convención.

—Yo nunca pensé que fuera un Balenciaga, ¡claro que se ve a leguas que es un traje fino, pero aquí en México hay cosas muy bonitas, que no le piden nada a Chapareli, o como se diga!

—Los Balenciaga son costosos, costosísimos, Ramón lo mandó hacer expresamente para mí. Fue diseñado de acuerdo con el color de mis ojos y de mi pelo… —y se echó a llorar. —¡Qué falta de consideración hacer estas cosas, es un crimen, un verdadero crimen…!

—Como dañar un Rafael o un Leonardo…

—¿Dequéha-bla esa (hip) gor-da? —preguntó Rogelio a su amigo, sin percatarse de que Óscar había enrojecido totalmente.

—¡Sí, queridas mías, como se los digo, es un verdadero crimen…!

—Hay que llamar a la policía…

—Pe-ro ¿porr-qué gri-ta esamu-jer, porr-qué (hip) su-fre? Celina yo sé que tú me amas verdad Celina que me amas yo lo sé sí lo sé cuando te enojabas conmigo porque no teníamos dinero siempre el maldito dinero yo te decía… bajaste con el vestido gris que tanto me gustaba «después me cuentas eso» yo te iba a platicar que… qué bella estabas Celina aquella tarde sábado en la tarde no se me olvida olías tan bien tú siempre estás bella eres muy bella «no tardaré después hablamos» yo no quería que salieras esa tarde yo sólo quería pero tú… yo te quería decir «ahora vuelvo» y apenas dizque un beso en la mejilla no me dejaste ni que te besara en la boca «me vas a arrugar el vestido déjame no me despintes chao» sólo hiciste una señal de despedida con la mano yo te he estado esperando esperando Celina dónde estás Celina dónde…

—Siempre, en todos lados del mundo hay seres así de ordinarios, gente que uno ni siquiera conoce ni sabe de dónde sale, que uno jamás invitaría…

—Pe-ro… ¡sies a-ún la mis-ma, lamismí-sima (hip) mu-jer! Di-me Óscar ¿qui-én es esaes-canda-losa y fe-a y gor-damujer? Sí (hip) ¿essa gor-da-tan-fea?

Y Óscar, que no sabía dónde meterse y le pedía a Dios que se lo tragara la tierra, le contestó:

—Es la esposa de don Ramón, es nuestra anfitriona. ¡Buena la has hecho! ¿Por qué, Dios mío, por qué tendré siempre esta infame y perra suerte?

—Yono laco-nozco niqui-ero cono-cerla. ¿Sa-bes Ós(hip)car?, nome guss-tan, ninun-ca, nun-ca, en-mi desgra(hip)ciada vi-da mehan gus-tado e-sass mu-jeres tan (hip) gor-das, estemal-dito hipo y gritonass… también Fifí te está esperando está muy triste si vieras qué triste está y qué solo se siente sin ti pasó días y días sin comer muchos días carne Fifí Celina mañana viene yo trataba y trataba de consolarlo pero el pobre perrito tan chiquito tan chiquitito tú lo mimabas mucho sí mucho más que a mí ¿verdad? no lo puedes negar el pobre Fifí tan mal acostumbrado me miraba con unos ojos tan tristes me sigue mirando Celina mirando con unos ojos tan tristes tan tristes que yo…

La variedad de las negras había comenzado. Y los dos jóvenes que estaban junto a la mesa de Óscar y Rogelio solicitaron permiso para sentarse allí. Óscar accedió, cortés:

—Encantados, sírvanse sentarse —pero mientras se hacían las mutuas presentaciones, él pensaba, presa de la desesperación, que ahora sí había traspuesto las puertas mismas del infierno. —¿Cono-ceus-tedd (hip) aCe-lina?

—No tengo el gusto.

—Celi-naes muy be-lla (hip) tie-ne loso-jos azules (hip) yel pe-lo sí elpe-lo ne-gro ne(hip)gro ysus di-en-tes sonmuy blan-cos ti-ene loso-jos azules comun-listón a-zul (hip) sí, a-zul dea-ma-necer comodi-ce elma(hip)estro La-ra ¿ver-dadd? y tieneun cu-erpo me-jor sise-ñor me-jor (hip) lodi-go yo porr-que yolo co-noz-co sinnada sintapa(hip)rrabos co-molos desas —y señaló a las mulatas platinadas—, des-nudo sinna-da porrques mí-o ¿sa-beus-tedd?, tie-neel ca-bello ne-gro, ne(hip)gro yasí hassta-bajo délos hom-bros yon-du-lado… —y con la mano ejecutó el oleaje del cabello de Celina— ylo-so-jos (hip) a-zules tana-zules comu-na tra-la la lala lala lalaaa…

—Ya está bien Rogelio, mejor mira la variedad.

—¿Desean beber algo los señores? ¿Un whisky, un coñac, un gin and tonic?

—Yobe-bo loque sea pe-roCe-lina seno-ja con(hip)mi-go, di-ce queyo… oigausstedd —y jaló de la manga del saco al joven que tenía a su lado—, Ce(hip)lina ess máslin-da quesa mu(hip)jer vestida deblan(hip)co, essano vale-na-da cerr-cade Celi-na, Ce-lina (hip) ti-ene elca-be-llo máss ne-gro y loso-jos máss azu-les sí peroCe- lina sefue, se fu-e… ¿sa-beus-tedd?

—Sí, claro, ya lo sé desde hace un buen rato.

—Peroe-ra miCe-lina —y volvió a jalar al joven, ahora de la solapa.

—Hay muchas Celinas donde quiera. Si le interesa le doy después algunas direcciones…

Celina Celina dónde estás días y noches esperándote semanas enteras sin dormir sin comer dónde estás Celina dímelo por favor sabes Celina yo voy a tener un buen sueldo te compraré muchas cosas muchas aquellos zapatos de charol que tanto te gustaban voy a ser rico Celina sabes muy rico muy rico de veras tendrás todos los vestidos que tú quieras de noche oigo tus pasos subiendo la escalera y tu risa te compraré cientos de perfumes miles de perfumes camino horas y horas buscándote ya no tengo zapatos ni pies te busco por todas partes en los parques a la salida de los cines pero yo sé que te encontraré Celina Fifí se va a morir si tú no vuelves y yo también ya no sé quién tiene la cara más triste si Fifí o yo haré lo que tú quieras todo lo que tú quieras lavaré los trastes que tanto odias iremos a fiestas te compraré una casa como ésta con muchos árboles y flores y piscina te llevaré al cine los domingos y los jueves y a diario si quieres porque yo seré muy rico tendré dinero a montones un automóvil para ti siempre a todas horas oigo tu voz apapachando a Fifí te voy a regalar un vestido rojo como aquel que llevabas cuando nos conocimos cuántos aplausos cuánto ruido quién hace tanto ruido Celina ya quiero estar solo contigo qué mujeres tan horribles se van a romper en pedazos en muchos pedazos tendrán que recogerlos con escoba ya no tengo escoba barro la casa todos los días para que la encuentres limpia te estoy viendo caminar moviendo las caderas déjame verte caminar siempre y reír reír a carcajadas como tú sabes enseñando los dientes no quiero verte enojada ni triste el agua tiene un color muy oscuro no se parece a tus ojos me paso las horas contemplando el cielo allí hay muchos ojos tuyos nuestra casa me da miedo me da mucho miedo estar solo pero cuánto ruido por qué tanto ruido y tanta gente dónde estoy Celina dónde estás tú…

—Qui-ero be-berr, be-berr, tengola gar-ganta (hip) seca quequi-ero u-na copa queme den u-naco-paporrr que…

—Ya viene el mesero, cálmate…

—Queyo qui-ero be-berr ¿me oyen? be-berr be-berrr…

Y sin esperar más se levantó y se fue tambaleando antes de que Óscar pudiera detenerlo. Rogelio sorteaba las mesas con gran dificultad, tanta, que Óscar no dudó de que se cayera de bruces sobre alguna. Sin embargo, no intentó ya seguirlo y decidió dejarlo a su suerte. Además, pensaba que al encontrar la copa regresaría. ¿A dónde más podría ir en ese estado?

Rogelio se fue tropezando a cada paso, hasta el extremo opuesto del jardín. Se quedó un buen rato apoyándose en el grueso tronco de un árbol, mirando fijamente la piscina en cuyas aguas oscilaban las luces de los faroles colgados en los árboles, produciendo dentro del agua formas indefinibles.

allí has de estar escondiéndote de mí sí allá abajo viéndome sufrir y sufrir hasta ya no poder más ocultando tus ojos azules en la oscuridad del agua riéndote riéndote de que no he sido ni soy capaz de encontrarte pero ya sé sí ahora lo sé que estás allí en el fondo acostada y desnuda esperando y riéndote desparramados tus negros cabellos en el agua y los peces entrando y saliendo recorriendo todo tu cuerpo descansando sobre tus senos sobre tu vientre jugando en ese cuerpo que es sólo mío sólo mío pero óyelo no serás de los peces ni del agua que te rodea y te esconde agua maldita que te cubre que me aparta de ti de tu cuerpo mío sólo mío oyes ni de los peces ni del agua mío solamente mío mío…

Y entre aquel frenesí, entre gritos y aplausos, unas burbujas y una ondulación en el agua no fueron vistas por nadie.




El último verano

Llevaba un vestido de gasa con volantes en el cuello y en las mangas; el pelo castaño oscuro, recogido hacia atrás con un moño de terciopelo negro, dejaba despejado un rostro joven de armoniosas facciones en el cual resaltaban los ojos sombreados por largas pestañas. No sólo irradiaba juventud y frescura aquella muchacha, sino una gran paz y felicidad. Pero aquella muchacha hermosa, porque en verdad lo era, y tan bien arreglada y respirando tranquilidad por todos los poros, estaba dentro de un marco, colocado sobre el tocador, cerca del espejo. Así era a los dieciocho años, antes de casarse. Pepe había querido que le diera un retrato como regalo de cumpleaños.

Había salido muy bien, sí, realmente, y experimentó un inmenso dolor al comparar a la joven de la fotografía con la imagen que se reflejaba en el espejo, su propia imagen: la de una mujer madura, gruesa, con un rostro fatigado, marchito, donde empezaban a notarse las arrugas y el poco cuidado o más bien el descuido de toda su persona: el pelo opaco, canoso, calzada con zapatos de tacón bajo y un vestido gastado y pasado de moda. Nadie pensaría que esa que estaba mirándola detrás del vidrio del portarretratos había sido ella, sí, ella, cuando estaba tan llena de ilusiones y de proyectos, en cambio, ahora… «¿Qué te pasa, mamá?», le preguntó Ricardo, porque se había quedado con la cara escondida entre las manos, sentada allí, frente al tocador, a donde había ido a arreglarse un poco para salir. Con gran desaliento se cambió de ropa y se arregló, «claro que no es posible sentirse contenta y animosa cuando de sobra se sabe que una no es ya una mujer sino una sombra, una sombra que se irá desvaneciendo lentamente, lentamente…» Ahora tuvo que taparse la boca con el pañuelo para ahogar un sollozo. Porque aquel til timo tiempo se había sentido demasiado sensible y deprimida, y lloraba fácilmente.

Fue a principios del verano, de ese verano seco y asfixiante, que había empezado a sentirse mal; a veces era una intensa náusea al despertar y unas como oleadas de calor que le subían hasta la cabeza, o fuertes mareos, como si el cuarto y los muebles se movieran; mareos que en algunas ocasiones persistían durante todo el día; también había perdido el apetito, no se le antojaba nada y todo le daba asco, y de su cuenta se habría pasado los días sin comer, sólo con un café o un jugo. Una inmensa fatiga se iba apoderando de ella y la imposibilitaba para el cumplimiento de las tareas diarias, ella que siempre había trabajado de la mañana a la noche, como una negra. Todo lo que hacía ahora era con un gran esfuerzo, un esfuerzo que cada día iba siendo mayor. «Ha de ser la edad.» Esa edad que la mayoría de las mujeres teme tanto y que ella en especial veía llegar como el final de todo: esterilidad, envejecimiento, serenidad, muerte… Los días pasaban y el malestar aumentaba a tal punto que decidió ir a ver al médico. Tal vez le diera algo con qué hacer menos pesada esa difícil etapa.

Después de examinarla detenidamente, el doctor le dio una palmada cariñosa en el hombro y la felicitó. Sería madre de nuevo. No podía creer lo que estaba escuchando. «Nunca lo hubiera creído, pero a mis años, yo pensaba que era… es decir, que ya serían los síntomas de… pero ¿cómo es posible, doctor?» Y tuvo que preguntarle varias veces si estaba realmente seguro de su diagnóstico, pues era muy raro que eso sucediera a su edad. «Eso es, hija, y nada más, sigue mis indicaciones y vienes a verme dentro de un mes, no tengas temor, si te cuidas todo saldrá bien, ya verás, te espero dentro de un mes.» Le recetó algunas medicinas que debería tomar. Y ella que durante días y días, y todavía unas horas antes, había llorado de sólo pensar que ya había llegado a esa terrible edad en la que la maternidad, la lozanía y el vigor terminan, ahora, al recibir la noticia, no experimentó ninguna alegría, por el contrario una gran confusión y una gran fatiga. Porque, claro, era bien pesado después de siete años volver a tener otro niño, cuando ya se han tenido seis más y una ya no tiene veinte años, y no cuenta con quién le ayude para nada y tiene que hacerlo todo en la casa y arreglárselas con poco dinero, y con todo subiendo día a día. Así iba pensando en el camión, de regreso a su casa, mirando pasar las calles que le parecían tan tristes como la tarde, como ella misma. Porque ya no quería volver a empezar; otra vez las botellas cada tres horas, lavar pañales todo el día y las desveladas, cuando ella ya no quería sino dormir y dormir, dormir mucho, no, no podía ser, ya no tenía fuerzas ni paciencia para cuidar otro niño, ya era bastante con lidiar con seis y con Pepe, tan seco, tan indiferente, «no es partido para ti, hija, nunca logrará nada en la vida, no tiene aspiraciones y lo único que hará será llenarte de hijos», sí, otro hijo más y él no haría el más mínimo esfuerzo por buscarse otro trabajo y ganar más dinero, qué le importaba que ella hiciera milagros con el gasto, o que se muriera de fatiga.

Esa noche le dio la noticia. Los niños ya se habían acostado y ellos estaban en la estancia viendo la televisión como todos los días después de cenar. Pepe le pasó un brazo sobre los hombros y le rozó la mejilla con un beso. «Cada hijo trae su comida y su vestido, no te preocupes, saldremos adelante como hemos salido siempre.» Y ella se quedó mirando aquella pantalla de televisión donde algo se movía sin sentido, mientras en su interior un mundo de pensamientos y sentimientos se apretujaba.

Pasaban los días, las semanas, y seguía sin encontrar resignación ni esperanza. La fatiga aumentaba con los días y una gran debilidad la obligaba a recostarse, en ocasiones, varias veces durante el día. Así transcurría el verano.

Por las noches y un poco entre sueños Pepe la oía llorar o la sentía estremecerse, pero él apenas si se daba cuenta de que ella no dormía. Era natural que Pepe descansara a pierna suelta, ¡claro!, él no tendría que dar a luz un hijo más, ni que cuidarlo, «los hijos son un premio, una dádiva», pero cuando se tienen cuarenta y cinco años y seis hijos otro hijo más no es un premio sino un castigo porque ya no se cuenta con fuerzas ni alientos para seguir adelante.

A veces se levantaba a mitad de la noche y se sentaba cerca de la ventana, ahí, a oscuras, oía los grillos abajo en el pequeño huerto donde ella cultivaba algunas hortalizas, y el alba la sorprendía con los ojos abiertos aún y las manos crispadas por la angustia.

Había ido a ver al médico al cumplirse el mes y, después, al siguiente. Le cambiaba un poco las prescripciones, pero siempre las recomendaciones eran las mismas: «Procura no cansarte tanto, hija, reposa más, tranquilízate». Ella regresaba a su casa caminando pesadamente.

Una de esas noches en que no lograba conciliar el sueño y el calor y la desesperación la hacían levantarse y caminar, salió a refrescarse un poco y se recargó en el barandal de la escalera que bajaba de las habitaciones hacia el huerto. Hasta ella llegaba el perfume del huele de noche que tanto le gustaba, pero que ahora le parecía demasiado intenso y le repugnaba. Estaba observando indiferente a las luciérnagas, que se encendían y se apagaban poblando la noche de pequeñas y breves lucecitas, cuando algo caliente y gelatinoso empezó a correr entre sus piernas. Miró hacia abajo y vio sobre el piso un ramo de amapolas deshojadas. Sintió la frente bañada en sudor frío, las piernas que se le iban aflojando y se afianzó al barandal mientras le gritaba a su marido. Pepe la llevó a la cama y corrió a buscar al médico. «Te recomendé mucho que descansaras, hija, que no te fatigaras tanto», dijo el doctor cuando terminó de atenderla y le dio una breve palmada en el hombro, «trata de dormir, mañana vendré a verte». Antes de caer en el sueño, le pidió a Pepe que envolviera los coágulos en unos periódicos y los enterrara en un rincón del huerto, para que los niños no los vieran.

El sol llenaba la habitación cuando despertó. Había dormido muchas horas. Sus hijos se habían ido a la escuela sin hacer ruido. Pepe le llevó una taza de café con leche y pan que comió con agrado. Tenía hambre. Y cuando Pepe salió a buscar a su hermana para que viniera unos días mientras ella se recuperaba, se quedó pensando y no pudo menos que experimentar un gran descanso por haber salido de aquella tremenda pesadilla. Claro que le dolía que hubiera sido en una forma tan triste, tan desagradable, pero las cosas no son como uno las desea, ni las piensa, sino como tienen que ser. Desde luego que ya no quería otro hijo, no, hubiera sido superior a sus fuerzas, pero no así, que no hubiera sucedido así, así, cómo le afectaba y la conmovía, y comenzó a llorar desconsoladamente, largo rato, hasta que se quedó nuevamente dormida.

A los pocos días todo había vuelto a la normalidad y cumplía con sus tareas domésticas, como siempre lo había hecho. Cuidando de no fatigarse demasiado procuraba estar ocupada todo el día, para así no tener tiempo de ponerse a pensar y que la invadieran los remordimientos. Trataba de olvidarlo todo, de no recordar aquel desquiciante verano que por fin había terminado, y casi lo había logrado hasta ese día en que le pidió a Pepito que le cortara unos jitomates. «No, mami, porque ahí también hay gusanos.»

Comenzaron a zumbarle los oídos y todos los muebles y las cosas a girar a su alrededor, se le nubló la vista y tuvo que sentarse para no caer. Estaba empapada en sudor y la angustia le devoraba las entrañas. Seguramente que Pepe, tan torpe como siempre, no había escarbado lo suficiente y entonces… pero, qué horror, qué horror, los gusanos saliendo, saliendo…

Ese día apenas si hubo comida y lo que logró hacer o estaba salado o medio crudo o quemado, pues ella había empezado a girar dentro de un torbellino de ideas y temores desquiciantes.

Toda su vida y la diaria rutina cambiaron de golpe. Hacía el quehacer muy nerviosa, presa de una gran ansiedad, mal tendía las camas, daba unos cuantos escobazos y corría a asomarse a las ventanas que ciaban hacia el huerto; empezaba a quitar el polvo de los muebles, y otra vez a la ventana; se le olvidaba lo que estaba haciendo, al trapear dejaba los pisos encharcados, se le caían las cosas de las manos, rompía la loza, recogía rápidamente los pedazos y los echaba al bote de la basura para que nadie los viera y sospechara; pasaba largas horas recargada en el barandal, observando, observando…

Apenas si hablaba con Pepe y con los chicos, todo le molestaba: que le preguntaran algo, que le platicaran, que hicieran ruido, que pusieran el radio, que jugaran, que gritaran, que vieran la televisión…, ella quería estar sola, pensar, observar… que no la distrajeran, necesitaba estar atenta, escuchando, observando, escuchando, observando…

Esa tarde, Pepe había ido al centro a comprar unos zapatos y a la peluquería. Los tres niños más pequeños a la doctrina como todos los sábados, y los mayores a jugar basquet. Estaba sola en la modesta estancia tratando inútilmente de zurcir calcetines y remendar las camisas y los pantalones, lo que antes hacía con bastante habilidad y rapidez mientras veía en la televisión los «Sábados con Saldaña» que tanto le gustaban, sobre todo «Nostalgia»… pero eso ya no era posible, a ella ya no le interesaba nada que no fuera escuchar, observar, estar atenta observando, escuchando… Cerca de las seis de la tarde alcanzó a percibir como un leve roce, algo que se arrastraba sobre el piso apenas tocándolo; se quedó quieta, sin respirar… sí, no cabía la menor duda, eso era, se iban acercando, acercando, acercando lentamente, cada vez más, cada vez más… y sus ojos descubrieron una leve sombra bajo la puerta… sí, estaban ahí, habían llegado, no había ya tiempo que perder o estaría a su merced… Corrió hacia la mesa donde estaba el quinqué de porcelana antiguo que fuera de su madre y que ella conservaba como una reliquia. Con manos temblorosas desatornilló el depósito de petróleo y se lo fue virtiendo desde la cabeza hasta los pies hasta quedar bien impregnada; después, con el sobrante, roció una circunferencia, un pequeño círculo a su alrededor. Todavía antes de encender el cerillo los alcanzó a ver entrando trabajosamente por la rendija de la puerta… pero ella había sido más lista y les había ganado la partida. No les quedaría para consumar su venganza sino un montón de cenizas humeantes.



 Con los ojos abiertos (2008).



Con los ojos abiertos 


Para Marisel Moral

Recargada en la puerta del hall, Mariana miraba a los cargadores que bajaban del camión de mudanzas caja tras caja, paquete tras paquete, que iban metiendo a su casa, «¿y dónde irá a caber todo esto?», se preguntaba. Soplaba viento, un viento frío que presagiaba un invierno duro y remolineaba las hojas secas de los árboles en el césped del jardín. Y su casa, es decir, aquel hall arreglado con tan buen gusto, se convirtió, en menos de una hora, en una bodega por donde apenas si se podía caminar. Cuando los cargadores metieron la última caja y la mudanza se fue, Mariana cerró la puerta del jardín y entró a la casa. Se quedó un rato contemplando aquel desastre en que se había convertido el hall de su casa. Suspiró con gran desaliento y sorteando los obstáculos logró llegar hasta la cocina. Ahí estaban, sobre la mesita redonda, las tazas del desayuno con restos de café. La mudanza había llegado antes de lo convenido y no le había dado tiempo de recoger la mesa. El radio se había quedado encendido pero apenas se escuchaba la música, le subió el volumen, «quién sabe qué estarán tocando», pero le pareció que era algo triste, tan triste como su ánimo esa mañana. Se sirvió una taza de café caliente y se sentó a tomárselo. Apenas había dado un trago o dos cuando su estómago se contrajo en esa dolorosa sensación, como de angustia o de ansiedad, que hacía tiempo no sentía, «tal vez hubiera sido mejor tomar una taza de té», pero el café estaba hecho y caliente. Todas aquellas cosas de Armando, que habían llegado, eran como si él mismo volviera a instalarse ahí, en la casa que un día había dejado sin titubear, ni conmoverse, sin voltear atrás… (parecía un nocturno lo que tocaban pero no estaba muy segura), eran todas las cosas que Armando había traído de sus largos viajes a Europa y al Oriente, todo lo que había reunido durante su vida, los tesoros que tanto quería y cuidaba… Nunca olvidaría Mariana aquella mañana, muy temprano, en que estaba apenas saliendo de la regadera cuando alcanzó a oír el timbre del teléfono que sonaba con insistencia, «¿quién podrá ser a esta hora?, ¿y si fuera larga distancia?», pero ni la Nena ni Armando la llamaban tan temprano…, el teléfono seguía sonando y sonando…, envuelta en la toalla, Mariana corrió a la recámara a contestar:

—¿Bueno?

—¿Es usted, señora?

—Sí, Juanita, ¿qué pasa?

—¡Ay, señora, véngase pronto, el señor…! —Juanita rompió a llorar y Mariana ya no entendió lo que decía. Se puso lo primero que encontró y se fue al departamento de Armando. ¡Qué duro había sido hablarles a la Nena y a Armando y decirles que su padre había muerto! Nunca hubiera pensado Mariana que fuera ella quien tuviera que encargarse del velorio y del entierro de Armando del Bosque. Afortunadamente sus hijos habían llegado a tiempo para el entierro… En todo esto pensaba Mariana, cuando llegaron Armando y la Nena.

—¡Qué barbaridad, es un mundo de cosas!, pero ya está completamente desocupado el departamento para que lo pongan en venta —dijo Armando.

—La misma mudanza que trajo estas cosas se llevó todos los muebles a la bodega —explicó la Nena, mientras jalaba una silla y se sentaba enfrente de Mariana, en la mesita de la cocina—. Estoy cansadísima, mamá, ¡qué pesado es quitar una casa!, nunca pensé que esto pudiera suceder, nunca pensé que papá se muriera, estaba tan fuerte y se veía tan bien…

Los días que siguieron fueron de mucho trabajo, los tres desempacaron, con todo cuidado, caja por caja, paquete tras paquete. Había cuadros de todos tamaños, cientos de libros de arte, piezas prehispánicas, tallas coloniales, esculturas africanas, hindúes, una griega, muchísimos discos, libros de literatura, de historia, de filosofía… Mariana se sintió sofocada y abrumada por aquel mundo de cosas, cierto que había cuadros y piezas muy bellas, que le encantaban, pero era demasiado para una casa como la suya. —¿No hubiera sido mejor dejar todas estas cosas bien empacadas en la bodega, junto con los muebles? —preguntó Mariana.

—Pero ¡cómo se te ocurre eso, mamá!, todas estas cosas son muy valiosas y no puede uno arriesgarse a que se maltraten, o a que se las roben, los muebles es diferente… Ya sé que tu casa va a quedar convertida en un bazar de antigüedades, pero mira —y la abrazó cariñosamente—, no será para siempre, sólo un tiempo hasta que volvamos la Nena y yo y cada quien se lleve lo que le corresponde —Mariana no tuvo más que aceptar las razones de Armando sin objetar. Le complacía sobremanera tener a sus hijos con ella, en la casa, como antes, cuando la Nena aún no se casaba y Armando no se iba a hacer la maestría a Barcelona; comer con ellos, platicar mucho, o simplemente verlos, oír su voz o sus carcajadas, sus pasos en la escalera subiendo o bajando, discutiendo por todo o por nada… Todo esto había aminorado el dolor que le causó la muerte de Armando.

—No sé cómo puede afectarte tanto la muerte de Armando —le comentó su tía Paulina, la misma noche del velorio—, estabas divorciada de él, además, él se volvió a casar, se volvió a divorciar y no sé cuantas cosas más… —sí, era cierto, se había divorciado de Armando del Bosque, pero era el hombre que había querido profundamente, el padre de sus hijos, con él había compartido muchas cosas, muchos momentos intensamente vividos y muchos otros desdichados, tantos años juntos, tantos recuerdos, no se pueden borrar tan fácilmente, no se pueden olvidar…

Comenzaron por colgar cuadros hasta agotar todos los muros, después acomodaron todos los libros de arte que cupieron en los libreros y los discos, al último desempacaron las piezas prehispánicas, las tallas coloniales, una escultura románica y otra griega, las figuras africanas, dos esculturas de Nueva Guinea en madera de ébano y unos fetiches de ritos vudú, uno de ellos, una talla en madera negra de ébano como de ochenta centímetros parado sobre una media luna, una figura grotesca, siniestra, con las cuencas vacías, la cual no sólo no le gustó a Mariana sino que le fue especialmente desagradable y repulsiva, su sola vista le molestaba y perturbaba. Y Mariana, que era tan buena decoradora y tenía tanta experiencia y sentido estético, no encontraba dónde colocar las piezas africanas, especialmente al hombre de la media luna, no había sitio donde se vieran bien, donde armonizaran con los muebles y la decoración de la sala comedor. De pronto se le ocurrió lo que podía ser una buena solución:

—Como aún les quedan por hacer algunos gastos, ¿por qué no venden estas piezas que son tan poco decorativas, o mejor dicho, tan desagradables?

—¡Pero mamá —dijo Armando muy sorprendido—, cómo puedes decir semejante cosa tú que sabes tanto de arte y tienes tan buen gusto! Son esculturas muy valiosas y además bellas que hay que conservar, eran de las piezas preferidas de mi padre… —y Mariana tuvo que resignarse a tener en su casa las piezas africanas.

Armando regresó a Barcelona tan pronto acomodaron la mayor parte de las cosas, las otras, las que ya no hubo dónde poner, fueron nuevamente empacadas y las cajas colocadas en la recámara de las visitas y en el clóset.

La Nena se quedó unos cuantos días más. La víspera del viaje la dedicó a despedirse de sus suegros y cuñadas, de las amigas, de la tía Paulina y demás parientes y al final de la tarde a hacer el equipaje. Después de merendar con Mariana, muy cansada, se fue a dormir.

Mariana leía, como acostumbraba todas las noches, hasta que llegaba el sueño, de pronto se escucharon unas sonoras y claras campanadas, doce campanadas… La Nena entró corriendo a la recámara de Mariana.

—¿Oíste, mamá, oíste? Preguntó muy alterada.

—Sí, el reloj de la iglesia acaba de dar las doce —contestó Mariana.

—No, mamá, no fue el reloj de la iglesia, se oyeron aquí, fue aquí en el hall, fue el reloj antiguo que está sobre la chimenea…

—Te digo que fue el reloj de la iglesia, hay ocasiones en que las campanadas son tan claras en el silencio de la noche que se sienten completamente cerca —dijo Mariana.

—¿Estás segura, mamá?

—¡Claro que lo estoy, anda, vete a dormir tranquila, que mañana te espera un día pesado!

Pero Mariana no sólo no estaba segura de lo que le había dicho a la Nena, le había mentido, ella también había oído las campanadas dentro de la casa, ahí arriba en el hall, las campanadas sonoras e inconfundibles del reloj antiguo que estaba sobre la chimenea, que tenía la cuerda rota y hacía años que no funcionaba, sí, un reloj con la cuerda rota había dado doce campanadas… Mariana había mentido porque la Nena era muy nerviosa y aprensiva y al día siguiente iba a viajar y además, ¿para qué preocuparla por una de esas cosas, extrañas y misteriosas, que a veces suceden y que uno no puede entender ni explicar?… Y Mariana siguió leyendo un rato más hasta que le llegó el sueño.

Mariana llevaba una vida sencilla y rutinaria, ¿qué otra clase de vida puede llevar una mujer cincuentona, divorciada y sola?, se preguntaba ella. Dos veces por semana, en la tarde, daba clases de decoración en una escuela y otra tarde asesoraba una casa de decoración. Con el dinero de sus clases y una pequeña renta que le dejó su padre, Mariana podía vivir sin apuros. Los lunes, por la mañana, iba a la tintorería y al supermercado, los martes comía con su tía Paulina y por la tarde se iban de compras, los miércoles pasaba al correo a recoger o enviar cartas antes de ir a visitar a su viejo amigo, el licenciado Cervantes, que estaba delicado de salud y no salía ya de su casa, comía con él y después tomaban café y oían música hasta que Mariana se iba a dar su clase, los jueves pasaba por la farmacia y después por la librería para comprar algún libro de arte, una revista de decoración o una buena novela, por la tarde jugaba cartas con varias amigas; los viernes le tocaba ir al banco a pagar los recibos que iban llegando: la luz, el teléfono, el agua, las tarjetas de crédito o a depositar los cheques de la escuela y de la casa de decoración, por la tarde iba a su clase; los sábados, muy temprano, llegaba Raúl, el jardinero, y Mariana pasaba la mañana en el jardín, revisando el trabajo de Raúl y cortando las flores que ponía en los floreros, por la tarde salía con Leonor y con Elisa, dos amigas solteronas de la mejor sociedad, amantes de la música y del arte en general, con ellas iba al cine o al teatro, a los conciertos, a las exposiciones de pintura y a los museos. Los domingos por la mañana le hablaban por teléfono la Nena y Armando, después se preparaba algo de comer y pasaba la tarde leyendo o viendo televisión, platicando por teléfono con alguna amiga o con el licenciado Cervantes o se iba con Leonor y con Elisa a cenar a algún buen restaurante. Tres veces por semana Hortensia hacía la limpieza de la casa, lavaba la ropa y preparaba algo de comida que Mariana calentaba en el horno de microondas, cuando comía en casa. Hortensia era una mujer eficiente y muy segura a quien Mariana podía dejar en su casa con toda confianza. Con la llegada de las cosas de Armando, Mariana empezó a tener miedo de que, al pasar el plumero o la franela, Hortensia tirara alguna pieza y la rompiera; había tantas cosas sobre las mesas y en todos los muebles que costaba mucho trabajo sacudir sin tirar algo. Así que tuvo que decirle a Hortensia que no sacudiera ninguna de las cosas que eran del arquitecto, que ella lo haría, los domingos en la mañana. Mariana no tenía un horario determinado para regresar a su casa por la noche, nadie la esperaba y podía llegar cuando quisiera.

Desde que llegaron «las cosas de Armando», así decía Mariana, su horario de llegada por la noche se empezó a restringir. Temía que, estando la casa sola por las noches, pudieran entrar los ladrones. Si los conciertos terminaban pasada la media noche, ella se salía antes de las once, con el consiguiente disgusto de sus amigas, que trataban de disuadirla, sin lograrlo. Lo mismo sucedía cuando iban al teatro, al cine o a cenar. Mariana había perdido la tranquilidad.

Mariana amaba el sol, la luz, el calor, la chimenea encendida durante el invierno.

Cuando Armando y ella construyeron su casa, tuvieron buen cuidado de que estuviera bien orientada y asoleada. Por la mañana el sol entraba a la sala comedor, la cocina y dos de las recámaras de la planta alta. El sol del poniente calentaba, por la tarde, las otras dos recámaras. Una mañana se dio cuenta de que el sol bañaba por completo varios cuadros y las piezas africanas de madera negra que estaban sobre una mesa colonial y, como no había manera de cambiar de lugar ni los cuadros ni la mesa, Mariana decidió mandar hacer unas cortinas más gruesas que protegieran del sol.

Compró las telas y llamó a un tapicero que le recomendaron Leonor y Elisa, para que tomara las medidas y las hiciera. El tapicero llegó una mañana temprano con su ayudante.

—¡Cuántas cosas bonitas tiene, señora!

—Gracias.

—¿Y estas esculturas de madera negra, de dónde son?

—Es arte negro de Nueva Guinea y de África.

—¿Han de ser muy caras, verdad?

—Así es —contestó Mariana.

Esa noche Mariana dormía tranquilamente cuando la despertaron unos ruidos en el hall de arriba. Se sentó en la cama y se puso a escuchar… ¡Dios, ya se me metieron a la casa! Pensó entonces correr a la ventana y gritar pidiendo auxilio, pero quién la iba a oír a esas horas de la noche cuando todo mundo duerme profundamente y, además, las casas de los vecinos no estaban pegadas a la suya, sino en medio de jardines o al final de ellos, y lo único que ganaría con gritar sería que la mataran a balazos o a puñaladas, ¡no, eso no!, sería mejor quedarse quietecita en la cama como si estuviera dormida y tal vez así no le hicieran nada… Se acostó, se tapó bien y se quedó quieta, muy quieta, como si de verdad durmiera, escuchando los ruidos en el hall, su respiración acelerada y los latidos de su corazón; estaba bañada en sudor frío y empezó a temblar… se acordó entonces del tapicero y de la cara que puso al contemplar las piezas africanas y el interés en saber su valor, «¿han de ser muy caras, verdad?» Sí, eso era, se le había, sin duda alguna, despertado la codicia… «¡Dios mío, Dios mío!, ¿qué voy a hacer?, ¿qué me irá a pasar?, ¿a qué horas entrarán, me irán a matar?… que se lleven todas las cosas, pero no, es el patrimonio de la Nena y de Armando, lo que les dejó su padre, que se lleven todo pero que me dejen con vida, mis hijos entenderán, ¿y si me matan?… ¡Dios mío, Dios mío!, yo no le he hecho nunca daño a nadie, ¿por qué me tocó a mí, por qué?… —ya no vería más a la Nena y a Armando, no, todo menos eso, perderlo todo pero volver a ver a sus hijos, quedar con vida para volverlos a ver…— ¡ya van a entrar, Dios mío, sí, ya van a entrar!, que se lleven todo lo mío, todas las cosas que tanto me gustan y quiero, pero no las de mis hijos, lo que les dejó su padre, no, no han entrado… ¿y si se fueran sin entrar a mi pieza, sin hacerme daño…?» Así pasaron, no supo Mariana, cuántas horas o cuántos minutos que se eternizaron en aquella aciaga noche… Mariana contó cinco campanadas en el reloj de la iglesia. Ya eran las cinco de la mañana, la noche se había ido… dejó de escuchar ruidos, ahora sólo escuchaba el silencio, un silencio tan denso como azogue, una calma angustiosa. Trató de mover un poco las piernas que estaban entumecidas y acalambradas por la rígida y sostenida postura, pero no se atrevía a levantarse… podían estar todavía ahí, a lo mejor estaban aún sacando cosas… así permaneció hasta las siete de la mañana cuando la luz entró de lleno a su recámara.

Mariana tenía por costumbre meterse al baño tan pronto se levantaba, vestirse, arreglarse y bajar a desayunar entre ocho y media y nueve, así la encontraba Hortensia cuando llegaba. Esa mañana se levantó muerta de miedo y de frío, se puso la bata y abrió un poco la puerta de la recámara, asomó la cabeza, no se veía nada fuera de su lugar, al parecer todo estaba en su sitio, no había desorden. Muy extrañada bajó la escalera pensando que iba a encontrarlo todo vacío, saqueado, pero al llegar al hall vio con gran sorpresa que todo estaba en su sitio y que no faltaba nada, después entró a la sala comedor, que estaba igual, llena de cosas como bazar de antigüedades, no faltaba nada, absolutamente nada, todo estaba ahí, en su lugar… Sin dar crédito a lo que veía, Mariana se dirigió a la cocina sin saber qué pensar, qué explicación darle a lo que había sucedido. Hizo el café y se sirvió una taza, no tenía alientos para hacer el jugo de naranja, arreglar la fruta y tostar el pan, se sentía desmoronada por el gasto nervioso tan tremendo que había tenido y totalmente confundida y anonadada, «tal vez sólo entraron a tantear el terreno, a tomar sus medidas y a seleccionar las cosas que se van a llevar…» Sumida en estas cavilaciones la encontró Hortensia. «Pero, ¿qué le pasa, señora, usted en bata y sin arreglar a estas horas y en silencio, sin su música?, ¿está enferma?». Mariana acostumbraba oír música clásica todo el día, o más bien, todo el tiempo que estaba en su casa; tenía un radio en la cocina y otro que llevaba y traía por todos lados. Le dijo a Hortensia que no había podido dormir en toda la noche y que le dolía la cabeza. Hortensia le preparó el desayuno y éste la reanimó un poco. No había querido decirle nada a Hortensia pensando que a lo mejor se asustaba y ya no iba a trabajar, las sirvientas son a veces muy miedosas. Salió a la calle, como de costumbre, pero su mente seguía divagando. No podía contarle nada a su tía Paulina porque era una persona muy aprensiva y nerviosa y podía hasta enfermarse. Pensó en llamar a una patrulla y pedirle que vigilara su casa, pero a veces son ellos mismos, los agentes, los que cometen los robos, no, no podía arriesgarse. ¿Y si les hablaba a Leonor y a Elisa y les pedía que la fueran a acompañar en la noche, porque no se sentía bien? Decidió que eso era lo más conveniente y se comunicó con Leonor pero, para su mala suerte, esa noche iban los sobrinos a cenar con ellas y ya no podían cancelar la invitación. Muy desalentada decidió que Hortensia era su último recurso. Antes de irse a comer, como todos los miércoles, con el licenciado Cervantes, fue a su casa y le pidió a Hortensia que fuera a acompañarla esa noche, ya que la falta de sueño de la noche anterior la había puesto muy nerviosa. «¡Ay, señora, nomás por tratarse de usted, voy a venir, pero usted sabe que no me gusta dejar solos a mis muchachos!».

Esa noche, Mariana quiso que Hortensia se quedara en la recámara de las visitas, que se hallaba llena de cajas y de cuadros, de todo lo que ya no hubo dónde poner pero que estaba junto a su recámara y no en el cuarto de servicio, en el jardín. Trató de leer, no para que le diera sueño, como lo hacía todas las noches, sino para pensar en otras cosas y tranquilizarse, encendió el radio y la música y la lectura la hicieron caer suavemente en el sueño. De pronto unos ruidos y voces la hicieron despertar de golpe y sentarse en la cama aterrorizada: «¡Dios mío, ya entraron!…» Entonces se dio cuenta de que era la voz del locutor y la música lo que oía, que había dejado encendidos la lámpara de buró y el radio, ya eran casi las seis, apagó el radio y la lámpara, se acomodó en la cama, no se oía un solo ruido, «yo creo que no vinieron, o yo no los oí, no sé cómo pude dormirme…», se reprochaba Mariana cuando oyó unos leves toquidos en la puerta de su recámara: «Señora Mariana, soy yo, dispense que la despierte pero tengo que ir a darles de almorzar a mis muchachos antes de irme a trabajar, que siga bien, señora, el viernes nos vemos…» Cuando Mariana se estaba desayunando sonó el teléfono:

—Señora, buenos días, habla el tapicero, ya están listas sus cortinas, ¿se las podemos llevar?

—No, ahora no, tengo que salir, mañana lo espero a las once… «Mañana estará aquí Hortensia y no yo sola como ahora», había pensado Mariana. ¿Y si Mariana citaba a la patrulla para que aprehendieran al tapicero cuando llegara con las cortinas?, pero ¿qué pruebas tenía ella de que el tapicero quería robar su casa y llevarse todas las cosas valiosas que ahí había?, ella sabía que para acusar a una persona y pedir que la aprehendan se necesita tener pruebas evidentes e indiscutibles, pero ¿acaso el interés que el tapicero mostró por las piezas de arte negro no era una prueba suficiente? Por más que pensaba, no sabía qué hacer, a quién recurrir, si estuviera ahí su hijo, pero no, los jóvenes son tan impulsivos, qué tal si él trataba de cogerlos y le hacían daño, los bandidos no se tientan el corazón para matar, no, mejor que Armando estuviera lejos… Y así, durante todo el día, Mariana no hacía más que pensar y pensar y angustiarse.

Esa noche volvió a suceder, los mismos ruidos en el hall de arriba la despertaron… «Aquí están otra vez, ¿qué me irán a hacer, Dios mío, que irá a pasar, se llevarán todas las cosas, me irán a dejar con vida, o será éste el final?…» Otra vez el mismo terror, pasar hora tras hora inmóvil, sólo esperando que en cualquier momento entraran a su recámara y la victimaran. Hacia la madrugada cesaron los ruidos, después de un buen rato, Mariana logró dormirse, no sin antes haber dado gracias, desde lo más profundo de su corazón, por estar con vida. Mariana estaba completamente segura, cuando abrió la puerta de su recámara para bajar a desayunar, que sólo iba a encontrar unos cuantos muebles vacíos y la desolación de una casa saqueada por los ladrones, y grande fue otra vez su sorpresa al comprobar que todo estaba en su lugar y no faltaba nada.

El tapicero llegó puntual a la hora en que lo había citado Mariana, y muy sonriente y amable colgó las cortinas. Mariana se sentía muy confundida, no sabía qué pensar: «¿Sí será él, el ladrón?, y si así fuere, ¡qué cínico, qué hipócrita, parece tan buena persona, pero así son todos los pillos, taimados y ladinos…!» —Mire qué bien quedaron sus cortinas, señora, así ya no tiene que preocuparse por sus cuadros y sus esculturas, ¡me gustan tanto!, realmente tiene usted cosas muy bellas y muy valiosas, yo voy a muchas casas, de personas muy importantes y muy ricas y le aseguro a usted que no tienen tantos cuadros ni tantas cosas de tanto valor y tan hermosas como usted tiene… —Mariana lo escuchaba hablar, llena de confusión y desconcierto—, ¿de dónde me dijo que eran las esculturas de madera negra, que tanto me gustan?

—Son de África y de Nueva Guinea —contestó Mariana, quien había caído dentro de un remolino de sospechas y de dudas de indecible turbación.

Cuando el hombre se marchó, Mariana se desplomó en un sillón de la sala. No podía más, sus nervios estaban a punto de romperse en mil pedazos, como un vaso de cristal que se estrella en el piso. Escondió la cara entre las manos y así permaneció un buen rato. No encontraba ninguna solución; no podía irse a dormir a casa de su tía Paulina o a casa de Leonor y de Elisa y dejar su casa sola a merced de los ladrones, no, sería tanto como facilitarles todo, pero ¿a quién podía pedirle que la acompañara por las noches?, ¿a quién podía pedirle que cuidara su casa y la protegiera a ella? Se sentía tan desvalida, tan insegura, ella, una mujer tan dueña de sí misma era, ahora, como un frágil velero en un mar de sombras amenazantes…

—¿Otra vez se siente mal? —le preguntó Hortensia.

—Sí, Hortensia, no estoy nada bien, como puedes ver…

—Y yo sin poder venir a acompañarla por las noches, ¿qué será bueno hacer, señora?…

Esa noche Mariana estuvo leyendo hasta muy tarde, después pensó que era mejor apagar la luz y estarse quieta, ya que así corría menos peligro. Y sin luz, y muy quietecita, estuvo esperando oír los ruidos y dormitando a ratos. No se oyó nada en toda la noche. En la mañana, cuando bajó a desayunar, todo estaba en su lugar.

Ese día era el cumpleaños de Elisa. Cuando Mariana terminó de dar su clase de decoración en la escuela, fue a cenar a casa de sus amigas. Le extrañó mucho a Mariana encontrar la elegante sala sin cortinas. «¿Y Las cortinas?», preguntó Mariana. Le platicaron que las habían mandado lavar y las habían encogido, y como don Antonio, así se llamaba el tapicero, se había ido a Valle de Bravo a poner todas las cortinas de un hotel, ellas iban a esperar a que regresara en un mes o más, era tan bien hecho y sobre todo una persona tan segura y tan honrada a quien ellas dejaban solo en su casa, ya que era incapaz de tomar un alfiler, así que preferían estar sin cortinas y no arriesgarse a meter a su casa a alguien que no conocieran, ¡había tantos ladrones…!

De regreso a su casa Mariana repetía una y otra vez: «Tan seguro, tan honrado», entonces, pensaba Mariana, él no es, no, él no puede ser… pero entonces ¿quién era, o quiénes eran los que querían robarla, los que se metían a su casa?…

A veces pasaban una o dos noches en las que no sucedía nada, otras veces varias noches seguidas ocurría lo mismo, todo era imprevisible, inusitado. Mariana no había vuelto a dormir tranquila. Dormía un poco, se despertaba sobresaltada, creyendo oír ruidos, volvía a dormir un rato, de nuevo despertaba: «Ahora sí, ya están aquí», pero ¿quiénes?, don Antonio, el tapicero, estaba en Valle de Bravo, definitivamente no era él, pero entonces ¿qué eran aquellos ruidos, de dónde provenían?, se preguntaba y se preguntaba Mariana, llena de angustia y de desesperación.

Una noche creyó oír como un salto y después algo que caía, como carreritas y algo que se deslizaba… ¡gatos!, sí, a lo mejor son unos gatos que se meten a la casa y hacen todo ese ruido… Pero ¿por dónde se podían meter unos gatos?, podría ser que Hortensia no cerrara bien la puerta de la cocina que daba al jardín, o que alguna ventana se quedara abierta, o la puerta del garaje, o que se metieran por el tiro de la chimenea… Sí, podían ser unos gatos callejeros los que hicieran tanto ruido…

Mariana se levantó más temprano que de costumbre y empezó a revisar cuidadosamente todas las puertas y las ventanas, el tiro de la chimenea, la puerta del garaje; todo estaba bien. Las puertas y las ventanas perfectamente cerradas, las cenizas de la chimenea sin ninguna marca delatora, en ningún mueble había huellas de patitas, ni sobre las mesas donde siempre hay algo de polvo y se marca todo, no había un solo rastro que confirmara sus sospechas, nada, no había nada, nada… Muy desalentada, se sentó a desayunar. En el radio tocaban un concierto para flauta y piano, había un gran dejo de melancolía en aquella bella melodía, una como infinita tristeza… Esa noche era el segundo concierto de la sinfónica, Mariana había insistido mucho a Leonor y a Elisa para que compraran el abono para todos los conciertos de la temporada, y ahora le pesaba a ella tener que ir, no tenía deseos ni alientos de arreglarse y sí mucho miedo de quedarse dormida en el concierto, se sentía muy cansada por tantas noches en que apenas dormía y por la constante angustia de no saber qué estaba sucediendo… Regresó tarde del concierto y se acostó luego. La despertaron los ruidos que tan bien conocía. ¿Y si saliera al hall y sorprendiera a los gatos en pleno juego?, pensaba Mariana, cuando oyó que se movía la manija de la puerta de su recámara: «¡Dios mío, Dios mío, entonces sí son ladrones y van a entrar…!» La puerta se abrió y Mariana escuchó unos pasos lentos, pesados, que llegaron hasta la cabecera de su cama y ahí se detuvieron… Mariana era presa del terror, un terror inaudito, aniquilador, tenía los ojos bien cerrados y las manos fuertemente apretadas… «Señor, ten piedad de mí, que esto sea rápido y no me torturen»… repetía y repetía Mariana desde el fondo de su corazón desbocado, mientras el tiempo, los minutos se eternizaban en aquella nefasta noche sin fin. Otra vez los pasos, pero ahora saliendo de la recámara, después la puerta se cerró y todo quedó envuelto en un silencio sobrecogedor… Mariana temblaba de pies a cabeza, estaba aterida de frío y de pavor, creyó no amanecer con vida. Pero con la luz del día todo volvió a ser igual que siempre: los pájaros cantando en los árboles del jardín, el sol entrando por las ventanas e inundando la casa. Todas las cosas estaban en su lugar, no había desorden ni huellas, todo estaba igual. Lo más tremendo de todo, pensaba Mariana mientras se desayunaba, es no saber qué pasa y no poder hacer nada, ni siquiera contarlo y pedir consejo a sus amigas o al licenciado Cervantes, ¿qué irían a pensar?, Mariana se lo imaginaba: le aconsejarían que fuera a ver a un médico, que sus nervios estaban muy alterados y necesitaba algún tranquilizante, y no le extrañaría nada que pensaran que se estaba volviendo loca… en el radio estaban tocando la Tempestad de Sibelius: la furia de la naturaleza, los aullidos del viento, la hicieron estremecerse y sentir más angustia ante la manifestación de los imponderables, «buena estoy en este momento para esta clase de música», y apagó el radio. No había nada que hacer, tenía la sensación de encontrarse en un oscuro túnel sin salida y sin fin, nadie podía ayudarla ni aconsejarla, ella sola tenía que… La llegada de Hortensia la sacó de sus cavilaciones.

—¿Y ahora qué, se descompuso el radio?

—No me gustó lo que estaban tocando —contestó Mariana y subió a terminar de arreglarse para salir. Después de hacer todo lo programado para ese día, fue, como todos los viernes, a comer con el licenciado Cervantes. Después de la comida, cuando estaban tomando el café, a Mariana se le cerraban los ojos de sueño.

—Te ves muy cansada, Mariana, ¿o es que estás enferma?

—No, sólo estoy cansada, hace días que me siento así.

—¿Por qué no te vas unos días con la Nena o con Armando?, creo que un viajecito te vendrá bien.

—Nada me gustaría más, pero no puedo dejar la casa sola, hay tantas cosas de valor…

—Uno no se lleva nada, Mariana…

—Lo sé, pero son todas las cosas que Armando les dejó a mis hijos y que ellos me pidieron que les cuidara mientras regresan, no puedo arriesgar lo que es de ellos. —Tienes razón, pero insisto en que necesitas un descanso…

Nadie entendería sus razones, estaba segura, nadie podría hacer nada por ella, sola tendría que afrontar lo que fuera y tener el valor de enfrentarse a lo desconocido, a lo inesperado, traspasar el umbral… Estaba sola, completamente sola y desesperada, «después de todo, uno nace solo y muere solo», pensaba Mariana mientras iba camino de la escuela a dar su clase.

Los días que siguieron hasta el domingo, no varió en nada su rutina: hacía todas las cosas que tenía que hacer como si nada pasara, sin embargo su mente no descansaba, no dejaba de pensar en la decisión que había tomado. Por las noches los mismos ruidos, los pasos que llegaban hasta la cabecera de su cama, el terror, la desesperación, la impotencia, ¿hasta cuándo todo eso, hasta cuándo podría soportar aquella tortura, aquel suplicio sin fin…?

El domingo por la mañana le habló por teléfono la Nena, como de costumbre: todos estaban bien, el niño y su marido y le mandaban muchos besos, y Mariana ¿cómo estaba?, ¿sí se distraía bastante, sí salía con Leonor y con Elisa a los conciertos y a las exposiciones de pintura, al cine, al teatro? Le había comprado un vestido en Galerie Lafayette que estaba segura que le iba a encantar, y la tía Paulina ¿cómo estaba?, ¿y el licenciado Cervantes…? Mariana le dijo que estaba muy bien, que salía con sus amigas como siempre, que la tía Paulina y el licenciado Cervantes estaban bien, y después de que la Nena le mandó miles de besos del nietecito, del yerno y de ella misma, que Mariana retornó de igual manera, se despidieron. Muy reconfortada por haber oído la voz de la Nena y saber que todos estaban bien, Mariana se dedicó a su tarea de los domingos: sacudir minuciosamente y con todo cuidado todas las cosas delicadas; estaba casi terminando cuando llamó Armando: la misma preocupación por la salud de Mariana y porque se distrajera, siempre pensaba en ella, le había enviado por correo un calendario de Gaudí que sabía le iba a gustar… Cuando se despidieron Mariana estaba feliz, oír la voz de sus hijos y saber que estaban bien la llenaba de tranquilidad y alegría, tanto, que por un momento se sintió ligera, liberada de aquel sórdido peso que la agobiaba. Por la tarde pasaron por ella Leonor y Elisa para ir al cine. Escogieron una película que les gustó mucho y después de cenar la llevaron a su casa. Mariana se preparó para acostarse sin ninguna prisa, se quitó el maquillaje con detenimiento, se cepilló los dientes y se metió a la cama, en el radio estaban tocando un Preludio y fuga de Bach hermosísimo, tomó su libro para leer un rato, como siempre lo hacía, pero esa noche su mente estaba tan llena de pensamientos, sentimientos y sensaciones que no había lugar para nada más.

Mariana había tomado una decisión, una decisión que no se podía posponer ni postergar, no podía seguir ignorando o desconociendo lo que la atormentaba, había hablado con sus hijos, lo cual le daba siempre la fortaleza necesaria para soportar su ausencia, y ahora, para enfrentarse a lo que fuera… Después de la media noche apagó el radio y la luz. No había cerrado del todo la cortina de la ventana que daba al jardín y por ahí entraba una leve claridad. Estuvo dormitando y despertando un buen rato, hasta que los ruidos y el movimiento de la manija de la puerta la hicieron despertar de golpe. Cuando los pasos llegaron hasta la cabecera de su cama, un sudor frío y pegajoso cubrió todo su cuerpo y fue presa del terror, a tal grado que, por un momento, pensó y deseó posponer su decisión y quedarse así, quietecita, sin moverse como tantas veces, con los ojos bien apretados, pero Mariana había decidido enfrentar lo que fuera con los ojos abiertos, se clavó las uñas en las palmas de las manos y abrió los ojos.



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