En la casa de la familia Ponce cada vez que jugaba la selección argentina de fútbol equivalía a un día de celebración. Era la oportunidad de darse un gusto, de comer algo rico y, por qué no, hacer un asadito mientras se esperaba el partido. Y si ganaba, ni hablar. La alegría se multiplicaba. En la casa de la familia Ponce, en barrio San Francisquito, al sudoeste de Rosario, Ezequiel, el hijo del medio entre dos hermanas, disfrutaba como nadie de esos días especiales. Y aún muy chico ya era consciente: él también quería vestir la camiseta argentina y ser artífice de hacer sonreír a otros chicos, a otras familias. Soñó y sueña lo más grande: jugar un Mundial de mayores y ganarlo. Pero antes que eso tiene este guiño del destino: la posibilidad de disputar los Juegos Olímpicos, esa cita que se reserva para hacer converger todos los valores del deporte y que enseña como ninguna. A los 24 años, la última joya futbolística aparecida en Newell’s quiere esa medalla dorada que no sólo sería otro motivo de celebración, sino también una conexión directa con los dos mayores íconos leprosos: Marcelo Bielsa y Lionel Messi.
Tokio 2020 será la oportunidad de Ezequiel. Si bien la ceremonia inaugural de los Juegos será el viernes, desde las 8 de Argentina, para el fútbol la fiesta comenzará antes, como es habitual, siendo el primer deporte que desanda el calendario. El punto de partida para los dirigidos por Fernando Batista estará en Sapporo ante Australia, a las 7 y por la primera fecha del Grupo C. Y ese punto de partida intentará ser la piedra basal para emular aquello que hicieron las selecciones nacionales Sub 23 (este año excepcionalmente Sub 24, con tres futbolistas mayores) de 2004 y 2008. Ezequiel Ponce tenía 7 años cuando la conducción de Marcelo Bielsa le dio a Argentina el primer oro olímpico de la historia. De ese entonces se recuerda en casa mirando el partido o en la calle, con los chicos, y no mucho más. Pero en el 2008, con 11 años, ese nene que ya quería ser futbolista se acuerda de cómo Lionel Messi se desvivió jugando esos Juegos de Beijing antes de subirse a lo más alto del podio.
La inspiración es máxima. De cuna leprosa, como el Loco y Leo, Ezequiel Ponce entendió mirando aquello que los Juegos Olímpicos son únicos y que representan mucho más que una cita deportiva. Hoy, ya instalado en Japón y habiendo respirado cierto clima olímpico en los días anteriores en Corea del Sur, con amistosos y detalles de preparación, tiene dos objetivos: el que se cae de maduro, que es la obtención de la medalla de oro, y el de aprender. Fundamentalmente aprender. Sabe que en los Juegos convergen tantos atletas como realidades y de ello se quiere llevar algo. Conocer historias, entenderlas, saber cómo es la realidad en otras disciplinas y, también, apoyar. Anhela que entre todos los deportistas argentinos se pueda dar cierta red de empatía y de solidaridad para que el país se vea representado de la mejor manera en todos los deportes. Con esta premisa: estar pendiente de regalar palabras de aliento y empuje, “porque nunca se sabe qué le está pasando al otro”.
Aquel equipo de Bielsa entró en la historia por la medalla pero también por lo que fue la idea del Loco, quien quiso que sus futbolistas se alojasen en la Villa Olímpica como la mayoría de los atletas y tomaran dimensión de las distintas realidades. No son pocos los que todavía se ríen al recordar al Gringo Heinze corriendo el colectivo de traslado de los atletas con una bolsa de pelotas de entrenamiento al hombro. Bielsa quiso que sus futbolistas, quienes viven en una esfera diferente a todos, sobre todo por sus ganancias económicas, respirasen el espíritu más amateur. Lo logró y dejó la marca que hasta el día de hoy esos mismos consagrados agradecen. De hecho el Kily González, también pilar de aquel equipo, sigue ubicando el logro como uno de los mayores de su carrera, incluso muy por encima de los éxitos que tuvo en el mejor fútbol europeo. Ezequiel Ponce, que tiene la misma cuna que Bielsa y Messi, dice que no hay ejemplo más grande que ellos y que si Leo ya lo hizo cualquiera de los futbolistas del plantel actual no puede menos que dejar todo. Lo hizo Messi, es incuestionable y también una obligación.
Ezequiel Ponce es la última gran joya aparecida desde las inferiores de Newell’s y el jugador más joven en debutar en la primera leprosa con 16 años, 6 meses y 6 días. Apenas dos años después de aquel estreno en el equipo de Alfredo Berti, el prometedor 9 goleador de la cantera fue vendido a Roma. Luego pasó por Lille (donde lo pidió Bielsa), Granada y AEK Atenas para recalar en el Spartak Moscú, donde fue figura en las dos últimas temporadas. El Tanque, rompedor de redes que tiene como ídolo y referente a Gabriel Batistuta, ya jugó también en los seleccionados argentinos menores y volvió a entrar en el radar albiceleste gracias a la consideración de Fernando Batista. Sabe que así, de nuevo, se reinicia ese sueño de selección mayor, mundial, título, alegrías para la gente, para su gente, para el barrio.
Desde hace unos días los amigos de Ezequiel, de la infancia y de la vida, lo tienen loco con el teléfono. Le preguntan a qué hora se tienen que levantar, a qué hora se tienen que poner delante del televisor, le transmiten las expectativas. Él siente ese compromiso. Desde aquellos años en los que sabía que los partidos de la selección eran una celebración, un tiempo de calidad con los viejos que estaban toda la semana afuera y trabajando más de 12 horas, papá en dos imprentas y mamá limpiando casas. De eso no se quiere olvidar. Será que ahí, agarrada con el fútbol, está la esencia de la felicidad. De la comida rica, del asadito, del permitido con motivo de celebración. No quiere fallar ahora que es parte de ese equipo que puede generar una alegría en los Juegos Olímpicos de Tokio. Ni por él ni por los suyos.
Hasta hace muy poco Ezequiel Ponce no se imaginaba qué generaba este tipo de competencia. Ahora sí lo sabe. Y busca que todos se sientan orgullosos por lo que ellos puedan mostrar en la cancha. En San Francisquito hay chicos jugando al fútbol en la vereda y en las plazas. Tampoco saben muy bien qué significan unos Juegos Olímpicos. Pero se ponen la camiseta, se cuelgan una bandera, descansan en la pelota. Y celebran. Celebran que juegue Argentina. No son ni Ezequiel ni sus amigos de la infancia. Son otros, que también sueñan.