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La música tampoco pudo escapar a la maldición de La semilla del diablo. Polanski eligió a su amigo Krzysztof Trzcinski para escribir la partitura, un otorrinolaringólogo polaco que se había lanzado a su mayor pasión: el jazz, de manera profesional, y eligió el apellido Komeda para ocultar su faz artística en el ambiente médico. Jamás imaginó la tragedia que le esperaba. 

ROSEMARY’S BABY (1968)

La semilla del diablo / El bebé de Rosemary

Krzysztof Komeda: …y el diablo bailó sobre el pentagrama

por Eduardo J. Manola

El cine de terror ya no fue lo mismo a partir de la película de Roman Polanski. Basada en la exitosa novela de Ira Levin, y protagonizada por Mia Farrow y John Cassavetes, La semilla del diablo engendró el subgénero del horror demoníaco, alimentado con cintas como El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), Estoy vivo (It’s Alive, Larry Cohen, 1974), La profecía (The Omen, 1976, Richard Donner), y Engendro mecánico (Demon Seed, Donald Cammell, 1977), entre las pioneras.

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Rosemary’s Baby narra la historia del matrimonio de Guy y Rosemary Woodhouse, que compran un apartamento en el Edificio Bramford, en Manhattan (que tiene fama de ser sede de brujería y asesinatos rituales), y allí se hacen amigos de los Castavet, unos aparentemente amables vecinos. La joven queda embarazada luego de tener un horrible sueño en el que es violada por un ser abominable, y allí la realidad comienza a generar una serie de hechos trágicos sin explicación alguna que llevan a Rosemary a sospechar que aquellos encantadores vecinos suyos son, en verdad, parte de una misteriosa y maligna secta que ha pactado con su marido para quedarse con el bebé para un sacrificio.

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La película, que fue inicialmente pensada y ofrecida a Alfred Hitchcock, que la rechazó por ser católico activo, cayó en manos de Polanski, en lo que fue su debut en América. Ello fue así luego de que el veterano productor y director William Castle, célebre por sus famosos gimmicks promocionales de sus films, que se había hecho con los derechos cinematográficos de la novela por 150.000 dólares, y pretendía dirigirla, fue convencido para que no lo hiciera por el productor Robert Evans, nuevo vicepresidente de la Paramount y a cargo del proyecto, que desconfiaba de la capacidad de Castle para asumir un proyecto que consideraba demasiado “serio” para su perfil.

 

La producción comenzó en agosto de 1967 con un presupuesto de 3.200.000 dólares, y el rodaje transcurrió casi con exclusividad en los estudios de la Paramount, salvo algunos exteriores tomados en el Edificio Dakota de Manhattan, que en la película se hace pasar por el Bramford. Los copropietarios del edificio, muchos de ellos estrellas del ambiente cinematográfico y de la música, se habían opuesto terminantemente a que se filmara dentro del mismo.

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El productor: William Castle
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El autor de la novela: Ira Levin

UNA PELICULA MALDITA

Estrenada el 15 de junio de 1968, Rosemary’s Baby tuvo una excelente acogida entre los críticos y ganó varios premios, entre ellos el Oscar a mejor actriz de reparto para la excelente Ruth Gordon por su magnífica interpretación de la absorbente vecina metomentodo y una nominación a Polanski por el guión adaptado. Recaudó más de 30 millones de dólares y catapultó la carrera del director polaco, elevando su cotización en Hollywood.

 

Pero sin perjuicio de su excelencia y pergaminos, La semilla del diablo se ha hecho célebre por diferentes hechos trágicos con los que se ha visto conectada, que la convirtieron en una verdadera “película maldita”. Veamos.

 

Luego del estreno, William Castle recibió muchísimas cartas con mensajes anónimos de amenaza contra su vida, tildándolo de “Proveedor del mal” y “Bastardo adorador de Satán” y lanzándole maldiciones tales como que “se pudriría lentamente en una larga y dolorosa enfermedad” y que “no viviría lo suficiente para cobrar su recompensa”. Increíblemente, Castle tuvo que ser internado de urgencia por una infección de vejiga, fue a cirugía y fue dado de alta seis días después, pero tuvo una recaída, nueva internación y nueva intervención quirúrgica, salió y volvió a ingresar para una tercera operación. 

 

En una de ellas, al despertar de la anestesia gritó: “Rosemary, tira ese cuchillo, por el amor de Dios!!”  Las maldiciones parecían hacerse realidad. Tal fue su obsesión de que la brujería le había causado la enfermedad que rechazó producir la secuela de la película que se estaba planeando.

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Roman Polanski en pleno rodaje

El plato fuerte de la tragedia se dio con la conocida muerte de Sharon Tate, la bellísima actriz esposa de Polanski, torturada y asesinada cruelmente junto con varios amigos, en su mansión ubicada en el 10050 de la calle Cielo Drive de la lujosa zona de Bel Air, por desequilibrados acólitos del siniestro gurú Charles Manson. Tate estaba embarazada de ocho meses de un hijo de Polanski. El bebé murió en el vientre de su madre.

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Sharon Tate en su boda con Polanski. Charles Manson, lider de la secta que la asesinó.
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UNA NANA PARA EL HIJO DE LUCIFER

El ítem musical tampoco pudo escapar a la maldición de La semilla del diablo. Polanski había elegido a un compatriota e íntimo amigo suyo para escribir la partitura para el film. Krzysztof Trzcinski era un médico polaco especializado en otorrinolaringología radicado en la ciudad de Poznan que había estudiado música y se había lanzado a su mayor pasión: el jazz, y lo había hecho de manera profesional, por lo cual eligió el apellido Komeda para su faz artística, con el fin de ocultar esa segunda actividad en el ambiente médico. 

 

Más tarde devenido en compositor, se labró una carrera en el cine polaco, trabajando con directores como Andrzej Wajda, y escribió todas las bandas sonoras de las películas de Polanski hasta 1968, con excepción de Repulsión (Repulsion, 1965), lo que le allanó el camino al director para convencer a Castle de que lo contratara.

Krzysztof Komeda - biografía - compositor - banda sonora - the Movie Scores

Komeda, que ya había cambiado el nombre de pila por Christopher para eludir la difícil grafología del original y hacerlo más pronunciable y americano, compuso dos inquietantes temas que le entregó a su amigo rápidamente. Eran dos canciones de cuna cuya escucha transmitía una perturbadora sensación de terror, de sutil amenaza diabólica. Una era más pegadiza y dulzona que la otra. Polanski se decidió por esta última, más siniestra y ambigua a la vez, con un dejo de melodía inofensiva y tontorrona que calzaba como un guante en la idea de lo que el director quería transmitir. Sugería lo infantil a través de su melosa cadencia de nana, mientras auguraba la presencia de algo siniestro, inasible y peligroso.

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Una versión orquestal del Lullaby

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La conexión demoníaca se palpaba en esa música, mucho antes de que grandes maestros como Lalo Schifrin y Jerry Goldsmith aplicaran las nursery rhymes a sus diabólicas partituras de Terror en Amityville (The Amityville Horror, Stuart Rosenberg, 1979) y Poltergeist: Fenómenos extraños (Poltergeist, Tobe Hooper, 1982), respectivamente.

La banda sonora de Komeda funcionaba como una atmósfera malsana y escalofriante, que el film destilaba, pero lo cierto es que lo que destaca es la célebre nana que aparece recurrentemente durante el metraje, pero cuya máxima efectividad se aprecia en los títulos iniciales de crédito, que suponen además como un irónico contrapunto, con esas letras de color rosa y estilo intencionadamente cursi. Es que en esos años, finales de los sesenta, estaban en declive las exitosas comedias románticas que la pareja de Doris Day y Rock Hudson habían hecho tan populares. Las formas y colores de los títulos, sumadas a la siniestra canción de cuna, entre naif y triste, agregaban ambigüedad y una doble lectura al producto desde su inicio, dejando entrever que nada bueno estaba por comenzar.

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Esa ambigüedad era un objetivo pensado por Polanski: «Yo no quiero que el espectador piense esto o aquello, quiero simplemente que no esté seguro de nada. Esto es lo más interesante: la incertidumbre«. El director tenía muy claro que el poder del terror es mucho más fuerte si se engendra en la mente del espectador a través de la cotidianeidad, de lo ordinario, de lo que le puede ocurrir en cualquier lugar normal, de todos los días, en situaciones domésticas y hasta nimias. El poder de lo oscuro no precisa de nada extraordinario. El demonio puede estar ahí, entre nosotros, en cada pequeña e intrascendente circunstancia de la vida. Lamentablemente, el arbitrario título que se le asignó en España no contribuye a esa ambigüedad ni a la sorpresa, por supuesto. El título original y su traducción literal (El bebé de Rosemary) jugaban esa baza, con intención y efectividad.    

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Por su parte, la melancólica languidez de la melodía de Komeda se alejaba a una enorme distancia de las partituras que tradicionalmente se escribían para películas de terror, y la voz femenina que la tarareaba contribuía a transmitir una rara combinación de ingenuidad y tensa premonición. Por cierto, la mismísima Mia Farrow puso su voz a la nana con gran solvencia.

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Una vez contratado, Komeda se alojó en la casa de los Polanski y allí desarrolló su tarea. Terminado su trabajo en la película, y dado el éxito y el reconocimiento a su banda sonora, comenzó a recibir propuestas para nuevos encargos y barajó la idea de radicarse en Los Angeles. A fines de 1968, Polanski y unos amigos, entre los que se contaba Peter Sellers, iban a ir de vacaciones a esquiar a Cortina d’Ampezzo en Italia, e invitaron a Komeda, pero éste, poco antes de viajar para encontrarse con ellos, se accidentó volviendo de una fiesta con su amigo, el escritor y rebelde polaco Marek Hlasko. Su coche cayó en un barranco cerca de Hollywood y sufrió un fuerte golpe en la cabeza, pero no hubo mayores consecuencias, y Hlasko, que conducía el vehículo resultó ileso. Luego de ser auxiliados y atendidos los mandaron a casa. A la mañana siguiente, al despertar Komeda, el dolor de cabeza continuaba, pero lo adjudicó a la resaca derivada de la borrachera que se había pegado esa noche, antes del accidente. Sin embargo, la migraña aumentaba su intensidad y se hizo crónica en los días subsiguientes, por lo que el compositor le avisó a Polanski que no iba a poder viajar enseguida porque se sentía enfermo, como con gripe, pero que le prometía que saldría para Italia en cuanto se sintiera mejor.

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Pero días después, Komeda fue internado y se le descubrió un coágulo en el cerebro que debía ser extirpado con urgencia. Enterado Polanski, se trasladó desde Italia solo para encontrar a su amigo en coma, unos pocos días pasado el Año Nuevo de 1969. Zofía, la esposa de Komeda voló a Los Angeles y terminó llevándoselo a Polonia, donde falleció el 23 de abril de 1969 sin haber salido nunca del coma. Tenía 37 años y se truncaba una promisoria carrera en la música de cine y del jazz moderno, en el que tenía un lugar ganado. Por cierto que, Hlasko, cuya mala maniobra fruto de la borrachera había ocasionado el siniestro, consumido por la culpa, se suicidó tiempo después.

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La triste muerte del joven compositor fue objeto de peleas y reproches por parte de su esposa Zofía, que le enrostró a Polanski haber demorado su viaje para no interrumpir sus vacaciones y dejar abandonado a su amigo en coma, sin contribuir a los gastos de su asistencia. La viuda reveló que tuvo que trasladarlo a Polonia porque no tenía dinero para solventar su atención en Los Angeles. Polanski negó esas acusaciones afirmando que tanto él como Sharon visitaron a Komeda todos los días durante su larga internación en el hospital que, insólitamente, era el mismo en el que fue internado y operado varias veces el productor de la película, William Castle.

El terror psicológico del que hacía gala La semilla del diablo, con su atmósfera tremendamente opresiva y demoníaca a la que había contribuido en gran medida la música de Christopher Komeda, parecía haberse corporizado en una maldición satánica que la convirtió en una trágica leyenda, de la que no pudo liberarse ni siquiera con el paso del tiempo.

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Krzysztof Komeda - biografía - compositor - banda sonora - the Movie Scores
Christopher Komeda
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Bibliografía de consulta:


Prieto, Miguel Angel, ¡Malditas películas!, T&B Editores, Primea edición marzo de 2006, Capítulo II La mano que mece la cuna, pág. 29/55.

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