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El Grand Hotel Budapest

Hubo un tiempo en el que Europa se creyó a sí misma. En el que en los periódicos se escribía de filosofía, de poesía; la intelectualidad marcaba el pulso de los acontecimientos, de la Historia; y las reglas sociales dictaban las emociones, y el decoro. En el que, como decía Stefan Zweig, “todo el mundo sabía cuánto tenía o cuánto le correspondía, qué le estaba permitido y qué prohibido. Todo tenía su norma, su medida y su peso determinado”, pero al mismo tiempo, había una fascinación absoluta y desproporcionada por la misma fascinación de ser el centro de la cultura y la grandiosidad. Europa creía vivir un apogeo luminoso cuando no era otra cosa que el fuego del crepúsculo, de su crepúsculo, del infierno, de la guerra.

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Y en ese tiempo de entreguerras, tan extraño como fatuo, tan rápido como loco y fantástico, sucede Grand Hotel Budapest que, ambientada en la Europa central de entreguerras, reinventa una época en la que el espejismo de una Europa unida se desvanece por el avance de los totalitarismos y su barbarie. Por eso la cita de Zweig viene ni que al pelo. Cada plano fastuoso, rebosante de detalles, como una cornucopia veneciana desvencijada por el tiempo y la superposición de patinas de oro rizadas por la humedad, respira de esa decepción del austriaco, de la convicción de que el sueño se convirtió en pesadilla, o peor, de que lo que pudo haber sido nunca fue. “Nunca he confiado tanto en la unidad de Europa, nunca he creído tanto en su futuro como en aquella época, en la que nos parecía vislumbrar una nueva aurora. Pero en realidad era ya el resplandor del incendio mundial que se acercaba”, reflexionaba el autor de "La piedad peligrosa" justo antes de describir el huracán de odio que arrasaría con todo. Y justo antes de suicidarse, incapaz de soportar la idea de que la otra Europa, la salvaje, al animal, la de la víscera, la nazi, se pudiera apoderar del mundo y del pensamiento.

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Pero el sueño fue espléndido. Corto, fallido, equívoco, mentiroso, sí. Pero espléndido. Y esa ensoñación de los maravillosos años 20, en el que convivían el pastel barroco de las angelotes rechonchos y el cubismo, los polisones y las primeras rodillas al aire, los zafiros y el paillette, las tiaras de ópalos y brillantes y el pelo a lo garcon, las arañas de cristal de bohemia, los baños relajantes, los ciudades termales, el mármol, el caviar y la sopa de bote, es la de un West Anderson hiperestésico perdido. Un sueño detallista hasta la exasperación en su empeño de borrar los límites entre la fantasía y la realidad, entre lo que fue y lo que dulcificó la memoria, el olvido, las cenizas. Y con esos mimbres dorados y, a través de la historia aventurera y a veces cómica de un conserje de un hotel decimonónico, el texano nos da buena cuenta del esplendor y la decadencia de un tiempo perdido. Y mágico. Y del que sólo quedarían las paredes de un Hotel impregnado por cuentos fastuosos y el olor a sangre que de norte a sur y de este a oeste anegó Europa. El Grand Hotel Budapest como único testigo de "los vagos destellos de civilización de este matadero salvaje que alguna vez fue la humanidad". Y la cita no es mía. Es la sentencia Monsieur Gustave H. o lo que es lo mismo, Ralph Fiennes, con su cabello perfectamente tirante como las rayas de sus pantalones.

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El Grand Hotel Budapest

Lo único malo del gran hotel Budapest es que no existe como tal. Lo bueno es que, como un puzzle de infinitas piezas, se puede reconstruir a partir de historiados capiteles, salones entelados, portones de hierro, almenas neogóticas, lámparas y quinqués de palacios y castillos de Alemania, Suiza, Polonia y la República Checa, en una composición tan compleja y elegantemente minuciosa como el engranaje de un reloj de cuco. No en vano el maravilloso edificio es el verdadero protagonista de la película más allá del siempre sublime y flemático Ralph Fiennes y el siempre demacradamente atractivo Jude Law, de las trepidantes historias a lo Baron de Mundchausen, de la sucesión de robos, asesinatos, aristócratas excéntricos y botas militares de malos malísimos y pasteles de mazapán, manzanas con canela y montañas nevadas como las fresas con nata en un ejercicio estético incomparable, borracho de nostalgia, tristeza y color.

Wes Anderson decidió inspirarse un trasunto de las ciudades imperiales para crear el paraje preciso del Hotel, una ciudad imaginaria en un país que nunca existió. Esto es, Lutz en la República de Zubrowka, algo así como si Viena, Praga y Budapest estuvieran maceradas en vodka, nunca mejor dicho (Zubrowka es una marca de este alcohol ruso) y dieran como resultado un Karlovy Vary con extra topping rococó de cerezas al marrasquino. Sin embargo, ni una sola escena fue rodada en las calles empedradas de la ciudad termal por antonomasia. De hecho, para eso, para las calles, el de Austin echaría mano de Görlitz, Dresde y Zwickau, del famosos palacio rococó Zwinger, del Schlesisches Museum, del muro decorado del Fürstenzug o de los castillos Kriebstein y Osterstein, para dar verosimilitud a ese juego de escenografías bidimensionales como recién sacadas de postales de la belle epoque y un cuadro de Magritte.

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El Grand Hotel Budapest

Cuenta la leyenda, porque ya la hay, que la idea de la película así como de darle esa preeminencia al edificio como si fuera el café Gijón de esta colmena alucinógena tuvo su origen en la noche que el director pasó en el Hotel Corinthia de Budapest. Un coloso que, cuando abrió sus puertas allá por el 1896, como el Grand Hotel Royal, era el favorito de la elite social europea del siglo XIX aunque, a lo largo del siglo siguiente, tras dos guerras, un telón de acero y numerosas modificaciones, restauraciones y modernizaciones hicieron que su glorioso pasado se redujera a tan sólo una sombra. "Todo lo que se olvida, ya mucho antes había estado condenado al olvido", diría Zweig. En resumidas cuentas que el americano se enamoró del peso de los años y los recuerdos ajados del Corinthia y, aunque no volvió a sus habitaciones ahora perfectamente aterciopeladas, donde antaño los Lumiere mostrarían por primera vez en el Imperio Austrohúngaro su descubriiento: el cinematógrafo, si que mantuvo ese "Budapest" a caballo entre oriente y occidente en el titulo del filme.

Para la fachada de la gloria y orgullo arquitectónico de Lutz, la inspiración es abrumadoramente evidente, tan sólo basta con avivar en la retina el rosa de sus paredes y prolongar las alas de la fachada para ver exactamente cómo se desdibuja en el celuloide el Bristol Palace Hotel de Karlovy Vary, diseñado por los arquitectos vieneses Hans Schidl y Alfred Bayer bajo los dogmas historicistas vieneses que se inspiraban en los castillos de la baja Sajonia. Aunque, eso sí, una vez que entramos en sus entrañas, como un Doctor Frankenstein del Nuevo Mundo, Anderson no sólo se conformó con el Bristol y las habitaciones que alojaron a la familia del Conde Kinsky o a Sigmund Freud, sino que cosió con sus cámaras, un recodo de aquí, un capitel dorado de allá, una diosa turgente y un cortinaje de acullá, procedentes todos de edificios bombonera, para aún dar más empaque a este palacio que ya quisiera Ludwig II.

Es el caso, por ejemplo, del Adlon Hotel de Berlín, un gigante de casi 400 habitaciones que prestó algunos de sus espacios para dar vida al Gran Hotel Budapest y que, en una paradoja de la historia, tuvo una vida muy parecida al Hotel de la ficción ya que pasó de ser en los primeros años treinta, el rendez vous de la creme de creme intelectual y aristocrática de la ciudad de Marlene Diettrich a convertirse en un centro de investigaciones de las SS. De él procede los largos pasillos y los flirteos arquitectónicos con el cubismo y el fascismo del Budapest.

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Tampoco podemos olvidar el Grand Hotel Pupp, también en Karlovy Vary, con su hall festivo, sus techos altísimos como una catedral flamífera, sus amplias estancias neoclásicas y sus largos corredores y ese encanto nostálgico, casi musical. De hecho, otra leyenda apunta que Beethoven interpretó la Grand Sonata y algunas de sus fantasías corales en el hall del hotel en 1812, -el del Grand Hotel Budapest, obvio- y que tocó tan turbulentamente que todas sus cuerdas se rompieron. Porque el Pupp no es ninguna ensoñonación barroca. Lo es en estado puro. Sus tres siglos le delatan. También se dice que en 1904, el Emperador Francisco José I de Austria se quedó dormido en el lobby justo después de haber llegado al recinto y en ese lobby podemos ver entrar a Tylda Swinton como una emperatriz Sisi que hubiera desafiado a la muerte para salir después a un suntuoso salón restaurante de empingorotados camareros de finos y atusados bigotes que desfilan como por la sala como si de una coreografía se tratara. Y quizás no es una idea tan descabellada sin pensamos en que ese restaurante, por arte de magia (cinematográfica) se trata del Stadthale, la sala de conciertos del Estado de Görlitz, en Polonia, y del Warenhaus, de la misma ciudad, un –cómo no- olvidado edificio modernista sede de unos antiguos grandes almacenes.

Y la pastelería Mendls donde Agatha, la novia del botones Zero elabora con primor deliciosos pasteles que constituyen la debilidad (otra) de Monsieur Gustave, existe realmente? Sí y no. Wes Anderson echó mano de Pfunds Molkerei, en Dresde, la lechería neorenacentista considerada la más hermosa del mundo según el Libro Guinness de los Récord como no podía ser de otra manera. Ah y los pasteles eran de verdad. Porque a veces, "… la mayoría de las historias de hadas que se cuentan son ciertas".