La quimera de los conquistadores

En busca de El Dorado, la ciudad mítica de América

La creencia en una ciudad perdida en la selva que guardaba inmensas riquezas en oro espoleó la exploración de América pero se cobró la vida de muchos que trataron de hallarla en vano.

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En las frondosas selvas de Sierra Nevada, en el Caribe colombiano, se oculta la ciudad de Teyuna, capital de los taironas. Se cree que tras la llegada de los españoles los taironas se concentraron en este lugar recóndito, aunque luego lo abandonaron

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Durante siglos, Europa fue una península de Asia y heredó sus tradiciones. La imaginación medieval se nutrió de ellas. Mitos euroasiáticos, relatos bíblicos y noticias de viajeros a Oriente, como el veneciano Marco Polo, sirvieron para interpretar las noticias que llegaban de mundos lejanos o de tierras recién descubiertas. El oro fue protagonista de esas historias. 

Fuente de poder y material incorruptible, reunía lo terrenal y lo divino, se lo creía depositario de los rayos solares  y de la «flor de la vida», la esencia vital. El descubrimiento de América dio pie a nuevas versiones de los viejos mitos áureos. La leyenda de El Dorado es una de las encarnaciones de su antiguo magnetismo: aquellas tradiciones pasaron al Nuevo Continente y espolearon la conquista.

Leyenda mestiza 

Una de las ideas en torno al oro que circulaba en el Viejo Mundo era el de que este metal precioso debía ser más abundante y de mejor calidad en las latitudes más cálidas. Jaime Ferrer, lapidario de la reina Isabel, escribía en 1495 que «la vuelta de equinoccio son las cosas grandes y de precio, como piedras finas y oro y especias»; su experiencia era «que la mayor parte de las cosas buenas vienen de región muy caliente».

En 1590 se creía, con Acosta en su Historia natural, que el oro crecía por «virtud y eficacia del sol», y se lo imaginaba en los lugares templados de la Tierra, cerca del ecuador. Por ello, tras el desembarco de Colón en las islas del Caribe en 1492, las expediciones de descubrimiento pusieron pronto proa al sur, hacia las tierras equinocciales en las que los europeos estaban seguros de encontrar inagotables riquezas auríferas.

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La mítica ciudad de «Manoa del Dorado», a orillas del «Lago Parime», en una representación de 1599.

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El descubrimiento del Pacífico por Núñez de Balboa en 1512 abrió un nuevo horizonte a la curiosidad y la codicia. En 1522, Pascual de Andagoya partió desde la nueva ciudad de Panamá y en el golfo de San Miguel entró en contacto con unos pueblos indígenas que le hablaron de un imperio enormemente rico en oro, el Birú (de donde proviene el nombre de  Perú).

Su información dio pie a las primeras empresas de exploración de Francisco Pizarro, en 1524 y 1526-1528. Sus noticias sobre extraños animales, maravillosos tejidos y –sobre todo– abundante oro y plata encendieron la imaginación de los conquistadores y llegaron hasta la corte española, a la que Pizarro envió unas llamas y hachas de plata recogidas en Tumbes. Apenas cuatro años más tarde, Pizarro y sus hombres culminaron la conquista del Imperio inca, amasando un extraordinario botín de metales preciosos.

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Este mapa, publicado por la casa de impresores de Blaeu, de 1635, representa el imaginario lago Parime a cuya orilla se situaba Manoa, la ciudad de El Dorado. 

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El éxito de Pizarro agudizó el «hambre de oro» de los españoles. En 1531, Diego de Ordás remontó el río Orinoco desde su desembocadura en la actual Venezuela hasta llegar a la confluencia con el Meta, uno de sus afluentes, en los Llanos que se extienden al este de la cordillera andina. Allí, los indios de la zona le indicaron que tras la cordillera había un gran señor dueño de enormes riquezas. Ordás tuvo que retirarse y murió envenenado poco después, pero el objetivo quedaba señalado: en el altiplano de la cordillera Oriental de los Andes, recorrido de sur a norte por el río Magdalena,  se encontraba un territorio repleto de oro, el llamado «país del Meta». 

Hacia allí se dirigió en 1536 otro conquistador español, Gonzalo Jiménez de Quesada. Abogado formado en Salamanca, descendía de judíos «reconciliados» de Córdoba. «Cortesano con todos y bien acomplexionado», se le tuvo por ostentoso y jugador, y se especula sobre su aversión a las mujeres. Nunca se casó, lo que achacó al asma, «enfermedad tan contraria a la cópula cuanto se sabe», como declaró él mismo en 1566. 

Tras el país del Meta

En abril de 1536, Jiménez partió para la «jornada del Río Grande», esto es, el río Magdalena. Salió por tierra con cerca de 600 hombres y al año siguiente entró en el altiplano colombiano  ocupado por el pueblo de los muiscas o chibchas, un conjunto de señoríos sujetos al zipa o señor de Bogotá. Tuvo la intuición para dar con centros de poder local y así su empresa fue menos sangrienta que otras, pero agotó a sus hombres y el trato que dispensó a los indios fue cuestionado. Insistiendo en la búsqueda del Meta, la tropa de Jiménez exploró en varias direcciones: hacia el valle de Neiva, la región de Pasca y la salida a los Llanos orientales. 

Don Gonzalo Jiménez de Quesada

Don Gonzalo Jiménez de Quesada

Gonzalo Jiménez de Quesada. Palacio Liévano, Bogotá.

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A lo largo de estas correrías los españoles recogieron un considerable botín en oro fino, limaduras de oro y  esmeraldas. Restado el quinto reservado al rey, el botín cubrió los gastos de la expedición y el pago a sus miembros, pero los españoles creían que debía haber más. Por ello, cuando el zipa de Bogotá fue capturado, los hombres de Jiménez lo interrogaron bajo tortura para que les revelara el paradero de su tesoro, hasta que finalmente el cacique falleció. 

En 1538, Quesada fundó una nueva ciudad, Santa Fe de Bogotá. Allí recibió al año siguiente la inesperada visita de otros dos conquistadores que habían partido también en busca del país del Meta. Uno de ellos era un alemán, Nicolás Federmann, que con 200 hombres y 500 porteadores había partido de Coro, en la actual Venezuela, llegando por Pasca en la cordillera, creyendo que «la tierra adentro está llena de oro». 

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Máscara dorada de la cultura muisca. La abundancia de objetos preciosos que poseía esta cultura precolombina dio pie a la creencia en una ciudad construida totalmente de oro.

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El otro era Sebastián de Belalcázar, un veterano conquistador hijo de labradores cordobeses, que había sido compañero de Almagro y Pizarro en la empresa de Perú. Desde 1534 se había establecido en Quito, y organizó diversas expediciones de exploración y conquista. En 1538 partió hacia el norte hasta llegar a Neiva. «La tierra que pasó –cuenta un testimonio– le parece toda muy rica y halló los indios que tenían oro de minas por fundir y plata muy fina». Reunidos en Bogotá, Quesada, Federmann y Belalcázar decidieron volver a Cartagena y de allí marchar a España para recibir instrucciones sobre la administración del nuevo territorio.

Los historiadores han observado que fue en ese momento cuando empezó a difundirse el mito de El Dorado, seguramente inspirado por las noticias sobre las expediciones de 1539. Ya en 1541, el cronista Fernández de Oviedo se refería al territorio de «un gran príncipe, que llaman el Dorado, de la riqueza del cual hay mucha fama en aquellas partes», y añadía que los españoles aseguraban haber oído a indios de la zona que «aquel gran señor o príncipe continuamente anda cubierto de oro molido... se lo quita y lava por la noche y se echa y pierde por tierra, y esto hace todos los días».

La historia fue completándose y pronto se habló de una laguna en la que el «cacique dorado» se lavaba por la noche o a la que arrojaba toda clase de objetos de oro en el curso de un ritual religioso. El mítico país gobernado por ese príncipe se denominó El Dorado.

La fuente indígena del mito

Los historiadores han tratado de establecer una relación entre esta historia y la cultura de los pueblos muiscas o chibchas. Entre estas etnias, dueñas de rica orfebrería, el metal también tenía mitos: había «épocas de oro» y «hombres de oro», lo que bien puede relacionarse con el cacique cubierto de oro molido y la ceremonia de ofrecer tributos en un lago en el que sumergían tesoros. El nombre de «El Dorado» evoca su figura, «como un rayo de sol resplandeciente». Los cronistas señalaron que las ofrendas se realizarían en la laguna de Guatavita. En 1969 se halló en sus cercanías una pieza de orfebrería que tal vez represente a un cacique y su séquito sobre una balsa, escena que quizá corresponda a dicho ritual. 

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El Dorado es trasladado en litera por sus súbditos. Litografía inglesa del siglo XX. 

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Pero la historia de aquel indio dorado surgió en una geografía ignota, fruto de la complicada traducción de lenguas locales, así que hay pocas certezas al respecto, pues aquél era un mundo donde «cada cual interpretaba según aquel deseo que llevaba», como dijo el explorador y cronista Juan de Castellanos. La geografía de El Dorado fue imprecisa y cambiante, y la búsqueda de la mítica ciudad de oro y su laguna se proyectó a menudo fuera del área andina, en algún punto de la Amazonia, donde los mapas coloniales situaban la remota ciudad de Manoa y el lago Parime. La leyenda vivió más de dos siglos, abrió un capítulo mestizo en la historia de Occidente y cambió su fisonomía. 

En cualquier caso, en los años que siguieron a la triple expedición de Quesada, Belalcázar y Federmann se sucedieron las exploraciones en búsqueda de El Dorado. En 1540, el alemán Felipe de Hutten partió de Venezuela con ese objetivo en una expedición que duraría cinco años. Ese mismo año, Hernán Pérez de Quesada, hermano de Gonzalo, salió de Bogotá para explorar el sur de la actual Colombia. 

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laguna de GuatavitaEsta laguna circular, de 40 metros de profundidad, se encuentra 75 km al noreste de Bogotá, a 3.100 m de altura. Según la tradición, aquí  se realizaba la investidura del nuevo cacique muisca, durante una ceremonia en la que se lanzaban ofrendas de oro a las aguas.

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En 1541, era Gonzalo Pizarro quien partía desde Quito en busca del País de la Canela (otra tierra mítica en la que abundarían las especias) y de El Dorado. Francisco de Orellana se separó de esta expedición y durante el descenso de un caudaloso río recabó noticias del misterioso reino de las amazonas, oculto en la selva y rico en vajillas, ídolos y coronas de oro. 

Unos años después del paso de Orellana por el río se produjo una migración masiva de indios de Brasil hacia el Perú. Al llegar a Chachapoyas, informaron acerca de las riquezas del pueblo amazónico de los omaguas. Con ello revivió la historia de El Dorado, y en 1560 el virrey del Perú encomendó al navarro Pedro de Ursúa una nueva expedición, quizá la más trágica y célebre de las que se lanzaron en busca del país del oro a causa del papel que en ella desempeñó Lope de Aguirre, quien acabó con la vida de Ursúa y se rebeló contra el rey Felipe II.

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Estatuilla de oro muisca descubierta en Quimbaya. 

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Jiménez de Quesada pasó doce años en España defendiéndose de acusaciones de hurto y por la muerte del zipa. Como buen abogado, al final se libró de casi todas las denuncias y volvió en 1550 a su Nuevo Reino de Granada como regidor y mariscal. Pero sus bienes no cubrían las deudas y por ello organizó una nueva exploración en busca de la tierra de oro, para lo que no dudó en endeudarse todavía más. 

El final de un viejo explorador

En 1569 reunió trescientos soldados y más de mil indios, «con otras muchas mujeres españolas y mestizas, casadas y con sus maridos y otras aventureras, porque iban con el intento de hacer poblaciones», y partió en busca de El Dorado. Pasados dos años sin atisbo de oro, regresó con apenas 64 supervivientes. Jiménez aún tuvo fuerzas para pacificar a los gualíes y elegir a Alonso de Olalla como teniente de una nueva expedición, a la que sabía que ya no iría. Terminó su acezante vida con 73 años cumplidos, y no dejó hijos, ni Dorado. 

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Walter Raleigh, el explorador británico fue uno de los muchos que buscaron la mítica ciudad de El Dorado. Retrato por William Segar, 1598, Galería Nacional de Irlanda, Dublín. 

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A su muerte en 1579 tales aventuras parecían una quimera. Al notificar su deceso, los oidores advertían al rey de que esas expediciones mal le servían. Veían a Jiménez como una de esas gentes «movidas por la sola ambición» o tan acosadas por sus deudas que «como hombres que aborrecen la vida, se quieren arrojar a perderla». Quizás él mismo les había dado la razón cuando, en 1578, escribió que, de no poder pagar a sus acreedores, «no sé qué me haga, sino echarme a morir». Después de la hazaña de conquistar el extenso territorio de la confederación muisca y de descubrir gran parte del curso del río Magdalena, Jiménez ya no era sino un exotismo.