El último concierto | Crítica | Película

El último concierto

Parar o ajustarnos al ritmo de los demás (aunque sonemos desafinados) Por Fernando Solla

“What we call the beginning is often the end.

And to make and end is to make a beginning.

The end is where we start from”.Four Quartets (Little Gidding), T. S. Eliot, 1943

Silencio rotundo. Escenario prácticamente vacío, apenas en el centro cuatro atriles con sus respectivas partituras y cuatro sillas. De repente, a nuestra izquierda, aparecen los músicos integrantes de The Fugue (La Fuga), ilustre cuarteto de cuerda que durante veinticinco años ha musicalizado las vidas de los melómanos de Nueva York y parte del extranjero. Calurosa (aunque tajante) ovación, recibida con contención por los músicos. Ellos se sientan, abren las partituras, colocan sus instrumentos y se disponen a empezar el concierto con el Opus 131 de Beethoven. Nosotros somos el público, su público. ¿Flashback? ¿El último concierto se celebra al principio, o es precisamente por ser el último que marcará un nuevo inicio para todos? ¿Qué sentido tiene terminar una carrera musical con el primer concierto de la nueva temporada?

Sin duda, para nosotros el público El último concierto augura un buen y prometedor comienzo: el de la temporada cinematográfica, convirtiendo la segunda quincena de agosto en un nuevo septiembre, en lo que a estrenos importantes se refiere.

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Yaron Zilberman ha dirigido una película que más que invitar a la reflexión posterior al visionado por parte del espectador, reproduce durante el metraje el resultado de otra reflexión ya digerida por el propio realizador como ejercicio previo al rodaje, ejemplificando en imágenes un argumento que, por otro lado, conocemos de sobra y citando, de paso, a Beethoven, Pau Casals y T. S. Eliot. Del primero recoge su inquietud, durante la última etapa, cuando la sordera que padecía crecía al rimo de la rapidez con que tocaba sus piezas, en especial el Opus 131, evocando de esta manera la impaciencia y las ganas de seguir componiendo, a la vez que plasmaba la inquietud y desasosiego que le producía su irredimible estado. Del segundo, recuperamos, en una contundente escena capitaneada por Christopher Walken, qué, cuándo y por qué hay que valorar en una interpretación de una pieza musical, más allá de la calidad de su ejecución. Una notabilidad lánguida, perenne e inalterable no merece la misma consideración que un momento aislado, rodeado de errores o defectos, pero excelente, entusiasta, apasionado y, en definitiva, emocionante. De T.S. Eliot, recuperaremos sus Four Quartets y ese nexo de unión entre principio y final, ya que cuando algo termina se inicia algo nuevo y viceversa. Tres citaciones literales que aparecerán en momentos muy concretos del largometraje y que se convertirán en leitmotiv de El último concierto.

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De este modo, que los protagonistas sean los integrantes de un cuarteto de cuerda que ha trabajado unido durante dos décadas y media no situará la historia en un contexto de virtuosos y eruditos, sino que nos abarcará a todos, mostrando las miserias de las relaciones humanas de un grupo de personas que han interactuado juntas prácticamente durante toda su vida adulta (padres e hijos, parejas consolidadas e incipientes, maestros y discípulos…), enmarcadas en la intimidad que puede proporcionar la música de cámara, de la que Zilberman se revela como gran conocedor y suponemos que admirador. El espacio de seguridad o comodidad en el que nos encerramos (dentro de un círculo cuyo diámetro será más o menos largo en función a la (in)capacidad de cada uno) se romperá de repente cuando Peter Mitchell (Walken) pare el primer ensayo para preparar el concierto que dará el pistoletazo de salida a una nueva temporada por no poder seguir con su chelo el ritmo de sus compañeros para anunciar, días después, que padece parkinson. A partir de ahí, el matrimonio formado por Juliette (viola) y Robert (segundo violín) Gelbart (Catherine Keener y Philip Seymour Hoffman) sufrirá un importante altibajo, así como su relación con el impulsor del cuarteto Daniel (primer violín) Lerner (excelente Mark Ivanir) y la interacción de los tres con la hija de los Gelbart, Alexandra (Imogen Poots), que reclamará su lugar en el mundo (musical y no) y en la vida de los integrantes del cuarteto.

Lo común: el argumento, el devenir de los acontecimientos. Lo irregular: la intensidad de las interpretaciones. Todas ellas buenas, incluso excelentes a momentos, que mantienen pero no siempre elevan (a excepción de Ivanir) el tono de la película. Demasiado teatrales en escenas clave (en el caso de Hoffman y Poots), olvidando que esto es un concierto de cámara y que la dimensión de la pantalla cinematográfica no precisa la gestualidad del escenario teatral para llegar a la platea. Lo imprescindible: precisamente ésos momentos y su adecuación en las interpretaciones al estado anímico del personaje, paralelo al puesto, dominante o sumiso, dentro del cuarteto (primer y segundo violín, etc.) Aunque parece que el Zilberman director de actores confía demasiado en las capacidades (fuera de toda duda) de su reparto y no los dirige en algunos momentos, quizá buscando la naturalidad del género documental con el que debutó en Watermarks (2004), el Yaron realizador y guionista demuestra ser el máximo valor de esta película, especialmente por la dosificación de momentos y situaciones, alterando el orden que creeríamos más o menos lógico de aparición en una historia de similares características; por la fidelidad, seguimiento y coherencia del triple leitmotiv que comentábamos antes y, más todavía, por la conversión paulatina y progresiva del público, ya que sin que nos demos cuenta nos convertimos en títeres y, a manos de Zilberman, pasamos de contemplar a protagonizar lo acontecido en el largometraje, transformando nuestro punto de vista externo del primer párrafo, y equiparándolo totalmente al de los integrantes de The Fugue (no podía haber otro nombre más adecuado para este cuarteto). A destacar para la consecución de este menester el uso de la banda sonora, que cuando no reproduce parte del repertorio de Beethoven es obra del habitual de David Lynch, Angelo Badalamenti, ya que pasaremos de escuchar las piezas cuando las interpretan los personajes a escucharlas al mismo tiempo que las oyen ellos en su cabeza, cuando hacen ver que escuchan conversaciones en las que participan con desgana, o la que se reproduce en sus ipod mientras corren por Central Park y perciben a través de sus auriculares. Sencillo y efectivo.

Finalmente, me gustaría destacar la fotografía de Frederick Elmes, que también trabajó con Lynch, en su caso en Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), que potencia de manera espectacular la premisa de la película: lo importante no son las acciones, sino las reacciones. No recuerdo otro título reciente en el que predomine tanto el contraplano por encima del plano, ya que cuando los personajes expresan verbalmente sus sentimientos, en lugar de enfocar su cara vemos su nuca, y lo que se nos muestra es un primer plano del interlocutor y su reacción, consiguiendo escenas realmente arrebatadoras y absorbentes. Si a ello sumamos, el protagonismo que recupera el personaje (e interpretación) de Christopher Walken en la secuencia final y la ausencia total de cualquier tipo de mirada deferente o complaciente hacia el comportamiento de los personajes (una disculpa habría sido un error aún más grande que una condena), sin regodearse en el dolor ajeno pero resaltando la crudeza de las relaciones humanas, convierten a El último concierto y a Yaron Zilberman en título y autor definitivos dentro del presente cinematográfico.

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