'Drive My Car', una emocionante reflexión sobre la vida desde el asiento de atrás
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Crítica

'Drive My Car', una emocionante reflexión sobre la vida desde el asiento de atrás

Misaki (Toko Miura) y Kafuku (Hidetoshi Nishijima) en 'Drive My Car'

José Antonio Luna

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Para Ryūsuke Hamaguchi el coche es algo sagrado. El cineasta lo describe como un lugar en el que se dan “conversaciones íntimas que solo nacen en ese espacio cerrado y en movimiento”. Y es en ese cubículo donde se pueden descubrir “aspectos de nosotros mismos que nunca hemos mostrado a nadie o pensamientos a los que no podíamos poner palabras”. El vehículo se transforma, por unos instantes, en una herramienta para luchar contra la incomunicación. Y por eso Drive My Car es un viaje fascinante. 

Con solo 43 años, Hamaguchi se ha convertido en uno de los cineastas de autor más destacados de la última temporada. Consiguió el Gran premio del jurado en la Berlinale 2021 por La rueda de la fortuna y de la fantasía y ahora, su siguiente película, está en el radar de casi todos los críticos y académicos. Drive My Car se estrena este viernes en cines después de causar furor en Cannes, en el cual no se hizo con la Palma de oro pero sí con el galardón a Mejor guion. Donde sí se espera que consiga alguna estatuilla es en la próxima gala de los Oscar, de la cuál aún se desconocen las nominaciones. No obstante, teniendo en cuenta el precedente de Parásitos, no sería la primera vez que el cine asiático se convierte en protagonista de la gala de Hollywood.

En esta ocasión no es una historia sobre las consecuencias feroces de la sociedad capitalista, sino una basada en un relato de Haruki Murakami incluido en la novela Hombres sin mujeres. El texto, de apenas 40 páginas, ha sido convertido en una adaptación cinematográfica cocinada a fuego lento de tres horas de duración. Tanto, que los títulos de créditos iniciales aparecen casi 40 minutos después de que haya comenzado la proyección, dando a entender que lo que parecía la mitad de la película es en realidad el prólogo. 

El primer acto presenta a Kafuku (Hidetoshi Nishijima) y Oto (Reika Kirishima), un matrimonio con una vinculación especial más allá de la relación. Él es actor y director teatral con fama internacional, mientras que ella se encarga de elaborar los guiones que precisamente le lanzan al éxito. Las ideas de estas historias surgen en un momento muy concreto: mientras mantienen relaciones sexuales. Es en ese instante, de máxima plenitud, cuando Oto se deja llevar y da rienda suelta a su imaginación para crear un relato que posteriormente será representado sobre el tablado. 

Aunque es complicado hablar de ello sin destripar el contenido, se puede decir que un fatídico imprevisto cambia las tornas de la relación. A partir de entonces cambia el registro del largometraje, pasando de lo que parecía una tragedia doméstica a una road movie. Dos años después de aquel evento, Kafuku pasa a trabajar en un festival de teatro en Hiroshima dirigiendo la ambiciosa producción de Tío Vania, un clásico de Antón Chéjov. El inconveniente es que, por norma de los organizadores, el dramaturgo tiene que contar con un chófer personal que le traslade diariamente desde su residencia hasta el centro de arte. Es así como conoce a Misaki (Toko Miura) que, a pesar de las reticencias iniciales, acaba tomando de forma regular el volante de su Saab color rojo.

La incapacidad de verbalizar

Uno de los principales temas que trata Hamaguchi es la incomunicación. El protagonista del filme organiza un plantel variado de actores obligados a entenderse en diferentes idiomas: japonés, chino, coreano e incluso en lenguaje de signos. Las escenas en las se derriban esas barreras lingüísticas son fascinantes. Reflejan que, a pesar de las dificultades, personas de diferentes nacionalidades y edades pueden llegar a entenderse porque hay otros niveles de conexión humana más allá del propio idioma. Pueden funcionar de forma orgánica y, por qué no, representar una función del mismísimo Chejov.

Otras veces esa incapacidad para verbalizar no tiene nada que ver con el lenguaje. El miedo a la exposición emocional es otro elemento más en el filme, tratado en los numerosos viajes entre Misaki y Kafuku. La relación entre ambos evoluciona lentamente a medida que avanzan sus largos recorridos por Hiroshima, unas veces intercambiando anécdotas banales y otras compartiendo sentimientos nacidos de lo más hondo de sí mismos.

Es en estos trayectos donde se abordan temas tan interesantes como la monogamia y el sentimiento de propiedad en una relación amorosa. El porqué parece incompatible querer compartir la vida con alguien con tener otras relaciones sexuales. O por qué a veces el dolor de la pérdida a veces es egoísta, ya que responde a la búsqueda de una catarsis personal por alguien que se niega a aceptar el pasado. 

De hecho, Kafuku se resiste a volver a interpretar el papel del personaje de Vanya en la obra de Chéjov. No por incapacidad, sino por miedo a descubrir su ‘yo’ más interno. La película a su vez toma la obra teatral como recurso para confundir al espectador. Los diálogos recitados de la función en ocasiones se confunden con los del guion del filme, dando lugar a una metaficción dentro de la misma narrativa. Es lo mismo que sucede en la quinta temporada de la serie BoJack Horseman, que utiliza esta misma técnica para interpelar directamente al rol que juega su público.

En Drive My Car tampoco existe una catarsis para el espectador. No hay una gran conclusión que solucione todos los conflictos planteados, como acostumbramos a ver en otros filmes con la clásica estructura del viaje del héroe. La propuesta de Hamaguchi es, en cambio, un viaje sobre cuatro ruedas con destino a la introspección. Y el camino no es precisamente en línea recta.

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