Todo país tiene su propia lista de personalidades misteriosas. En España, por ejemplo, tenemos las aventuras de aquel exagente secreto -sí, de eso también tenemos aquí- llamado Francisco Paesa, cuya vida retrató El hombre de las mil caras (2016) de Alberto Rodríguez, o la increíble suerte en la lotería del expolítico Carlos Fabra, del que aún parece que habrá que esperar para ver en el cine su inestimable aportación al descalabro de la Comunidad Valenciana. O, qué demonios, ¡casos paradigmáticos como el del Pequeño Nicolás! Hoy día en paradero desconocido. Ya sabéis, esas personas que marcan la historia de un país, para bien o para mal. Esos capaces de infiltrarse en los recovecos del poder sin hacer demasiado ruido, sin enseñar al mundo cómo se manchan las manos, aunque, en realidad, ya hace tiempo que estaban llenas de porquería.

Si pensamos en personas influyentes en la política norteamericana, nos vendrá a la cabeza Nixon, Reagan o Bush (o, si queremos estar más al día, Donald J. Trump), pero si hay alguien que manejó los hilos de la Casa Blanca durante una de las etapas más determinantes de su historia reciente, ese fue Dick Cheney. Quizás muchos no escuchasen su nombre hasta que, en la pasada gala de los Globos de Oro, Christian Bale ganó el premio a Mejor Actor por interpretarle en El vicio del poder. Sí, ese momento en el que decidió agradecerle a Satán su ayuda delante de millones de personas. Por su parte, la Iglesia de Satán agradeció la mención en su perfil de Twitter, dando por concluida la interacción más surrealista del año. Qué gran tiempo para estar vivo.

Pero la pregunta es: ¿qué tiene que ver el ex vicepresidente de los Estados Unidos y Satán? ¿Por qué Christian Bale necesitó recurrir a la fuente más pura de maldad, además de a un nuevo cambio de imagen? Uno en el que no sólo valen las prótesis y el maquillaje: el actor volvió a hacer honor de su fama y engordó casi 20 kilos, que, para cuando recogió su premio, ya había perdido. Qué fenómeno.

Pero centrémonos: si el protagonista de su nueva película no te suena de nada, atento. Es más importante para todos nosotros de lo que piensas.

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Al principio de la película de Adam McKay se advierte que los eventos que están a punto de mostrar son producto de una investigación, pero que hay muchas licencias creativas porque la vida de Cheney es todo un misterio. Efectivamente, así es. El político fue una sombra siempre presente e influyente en aquellos años 90 y principios de los 2000, y el filme nos intenta contar qué vino antes de eso: nos muestra a un hombre que fue expulsado dos veces de la Universidad de Yale, que bebía y bebía sin futuro ninguno mientras reparaba postes eléctricos en su pueblo natal, y al que le puso las pilas su mujer para que tomase las riendas e hiciese algo importante con su vida. Sabiendo lo que ocurre después, lo cierto es que este personaje encarna lo más básico del Sueño Americano: si tu esfuerzo y ambición son suficientes, podrás pasar de iletrado ebrio a vicepresidente del gobierno. Así funcionan las cosas en Estados Unidos según los Estados Unidos.

El momento más importante de Cheney, y de Estados Unidos, fue el 11 de septiembre de 2001

Ya determinado a ser alguien, Cheney empieza a perfilar la personalidad que le hará triunfar: silencioso, reservado, paciente, estratega. El hombre que marcará la diferencia en su vida será Donald Rumsfeld, profesor y político interpretado en el filme por Steve Carell, gracias al que empezará a escalar en los politiqueos estadounidenses. También, más adelante, a mezclar sus tareas como funcionario público con las relaciones nada inocentes con grandes industrias militares -Lockheed Martin- y petroleras -Halliburton-, que -¡sorpresa!- saldrán muy beneficiadas de toda su trayectoria del político en las instituciones del país. Cómo nos suena esta cantinela en tierras españolas. De Jefe de Gabinete de la Casa Blanca a congresista por el estado de Wyoming, de ahí a Secretario de Defensa a principios de los 90 y finalmente vicepresidente de los Estados Unidos junto al presidente George W. Bush. Menuda trayectoria.

Pero quizás el momento más importante de la vida de Cheney, y uno de los más determinantes de nuestra historia contemporánea, fue el 11 de septiembre de 2001. Aquel día se incendiaron los cimientos de la Casa Blanca, que, como sugiere la película, utilizó el atentado como una excusa para hacer algo que buscaban desde hacía mucho tiempo: invadir Oriente Próximo para controlar sus recursos naturales más provechosos. Vaya, el petróleo. Con la fachada de buscar unas armas de destrucción masiva -¿no os suena?- de las que nunca hubo ningún tipo de evidencia, entraron armas en mano en un país del que emergen hoy un grupo como el Estado Islámico. Se ha criticado mucho a la película por atribuir al exvicepresidente la responsabilidad por todo esto, pero, sin duda, alguien en aquella sala de decisiones de Washington encendió la mecha para que sucediera. Y, desde luego, no basándose solamente en la seguridad nacional.

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Claro que todo esto te lo puede contar también El mundo según Dick Cheney, un documental de R.J. Cutler que pasó por el Festival de Sundance hace unos años y ya nos revelaba el sorprendente camino recorrido por el personaje desde que le arrestaron conduciendo borracho en Wyoming hasta que ordenó la invasión de Irak tras el 11-S. Ahora bien, este no lo contará, como sí hace El vicio del poder, retratando a George W. Bush como un idiota redomado que no sabía lo que hacía y otros reveses paródicos -y profundamente cínicos- en los que se sustenta McKay para que la película sea una comedia. Aunque lo que cuente sea un drama de dimensiones faraónicas.

Lo que comparten ambas producciones, eso sí, es la voz del protagonista diciendo algo que ha repetido en diferentes ocasiones en los últimos años: que no se arrepiente de absolutamente nada. La ficción de McKay se convierte en un espejo de la realidad de Cutler para demostrar que lo que cuenta, aunque llevado a su vertiente más excéntrica, está basado en una realidad palpable de la que el propio protagonista se enorgullece. Detalles aparte. Y añade algo más: en una escena que comparte un aún joven Cheney con Rumsfeld, el primero le pregunta al segundo que en qué creen. Éste estalla en carcajadas. No responde, sino que entra riéndose en su despacho y, aún con la puerta cerrada, seguimos escuchándole mofándose de una pregunta tan estúpida. ¿Que en qué creemos? La aparente tesis de la película, la que subyace debajo de toda su historia, responde: en el poder. Hay líderes que no creen en nada más allá de mantener su puesto, y ampliarlo, y dominarlo. Están viciados de poder.

Satánico o no, a Dick Cheney se le responsabiliza en El vicio del poder de algo muy particular, y que su director apuntaba en Twitter quizás demasiado alterado:

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“Honestamente, cerca de un millón de personas murieron. Y he intentado empezar un movimiento para ponerlo a la vista de todos… y tú tienes esta opinión simplista. Qué repugnante”, escribía el director en respuesta a un usuario que se burlaba del filme. Quizás no es la mejor estrategia publicitaria, McKay, pero sin duda una en la que nos revela la verdadera intención de su filme, al que precisamente se le ha acusado de falta de un mensaje claro: el cineasta quiere que sepamos que Cheney es uno de los grandes responsables de una de las mayores amenazas a las que se enfrenta hoy el mundo. Quiere que sepamos que dio la orden de invadir países ajenos motivado por intereses económicos y justificándolo con mentiras que han ido cayendo por su propio peso, y que han acabado originando una ola de terrorismo. Vaya, eso es lo que intentaba transmitir con la película, aunque no parece que la jugada le haya salido del todo redonda.

Sea como fuere, no deberíamos olvidar el nombre de Dick Cheney. Y no porque Christian Bale haya ganado un Globo de Oro -y quizás haga lo propio con el Oscar- y la Iglesia de Satán le escribiese un tuit, sino porque sus acciones en el gobierno estadounidense han tenido consecuencias que llegan hasta nuestras propias fronteras. Y no son nada bonitas. No, quizás el objetivo de toda esta imperfecta -pero interesante- película sea recordarnos que un tipo expulsado en dos ocasiones de la universidad y que comenzó reparando postes de la luz en la América profunda acabó por ser uno de los líderes mundiales con más poder entre sus manos.

Quizás la moraleja sea, al fin y al cabo, que deberíamos tener más cuidado al elegir nuestros líderes.

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