Su rostro todavía hoy se debate bien en las aguas verdes, recién salido de un marco en relieve, frente al aliento de los cocodrilos y de los sicomoros. Durante muchos años, fue la viñeta exótica de la alta sociedad de la Costa del Sol, una hoja de té, un silbido de cereza, aunque con un carácter lo suficientemente definido como para aguantar el tipo y al mismo tiempo invocar al diablo y poner los pies sobre el tablero. Dewi Sukarno, la esposa del primer presidente de la historia de Indonesia, era, sobre todo, un golpe de efecto. Mucho más engrasado que Imelda Marcos y Jackie Kennedy, con las que a menudo se les comparaba a la provincia, quizá por su categoría, tan rara para los Hohenlohe y los Windsor, de aristócrata plebeya.

En plena ebullición de trenzas rubias, la primera dama, incontenible y delicada, supo colar su cuerpo menudo en el mapa de pasiones de la España de las suecas. Hasta el punto, que se decía de ella que era la que más cobraba por acudir a las fiestas. Sobre todo, a partir de los ochenta, cuando convertida en la viuda del derrocado héroe, comenzó a simultanear la vida en París y Londres con la de Marbella. Discreta, sutil, rodeada de misterio, la japonesa enamoró a la Costa del Sol, que veía en su figura una especie de verso imposible, el extraño haiku anudado a duras penas entre la delicadeza de la hoja de bambú y el español rudo de las tobillos playeros.

En sus devaneos por la provincia, Dewi estuvo cerca hasta de casarse con el millonario Francisco Paesa. E, incluso, tuvo tiempo, en 1978, de andar a la gresca en TVE, quizá un poco a modo de preludio de las polémicas televisivas que han marcado su existencia en las últimas décadas. La que fuera la esposa favorita del líder indonesio, al que conoció cuando tan sólo contaba con 19 años, siempre se ha caracterizado por ensamblar con elegancia las virtudes que revisten a los jazmines y a las fieras; bella y deslenguada, Sukarno ha sido protagonista de innúmeros escándalos. Algunos justificados, otros, en cambio, debido, en gran parte, a la asintonía cultural y a la mojigatería de la época. Entre estos últimos, el más conocido, el posado que hizo para una revista estadounidense, que le granjeó el odio de los compatriotas de su marido, para los que cualquier tipo de desnudo, incluido el dorsal, significaba un acto de deslealtad y sacrilegio hacia la memoria del gran hombre.

La esposa del líder de Indonesia, cuya llegada a palacio indujo al suicidio a una de las amantes del presidente, nunca ha dejado de lado su enérgica defensa de sí misma, que le llevó, en su acto más extremo, a destrozarle la cara con una copa de vino a la nieta de un mandatario de Filipinas. La razón no fue otra que una alusión desafortunada a su origen, que, además de humilde, tiene, según reconoció ella misma, algunas notas cabareteras, a medio camino entre la geisha, el burlesque y la dama de noche.

En la Costa del Sol, sin embargo, no exhibió ninguna de sus credenciales más controvertidas. De hecho, fue siempre admirada por todos; tanto por su belleza como por su aureola de mujer distinguida y batalladora. Un carisma que le ha valido en las últimas décadas para obtener en Japón, su país natal, una suerte de bula diplomática. Dewi Sukarno es la única estrella de la televisión a la que se le permite decir todo lo que le place, a menudo de una franqueza corrosiva, lindando con lo que en su país se entiende como brusco y maleducado.

Mientras acumula querellas, la diva, con carrera también de filántropa, se permite hacer anuncios de productos contra las cucarachas e incluso aparecer vestida de perro. Definitivamente retirada del júbilo nocturno de Marbella, la que fuera la gran musa de Asia en la provincia vive rodeada de gatos, saltando de plató en plató y con ambiciones de semidiosa. En una de sus últimas entrevistas, confesó que quería escribir poesía y viajar a Brasil para capturar una mariposa azul brillante. Sin duda, mucho más de lo que suelen mostrar en occidente las grandes damas de Estado. Con numerosas biografías en una sola vida. Y un susurro de cabaña de arroz junto al estanque casi siempre persiguiendo a su peinado. Entre los flashes de los ochenta, notas para una Marbella con kimono.