"Despidiendo a Yang" o el valor de amar a un robot | Código Cine

"Despidiendo a Yang" o el valor de amar a un robot

Hace unos cuantos años ya nos preguntábamos aquí si acaso el aluvión de historias sobre robots y personas que se relacionaban con ellos no sería el síntoma de un proceso humano trabajando a toda máquina para dotar de sentido a lo que, hace no tanto, parecía simplemente una aberración o una perversión. La literatura, la televisión y por supuesto el cine vienen desde siempre contándonos esta historia —y dando lugar a inolvidables personajes como HAL 9000 o como los replicantes de Blade Runner (R. Scott, 1982)—, pero en 2017 se hacía ya obvio que la llegada masiva de historias similares en las que las personas ensayan a construir relaciones de todo tipo, como de amistad o de amor, con máquinas programadas para ello —seguramente Her (Spike Jonze, 2013) sea la epítome de este proceso en marcha— se había disparado extraordinariamente. Los humanos comenzábamos a darnos cuenta de que debíamos cuestionar la idea de que las máquinas no tienen emociones y que por ello toda relación sentimental con ellas no era más que un espejismo o un síntoma de una problemática psíquica individual. Este, y no cuanto emerge de las dificultades técnicas o de la replicación, es el verdadero enigma que desborda la estrategia subjetiva y cultural del siglo XX con la que suponíamos que podríamos pensar la llegada de estos amigos o amantes cibernéticos. El discurso ético del siglo pasado está en crisis cuando se refiere a pensar el valor que puede existir en una relación real entre un humano y una máquina indistinguible… o perfectamente distinguible. Y a medida que esta grieta generacional se hace cada vez más holgada, y las generaciones se acortan por la aceleración cultural del mundo, el viejo discurso que reivindicaba la diferencia radical entre lo real biológico y lo simulado cibernético va deshaciéndose ante nuestros ojos… y ante nuestras pantallas. 

Atención a los spoilers.

Así, con el paso del tiempo, vamos advirtiendo que la pregunta no es si tendrá valor la relación entre una persona y una máquina —más allá de esta como herramienta—, sino qué subjetividad, y qué discursos, serán los que emplearemos para dotar de sentido a dicha relación, cómo nos proporcionaremos las palabras y los ritos mediante los cuáles le daremos un sentido coherente con la vida humana. Va camino de haber transcurrido una década entre aquella emblemática película que haría cristalizar una demanda tan profunda y tan humana como la del amor (Her)1, y la reciente Despidiendo a Yang (After Yang, Kogonada, 2021), que como otras historias actuales ha sofisticado mucho más la cuestión, deshaciéndose por fin de la sorpresa por el advenimiento de un robot, indistinguible o no, y las preguntas por sus riesgos —tal como lo planteaba una película tan representativa como M3gan (Gerard Johnstone, 2022)—, y tomándose en serio la exploración del valor interpersonal, emocional, existencial, que la relación con robots puede tener para los humanos. No es que la muerte de un robot, así como la pregunta por su significado, sea original en la historia del cine de robots, pero hay algo en la estrategia de Kogonada que sí resulta verdaderamente original: poner en el centro de la historia y desde el principio del metraje no tanto el robot mismo, sino el hueco que este deja, su duelo, como estrategia para saturar y hacer emerger la reacción humana tras su muerte. Dicho de otra manera, en lugar de preguntarse por lo real que puede latir o no en la mirada de un robot…

… o qué significa su desconexión tras una peripecia vital compartida con los humanos, lo más parecido a una muerte robótica —idea latente bajo aquellos diálogos que tanta fortuna hicieron en Blade Runner: «I've seen things you people wouldn't believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion [...]. All those moments will be lost in time, like tears in the rain. Time to die»—, Kogonada pretende hacer obvio el valor de la relación entre el robot y los humanos por la intensidad de la añoranza, homogeneizando este duelo con el que los humanos sentirían por la pérdida de una persona con la que también han compartido experiencias y recuerdos. Si duele, y mi vida queda vacía, ¿cómo negar que fue real? ¿Cómo negar que tuvo un valor?, viene a plantear Kogonada en Despidiendo a Yang. Es decir, si no existe LA verdad, sino que esta es un fenómeno subjetivo que se produce cuando un sujeto pronuncia SUS palabras, estas pueden por sí mismas dotar de sentido a su interacción con un robot tan solo por el compromiso con que son articuladas y pronunciadas. Y la prueba del sentido que ha cristalizado en esas palabras es el duelo, la emoción verdadera de la añoranza con la que son vividas y compartidas, hasta el punto de llegar a modificar una conducta. 

Puede que una de las mejores formas, tal como apunta Kogonada, de medir el valor que una relación con un robot ha podido tener para nosotros, sea atender a las cosas que aceptamos hacer en virtud de él —por él— y muy especialmente una vez que ese ser ya no está. Sí, porque solo aceptamos renunciar a parte de nuestro deseo en virtud de algo mayor, algo que lo merece, y por tanto, en la renuncia, se evidencia el valor que tuvo, si es que durante su tiempo de presencia no se hizo obvio. Así, por ejemplo, Mika (Malea Emma Tjandrawidjaja), la hija pequeña, aceptará ir al cole porque «Yang would want that —le dice su madre—. Do it for Gege [su apodo cariñoso]», haciendo ver que Yang (Justin H. Min) tiene un valor tal que es capaz de afectar a la conducta de sus seres queridos incluso después de su muerte. Jake (Colin Farrell), por su parte, demostrará estar velando por la dignidad de Yang —¿la dignidad de un robot?— al decidir que no entregará su cuerpo para ser exhibido en un museo. Y aún más revelador será el ejemplo de Kyra (Jodie Turner-Smith), su esposa, que en un momento del film eleva la pérdida de Yang a la categoría de una auténtica y peligrosa muerte al pedirle a su marido que «if we can't get Yang fixed, we just… we need to move forward, okay?». Es decir, la muerte de Yang no es la muerte de un juguete, sino una experiencia de lo real que merece toda la atención y que tiene potencial de hacer mucho daño a largo plazo a los miembros de la familia. La muerte de Yang, por tanto, obliga inesperadamente a activar los protocolos humanos del duelo, como protección frente al riesgo de no ser capaces de superar la pérdida. Porque… podría suceder, por más que Yang no fuera más que un robot. Renunciar a parte de nuestro deseo supone hacer hueco para el deseo de un otro, y al aceptar parte del deseo de Yang —«Lo que Yang habría querido…»—, los personajes le reconocen como un verdadero otro. He aquí otra de las formas cómo se evidencia el valor atribuido al robot, el efecto de su presencia que es capaz de modificar el mundo porque él lo desea.

En aras de hacer presente ese agujero inesperadamente personal que un robot ha dejado con su muerte, Kogonada despliega varias decisiones de montaje y de puesta en escena, como la separación de los cortes entre los planos, que dilata el tiempo añadiendo un suplemento de extraña quietud, así como planos generales —sobre los que tan solo flota un fondo sonoro entre lo infeliz y lo futurista— empeñados en hacer visible el espacio ahora vacío que Yang ocupaba en las escenas familiares. Interiores que se vuelven calmos, inertes, desprovistos de vida y profundamente viscosos en los que los personajes humanos parecen quedar envueltos, exangües y psíquicamente inermes, perdidos en un interior que remite a un pasado: el tiempo con Yang, o lo que es más revelador, el tiempo de Yang, que súbitamente se llena de valor humano.

"Despidiendo a Yang" ("After Yang", 2021) de Kogonada.
Centralidades vacías que subrayan la ausencia de Yang. Despidiendo a Yang (2021)

El título original del film, After Yang, es mucho más afortunado que su traducción española, pues el foco del film se sitúa sobre el tiempo que adviene después de Yang, analizando con detalle lo que sucede inmediatamente después de su ausencia, y no tanto en el momento de la despedida que es un proceso de cicatrización ritual contingente. Y posterior. De alguna forma, el título español hace un desafortunado spoiler porque nos avanza que habrá un tiempo ritual de separación y duelo que permitirá la superación de Yang, cosa que el espectador no tiene por qué saber en el minuto uno del primer visionado del film, y de hecho es precisamente cuando no lo sabe, cuando podrá vivir la inesperada sensación del valor de Yang que cobra forma en la pantalla tras su muerte, y que resulta mucho más interesante para Kogonada que el proceso de la despedida en sí.

A lo largo del film, vemos a la hija pequeña, Mika, expresar una y otra vez su deseo de que Yang, el robot que sus padres le compraron para que le acompañara en todo momento, y cuidara de ella, vuelva cuanto antes. No podía ser de otro modo, que un niño sea quien exprese de la forma más clara su deseo: que vuelva Yang. Ella es quien mejor señala el agujero que ha quedado tras el inesperado bloqueo de este, que se vive en la familia como la inaceptable ausencia de uno de sus miembros. Pensar en la demanda de Mika nos hace recordar la vieja subjetividad del siglo XX, con la que se apuntaría pronto que su añoranza es inmadura, algo que Mika debe descubrir cuanto antes para establecer la diferencia entre las personas que mueren y las máquinas que se apagan. Sin embargo, la ecuación que plantea Kogonada es más adulta y más confusa, pues no es solo Mika sino el resto de miembros de su hogar, adultos, quienes también van a sufrir, cada uno a su manera, el duelo de Yang, e incluso obtendrán de él un insight de innegable valor humano —de hecho, de madurez— que han alcanzado sin que la condición cibernética de Yang fuera un obstáculo. O quizás, como sucederá en el caso de Jake, precisamente por su naturaleza robótica.

Jake recorre, en el tiempo del film, el arco que va desde su aparente desinterés familiar y por su esposa Kyra, hasta reencontrar el amor por ella y reincorporarse a las funciones familiares como padre de Mika. El reencuentro con el amor se realiza gracias al amor de Yang, un imposible cibernético2 al que, sin embargo, Jake se abre tras navegar por los recuerdos escondidos del robot, a los que tiene acceso gracias a un técnico que le entrega una suerte de tarjeta de memoria llena de pequeñas grabaciones de pocos segundos que el robot había realizado a lo largo de los años. Allí aparece la fijación por una bella joven que, según descubrirá, es en realidad la huella de otra mujer, el auténtico objeto de amor que murió y por tanto perdió para siempre. Esa bella joven era el clon de aquel otro cuerpo que se perdió, y al que Yang volvía internamente, en esas noches despierto, o en momentos del día, reproduciendo aquellas grabaciones de tiempos perdidos. Tiempos que se volvían tan valiosos para Yang como para volverlos a reproducir una y otra vez, como hará Jake, que sentirá ese amor en relación al tiempo, el amor por los cuerpos que dejarán de estar y que sin embargo le reclaman hoy sus palabras y su compañía. Jake entiende las pérdidas que Yang había sufrido a lo largo de su vida, los niños a los que había cuidado y de los que hubo de separarse, así como aquella joven con quien compartió un amor. ¿Por qué iba un robot a guardar, en un recóndito hueco de sí, inútiles grabaciones de otros seres sino por su condición de amados? ¿Hasta dónde se jugaría la tragedia de su vida, llamado a perder sus objetos amados uno detrás de otro? ¿Sería ese el límite y desgaste infinito de Yang, por el que se bloqueó para siempre? ¿Morimos también nosotros por los golpes del amor?

En la interrelación entre Kyra y Yang aparecerá otro de los argumentos de Kogonada para justificar esa relación valiosa entre humanos y robots:

Kyra: Sometimes I think humans are programmed to believe in such things [creer que hay algo más allá de la muerte], but I don't know if it's really in our best interest. 
[...]
Yang: I'm fine if there's nothing in the end.
Kyra: Are you?
Yang: Maybe I was programmed this way as well.
Kyra: Does it ever make you feel sad?
Yang: Um… There's no something without nothing.

«There's no something without nothing» es una frase profundamente vitalista, ¿no les parece? Tiene un fondo ateo, es cierto, pero se lleva bien con esa sospecha de Kyra de que la fe en una vida de ultratumba, tan humana, en realidad quizás no sea tan buena idea. Entre el nothing que precede a Yang y el que le sucede tras su muerte, hay un something que es relevante para Kyra, para Mika, Jake… y por supuesto aquella mujer perdida de la que tan solo quedaban unas breves grabaciones escondidas en su interior. No obstante, ese something se pone en valor, se vuelve intenso y valioso, y lo que es mejor, se llena de sentido, pues es lo único que se salva entre los extremos huecos de ese nothing que se extiende en todas direcciones antes y después del tiempo de Yang. Ese something es, en efecto, el objeto cuya ausencia lloran todos los miembros de la familia, un objeto al que Yang ha dado forma y con el que tienen mucho que ver sus grabaciones secretas. Si los humanos hacemos nuestras propias grabaciones en la memoria, y allí se forjan los sentidos, con las palabras con las que los recordamos, Yang forja los suyos en las secretas grabaciones que tomó a pesar de no tener ninguna razón para hacerlo. 

Volvamos por un momento a la fascinación de Yang por la imagen de esa joven, Ada (Haley Lu Richardson), que como decíamos es a su vez la huella de otra mujer anterior que resultó perdida para siempre. El film nos insta a imaginar los secretos y nocturnos visionados a los que Yang se entregaría repetidamente para volver a alucinar su presencia. Primero, la de Ada, pero en el fondo y sobre todo, la de otra Ada anterior que murió en un accidente de coche pero que fue clonada; un primer cuerpo perdido. Una, por tanto, difícilmente colocada en el lugar de la otra, con objeto de traerla al recuerdo, simular aquella otra experiencia ahora inalcanzable. Y en esa suplantación, obrar algo que, cuando lo hacen los humanos, cobra la condición del amor. Sí, porque cabe decir que, aunque el ajuste no es perfecto y el encaje deja holguras cruciales, el clon Ada encaja en el hueco que dejó aquella otra Ada perdida, haciendo sentir, aunque precariamente, su presencia, pero solo en la misma medida en la que los humanos logran alucinar la presencia de la madre, bajo la forma de lejanas reminiscencias, a través de la mujer amada. En otras palabras, ¿responden los robots a patrones edípicos? ¿Lo hacen porque han sido programados por humanos? ¿O ese imposible, esa chispa humana —sugeriría Kogonada—, tiene algo de universal más allá de la carne? Eso explicaría por qué Yang sentía la necesidad de rever una y otra vez las grabaciones de sus dos (h)Adas, alucinando la presencia del clon Ada, pero sabiendo de antemano que solo rescatará apenas una pizca de la prístina Ada originaria. ¿Para qué tiene un robot que realizar una y otra vez un cálculo que sabe que será fallido? ¿O no es del todo fallido y en ese vaho delicuescente, en ese instante efímero y fugaz, en ese resto vaporoso que desaparece ante nuestros ojos, en ese margen milagroso se forja la esperanza y esa condición sísifa de lo humano?

Despidiendo a Yang nos muestra que, una vez el duelo es constatado y por tanto verdaderamente vivido por los miembros de la familia, la condición cibernética de Yang no es óbice para que aquellos vivan las escenas rituales tras la muerte de un ser querido. Por ejemplo, el velatorio del cuerpo, cuando todos acuden a despedirse de Yang que yace inerte sobre una especie de camilla; o también el encuentro con las viejas imágenes de los álbumes de fotos, que Jake descubre a través del álbum privado —de fragmentos de video— que Yang había grabado con sus ojos-cámara para sí mismo; o más interesante aún, algo que además no sucede siempre, pero que cuando sucede da cuenta de la profunda humanidad del fallecido: sus secretos, las imágenes que escondió y que son huella radical de su deseo más privado. Yang no compartió el dolor por la pérdida de su mujer amada, pero allí quedó su imagen, la huella de su existencia. Kogonada nos confronta a los episodios post mortem que los seres humanos atraviesan tras el fallecimiento de otro ser humano… pero tras la muerte de un robot, de tal forma que la negación del valor del propio Yang ya solo puede quedar aquí como una respuesta cínica y evitativa.

"Despidiendo a Yang" ("After Yang", 2021) de Kogonada.
Despidiendo a Yang (2021)

Puede pensarse que la diversidad étnica de la familia protagonista de Despidiendo a Yang responde a intereses woke —y ciertamente la casuística beneficia a este movimiento—, pero lo cierto es que, en este caso, parece tener todo el sentido en términos narrativos, pues a Yang se le considera un miembro más de la familia a pesar de ser tan diferente a Mika, Kyra y Jake, cuyas enormes diferencias étnicas parecen abrazar la diferencia de Yang como una más de cuantas pueden asimilarse en el corazón familiar. Esta idea nos remite a la idea del cyborg, tal como la proponía Donna Haraway, es decir, como una hibridación con lo tecnológico que permite superar definitivamente nuestras diferencias y desequilibrios previos. 

Por último, y solo en el caso de que aún se resistan a empatizar y congeniar con un robot, decirles que en el universo cibernético de Despidiendo a Yang, los robots también aprenden el valor de su relación con los humanos por la dialéctica presencia-ausencia, ya que del mismo modo que los robots desaparecen y pueden dejar un hueco en nuestras vidas, también los humanos podremos desaparecer y dejar un hueco en un robot. Por eso Yang graba un fragmento de su amada Ada en el bosque, y un tiempo después de su muerte necesita grabar el mismo lugar sin ella. Así puede recordar que ese fue, precisamente, el lugar donde Ada se dio la vuelta y le miró. 

Ahora bien, ¿estábamos preparados para aceptar que los robots puedan hacer incluso algo tan imperfecto y tan humano como fetichizar… un lugar?

Referencias

[1] Recordemos que tras el éxito de ChatGPT, ya comienzan a proliferar los primeros intentos tecnológicos de crear amantes y parejas virtuales con las que hablar, compartir recuerdos e incluso sintetizar imágenes. En ALONSO, R. (2023, 17 de septiembre). Un periodista de ABC se liga a una IA: «Quiero hacerte más feliz que una mujer real». ABC. Recuperado de https://www.abc.es/tecnologia/informatica/soluciones/periodista-abc-liga-ia-quiero-hacerte-feliz-20230917172511-nt.html.

[2] Un imposible, por cierto, que nos recuerda intensamente al personaje de Número 5 en el film Cortocircuito (Short Circuit, John Badham, 1986). Número 5 presenta su propio imposible que le dota de vida al caer sobre él el rayo de una tormenta.

Editor y director de Código Cine. Publica artículos, ensayos y reportajes de análisis y comentario fílmico en esta y otras publicaciones desde mediados de los años 90. También coeditor de SOLARIS, Textos de Cine, editorial fundada en Madrid que edita la Colección SOLARIS de libros, así como otras publicaciones de cine. Miembro de la Asociación Cultural Trama y Fondo.

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