El sucesor (2023), de Xavier Legrand

A Ellias Barnès la vida le sonríe, o eso parece. Diseñador de moda de alta costura en una casa top de París, va a presentar su propia colección y será portada de Harper's Bazaar donde se le señala como sucesor de otro mítico modista. Pero la policía le trae malas noticias: su padre, que ya había sufrido un ictus, ha muerto en Canadá de un ataque al corazón. La desconexión con el progenitor era casi total desde hace tiempo, y la madre, que vive con su nuevo marido en Miami, no quiere ocuparse de los trámites fúnebres. De modo que a Ellias le toca viajar y tratar con la funeraria, y ocuparse de la herencia, una casa que quiere poner a la venta, lo que no deja de ver como un fastidioso engorro. Y puede que sea mucho más fastidioso de lo que imagina.

Xavier Legrandha dado pruebas sobradas de su valía como cineasta en Antes de perderlo todo y, sobre todo, en el film que vino a continuación, Custodia compartida, que daba cuenta con dureza de la fragilidad de la condición humana y de cómo un hogar puede venirse a pique. En la misma línea podría decirse que va El sucesor, que adapta una novela de Alexandre Postel. Porque se nos ofrece un retrato de un triste personaje, que a pesar de haber alcanzado la cumbre de su profesión es un tipo solitario y sin amigos, y algo hipocondríaco, que tiene miedo de haber heredado los problemas de salud de su padre. De modo que no parece disfrutar del talento con que ha sido bendecido, ni es capaz de crear a su alrededor una red de amigos a los que dar cariño para también recibirlo de ellos. En realidad, parece estar despachando todo el tiempo asuntos, quitarse preocupaciones de encima, aunque siempre llega alguna nueva que sustituye a las anteriores. Encontrarse por ejemplo en la funeraria con una antigua compañera de estudios, no supone un aliciente en su vida, o tampoco que le alaben sus admiradores.

Legrand logra crear la atmósfera mortecina y triste que rodea al protagonista, bien interpretado por Marc-André Grondin, transmite muy bien cómo pesa la obligación filial de enterrar (o mejor dicho, cremar) a su padre. Pero la película pega un inesperado quiebro a mitad de metraje, que no deberíamos desvelar, donde el drama se intensifica con ribetes de thriller guiñolesco, y a partir de ese momento el film se cae sin remedio. Sobre todo porque no se logra hacer creíble el comportamiento de Ellias a partir de ese momento. Verdaderamente no casan ciertos rasgos de personalidad pusilánime con acciones que ponen en riesgo la vida que se ha construido. Y en fin, el fatalismo da pie a una artificial espiral de acontecimientos fatales que piden al espectador que suspenda aquí también su incredulidad –la idea de “espiral” está presente formalmente en la pasarela de moda con que arranca en el film, y se ha usado también en la cartelería–, algo que cuesta hacer, la verdad sea dicha. Si en parte se consigue es gracias a la pericia de Legrand en su puesta en escena, incluida la idea de ese plano final de una tableta que se pone en reposo, la pantalla se queda en negro.