De óxido y hueso | Crítica | Película | Cine Divergente

De óxido y hueso

Mis personajes hablan por ellos Por Samuel Sebastian

¿Por qué hacer películas sobre personajes que no saben apreciarlas? Debe ser una tortura tener que imaginar todo un universo hasta el más mínimo detalle: la marca de tabaco que fuman, el cómo y el por qué se hicieron cada tatuaje en su piel, cuáles son sus fantasías más pervertidas, el libro que alguna vez leyeron y que evidentemente no les sirvió de nada,… todo ello para satisfacción de los intelectuales que valorarán tu película, ¿no te parece un poco aburguesado, Jacques? Siempre has pensado que éramos inofensivos porque nunca podríamos salir de tu mente, de tu universo interior, de las novelitas esas que alguien escribió alguna vez y que te molestaste no solo en leer sino en transformarlas. Qué inofensivo parece el cine cuando eres un creador y puedes manipularlo a tu antojo, ¿verdad, Jacques? A mí en realidad nunca me han gustado este tipo de películas, las encuentro demasiado lentas. Sí, ya sé, están hechas para chicas, para que lloremos un rato y nos apoyemos en el hombro de nuestro chico mientras él no deja de comer palomitas pero, ¿qué hombre iría a ver una película así?

En De óxido y hueso, la domadora de orcas y el aspirante a boxeador se sientan en la sala. Jacques está detrás de ellos, observándolos de reojo, aunque trata de disimularlo escudándose en sus gruesas gafas de pasta.

Él pensaba que sería la estrella de la noche, que la gente que lo había agasajado en tantos y tantos festivales internacionales de todo el mundo, hoy se rendiría a sus pies, pero no contaba con esos invitados inesperados.

De óxido y hueso

Cuando aparecieron, Jacques se murió de rabia y preguntó rápidamente quién les había incluido en la lista de invitados pero nadie supo decirle nada, así que se arropó entre sus amigos más íntimos y siguió el ritual de la première como si nada. Habló lacónicamente de las dificultades del rodaje y de la felicidad que le causaba encontrarse con el cálido recibimiento del público después de un trabajo tan duro y cuando pretendía hablar sobre los personajes de la historia, no fue capaz de articular ninguna palabra coherente, ya que tenía a esos dos con la mirada fija, clavada en cada uno de sus movimientos. Tembló. Se metió las manos en los bolsillos para disimular y lo único que pudo añadir fueron un par de frases dedicadas al autor de la novela que no había podido estar presente. Después salió corriendo al cuarto de baño y allí se encontró al aspirante a boxeador, meando a su lado. Le pareció un tipo grande, enorme, mucho más grande de lo que había imaginado, más grande que el actor que lo interpretaba y más rudo, inmensamente rudo. «Eh, tío, la otra peli que hiciste, la de la cárcel, tenía su punto», le dijo cuando acabó de mear. «Pero te aseguro que las cárceles no son así. No te lo digo porque haya estado en una de ellas, pero tengo colegas que sí, y lo que salía en la película no tiene nada que ver, te lo juro, en tu peli entran y salen como si estuvieran en su casa, y de eso, ná de ná, tío». Jacques asintió con una mezcla de agradecimiento y temor, por un momento había pensado que el tipo le rompería la cara.

Afuera, la domadora de orcas estaba esperando a su amado y Jacques no pudo evitar cruzar su mirada con la de ella. Instintivamente, los ojos de él se dirigieron a sus pies. Ella se percató y le dedicó una sonrisa sarcástica: «¿Qué esperabas, que tampoco tuviera piernas?» Él negó con la cabeza y ella prosiguió con su tono burlón: «Por mucho que nos putees, nunca podremos ser de tu gusto. Sé que te complacería ver como nos arrastramos por el mundo como dos yonquis desgraciados y tus amigos disfrutarían con ello, pero no. Como ves, somos una pareja normal… más o menos», y buscó la sonrisa de complicidad de su compañero. «¿Y la esperanza?», balbuceó Jacques, «nunca os he negado la esperanza». «La esperanza, la esperanza», rió la mujer, «¿Quién vive de esperanza?» Y se marcharon con una sonrisa.

De óxido y hueso

Y todo eso sucedió antes de la proyección, tal vez no en demasiado tiempo, pero que a Jacques se le había hecho eterno.

Cuando se apagan las luces, Jacques piensa que, en realidad, nunca ha sido capaz de enfrentarse a los personajes de sus propias películas, es más, a medida que ha ido madurando, sus películas se han hecho cada vez más distanciadas del mundo que le rodea. Nunca ha conocido a un tipo como el aspirante a boxeador, con esos modales rudos y ese tono de voz que parece que te amenace aunque te esté dando las gracias. Ni nadie tan hortera como la domadora de orcas, aunque algunas veces, cuando había ido a un centro comercial, se había encontrado gente así, tipos con camisetas tan ajustadas que parecían a punto de reventar por la presión de su musculatura artificial y tipas ataviadas con bolsos de imitación y con el cuello decorado con tanta chatarra que les caía de forma obscena sobre su escote, colocado de manera hábil para sacar el mayor partido a la turgencia de sus pechos. Sí, tal vez había sido el único punto de encuentro entre él mismo y sus personajes, cuando vio a aquella pareja que salía de una tienda de rebajas. Él la llevaba del brazo a ella, y ella parecía frágil a su lado, no discutían, pero al hablar parecía que lo hacían. Relacionó esta escena con la novela que estaba leyendo y pensó que tal vez sería interesante cambiar el sexo del protagonista y hacer una historia de suburbios, y la idea le pareció incluso lírica. A su guionista seguro que le encantaría. «Es la realidad, la puta realidad es así», le diría, pero, ¿qué realidad? ¿Y si ahora apareciera el protagonista de la novela? ¿Se pelearía también con él o con la protagonista de la película? Porque el protagonista de la novela seguro que es un tullido de verdad, el canadiense que se lo inventó es un tipo un poco cruel, casi sádico, y le gusta mirar los asuntos dramáticos con ironía. Pero, ¿no había belleza en su obra? ¿Qué crítico literario había dicho eso? De hecho, esa frase le había hecho mirar la novela de otra forma. Si ellos mismos no pueden escribir sobre su propia vida en términos artísticos, ¿por qué no lo podemos hacer nosotros? Y en ese momento le viene a la mente el último personaje con el que se ha sentido identificado, aunque ya le parece una historia lejana, lejanísima, en el fondo del oscuro pozo del tiempo: Hace más de veinte años, leyó una novela (vaya, la inspiración siempre viene de la literatura, no de la realidad) en la cual, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, un joven se enteraba de que su padre en realidad nunca había sido un héroe de guerra y su madre había colaborado con el régimen nazi. Y aquella historia le cautivó porque pensó que era una metáfora perfecta de lo que significa el paso a la madurez, las desilusiones, quitarle el velo a la realidad y mirar qué hay detrás, descubrir que las personas en las que siempre hemos creído en realidad son solo unos personajes de una obra mal interpretada. ¿Y por qué no pensar que los personajes de los que nos encariñamos en realidad son personas de carne y hueso? Personas que hacen su vida, comen, beben, hacen el amor, y nosotros les robamos un poco de su existencia para engrandecerla. ¿O no? El aspirante a boxeador y la domadora de orcas no están del todo de acuerdo.

De óxido y hueso

En realidad esto es un western, murmura ella en un momento de la película. Tú y yo somos el tipo solitario y sin nombre y la puta desahuciada de la ciudad. Si lo miras así las cosas se ven de otra manera, es como una forma de hacer cine que te habla de cosas que no ves pero que te las puedes imaginar.

«Pero los westerns no son así», apunta él, desorientado, recordando las películas del Oeste que veía todos los sábados con la familia. Cuando terminaban, salía a jugar con un par de palos y hacía ver a su padres que se cargaba a una legión de indios inexistentes.

«Claro que no, idiota, la trama es como la de un western pero no salen indios y vaqueros, joder».

«No lo veo, no es del tipo de westerns que echaban en la tele».

«No tienes que verlo, es que está más claro que el agua. Es la historia de dos tíos que buscan su lugar en el mundo, como aquellos llaneros solitarios que iban de pueblo en pueblo y se peleaban con todo el mundo y también es una historia de amor, ¿no? Como la nuestra».

«Ya, pero nunca he visto un western con una tullida».

«Idiota», repite ella con una sonrisa.

Y al volver a casa, mientras camina, Jacques se pregunta por qué los protagonistas de la película la han visto de manera tan diferente a como él la había concebido. No eran pequeñas diferencias de apreciación, no, eran interpretaciones que a él nunca se le hubiera ocurrido hacer sobre la película. Tal vez porque son libres, razona, terminé la película, han ido creciendo y enriqueciendo sus vidas. Dentro de unos años ni siquiera los reconoceré y tal vez ellos ni siquiera recuerden el film. «Las vidas más hermosas son aquellas que son inventamos», musita en voz baja, recordando las primeras palabras de aquella película que hizo sobre la Segunda Guerra Mundial y, en ese momento, al alzar la vista, puede ver a contraluz, con su inconfundible sombrero, al protagonista de aquel filme, Albert Dehousse, con su inequívoco perfil de rasgos judíos y su manera de hablar, pausada y socarrona: «Siempre es mejor dejar a los personajes en su lugar, ¿verdad Jacques?»

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