La dictablanda del general Berenguer

 Hispanoteca - Lengua y Cultura hispanas

 

La dictablanda del general Berenguer

(comp.) Justo Fern�ndez L�pez

Espa�a - Historia e instituciones

www.hispanoteca.eu

horizontal rule

La dictablanda del general Berenguer

imposibilidad de volver a la normalidad constitucional

La "dictablanda" del general D�maso Berenguer fue el �ltimo periodo de la Restauraci�n borb�nica y del reinado de Alfonso XIII. En dicho per�odo hubo dos gobiernos: el gobierno del general D�maso Berenguer, formado en enero de 1930 para que restableciera la "normalidad constitucional" tras la Dictadura de Primo de Rivera y el que le sigui� un a�o despu�s, el gobierno del almirante Juan Bautista Aznar, que dar�a paso a la proclamaci�n de la Segunda Rep�blica Espa�ola.

El t�rmino "dictablanda" fue utilizado por la prensa para referirse a la indefinici�n del gobierno de Berenguer que ni continu� con la Dictadura anterior, ni restableci� plenamente la Constituci�n de 1876, ni mucho menos convoc� elecciones a Cortes Constituyentes como exig�a la oposici�n republicana.

Alfonso XIII nombr� el 28 de enero de 1930 al general D�maso Berenguer presidente del gobierno, con el prop�sito de retornar a la "normalidad constitucional". El general Berenguer se hab�a significado por su moderada oposici�n a la Dictadura y era el m�s liberal de los tres candidatos que Primo de Rivera hab�a presentado al Rey como sus sucesores al frente del gobierno. Al tomar el poder, el general Berenguer manifest� su prop�sito de tomar las medidas para volver a la normalidad constitucional anterior al golpe de Estado de Primo de Rivera. El anuncio de medidas liberalizadores fue bien recibido por la opini�n p�blica.

D�maso Berenguer no era un pol�tico y eso hac�a prever que la inquina contra el Rey de la vieja pol�tica perseguida no iba a desaparecer y que el general carec�a de la habilidad estrat�gica necesaria. �l mismo se quej� de la falta de apoyo por parte de los pol�ticos mon�rquicos, sobre todo liberales. Pero la vuelta a la legalidad constitucional se hac�a de forma tan lenta que hasta se lleg� a dudar de que ese fuera su prop�sito. El general Berenguer se tom� demasiado tiempo para poner en pr�ctica sus nuevas medidas liberalizadoras destinadas a salvar la monarqu�a. Esta lentitud del gobierno levant� la sospecha de que el gobierno de Berenguer fuera a restablecer realmente la normalidad constitucional.

La prensa comenz� a calificar el nuevo r�gimen como �dictablanda�. Algunos mon�rquicos se empezaron a calificar como mon�rquicos �sin rey�, otros se pasaron al campo republicano (Miguel Maura, hijo de Antonio Maura y Niceto Alcal� Zamora, que fundaron un nuevo partido: Derecha Liberal Republicana. En abril de 1930 Alcal� Zamora solicitaba para Espa�a un r�gimen pol�tico republicano, pero esencialmente conservador desde el punto de vista pol�tico, social y religioso.

Cosa que ya no era posible simplemente con el restablecimiento de la situaci�n previa al golpe de Estado de 1923, sin tener en cuenta el apoyo real a la dictadura a la que la monarqu�a quedaba vinculada. Y ese fue el error que cometi� el propio rey y su gobierno: intentar volver a la Constituci�n de 1876, cuando en realidad llevaba ya seis a�os abolida. Desde 1923 Alfonso XIII ya no era un rey constitucional y su poder durante ese tiempo no hab�a estado legitimado por la Constituci�n, sino por el golpe de Estado que el rey sancion�. La Monarqu�a se hab�a vinculado a la Dictadura y ahora pretend�a sobrevivir cuando la Dictadura hab�a ca�do. Los pol�ticos republicanos y "mon�rquicos sin rey" denunciaron que la dictadura de Primo de Rivera, al violar la Constituci�n de 1876, hab�a abierto un proceso constituyente.

El general Berenguer tuvo problemas a la hora de conformar un gobierno porque los partidos din�sticos (Partido Liberal-Fusionista y Partido Conservador) hab�an dejado pr�cticamente de existir. En realidad nunca hab�an sido verdaderos partidos pol�ticos sino redes clientelares gracias al fraude electoral institucionalizado del sistema caciquil. La mayor�a de los pol�ticos de los partidos del turno se negaron a colaborar por lo que Berenguer tuvo que echar mano del sector m�s reaccionario del conservadurismo. La Uni�n Patri�tica, el partido �nico de la dictadura convertida en 1930 en la Uni�n Mon�rquica Nacional, se opon�a a un r�gimen constitucional, por lo que tampoco apoy� al gobierno Berenguer. De modo que la Monarqu�a no tuvo a su disposici�n ninguna organizaci�n pol�tica capaz de conducir el proceso de transici�n.

La agitaci�n la produjo tanto la extrema derecha como la izquierda. El protagonismo de la oposici�n al Gobierno corri� a cargo de la izquierda y, dentro de ella, de la moderada y no de la extrema. Por estas fechas, en la Uni�n General de Trabajadores (UGT), sindicato socialista, y en el Partido Socialista Obrero Espa�ol (PSOE) predominaba la tendencia antimon�rquica representada por Indalecio Prieto. El sindicato anarquista Confederaci�n Nacional del Trabajo (CNT) comenz� su reconstrucci�n cuando se autoriz� su legalidad a nivel provincial.

Pero lo m�s grave para el r�gimen fue que las clases medias comenzaron a mostrar un claro distanciamiento hacia la figura del rey, a lo que contribu�a la decepci�n sufrida por un buen n�mero de antiguos personajes del r�gimen mon�rquico. S�nchez Guerra declar� que no deseaba servir a se�or "que en gusanos se convierta" y que en la Dictadura "el impulso fue soberano"; Ossorio y Gallardo se declar� mon�rquico sin rey.

EL AUGE DEL REPUBLICANISMO Y EL PACTO DE SAN SEBASTI�N

La identificaci�n que se produjo entre dictadura y monarqu�a explica el s�bito auge del republicanismo en las ciudades. Las clases populares y las clases medias urbanas llegaron a la conclusi�n que monarqu�a era igual a despotismo y democracia era igual a rep�blica. En 1930 la hostilidad frente a la monarqu�a se extendi� por m�tines y manifestaciones por todas Espa�a; la gente comenz� a echarse alegremente a la calle para vitorear a la rep�blica.

El republicanismo hist�rico apenas ten�a un verdadero protagonismo y lo decisivo fue que los republicanos dieron muestras exteriores de moderaci�n, lo que les acerc� a las clases medias. La totalidad de los intelectuales y una buena parte del ej�rcito apoyaron al republicanismo. Los primeros acudieron a la llamada de una Agrupaci�n al Servicio de la Rep�blica surgida tras un manifiesto de Jos� Ortega y Gasset, Gregorio Mara��n y Ram�n P�rez de Ayala y que hab�a sido inspirada por el fil�sofo.

El d�a 17 de agosto de 1930 tuvo lugar el llamado Pacto de San Sebasti�n en la reuni�n promovida por la Alianza Republicana en la que se acord� la estrategia para poner fin a la Monarqu�a de Alfonso XIII y proclamar la Segunda Rep�blica Espa�ola. A la reuni�n asistieron seg�n por la Alianza Republicana, Alejandro Lerroux, del Partido Republicano Radical, y Manuel Aza�a, del Grupo de Acci�n Republicana; por el Partido Radical-Socialista, Marcelino Domingo, �lvaro de Albornoz y �ngel Galarza; por la Derecha Liberal Republicana, Niceto Alcal�-Zamora y Miguel Maura; por Acci�n Catalana, Manuel Carrasco Formiguera; por Acci�n Republicana de Catalu�a, Mat�as Mallol Bosch; por Estat Catal�, Jaume Aiguader; y por la Federaci�n Republicana Gallega, Santiago Casares Quiroga. A t�tulo personal tambi�n asistieron Indalecio Prieto, Felipe S�nchez Rom�n, y Eduardo Ortega y Gasset, hermano del fil�sofo. Gregorio Mara��n no pudo asistir, pero envi� una "entusi�stica carta de adhesi�n".

En octubre de 1930 se sumaron al Pacto, en Madrid, las dos organizaciones socialistas, el Partido Socialista Obrero Espa�ol (PSOE) y el sindicato socialista Uni�n General de Trabajadores (UGT), con el objetivo de organizar una huelga general que fuera acompa�ada de una insurrecci�n militar. Para dirigir la acci�n se form� un comit� revolucionario integrado por Niceto Alcal�-Zamora, Miguel Maura, Alejandro Lerroux, Diego Mart�nez Barrio, Manuel Aza�a, Marcelino Domingo, �lvaro de Albornoz, Santiago Casares Quiroga y Luis Nicolau d'Olwer, por los republicanos, e Indalecio Prieto, Fernando de los R�os y Francisco Largo Caballero, por los socialistas.

El sindicato anarquista Confederaci�n Nacional del Trabajo (CNT) continuaba su proceso de reorganizaci�n a nivel provincial al levantarse la prohibici�n. Y acorde con su ideario libertario y antipol�tico no particip� en absoluto en la conjunci�n republicano-socialista, por lo que continuar�a actuando en la pr�ctica como un "partido antisistema� de izquierda revolucionaria.

Los republicanos se vieron favorecidos por la existencia de una protesta generalizada en algunos de los estamentos del ej�rcito. En diciembre de 1930 se produjo el intento de sublevaci�n de Jaca, al frente de la cual estaban Gal�n y Garc�a Hern�ndez, que se adelantaron a las previsiones de los dirigentes republicanos y fracasaron. El fusilamiento de los dirigentes de la sublevaci�n de Jaca proporcion� al republicanismo los h�roes capaces de movilizar en su favor a la opini�n p�blica.

El fil�sofo Jos� Ortega y Gasset public� el 14 de noviembre de 1930 un art�culo titulado "El error Berenguer", que tuvo una enorme resonancia y en el que acababa diciendo: "�Espa�oles, vuestro Estado no existe! �Reconstruidlo! Delenda est Monarchia (par�frasis de la frase "Carthago delenda est", de Cat�n el Viejo). Ortega criticaba la actitud del gobierno de Berenguer que quer�a volver a la normalidad como si, despu�s de a�os de dictadura, �aqu� no ha pasado nada�. Este es, para Ortega, el error Berenguer, es decir, Berenguer es un error.

El fracaso del primer asalto a la Monarqu�a

El comit� revolucionario republicano-socialista, presidido por Alcal� Zamora prepar� una insurrecci�n militar que ser�a arropada en la calle por una huelga general. A mediados de diciembre de 1930 el comit� hizo p�blico un manifiesto que dec�a: Venimos a derribar la fortaleza en que se ha encastillado el poder personal, a meter la Monarqu�a en los archivos de la Historia y a establecer la Rep�blica sobre la base de la soberan�a nacional representada en una Asamblea Constituyente. Entre tanto, nosotros, conscientes de nuestra misi�n y nuestra responsabilidad, asumimos las funciones del Poder P�blico con car�cter de Gobierno provisional. �Viva Espa�a con honra! �Viva la Rep�blica!

La huelga general no lleg� a declararse y el pronunciamiento militar fracas� porque los capitanes Ferm�n Gal�n y �ngel Garc�a Hern�ndez sublevaron la guarnici�n de Jaca el 12 de diciembre, tres d�as antes de la fecha prevista. Estos hechos se conocen como Sublevaci�n de Jaca y los dos capitanes insurrectos fueron sometidos a un consejo de guerra sumar�simo y fusilados. Este hecho moviliz� extraordinariamente a la opini�n p�blica en memoria de estos dos "m�rtires" de la futura Rep�blica.

GOBIERNO DEL ALMIRANTE AZNAR Y LA CA�DA DE LA MONARQU�A

A pesar del fracaso de la acci�n en favor de la Rep�blica dirigida por el comit� revolucionario, el general Berenguer se vio obligado a restablecer la vigencia del art�culo 13 de la Constituci�n de 1876 y a reconocer las libertades de expresi�n, reuni�n y asociaci�n. Al mismo tiempo, convoc� elecciones generales para el 1 de marzo de 1931 para constituir un Parlamento que enlazara con las Cortes de la etapa anterior a la dictadura de Primo de Rivera y restableciera el funcionamiento de la soberan�a del rey con las Cortes. La convocatoria no encontr� ning�n apoyo, ni siquiera entre los partidos din�sticos tradicionales, porque no se trataba de convocar Cortes Constituyentes para la reforma de la Constituci�n. Todas las fuerzas democr�ticas integrantes del Pacto de San Sebasti�n se opusieron a celebrar elecciones generales. Lo m�s importante, sin embargo, fue que el principal grupo mon�rquico, liderado por Romanones, estaba dispuesto a participar en estas elecciones solo si el parlamento salido de ellas ten�a car�cter de Cortes Constituyentes, cosa que el rey no estaba dispuesto a aceptar.

El fracaso de la convocatoria electoral de Berenguer oblig� a Alfonso XIII a buscar un sustituto para la presidencia del Gobierno. El 11 de febrero de 1931 se entrevist� en Palacio con el l�der catalanista Francesc Camb�, quien manifest� al rey que aquellos no eran los momentos para imponer, sino para aceptar. El rey le pregunt� al pol�tico catal�n qu� le parecer�a la idea de convocar un plebiscito para que el pueblo decidiera si el monarca deber�a dejar la corona o no. Camb� le adelant� el resultado de tal consulta: una mayor�a pedir�a al rey que dejase la corona.

La reacci�n del rey fue sustituir el Gobierno. El 13 de febrero de 1931 el rey Alfonso XIII puso fin a la "dictablanda" del general Berenguer y nombr� nuevo presidente al almirante Juan Bautista Aznar, tras intentar sin �xito que aceptara el cargo el liberal Santiago Alba y el conservador "constitucionalista" Rafael S�nchez Guerra.

El plan anterior es descartado y se decide un retorno a la normalizaci�n constitucional de m�s envergadura, m�s r�pido, y aplicado de forma escalonada. Primero se celebran elecciones municipales y posteriormente provinciales y generales; la aplicaci�n de este plan se evidenci� imposible, pues los partidos del Pacto decidieron participar, pero d�ndole a los comicios una intencionalidad muy distinta, present�ndolos como un plebiscito sobre la persistencia de la monarqu�a.

Juan Bautista Aznar form� un gobierno de �concentraci�n mon�rquica� en el que entraron viejos l�deres de los partidos liberal y conservador, como el conde de Romanones, Manuel Garc�a Prieto, Gabriel Maura Gamazo, hijo de Antonio Maura, y Gabino Bugallal. Tambi�n form� parte del gabinete un miembro de la Lliga Regionalista Joan Ventosa, con el objetivo de �obtener para la causa de Catalu�a lo que no hab�a podido alcanzarse hasta entonces�. El rey confiaba en ese gobierno para salvar la situaci�n: �Lo encontr� viviendo en el mejor de los mundos, sin darse cuenta de la debilidad del gobierno, que era la base de su sost�n� (Camb�).

El nuevo gobierno de Aznar propuso un nuevo calendario electoral: se celebrar�an primero elecciones municipales el 12 de abril, y despu�s elecciones a Cortes que tendr�an �el car�cter de Constituyentes�. El 20 de marzo y en plena campa�a electoral, se celebr� el consejo de guerra contra el "comit� revolucionario" que hab�a dirigido el movimiento c�vico-militar que hab�a fracasado tras la sublevaci�n de Jaca. El juicio se convirti� en una gran manifestaci�n de afirmaci�n republicana y los acusados recuperaron la libertad.

Las elecciones municipales se celebraron el 12 de abril de 1931 y fueron ganadas en t�rminos absolutos por los partidos mon�rquicos. Pero en las grandes ciudades fue rotunda la victoria de los partidos que hab�an firmado el Pacto de San Sebasti�n, cuyos principales dirigentes, integrantes del Comit� Revolucionario segu�an estando en prisi�n. Se gener� un sentimiento euf�rico de victoria del republicanismo, que hab�an ganado en las ciudades m�s importantes. Los resultados electorales del �mbito rural se conocieron m�s tarde y se vio que all� los mon�rquicos se hab�an impuesto abrumadoramente. Pero la euforia republicana ya se hab�a desatado.

Todo el mundo entendi� que las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 eran pr�cticamente un plebiscito sobre la permanencia de la monarqu�a. Y cuando se supo que las candidaturas republicano-socialistas hab�an ganado en 41 de las 50 capitales de provincia (era la primera vez en la historia de Espa�a que un gobierno era derrotado en unas elecciones, aunque en las zonas rurales hab�an ganado los mon�rquicos porque el viejo caciquismo segu�a funcionando), el comit� revolucionario hizo p�blico un comunicado afirmando que el resultado de las elecciones hab�a sido desfavorable a la monarqu�a y favorable a la rep�blica.

Al d�a siguiente de los comicios, el Gobierno del almirante Aznar debati� sobre los pasos que se deb�an tomar. Algunos ministros optaban por un retorno a la dictadura ante el temor de un levantamiento republicano. Otros se opusieron al uso de la fuerza y solicitaron negociar con los opositores. Alfonso XIII se inclin� por esta opci�n y se le ofreci� al Comit� Revolucionario la formaci�n de un gobierno de concentraci�n y la convocatoria de unas Cortes constituyentes que decidieran sobre el futuro r�gimen pol�tico. La propia oferta evidenciaba la debilidad del Gobierno y el Comit� no acept� el plan propuesto, aduciendo que las elecciones hab�an sido ya un plebiscito que hab�a mostrado la opini�n antimon�rquica del pa�s.

Los acontecimientos se precipitaron. No hab�a posibilidad de negociaci�n con los republicanos y la posibilidad de ejercer la fuerza quedaba descartada. Las calles estaban ya controladas por las masas republicanas y la euforia popular era imparable. Alfonso XIII no vio posibilidad alguna de mantener sus prerrogativas reales por cualquier medio, lo que hubiera tenido dram�ticas consecuencias, por lo que decidi� abandonar Madrid el d�a 14 y, al d�a siguiente, salir de Espa�a camino del exilio, pero sin haber abdicado de sus derechos din�sticos y constitucionales.

El martes 14 de abril de 1931 se proclam� la Rep�blica desde los balcones de los ayuntamientos ocupados por los nuevos concejales y el Comit� Revolucionario pas� directamente de la c�rcel a los despachos gubernamentales, convertido en Gobierno provisional al frente del cual fue designado Niceto Alcal�-Zamora.

 


El error Berenguer

Jos� Ortega y Gasset

El Sol, 15 de noviembre de 1930

No, no es una errata. Es probable que en los libros futuros de historia de Espa�a se encuentre un cap�tulo con el mismo t�tulo que este art�culo. El buen lector, que es el cauteloso y alerta, habr� advertido que en esa expresi�n el se�or Berenguer no es el sujeto del error, sino el objeto. No se dice que el error sea de Berenguer, sino m�s bien lo contrario -que Berenguer es el error, que Berenguer es un error-. Son otros, pues, quienes lo han cometido y cometen; otros toda una porci�n de Espa�a, aunque, a mi juicio, no muy grande. Por ello trasciende ese error los l�mites de la equivocaci�n individual y quedar� inscrito en la historia de nuestro pa�s.

Estos p�rrafos pretenden dibujar, con los menos aspavientos posibles, en qu� consiste desliz tan importante, tan hist�rico.

Para esto necesitamos proceder magn�nimamente, acomodando el aparato ocular a lo esencial y cuantioso, retrayendo la vista de toda cuesti�n personal y de detalle. Por eso, yo voy a suponer aqu� que ni el presidente del gobierno ni ninguno de sus ministros han cometido error alguno en su actuaci�n concreta y particular. Despu�s de todo, no est� esto muy lejos de la pura verdad. Esos hombres no habr�n hecho ninguna cosa positiva de grueso calibre; pero es justo reconocer que han ejecutado pocas indiscreciones. Algunos de ellos han hecho m�s. El se�or Tormo, por ejemplo, ha conseguido lo que parec�a imposible: que a estas fechas la situaci�n estudiantil no se haya convertido en un conflicto grave. Es mucho menos f�cil de lo que la gente puede suponer que exista, rebus sic stantibus, y dentro del r�gimen actual, otra persona, sea cual fuere, que hubiera podido lograr tan inveros�mil cosa. Las llamadas �derechas� no se lo agradecen porque la especie humana es demasiado est�pida para agradecer que alguien le evite una enfermedad. Es preciso que la enfermedad llegue, que el ciudadano se retuerza de dolor y de angustia: entonces siente �generosamente� exquisita gratitud hacia quien le quita le enfermedad que le ha martirizado. Pero as�, en seco, sin martirio previo, el hombre, sobre todo el feliz hombre de la �derecha�, es profundamente ingrato.

Es probable tambi�n que la labor del se�or Wais para retener la ruina de la moneda merezca un especial aplauso. Pero, sin que yo lo ponga en duda, no estoy tan seguro como de lo anterior, porque entiendo muy poco de materias econ�micas, y eso poqu�simo que entiendo me hace disentir de la opini�n general, que concede tanta importancia al problema de nuestro cambio. Creo que, por desgracia, no es la moneda lo que constituye el problema verdaderamente grave, catastr�fico y sustancial de la econom�a espa�ola -n�tese bien, de la espa�ola-. Pero, repito, estoy dispuesto a suponer lo contrario y que el Sr. Wals ha sido el Cid de la peseta. Tanto mejor para Espa�a, y tanto mejor para lo que voy a decir, pues cuantos menos errores haya cometido este Gobierno, tanto mejor se ver� el error que es.

Un Gobierno es, ante todo, la pol�tica que viene a presentar. En nuestro caso se trata de una pol�tica sencill�sima. Es un monomio. Se reduce a un tema. Cien veces lo ha repetido el se�or Berenguer. La pol�tica de este Gobierno consiste en cumplir la resoluci�n adoptada por la Corona de volver a la normalidad por los medios normales. Aunque la cosa es clara como ��buenos d�as!�, conviene que el lector se fije. El fin de la pol�tica es la normalidad. Sus medios son... los normales.

Yo no recuerdo haber o�do hablar nunca de una pol�tica m�s sencilla que �sta. Esta vez, el Poder p�blico, el R�gimen, se ha hartado de ser sencillo.

Bien. Pero �a qu� hechos, a qu� situaci�n de la vida p�blica responde el R�gimen con una pol�tica tan simple y unicelular? �Ah!, eso todos lo sabemos. La situaci�n hist�rica a que tal pol�tica responde era tambi�n muy sencilla. Era �sta: Espa�a, una naci�n de sobre veinte millones de habitantes, que ven�a ya de antiguo arrastrando una existencia pol�tica bastante poco normal, ha sufrido durante siete a�os un r�gimen de absoluta anormalidad en el Poder p�blico, el cual ha usado medios de tal modo anormales, que nadie, as�, de pronto, podr� recordar haber sido usados nunca ni dentro ni fuera de Espa�a, ni en este ni en cualquier otro siglo. Lo cual anda muy lejos de ser una frase. Desde mi rinc�n sigo estupefacto ante el hecho de que todav�a ning�n sabedor de historia jur�dica se haya ocupado en hacer notar a los espa�oles minuciosamente y con pruebas exuberantes esta estricta verdad: que no es imposible, pero s� sumamente dif�cil, hablando en serio y con todo rigor, encontrar un r�gimen de Poder p�blico como el que ha sido de hecho nuestra Dictadura en todo al �mbito de la historia, incluyendo los pueblos salvajes. S�lo el que tiene una idea completamente err�nea de lo que son los pueblos salvajes puede ignorar que la situaci�n de derecho p�blico en que hemos vivido es m�s salvaje todav�a, y no s�lo es anormal con respecto a Espa�a y al siglo XX, sino que posee el rango de una ins�lita anormalidad en la historia humana. Hay quien cree poder controvertir esto sin m�s que hacer constar el hecho de que la Dictadura no ha matado; pero eso, precisamente eso -creer que el derecho se reduce a no asesinar-, es una idea del derecho inferior a la que han solido tener los pueblos salvajes.

La Dictadura ha sido un poder omn�modo y sin l�mites, que no s�lo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma no ya establecida, pero ni aun conocida, sino que no se ha circunscrito a la �rbita de lo p�blico, antes bien ha penetrado en el orden privad�simo brutal y soezmente. Colmo de todo ello es que no se ha contentado con mandar a pleno y fren�tico arbitrio, �sino que a�n le ha sobrado holgura de Poder para insultar l�ricamente a personas y cosas colectivas e individuales. No hay punto de la vida espa�ola en que la Dictadura no haya puesto su innoble mano de say�n. Esa mano ha hecho saltar las puertas de las cajas de los Bancos, y esa misma mano, de paso, se ha entretenido en escribir todo g�nero de opiniones estult�simas, hasta sobre la literatura que los poetas espa�oles. Claro que esto �ltimo no es de importancia sustantiva, entre otras cosas porque a los poetas los tra�an sin cuidado las opiniones literarias de los dictadores y sus criados; pero lo cito precisamente como un colmo para que conste y recuerde y simbolice la abracadabrante y sin par situaci�n por que hemos pasado. Yo ahora no pretendo agitar la opini�n, sino, al contrario, definir y razonar, que es mi primario deber y oficio. Por eso eludo recordar aqu�, con sus espeluznantes pelos y se�ales, los actos m�s graves de la Dictadura. Quiero, muy deliberadamente, evitar lo pat�tico. Aspiro hoy a persuadir y no a conmover. Pero he tenido que evocar con un m�nimum de evidencia lo que la Dictadura fue. Hoy parece un cuento. Yo necesitaba recordar que no es un cuento, sino que fue un hecho.

Y que a ese hecho responde el R�gimen con el Gobierno Berenguer, cuya pol�tica significa: volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios m�s normales, hagamos �como si� aqu� no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal.

Eso, eso es todo lo que el R�gimen puede ofrecer, en este momento tan dif�cil para Europa entera, a los veinte millones de hombres ya maltra�dos de antiguo, despu�s de haberlos vejado, pisoteado, envilecido y esquilmado durante siete a�os. Y, no obstante, pretende, imp�vido, seguir al frente de los destinos hist�ricos de esos espa�oles y de esta Espa�a.

Pero no es eso lo peor. Lo peor son los motivos por los que cree poderse contentar con ofrecer tan insolente ficci�n.

El Estado tradicional, es decir, la Monarqu�a, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los espa�oles. Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los �vidos, que en pol�tica son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, p�blicas, presentan una epidermis c�rnea. Como mi �nica misi�n en esta vida es decir lo que creo verdad, -y, por supuesto, desdecirme tan pronto como alguien me demuestre que padec�a equivocaci�n-, no puedo ocultar que esas ideas sociol�gicas sobre el espa�ol tenidas por su Estado son, en dosis considerable, ciertas. Bien est�, pues, que la Monarqu�a piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello. Cuanta mayor verdad sean, raz�n de m�s para que la Monarqu�a, responsable ante el Alt�simo de nuestros �ltimos destinos hist�ricos, se hubiese extenuado, hora por hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad pol�tica persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensi�n lanuda. No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde Sagunto, la Monarqu�a no ha hecho m�s que especular sobre los vicios espa�oles, y su pol�tica ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado espa�ol se ha repetido m�s veces �sta: ��En Espa�a no pasa nada!� La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia espa�ola de los �ltimos sesenta a�os; pero nadie honradamente podr� negar que la frecuencia de esa frase es un hecho.

He aqu� los motivos por los cuales el R�gimen ha cre�do posible tambi�n en esta ocasi�n superlativa responder, no m�s que decretando esta ficci�n: Aqu� no ha pasado nada. Esta ficci�n es el Gobierno Berenguer.

Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se contaba con que pocos meses de gobierno emoliente bastar�an para hacer olvidar a la amnesia celt�bera de los siete a�os de Dictadura. Por otra parte, del anuncio de elecciones se esperaba mucho. Entre las ideas sociol�gicas, nada equivocadas, que sobre Espa�a posee el R�gimen actual, est� esa de que los espa�oles se compran con actas. Por eso ha usado siempre los comicios -funci�n suprema y como sacramental de la convivencia civil- con instintos simonianos. Desde que mi generaci�n asiste a la vida p�blica no ha visto en el Estado otro comportamiento que esa especulaci�n sobre los vicios nacionales. Ese comportamiento se llama en lat�n y en buen castellano: indecencia, indecoro. El Estado en vez de ser inexorable educador de nuestra raza desmoralizada, no ha hecho m�s que arrellanarse en la indecencia nacional.

Pero esta vez se ha equivocado. Este es el error Berenguer. Al cabo de diez meses, la opini�n p�blica est� menos resuelta que nunca a olvidar la �gran vilt`� que fue la Dictadura. El R�gimen sigue solitario, acordonado como leproso en lazareto. No hay un hombre h�bil que quiera acercarse a �l; actas, carteras, promesas -las cuentas de vidrio perpetuas-, no han servido esta vez de nada. Al contrario: esta �ltima ficci�n colma el vaso. La reacci�n indignada de Espa�a empieza ahora, precisamente ahora, y no hace diez meses. Espa�a se toma siempre tiempo, el suyo.

Y no vale oponer a lo dicho que el advenimiento de la Dictadura fue inevitable y, en consecuencia, irresponsable. No discutamos ahora las causas de la Dictadura. Ya hablaremos de ellas otro d�a, porque, en verdad, est� a�n hoy el asunto aproximadamente intacto. Para el razonamiento presentado antes la cuesti�n es indiferente. Supongamos un instante que el advenimiento de la dictadura fue inevitable. Pero esto, ni que decir tiene, no vela lo m�s m�nimo el hecho de que sus actos despu�s de advenir fueron una creciente y monumental injuria, un crimen de lesa patria, de lesa historia, de lesa dignidad p�blica y privada. Por tanto, si el R�gimen la acept� obligado, raz�n de m�s para que al terminar se hubiese dicho: Hemos padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constitu�a la uni�n civil de los espa�oles se ha roto. La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Estado espa�ol. �Espa�oles: reconstruid vuestro Estado!

Pero no ha hecho esto, que era lo congruente con la desastrosa situaci�n, sino todo lo contrario. Quiere una vez m�s salir del paso, como si los veinte millones de espa�oles estuvi�semos ah� para que �l saliese del paso. Busca a alguien que se encargue de la ficci�n, que realice la pol�tica del �aqu� no ha pasado nada�. Encuentra s�lo un general amnistiado.

Este es el error Berenguer de que la historia hablar�.

Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el R�gimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestros conciudadanos: �Espa�oles, vuestro Estado no existe! �Reconstruidlo!

Delenda est Monarchia.

horizontal rule

Impressum | Datenschutzerkl�rung und Cookies

Copyright � 1999-2018 Hispanoteca - Alle Rechte vorbehalten