Las defensas de la capital bizantina

Contantinopla: Muros largos y grandes cañones

Mapa Constantinopla

Mapa Constantinopla

Constantinopla. Grabado perteneciente a Civitates orbis terrarum, obra de Georg Braun y Frans Hogenberg publicada  en 1582, en Colonia.

Imagen: ALAMY / ACI

En la primavera de 1453, se pusieron a prueba los muros largos de Constantinopla que, desde los tiempos del emperador Teodosio II, en el lejano siglo V, habían defendido la ciudad de todos los ataques que sufrió en su dilatada historia. Su longitud total era de 20 kilómetros y rodeaban por todas partes la ciudad. El lado sur daba al mar de Mármara, y el norte, al estuario conocido como Cuerno de Oro, donde los barcos se sentían seguros gracias a una formidable cadena que bloqueaba su entrada.

A poniente se levantaban los muros terrestres, unas poderosas fortificaciones que conservaban el diseño original: un foso fácil de inundar a voluntad, así como un parapeto en primera línea y, en su interior, dos anillos sucesivos mucho más altos, llamados exterior e interior. Las piedras que los formaban se amontonaban unas sobre otras, unidas con mortero, y entre los sillares asomaban fragmentos de viejas columnas o de lápidas funerarias. Todo sirvió para ponerlos a punto ante los rumores de la llegada del sultán otomano Mehmet II con la intención de posicionar unas máquinas de guerra ante la ciudad. En la firmeza de los muros estaba la clave de la salvación del Imperio y, con él, de la civilización que se había ganado su razón de ser en la historia ante otros famosos muros, los de Troya.

Dormir tranquilos

Una vez terminadas las obras de mejora, el emperador Constantino XI Paleólogo abandonó su acostumbrada prudencia y anunció que la ciudad estaba en condiciones de defenderse del ataque otomano y sus habitantes podían dormir tranquilos. Pero esa seguridad en sí mismo no le impidió solicitar ayuda a grandes personajes de la Cristiandad latina, con importantes intereses en la ciudad. Por eso acudió el que sería el hombre más famoso del asedio: el genovés Giovanni Giustiniani, que trajo consigo todo lo que consideró necesario para la defensa desde la factoría genovesa en la isla Quíos. Nada más asomar sus galeras por el mar de Mármara derrotó a una flota turca que le había salido al paso. Un buen augurio.

De todo lo que trajo le faltaba algo muy importante, una estrategia para hacer frente a una novedad del arte del asedio que en esos precisos momentos estaba fabricando en la vecina ciudad de Adrianópolis un fundidor de origen húngaro llamado Urban: unos cañones de bronce que podían lanzar gigantescos obuses contra los muros, las horripilantes bombardas que el obispo Leonardo atisbó subido en lo más alto del muro de poniente. En una de las descargas, que el sultán veía desde su tienda de oro y pedrería, se derrumbó la puerta que defendía Giustiniani y con ella el propio defensor que, malherido, fue trasladado a una galera con la intención de llevarlo a Quíos, aunque murió en el trayecto.

Muchos griegos eligieron vivir a la sombra del sultán antes que bajo el manto protector de las codiciosas repúblicas marítimas italianas.

La suerte estaba echada. Pero entonces empezó esa parte de la historia que pocas veces se relata y que a menudo constituye el espejo de nuestras penas. Se fundaron alianzas defensivas de última hora, con vagas obligaciones y volubles lealtades. En sus días finales, la ciudad vivió intensas rivalidades políticas sobre el mejor modo de salir del inevitable desastre. No hubo heroísmo, sino supervivencia. El veneciano Nicolò Barbaro, que siguió de cerca los hechos, dejó anotado en su diario del asedio que muchos habitantes de Constantinopla asumieron el lema de un dignatario de la corte imperial, Lucas Notaras, cuando dijo «más vale ver reinar en Constantinopla el turbante de los turcos que la mitra de los latinos». Así, hombres como Barbaro entrenan a los lectores occidentales para que se acostumbren a pensar en el Imperio otomano como la fuerza emergente de la Edad Moderna, haciéndole ver que muchos griegos eligieron vivir a la sombra del sultán antes que bajo el manto protector de las codiciosas repúblicas marítimas italianas. Toda una lección de historia.

Este artículo pertenece al número 197 de la revista Historia National Geographic.

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