Los mejores cuentos latinoamericanos cortos | 51 relatos breves geniales

Cuentos cortos latinoamericanos

Latinoamérica nos dio durante el pasado siglo algunas de las voces más reputadas en el género del cuento. Hablamos de autores como Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Augusto Monterroso, Marco Denevi, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, José Luis González, José B. Adolph, Roberto Arlt … El listado de grandes cuentistas latinoamericanos sería interminable.

Pero no quiero darte un simple listado, sino ofrecerte una muestra de su impronta literaria, que tanto ha influido en escritores de todo el mundo. Para ello he seleccionado 51 cuentos latinoamericanos que considero representativos de una manera de escribir en corto (aunque algunos no son tan cortos).  

Las narraciones que puedes leer aquí cumplen tres requisitos: a) llevan la firma de autores latinoamericanos, b) son de gran calidad y c) son (relativamente) cortas.

Llevo más de veinte años leyendo cuentos de autores latinoamericanos. Esto me permite tener una opinión formada sobre los autores que recomiendo. No obstante, aviso: este es un listado personal pero no presidencialista. He atendido también las recomendaciones que los escritores suelen hacer de otros escritores. Por ejemplo, en la conferencia que dio el escritor Fernando Iwasaki titulada «El cuento latinoamericano y el canon accidental», recomendaba expresamente a estos autores: Juan José Arreola, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Julio Ramón Ribeiro, Augusto Monterroso, Adolfo Bioy Casares… Es obvio que los cuentistas recomendados por Fernando Iwasaki no podrían faltar en esta sección. Ni tampoco otros recomendados por otros escritores que cuentan con mi admiración.

Al final de la página están listados los cuentistas latinoamericanos que tienen una sección en Narrativa Breve, para que podáis seguir leyendo por autor.

Espero que estas propuestas literarias sean de vuestro agrado. Y si tenéis que hacer alguna recomendación, no dudéis en contactar conmigo.

No me extiendo más. ¡Es hora de leer grandes cuentos!


Francisco Rodríguez Criado, escritor, corrector de estilo, profesor de talleres literarios y creador del blog Narrativa Breve. Ha publicado novelas, libros de relatos, obras de teatro y ensayos novelados. Sus minificciones han sido incluidas en algunas de las mejores antologías de relatos y microrrelatos españolas: El cuarto género narrativo. Antología del microrrelato español (1906-2011). Ed. Irene Andrés-Suárez (Cátedra, Madrid, 2012),Velas al viento. Ed. Fernando Valls (Los cuadernos del vigía, Granada, 2010), La quinta dimensión (Universidad de Extremadura, Mérida, 2009), Soplando vidrio y otros estudios sobre el microrrelato español. Ed. Fernando Valls (Páginas de Espuma, Madrid, 2008), Histerias breves (El problema de Yorick, Albacete, 2006), Relatos relámpago (ERE, Mérida, 2006), etcétera. Es autor de El Diario Down, donde narra en primera persona sus experiencias como padre de un bebé con el Síndrome de Down. Los zapatos de Knut Hamsun (De la Luna Libros, 2018) y Hombres, hombrinos, macacos y macaquinos (2020) son sus últimos libros (ambos de relatos cortos).  


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LISTADO DE CUENTOS LATINOAMERICANOS

(Pulsa en el cuento que quieres leer e irás directamente al inicio)

Table of contents

Cuento de Mario Vargas Llosa: El abuelo

Cada vez que el viento desprendía una ramita o golpeaba los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, haciendo ruido, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado que era una enorme piedra y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña, encendida hacía rato, y bajo ellas sombras medio deformes que se deslizaban de un lado a otro con las cortinas, lentamente. El viejecito había sido corto de vista desde joven, y también algo sordo, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si la cena había comenzado, o si aquellas sombras movedizas las causaban los árboles más altos.

Regresó a su asiento y esperó. La noche anterior había llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos abundaban, y los esfuerzos desesperados de don Eulogio, que agitaba sus manos constantemente en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaído y se sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Tenía frío, le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente momento atrás, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, sorprendiéndolo de pronto en su escondrijo. “¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?”. Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los bloques de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta trasera esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, recordando haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía deslizarse hacia la calle sin ser visto.

“¿Si hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Solo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos golpeándole el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta aún, porque sus pasos lo habrían despertado, o el pequeño, habría distinguido a su abuelo, encogido y durmiendo, justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina.

Esta reflexión lo animó. El viento soplaba con menos violencia, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando entre los bolsillos de su saco, encontró pronto el cuerpo duro y cilíndrico del objeto que había comprado esa tarde en el almacén de la esquina. El viejecito sonrió regocijado en la penumbra, recordando el gesto de sorpresa de la vendedora. El había permanecido muy serio, taconeando con elegancia, agitando levemente y en círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba frente a sus ojos cirios y velas de sebo de diversos tamaños. “Esta”, dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla, pero don Eulogio se negó, abandonando la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club, encerrado en el pequeño salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de suave color escarlata, abrió el maletín que traía consigo, y extrajo el precioso paquete. La tenía envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.

A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer que circulara despacio por las afueras de la ciudad, corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y roja del cielo sería más sorprendente y bella en medio del campo. Mientras el automóvil corría con suavidad por el asfalto, sus ojitos vivaces, única señal ágil en su rostro fláccido, lleno de bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el borde del canal vecino a la carretera, cuando de pronto, casi por intuición, le pareció distinguir un extraño objeto.

“¡Deténgase!” -dijo, pero el chofer no le oyó-. “¡Deténgase! ¡Pare!”.

Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura forma impenetrable despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era un poco pequeña y se sintió inclinado a creer que era de un niño. Estaba sucia, polvorienta, y el cráneo pelado tenía una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior. Entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga lengueta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo…

Dos días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro permaneció en su habitación, paseando nerviosamente entre los muebles lujosos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza: se diría que examinaba con devoción profunda los complicados dibujos sangrientos y mágicos del círculo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al comienzo estuvo muy preocupado. Pensó que podían ocurrir imprevistas complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se apartó solo un momento de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época cercana aquella casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía y sin vida, sino habitada de animalitos pardos y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un débil y brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente recordaba haber soñado que una larga fila de grandes hormigas rojas invadía sorpresivamente el palomar, causando desasosiego entre los animalitos, mientras él, en su ventana, advertía la escena por un catalejo.

Había imaginado que la limpieza de la calavera sería un acto sencillo y rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había creído polvo y tal vez era excremento por su aliento picante, se mantenía soldado en las paredes internas y brillaba como metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que fuera visible que disminuía la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes de que esta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la limpieza sería posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo, arrancándole con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquel intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, luego acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies durante unos minutos, mientras él ni siquiera notaba que se humedecían sus dedos y el borde de sus puños. De pronto, puesto de pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, luciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la suave superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente. Cerró su maletín y salió precipitado del Club. El automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda de su casa. Había anochecido. En la fría penumbra de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviera clausurada. Enervado, calmo, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y que aquella cedía con un corto chirrido.

En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento fueron tan imprevistos que su corazón parecía una bomba de oxígeno golpeándole el pecho. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza y se resbaló de la piedra, cayendo de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en un sabor desagradable de tierra mojada en la boca, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio sepultado en las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo para elevar la mano que aprisionaba la calavera de modo que esta se mantuvo en el aire, a escasos centímetros del suelo siempre limpia.

La pérgola estaba a cincuenta metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del corredor, una forma clara y esbelta, y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más oscura y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angustiosamente, pero en vano de distinguir al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, purísima, que cruzaba el jardín como un animalillo. No esperó más: extrajo la vela de su saco, juntó a tientas ramas, terrones y piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre la piedra. Luego con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado para verlo mejor, comprobó de nuevo que la medida era justa: por el orificio del cráneo asomaba un puntito blanco como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y, aunque las palabras eran todavía incomprensibles, don Eulogio supo que se dirigía al niño. Hubo en ese momento como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los cortos gritos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo: lo interrumpió como una explosión este último. “Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy”. Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados, pero casi de inmediato dejó de oírlos.

¿Venía corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que le estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio solo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente la imagen que supuso cuando una llamarada sorpresiva creció entre sus manos con un brusco crujido, como de muchas ramas secas quebradas a la vez, y entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo, por los huesos de la nariz y de la boca. “Se ha prendido toda”, exclamó maravillado. Había quedado inmóvil, repitiendo como un disco: “fue el aceite, fue el aceite”, estupefacto y embrujado ante el espectáculo medio macabro, medio mágico de la calavera en llamas.

Justamente en ese instante escuchó el grito. Fue un grito salvaje, como un alarido de animal herido, que se cortó de golpe. El niño estaba delante de él, en el círculo iluminado por el fuego, con las manos retorcidas frente a su cuerpo y los dedos crispados. Lívido, estremecido de terror, tenía los ojos y la boca muy abiertos y estaba rígido y mudo y rígido, haciendo unos extraños ruidos con la garganta, como roncando. “Me ha visto, me ha visto”, se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquel rostro de huesos que llameaba. Sus ojos estaban inmovilizados, con un terror profundo y eterno retratado en ellos, fijamente prendidos al fuego y a aquella forma que se carbonizaba. Don Eulogio vio también que a pesar de tener los pies hundidos como garfios en la tierra, su cuerpo estaba sacudido por convulsiones violentas. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el espantoso aullido, la visión de esa figura de pantalón corto súbitamente poseída de espanto. Pensaba entusiasmado que los hechos habían sido incluso más perfectos que su plan, cuando sintió muy cerca voces y pasos que avanzaban y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía en su carrera a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer, salvaje también pero menos puro que el de su nieto. No se detuvo ni volvió la cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta sonriendo satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.


Cuento largo de Felisberto Hernández: El acomodador

Uruguay (1902–1964)

Apenas había dejado la adolescencia me fui a vivir a una ciudad grande. Su centro –donde todo el mundo se movía apurado entre casas muy altas– quedaba cerca de un río.

Yo era acomodador de un teatro; pero fuera de allí lo mismo corría de un lado para otro; parecía un ratón debajo de muebles viejos. Iba a mis lugares preferidos como si entrara en agujeros próximos y encontrara conexiones inesperadas. Además, me daba placer imaginar todo lo que no conocía de aquella ciudad.

Mi turno en el teatro era el último de la tarde. Yo corría a mi camarín, lustraba mis botones dorados y calzaba mi frac verde sobre chaleco y pantalones grises, en seguida me colocaba en el pasillo izquierdo de la platea y alcanzaba a los caballeros tomándoles el número; pero eran las damas las que primero seguían mis pasos cuando yo los apagaba en la alfombra roja. Al detenerme extendía la mano y hacía un saludo en paso de minué. Siempre esperaba una propina sorprendente, y sabía inclinar la cabeza con respeto y desprecio: No importaba que ellos no sospecharan todo lo superior que era yo. Ahora yo me sentía como un solterón de flor en el ojal que estuviera de vuelta de muchas cosas; y era feliz viendo damas en trajes diversos; y confusiones en el instante de encenderse el escenario y quedar en la penumbra la platea. Después yo corría a contar las propinas, y por último salía a registrar la ciudad.

Cuando volvía cansado a mi pieza y mientras subía las escaleras y cruzaba los corredores, esperaba ver algo más a través de puertas entreabiertas. Apenas encendía la luz, se coloreaban de golpe las flores del empapelado: eran rojas y azules sobre fondo negro. Habían ajado la lámpara con un cordón que salía del centro del techo y llegaba casi hasta los pies de mi cama. Yo hacía una pantalla de diario y me acostaba con la cabeza hacia los pies; de esa manera podía leer disminuyendo la luz y apagando un poco las flores. Junto a la cabecera de la cama había una mesa con botellas y objetos que yo miraba horas enteras. Después apagaba la luz y seguía despierto hasta que oía entrar por la ventana ruidos de huesos serruchados, partidos con el hacha, y la tos del carnicero.

Dos veces por semana un amigo me llevaba a un comedor gratuito. Primero se entraba a un hall casi tan grande como el de un teatro, y después se pasaba al lujoso silencio del comedor. Pertenecía a un hombre que ofrecería aquellas cenas hasta el fin de sus días. Era una promesa hecha por haberse salvado su hija de las aguas del río. Los comensales eran extranjeros abrumados de recuerdos. Cada uno tenía derecho a llevar a un amigo dos veces por semana; y el dueño de casa comía en esa mesa una vez por mes. Llegaba como un director de orquesta después que los músicos estaban prontos. Pero lo único que él dirigía era el silencio. A las ocho, la gran portada blanca del fondo abría una hoja y aparecía el vacío en penumbra de una habitación contigua; y de esa oscuridad salía el frac negro de una figura alta con la cabeza inclinada hacia la derecha. Venía levantando una mano para indicarnos que no debíamos pararnos; todas las caras se dirigían hacia él; pero no los ojos; ellos pertenecían a los pensamientos que en aquel instante habitaban las cabezas. El director hacía un saludo al sentarse, todos dirigían la cabeza hacia los platos y pulsaban sus instrumentos. Entonces cada profesor de silencio tocaba para sí. Al principio se oían picotear los cubiertos; pero a los pocos instantes aquel ruido volaba y quedaba olvidado. Yo empezaba, simplemente, a comer. Mi amigo era como ellos y aprovechaba aquellos momentos para recordar su país. De pronto yo me sentía reducido al círculo del plato y me parecía que no tenía pensamientos propios. Los demás eran como dormidos que comieran al mismo tiempo y fueran vigilados por los servidores. Sabíamos que terminábamos un plato porque en ese instante lo escamoteaban; y pronto nos alegraba el siguiente. A veces teníamos que dividir la sorpresa y atender al cuello de una botella que venía arropada en una servilleta blanca. Otras veces nos sorprendía la mancha oscura del vino que parecía agrandarse en el aire mientras la sostenía el cristal de la copa.

A las pocas reuniones en el comedor gratuito, yo ya me había acostumbrado a los objetos de la mesa y podía tocar los instrumentos para mí solo. Pero no podía dejar de preocuparme por el alojamiento de los invitados. Cuando el “director” apareció en el segundo mes, yo no pensaba que aquel hombre nos obsequiaba por haberse salvado su hija, yo insistía en suponer que la hija se había ahogado. Mi pensamiento cruzaba con pasos inmensos y vagos las pocas manzanas que nos separaban del río; entonces yo me imaginaba a la hija, a poco centímetros de la superficie del agua; allí recibía la luz de una luna amarillenta; pero al mismo tiempo resplandecía de blanco, su lujoso vestido y la piel de sus brazos y su cara. Tal vez aquel privilegio se debiera a las riquezas del padre y a sacrificios ignorados. A los que comían frente a mí y de espaldas al río, también los imaginaba ahogados: se inclinaban sobre los platos como si quisieran subir desde el centro del río y salir del agua; los que comíamos frente a ellos, les hacíamos una cortesía, pero no les alcanzábamos la mano.

Una vez en aquel comedor oí unas palabras. Un comensal muy gordo había dicho: “Me voy a morir”. En seguida cayó con la cabeza en la sopa, como si la quisiera tomar sin cuchara; los demás habían dado vuelta sus cabezas para mirar la que estaba servida en el plato, y todos los cubiertos habían dejado de latir. Después se había oído arrastrar las patas de las sillas, los sirvientes llevaron al muerto al cuarto de los sombreros e hicieron sonar el teléfono para llamar al médico. Y antes que el cadáver se enfriara ya todos habían vuelto a sus platos y se oían picotear los cubiertos.

Al poco tiempo yo empecé a disminuir las corridas por el teatro y a enfermarme de silencio. Me hundía en mí mismo como en un pantano. Mis compañeros de trabajo tropezaban conmigo, y yo empecé a ser un estorbo errante. Lo único que hacía bien era lustrar los botones de mi frac. Una vez un compañero me dijo: “¡Apúrate, hipopótamo!” Aquella palabra cayó en mi pantano, se me quedó pegada y empezó a hundirse. Después me dijeron otras cosas. Y cuando ya me habían llenado la memoria de palabras como cacharros sucios, evitaban tropezar conmigo y daban vuelta por otro lado para esquivar mi pantano.

Algún tiempo después me echaron del empleo y mi amigo extranjero me consiguió otro en un teatro inferior. Allí iban mujeres mal vestidas y hombres que daban poca propina. Sin embargo, yo traté de conservar mi puesto.

Pero en uno de aquellos días más desgraciados apareció ante mis ojos algo que me compensó de mis males. Había estado insinuándose poco a poco. Una noche me desperté en el silencio oscuro de mi pieza y vi, en la pared empapelada de flores violetas, una luz. Desde el primer instante tuve la idea de que me ocurría algo extraordinario, y no me asusté. Moví los ojos hacia un lado y la mancha de luz siguió el mismo movimiento. Era una mancha parecida a la que se ve en la oscuridad cuando recién se apaga la lamparilla; pero esta otra se mantenía bastante tiempo y era posible ver a través de ella. Bajé los ojos hasta la mesa y vi las botellas y los objetos míos. No me quedaba la menor duda; aquella luz salía de mis propios ojos, y se había estado desarrollando desde hacía mucho tiempo. Pasé el dorso de mi mano por delante de mi cara y vi mis dedos abiertos. Al poco rato sentí cansancio; la luz disminuía y yo cerré los ojos. Después los volví a abrir para comprobar si aquello era cierto. Miré la bombita de luz eléctrica y vi que ella brillaba con luz mía. Me volví a convencer y tuve una sonrisa. ¿Quién, en el mundo, veía con sus propios ojos en la oscuridad?

Cada noche yo tenía más luz. De día había llenado la pared de clavos; y en la noche colgaba objetos de vidrio o porcelana: eran los que se veían mejor. En un pequeño ropero -donde estaban grabadas mis iniciales, pero no las había grabado yo-, guardaba copas atadas del pie con un hilo, botellas con el hilo al cuello; platitos atados en el calado del borde; tacitas con letras doradas, etc. Una noche me atacó un terror que casi me lleva a la locura. Me había levantado para ver si me quedaba algo más en el ropero; no había encendido la luz eléctrica y vi mi cara y mis ojos en el espejo, con mi propia luz. Me desvanecí. Y cuando me desperté tenía la cabeza debajo de la cama y veía los fierros como si estuviera debajo de un puente. Me juré no mirar nunca más aquella cara mía y aquellos ojos de un puente. Eran de un color amarillo verdoso que brillaba como el triunfo de una enfermedad desconocida; los ojos eran grandes redondeles, y la cara estaba dividida en pedazos que nadie podría juntar ni comprender.

Me quedé despierto hasta que subió el ruido de los huesos serruchados y cortados con el hacha.

Al otro día recordé que hacía pocas noches iba subiendo el pasillo de la platea en penumbra y una mujer me había mirado los ojos con las cejas fruncidas. Otra noche mi amigo extranjero me había hecho burla diciéndome que mis ojos brillaban como los de los gatos. Yo trataba de mirarme la cara en las vidrieras apagadas, y prefería no ver los objetos que había tras los vidrios. Después de haber pensado mucho en los modos de utilizar la luz, siempre había llegado a la conclusión de que debía utilizarla cuando estuviera solo.

En una de las cenas y antes que apareciera el dueño de casa en la portada blanca, vi la penumbra de la puerta entreabierta y sentí deseos de meter los ojos allí. Entonces empecé a planear la manera de entrar en aquella habitación, pues ya había entrevisto en ella vitrinas cargadas de objetos y había sentido aumentar la luz de mis ojos.

El hall del gran comedor daba a una calle; pero la casa cruzaba toda la manzana y tenía la entrada principal por otra calle; yo ya me había paseado muchas veces por la calle del hall y había visto varias veces al mayordomo; era el único que andaba por allí a esas horas. Cuando caminaba de frente con las piernas y los brazos torcidos hacia afuera, parecía un orangután; pero al verlo de costado, con la cola del frac muy dura, parecía un bicharraco. Una tarde, antes de cenar, me atreví a hablarle. Él me miraba escondiendo los ojos detrás de cejas espesas, mientras yo le decía:

-Me gustaría hablarle de un asunto particular; pero tengo que pedirle reserva.

-Usted dirá, señor.

-Yo… -ahora él miraba el piso y esperaba- tengo en los ojos una luz que me permite ver en la oscuridad…

-Comprendo, señor.

-¡Comprende, no! -le contesté irritado-. Usted no puede haber conocido a nadie que viera en la oscuridad.

-Dije que comprendía sus palabras, señor; pero ya lo creo que ellas me asombran.

-Escuche. Si nosotros entramos a esa habitación -la de los sombreros- y cerramos la puerta, usted puede poner encima de la mesa cualquier objeto que tenga en el bolsillo y yo le diré qué es.

-Pero, señor -decía él-, si en ese momento viniera…

-Si es el dueño de la casa, yo le doy autorización para que se lo diga. Hágame el favor; es un momentito nada más.

-¿Y para qué?

-Ya se lo explicaré. Ponga cualquier cosa en la mesa apenas yo cierre la puerta; y en seguida le diré…

-Lo más pronto que pueda, señor…

Pasó ligero, se acercó a la mesa, yo cerré la puerta y al instante le dije:

-¡Usted ha puesto la mano abierta y nada más!

-Bueno, me basta, señor.

-Pero ponga algo que tenga en el bolsillo…

Puso el pañuelo; y yo, riéndome, le dije:

-¡Qué pañuelo sucio!

Él también se rió; pero de pronto le salió un graznido ronco y enderezó hacia la puerta. Cuando la abrió tenía la mano en los ojos y temblaba. Entonces me di cuenta que me había visto la cara; y eso yo no lo había previsto. Él me decía, suplicante:

-¡Váyase, señor! ¡Váyase, señor!

Y empezó a cruzar el comedor. Estaba ya iluminado pero vacío.

En la próxima vez que el dueño de casa comió con nosotros, yo le pedí a mi amigo que me permitiera sentarme cerca de la cabecera -donde se ubicaba el dueño-. El mayordomo tendría que servir allí, y no podría esquivarme. Cuando traía el primer plato sintió sobre él mis ojos y le empezaron a temblar las manos. Mientras el ruido de los cubiertos entretenía el silencio, yo acosaba al mayordomo. Después lo volví a ver en el hall. Él me decía:

-¡Señor, usted me va a perder!

-Si no me escucha, ya lo creo que lo perderé.

-¿Pero qué quiere el señor de mí?

-Que me permita ver, simplemente ver, puesto que usted me revisará a la salida, las vitrinas de la habitación contigua al comedor.

Empezó a hacer señas con las manos y la cabeza antes de poder articular ninguna palabra. Y cuando pudo, dijo:

-Yo vine a esta casa, señor, hace muchos años…

A mí me daba pena; y fastidio de tener pena. Mi lujuria de ver me lo hacía considerar como un obstáculo complicado. Él me hacía la historia de su vida y me explicaba por qué no podía traicionar al dueño de casa. Entonces lo interrumpí intimidándolo:

-Todo eso es inútil, puesto que él no se enterará; además, usted se portaría mucho peor si yo le revolviera la cabeza por dentro. Esta noche vendré a las dos, y estaré en aquella habitación hasta la tres.

-Señor, revuélvame la cabeza y máteme.

-No; te ocurrirían cosas mucho más horribles que la muerte.

Y en el instante de irme le repetía:

-Esta noche, a las dos, estaré en esta puerta.

Al salir de allí necesité pensar algo que me justificara. Entonces me dije: “Cuando él vea que no ocurre nada no sufrirá más”. Yo quería ir esa noche porque me tocaba cenar allí; y aquellas comidas con sus vinos me excitaban mucho y me aumentaban la luz.

Durante esa cena el mayordomo no estuvo tan nervioso como yo esperaba, y pensé que no me abriría la puerta. Pero fui a las dos, y me abrió. Entonces, mientras cruzaba el comedor detrás de él y de su candelabro, se me ocurrió la idea de que él no habría resistido la tortura de la amenaza, le habría contado todo al dueño y me tendrían preparada una trampa. Apenas entramos en la habitación de las vitrinas lo miré: tenía los ojos bajos y la cara inexpresiva; entonces le dije:

-Tráigame un colchón. Veo mejor desde el piso, y quiero tener el cuerpo cómodo.

Vaciló haciendo movimientos con el candelabro y se fue. Cuando me quedé solo y empecé a mirar creí estar en el centro de una constelación. Después pensé que me atraparían. El mayordomo tardaba. Para prenderme a mí no hubiera necesitado mucho tiempo. Apareció arrastrando un colchón con una mano porque en la otra traía el candelabro. Y con voz que sonó demasiado entre aquellas vitrinas, dijo:

-Volveré a las tres.

Al principio yo tenía miedo de verme reflejado en los grandes espejos o en los cristales de las vitrinas. Pero tirado en el suelo no me alcanzaría ninguno de ellos. ¿Por qué el mayordomo estaría tan tranquilo? Mi luz anduvo vagando por aquel universo; pero yo no podía alegrarme. Después de tanta audacia para llegar hasta allí, me faltaba coraje para estar tranquilo. Yo podía mirar una cosa y hacerla mía teniéndola en mi luz un buen rato; pero era necesario estar despreocupado y saber que tenía derecho a mirarla. Me decidí a observar un pequeño rincón que tenía cerca de los ojos. Había un libro de misa con tapas de carey veteado como el azúcar quemada; pero en una de las esquinas tenía un calado sobre el que descansaba una flor aplastada. Al lado de él, enroscado como un reptil, yacía un rosario de piedras preciosas. Esos objetos estaban al pie de abanicos que parecían bailarinas abriendo sus anchas polleras; mi luz perdió un poco de estabilidad al pasar sobre algunos que tenían lentejuelas; y por fin se detuvo en otro que tenía un chino con cara de nácar y traje de seda. Sólo aquel chino podía estar aislado en aquella inmensidad; tenía una manera de estar fijo que hacía pensar en el misterio de la estupidez. Sin embargo, él fue lo único que yo pude hacer mío aquella noche. Al salir quise darle una propina al mayordomo. Pero él la rechazó diciendo:

-Yo no hago esto por interés, señor; lo hago obligado por usted.

En la segunda sesión miré miniaturas de jaspe; pero al pasar mi luz por encima de un pequeño puente sobre el que cruzaban elefantes me di cuenta de que en aquella habitación había otra luz que no era la mía. Di vuelta los ojos antes que la cabeza y vi avanzar una mujer blanca con un candelabro. Venía desde el principio de la ancha avenida bordeada de vitrinas. Me empezaron espasmos en la sien que en seguida corrieron como ríos dormidos a través de las mejillas; después los espasmos me envolvieron el pelo con vueltas de turbante. Por último, aquello descendió por las piernas y se anuló en las rodillas. La mujer venía con la cabeza fija y el paso lento. Yo esperaba que su envoltura de luz llegara hasta el colchón y ella soltara un grito. Se detenía unos instantes; y al renovar los pasos yo pensaba que tenía tiempo de escapar; pero no me podía mover. A pesar de las pequeñas sombras en la cara se veía que aquella mujer era bellísima: parecía haber sido hecha con las manos y después de haberla bosquejado en un papel. Se acercaba demasiado, pero yo pensaba quedarme quieto hasta el fin del mundo. Se paró a un costado del colchón. Después empezó a caminar pisando con un pie en el piso y otro en el colchón. Yo estaba como un muñeco extendido en un escaparate mientras ella pisaba con un pie en el cordón de la vereda y el otro en la calle. Después permanecí inmóvil, a pesar de que la luz de ella se movía de una manera extraña. Cuando la vi pasar de vuelta ella hacía un camino en forma de eses por entre el espacio de una vitrina a la otra, y la cola del peinador se iba enredando suavemente en las patas de las vitrinas. Tuve la sensación de haber dormido un poco antes que ella hubiera llegado a la puerta del fondo. La había dejado abierta al venir y también la dejó al irse. Todavía no había desaparecido del todo la luz de ella, cuando descubrí que había otras detrás de mí. Ahora me pude levantar. Tomé el colchón por una punta y salí para encontrarme con el mayordomo. Le temblaba todo el cuerpo y el candelabro. No podía entender lo que me decía porque le castañeteaban los dientes postizos.

Ya sabía que en la próxima sesión ella aparecería de nuevo; no podía concentrarme para mirar nada, y no hacía otra cosa que esperarla. Apareció y me sentí más tranquilo. Todos los hechos eran iguales a la primera vez; el hueco de los ojos conservaba la misma fijeza; pero no sé dónde estaba lo que cada noche tenía de diferente. Al mismo tiempo yo ya sentía costumbre y ternura. Cuando ella venía cerca del colchón tuve una rápida inquietud: me di cuenta que no pasaría por la orilla sino que cruzaría por encima de mí. Volví a sentir terror y a creer que ella gritaría. Se detuvo cerca de mis pies. Después dio un paso sobre el colchón; otro encima de mis rodillas -que temblaron, se abrieron e hicieron resbalar el pie de ella-; otro paso del otro pie en el colchón; otro paso en la boca de mi estómago; otro más en el colchón y otro de manera que su pie descalzo se apoyó en mi garganta. Y después perdí el sentido de lo que ocurría de la más delicada manera: pasó por mi cara toda la cola de su peinador perfumado.

Cada noche los hechos eran más parecidos; pero yo tenía sentimientos distintos. Después todos se fundían y las noches parecían pocas. La cola del peinador borraba memorias sucias y yo volvía a cruzar espacios de un aire tan delicado como el que hubieran podido mover las sábanas de la infancia. A veces ella interrumpía un instante el roce de la cola sobre mi cara; entonces yo sentía la angustia de que me cortaran la comunicación y la amenaza de un presente desconocido. Pero cuando el roce continuaba y el abismo quedaba salvado, yo pensaba en una broma de la ternura y bebía con fruición todo el resto de la cola.

A veces, el mayordomo me decía:

-¡Ah, señor! ¡Cuánto tarda en descubrirse todo esto!

Pero yo iba a mi pieza, cepillaba lentamente mi traje negro en el lugar de las rodillas y el estómago, y después me acostaba para pensar en ella. Había olvidado mi propia luz: la hubiera dado para recordar con más precisión cómo la envolvía a ella la luz de su candelabro. Repasaba sus pasos y me imaginaba que una noche ella se detendría cerca de mí y se hincaría; entonces, en vez del peinador, yo sentiría sus cabellos y sus labios. Todo esto lo componía de muchas maneras; y a veces le ponía palabras: “Querido mío, yo te mentía…” Pero esas palabras no me parecían de ella y tenía que empezar a suponer todo de nuevo. Esos ensayos no me dejaban dormir; y hasta penetraban un poco en los sueños. Una vez soñé que ella cruzaba una gran iglesia. Había resplandores de luces de velas sobre colores rojos y dorados. Lo más iluminado era el vestido blanco de novia con una larga cola que ella llevaba lentamente. Se iba a casar; pero caminaba sola y con una mano se tomaba la otra. Yo era un perro lanudo de un color negro muy brillante y estaba echado encima de la cola de la novia. Ella me arrastraba con orgullo y yo parecía dormido. Al mismo tiempo yo me sentía ir entre un montón de gente que seguía a la novia y al perro. En esa otra manera mía, yo tenía sentimientos e ideas parecidos a los de mi madre y trataba de acercarme todo lo posible al perro. Él iba tan tranquilo como si se hubiera dormido en una playa y de cuando en cuando abriera los ojos y se viera rodeado de espuma. Yo le había transmitido al perro una idea, y él la había recibido con una sonrisa. Era ésta: “Tú te dejas llevar, pero tú piensas en otra cosa”.

Después, en la madrugada, oía serruchar la carne y golpear con el hacha.

Una noche en que había recibido pocas propinas, salí del teatro y bajé hasta la calle más próxima al río. Mis piernas estaban cansadas; pero mis ojos tenían gran necesidad de ver. Al pararme en una casucha de libros viejos vi pasar una pareja de extranjeros; él iba vestido de negro y con una gorra de apache; ella llevaba en la cabeza una mantilla española y hablaba en alemán. Yo caminaba en la dirección de ellos, pero ellos iban apurados y me habían sacado ventaja. Sin embargo, al llegar a la esquina tropezaron con un niño que vendía caramelos y le desparramaron los paquetes. Ella se reía, le ayudaba a juntar la mercancía y al fin le dio unas monedas. Y fue al volverse a mirar por última vez al vendedor, cuando reconocí a mi sonámbula y me sentí caer en un pozo de aire. Seguí a la pareja ansiosamente: yo también tropecé con una gorda que me dijo:

Mirá por donde vas, imbécil.

Yo casi corría y estaba a punto de sollozar. Ellos llegaron a un cine barato, y cuando él fue a sacar las entradas ella dio vuelta la cabeza. Me miró con cierta inasistencia porque vio mi ansiedad, pero no me conoció. Yo no tenía la menor duda. Al entrar me senté algunas filas delante de ellos, y en una de las veces que me di vuelta para mirarla, ella debe haber visto mis ojos en la oscuridad, pues empezó a hablarle a él con alguna agitación. Al rato yo me di vuelta otra vez; ellos hablaron de nuevo, pero pocas palabras y en voz alta. E inmediatamente abandonaron la sala. Yo también. Corría detrás de ella sin saber lo que iba a hacer. Ella no me reconocía; y además se me escapaba con otro. Yo nunca había tenido tanta excitación y, aunque sospechaba que no iría a buen fin, no podía detenerme. Estaba seguro de que en todo aquello había confusión de destinos; pero el hombre que iba apretado al brazo de ella se había hundido la gorra hasta las orejas y caminaba cada vez más ligero. Los tres nos precipitábamos como en un peligro de incendio; yo ya iba cerca de ellos, y esperaba quién sabe qué desenlace. Ellos bajaron la vereda y empezaron a cruzar la calle corriendo; yo iba a hacer lo mismo, y en ese instante me detuvo otro hombre de gorra; estaba sentado en un auto, había descargado un cornetazo y me estaba insultando. Apenas desapareció el auto yo vi a la pareja acercarse a un policía. Con el mismo ritmo con que caminaba tras ellos me decidí a ir para otro lado. A los pocos metros me di vuelta, pero no vi a nadie que me siguiera. Entonces empecé a disminuir la velocidad y a reconocer el mundo de todos los días. Había que andar despacio y pensar mucho. Me di cuenta que iba a tener una gran angustia y entré en una taberna que tenía poca luz y poca gente; pedí vino y empecé a gastar de las propinas que reservaba para pagar la pieza. La luz salía hacia la calle por entre las rejas de una ventana abierta; y se le veían brillar las hojas a un árbol que estaba parado en el cordón de la vereda. A mí me costaba decidirme a pensar en lo que me pasaba. El piso era de tablas viejas con agujeros. Yo pensaba que el mundo en que ella y yo nos habíamos encontrado era inviolable; ella no lo podría abandonar después de haberme pasado tantas veces la cola del peinador por la cara; aquello era un ritual en que se anunciaba el cumplimiento de un mandato. Yo tendría que hacer algo. O esperar tal vez algún aviso que ella me diera en una de aquellas noches. Sin embargo, ella no parecía saber el peligro que corría en sus noches despiertas, cuando violaba lo que le indicaban los pasos del sueño. Yo me sentía orgulloso de ser un acomodador, de estar en la más pobre taberna y de saber, yo solo -ni siquiera ella lo sabía-, que con mi luz había penetrado en un mundo cerrado para todos los demás. Cuando salí de la taberna vi un hombre que llevaba gorra. Después vi otros. Entonces tuve una idea de los hombres de gorra: eran seres que andaban por todas partes, pero que no tenían nada que ver conmigo. Subí a un tranvía pensando que cuando fuera a la sala de las vitrinas llevaría escondida una gorra y de pronto se la mostraría. Un hombre gordo descargó su cuerpo, al sentarse a mi lado, y yo ya no pude pensar más nada.

A la próxima reunión yo llevé la gorra, pero no sabía si la utilizaría. Sin embargo, apenas ella apareció en el fondo de la sala yo saqué la gorra y empecé a hacer señales como un farol negro. De pronto la mujer se detuvo y yo, instintivamente, guardé la gorra; pero cuando ella empezó a caminar volví a sacarla y a hacer señales. Cuando ella se paró cerca del colchón tuve miedo y le tiré con la gorra: primero le pegó en el pecho y después cayó a sus pies. Todavía pasaron unos instantes antes de que ella soltara un grito. Se le cayó el candelabro haciendo ruido y apagándose. En seguida oí caer el bulto blando de su cuerpo seguido de un golpe más duro que sería la cabeza. Yo me paré y abrí los brazos como para tantear una vitrina; pero en ese instante me encontré con mi propia luz que empezaba a crecer sobre el cuerpo de ella. Había caído como si en seguida fuera a tener un sueño dichoso; los brazos le habían quedado entreabiertos, la cabeza echada hacia un lado y la cara pudorosamente escondida bajo las ondas del pelo. Yo recorría su cuerpo con mi luz como un bandido que la registrara con una linterna; y cerca de los pies me sorprendí al encontrar un gran sello negro, en el que pronto reconocí mi gorra. Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba algo de ella. Yo miraba complacido la gorra y pensaba que era mía y no de ningún otro; pero de pronto mis ojos empezaron a ver en los pies de ella un color amarillo verdoso parecido al de mi cara aquella noche que la vi en el espejo de mi ropero. Aquel color se hacía brillante en algunos lados del pie y se oscurecía en otros. Al instante aparecieron pedacitos blancos que me hicieron pensar en los huesos de los dedos. Ya el horror giraba en mi cabeza como un humo sin salida. Empecé de nuevo a hacer el recorrido de aquel cuerpo; ya no era el mismo, y yo no reconocía su forma; a la altura del vientre encontré, perdida, una de sus manos, y no veía de ella nada más que los huesos. No quería mirar más y hacía un gran esfuerzo para bajar los párpados. Pero mis ojos, como dos gusanos que se movieran por su cuenta dentro de mis órbitas, siguieron revolviéndose hasta que la luz que proyectaban llegó hasta la cabeza de ella. Carecía por completo de pelo, y los huesos de la cara tenían un brillo espectral como el de un astro visto con un telescopio. Y de pronto oí al mayordomo: caminaba fuerte, encendía todas las luces y hablaba enloquecido. Ella volvió a recobrar sus formas; pero yo no la quería mirar. Por una puerta que yo no había visto entró el dueño de casa y fue corriendo a levantar a la hija. Salía con ella en brazos cuando apareció otra mujer; todos se iban, y el mayordomo no dejaba de gritar:

-Él tuvo la culpa; tiene una luz del infierno en los ojos. Yo no quería y él me obligó…

Apenas me quedé sólo pensé que me ocurría algo muy grave. Podría haberme ido; pero me quedé hasta que entró de nuevo el dueño. Detrás venía el mayordomo y dijo:

-¡Todavía está aquí!

Yo iba a contestarle. Tardé en encontrar la respuesta; sería más o menos ésta: “No soy persona de irme así de una casa. Además tengo que dar una explicación”. Pero también me vino la idea de que sería más digno no contestar al mayordomo. El dueño ya había llegado hasta mí. Se arreglaba el pelo con los dedos y parecía muy preocupado. Levantó la cabeza con orgullo y, con el ceño fruncido y los ojos empequeñecidos, me preguntó:

-¿Mi hija lo invitó a venir a este lugar?

Su voz parecía venir de un doble fondo que él tuviera en su persona. Yo me quedé tan desconcertado que no pude decir más que:

-No, señor. Yo venía a ver estos objetos… y ella me caminaba por encima…

El dueño iba a hablar, pero se quedó con la boca entreabierta. Volvió a pasarse los dedos por el pelo y parecía pensar: “No esperaba esta complicación”.

El mayordomo empezó a explicarle otra vez la luz del infierno y todo lo demás. Yo sentía que toda mi vida era una cosa que los demás no comprenderían. Quise reconquistar el orgullo y dije:

-Señor, usted no podrá entender nunca. Si le es más cómodo, envíeme a la comisaría.

Él también recobró su orgullo:

-No llamaré a la policía porque usted ha sido mi invitado; pero ha abusado de mi confianza, y espero que su dignidad le aconsejará lo que debe hacer.

Entonces yo empecé a pensar un insulto. Lo primero que me vino a la cabeza fue decirle “mugriento”. Pero en seguida quise pensar en otro. Y fue en esos instantes cuando se abrió, sola, una vitrina, y cayó al suelo una mandolina. Todos escuchamos atentamente el sonido de la caja armónica y las cuerdas. Después el dueño se dio vuelta y se iba para adentro en el momento que el mayordomo fue a recoger la mandolina; le costó decidirse a tomarla, como si desconfiara de algún embrujo; pero la pobre mandolina parecía, más bien, un ave disecada. Yo también me di vuelta y empecé a cruzar el comedor haciendo sonar mis pasos; era como si anduviera dentro de un instrumento.

En los días que siguieron tuve mucha depresión y me volvieron a echar del empleo. Una noche intenté colgar mis objetos de vidrio en la pared; pero me parecieron ridículos. Además fui perdiendo la luz: apenas veía el dorso de mi mano cuando la pasaba por delante de los ojos.


Cuento breve de Leopoldo Lugones: El espíritu nuevo

Argentina (1874–1938)

En un barrio mal afamado de Jafa, cierto discípulo anónimo de Jesús disputaba con las cortesanas.

–La Magdalena se ha enamorado del rabí –dijo una.

–Su amor es divino –replicó el hombre.

–¿Divino?… ¿Me negarás que adora sus cabellos blondos, sus ojos profundos, su sangre real, su saber misterioso, su dominio sobre las gentes; su belleza, en fin?

–No cabe duda; pero lo ama sin esperanza, y por esto es divino su amor.


Cuento de Juan Sasturain: Subjuntivo

(Argentina, 1945)

Supongamos que te despiertes un día desnudo en la cama de un cuarto vacío e impecable, que tu única certeza sea un vago dolor por todo el cuerpo y que sientas que es sólo el residuo de un gran dolor anterior, ya en retirada; que mires alrededor y no reconozcas el lugar ni tu propio rostro en el espejo te diga nada; que disfrutes de la visión del parque en la ventana, que sepas el nombre de las cosas pero no el tuyo. Que apenas el idioma en que esté escrito el diario abandonado junto a tu cabecera te resulte comprensible, pero no los personajes de los que hable, ni la ciudad ni la fecha al pie de un título inexpresivo.

Que en cierto momento alguien entre al cuarto y sepas quedarte sin preguntar pero además compruebes, con alivio inexplicable, que tampoco te pregunten; que en horas y en días sucesivos personas formales e impenetrables se ocupen de alimentarte, vestirte, mostrarte una ciudad que te resulte vagamente familiar, como conocida en un sueño; que todo transcurra de un modo natural, que nadie te ordené nada pero que sepas, simplemente, qué ha de suceder cada día.

Que una noche te despierte el rumor del roce de las sábanas a tu lado y sientas deslizarse un cuerpo desnudo y cálido; que la mujer o el cuerpo que la represente sea joven y saludable, distante pese a la evidencia de su entrega; que su piel tenga el sabor y los detalles de lo conocido; que no sepa su nombre; que cuando respires junto a su boca sientas el aire usado, la devolución de un aliento vivido.

Que te entregues dócil a esas sensaciones y esperes una revelación inminente, y que no llegue.

Que esa noche puedan ser varias noches o una sola interminable, que la mujer pueda ser otras mujeres o la misma, multiforme pero siempre más cómoda y simple al exponer su pasión sin palabras, un silencio elocuente que agradezcas. Que en la facilidad del contacto, en el modo en que la busques cada vez, te acoples, y finalmente la penetres, exista una naturalidad implacable, como si el cuerpo obrara con una rutina sensual que reconozcas pero no puedas describir. Que ella se vuelque una y otra vez sobre ti, como oleadas de cálida memoria que te invadieran desde los sentidos; que su lengua te acaricie el interior de la boca como si no estuvieras allí y sólo existiera el tanteo dulce e insistente en tu secreta oscuridad tras algo perdido que tú poseas y ella busque para mostrarte; que sus pechos te revelen, sutiles, lentos y fugaces, el vello erizado de propia espalda, un mapa ignorado que ella dibuje con leves contactos espaciados, apenas pespuntes que evoquen un dolor ambiguo; que sus muslos te rocen suavísimos pero reiterados, un modo de lijar tiernamente tu piel, de buscar algo más por debajo, como si le quitaran capas de pintura a un mueble antiguo y olvidado de su auténtica madera. Que todo esto suceda una y otra vez y muchas veces pero que finalmente salgas de ese cuerpo y su influencia como de una espiral, lentamente hacia afuera, alejándote de ese centro oscuro hacia la luz, y que en el dragón tatuado sobre el tibio muslo desvelado al amanecer reconozcas el mismo monstruo interrogante que te espere cada mañana en el monograma de las toallas, en la loza de tu mesa diaria.

Que esa revelación no te quite el sueño pero que lo pueble desde entonces.

Supongamos que finalmente, una mañana, alguien cortés pero no cordial te lleve por pasillos largos y salones vacíos hacia la salida, que te suba a un coche negro pero no sombrío, y que recorras con él la ciudad sin nombrarla; que ya en las afueras lleguen a una casona de ladrillos gastados, vieja pero no abandonada, donde tras las cortinas siempre sea de noche; que se te conduzca por pasadizos sucesivos, franqueándote herméticas puertas de hierro y madera hasta llegar a la habitación donde alguien te espere, y que el que te haya llevado le diga, antes de dejarte a solas con él:

—Todo tuyo, Subjuntivo.

Que el hombre que te observe sentado sea gordo y viejo, con cara de niño ferozmente envejecido bajo la luz cenital y única que caiga sobre su escritorio desnudo, sólo ocupado por el ominoso dragón de bronce que reconozcas en un extremo; que sin decir una palabra meta una mano laxa en el interior de la chaqueta y que cuando esperes que extraiga un arma o alguna forma de amenaza sólo te extienda un sobre: que lo abras y descubras en el interior una fotografía en la que dos hombres, ante lo que has de suponer un repentino flash, antepongan las infructuosas palmas de las manos, se aterroricen. Que te resulten desconocidos y lo manifiestes, y que el llamado Subjuntivo no se muestre extrañado sino que te diga, precisa pero casi casualmente:

—Acaso te convenga averiguar quiénes hayan sido estos dos… Dónde, cuándo y por qué hayan estado ahí donde estuvieran en el momento de la foto.

Que al decirlo te señale con un dedo corto y blando el rectángulo en blanco y negro, una ampliación evidente, y que finalmente agregue:

—Hagamos de cuenta que para averiguarlo dispongas de dos semanas de plazo y que puedas utilizar todos los recursos que encuentres en este edificio, puestos a tu disposición.

—¿Una especie de test?—acaso preguntes.

—Supongamos que sí —se te conceda.

—Supongamos que no pueda ni deba negarme… —te atrevas a parodiar.

—…Y supongamos que cuando llegues al final, todo esto haya acabado —acaso concluya él.

Luego se levante, te dé una fría mano tatuada de dragones, y te deje solo.

Pueda ser que una vez más no preguntes nada, que aceptes la tarea con el alivio inexplicable de alguien que se sospechase culpable aunque no supiera de qué. Y pueda ser que durante los siguientes días te empeñes en cumplir tu misión y que no te resulte tan difícil, pues en ese extraño edificio todo y todos no hagan otra cosa que complacerte.

Que tu tiempo se divida desde entonces en largas jornadas diurnas de investigación y noches saturadas de fantasmas sin nombre. Que el día y la penumbra se alimenten ciegamente de una misma sustancia inasible: que durante la vigilia y el trabajo evoques a la reiterada mujer del dragón, luego al dragón aislado sobre la piel, como una rúbrica al final de un documento desconocido, pero que cuando vuelva la oscuridad te lleves al lecho, junto a ella, las obsesiones avivadas por los trabajos del día.

Que en dos semanas, con sorprendente facilidad y utilizando medios que te resulten oscuramente familiares —archivos gráficos completos, dossiers personales que imagines de acceso privado, todos los recursos propios de una organización secreta—, llegues a descubrir la identidad de los extraños; que luego identifiques el lugar, esa sala cinematográfica, ese teatro semiabandonado en el que hayan sido asesinados —pues de eso se trate— y finalmente averigües la fecha exacta, no muy lejana, del crimen. Que llegues a reunir, incluso, todos los datos sobre el asesino —no su identidad, sí sus peripecias: huida, captura y desaparición — y que te atrevas a pedir una reunión con Subjuntivo para mostrarle tus logros.

Que la entrevista te sea concedida y que sean escuchadas con atención tus deducciones sin duda correctas. Que finalmente, cuando hayas terminado tu exposición, Subjuntivo la apruebe con una sonrisa cansada y te diga que nunca hubiera esperado menos de ti. Que en ese momento se lleve por segunda vez la mano al bolsillo interior de la chaqueta y extraiga un nuevo sobre, un poco mayor y más abultado, y te lo entregue para que lo abras. Que saques una carta y una foto; que te detengas primero en ésta, que sea la misma que la anterior pero ampliada — que se pueda ver ahora el signo del dragón tatuado en las palmas de las manos tendidas hacia adelante de los desgraciados — y que, con mayor campo, ahora se te revele la presencia de alguien en primer plano, de espaldas pero reconocible — sobre todo para ti — disparándole a los dos aterrorizados.

Supongamos que el que dispare en la foto seas tú.

Que te asombres, que pidas o des explicaciones pero que Subjuntivo no se inmute ni parezca oírte y sólo te indique que leas la carta.

Supongamos que la leas, que sea este mismo texto, que acaso en un relámpago de precaria lucidez se te revele ahora el sentido de la tarea encomendada, de esas amables visitas nocturnas, exploradoras sutiles no de tu cuerpo sino de tu memoria; supongamos que cuando levantes la mirada te encuentres con la mía y que yo mismo, Subjuntivo, te diga:

—Supongamos que hayas matado a dos de los míos y que no lo recuerdes. Que ni siquiera sepas quiénes sean los míos o los tuyos y que eso no importe ya. Que en el duro trámite de tu captura hayas perdido accidentalmente la memoria e identidad pero no aptitud y raciocinio. Que no hayamos querido matarte en la ignorancia —-esa forma sutil y tramposa de la inocencia— para que no lo creyeras injusto y te autocomplacieras en el dolor, te otorgaras alguna razón mentirosa.

Supongamos que te hayamos incitado por todos los accesos de la piel y de la mente para develarte tu oscuro secreto; que te desordenáramos los sentidos en el amor o su simulacro, que te entregáramos las claves para que tu inteligencia convocara a la memoria. Supongamos que hayamos creído que para que el castigo fuera tal debieras sentir culpa y no sólo miedo en este momento.

Supongamos, finalmente, que yo sólo haya querido que cuando saque este revólver, dispare y te mate, acaso no sepas quién muera pero sí entiendas por qué.

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Cuento latinoamericano de Horacio Quiroga: Una noche de Edén

Uruguay (1878–1937)

No hay persona que escriba para el público que no haya tenido alguna vez una visión maravillosa. Yo he gozado por dos veces de este don. Yo vi una vez un dinosaurio, y recibí otra vez la visita de una mujer de seis mil años. Las palabras que me dirigió, después de pasar una noche entera conmigo, constituyen el tema de esta historia.

Su voz llegóme no sé de dónde, por vía radioestelar, sin duda, pero la percibí por vulgar teléfono, tras insistentes llamadas a altas horas de la noche. He aquí lo que hablamos:

–¡Hola! –comencé.

–¡Por fin! –respondió una voz ligeramente burlona, y evidentemente de mujer–. Ya era tiempo…

–¿Con quién hablo? –insistí.

–Con una señora. Debía bastarle esto…

–Enterado. ¿Pero qué señora?

–¿Quiere usted saber mi nombre?

–Precisamente.

–Usted no me conoce.

–Estoy seguro.

–Soy Eva.

Por un momento me detuve.

–¡Hola! –repetí.

–¡Sí, señor!

–¿Habla Eva?

–La misma.

–Eva… ¿Nuestra abuela?

–¡Sí, señor, Eva sí!

Entonces me rasqué la cabeza. La voz que me hablaba era la de una persona muy joven, con un timbre dulcísimamente salvaje.

–¡Hola! –repetí por tercera vez.

–¡Sí!

–Y esa voz… fresca… ¿es suya?

–¡Por supuesto!

–¿Y lo demás?

–¿Qué cosa?

– El cuerpo…

–¿Qué tiene el cuerpo?

Bien se comprende mi titubeo; no demuestra sobrado ingenio el recordarle su cuerpo a una dama anterior al diluvio. Sin embargo:

–Su cuerpo… ¿fresco también?

–¡Oh, no! ¿Cómo quiere usted que se parezca al de esas señoritas de ahora que le gustan a usted tanto?

Debo advertir aquí que esa misma noche, en una reunión mundana, yo me había erigido en campeón del sentimiento artístico de la mujer. Con un calor poco habitual en mí, había sostenido que el arte en el hombre, totalmente estacionado después de recorrer cuatro o cinco etapas alternativas e iguales en suma, había proseguido su marcha ascendente de emociones en la mujer. Que en su indumentaria, en sus vestidos, en el corte de sus trajes, en el color de las telas, en la sutilísima riqueza de sus adornos, debía verse, vital y eterno, el sentimiento del arte.

Esto había dicho yo. ¿Pero cómo lo sabía ella?

–Lo sé –me respondió–, porque todos ustedes piensan lo mismo. Igual pensaba Adán.

–Pero creo entender –repuse– que en el paraíso no había más mujer que usted…

–¿Y usted qué sabe?

Cierto; yo nada sabía. Y ella parecía muy segura. Así es que cambié de tono.

–Quisiera verla… –dije.

–¿A quién?

–A usted.

–¿A mí?

–Sí.

–¡Ah!, es usted también curioso… Le voy a causar horror.

–Aunque me lo cause…

–Es que… (Y aquí una larga pausa)… no estoy vestida. ¿Comprende usted? En el fondo del espacio donde me hallo… Y además, soy demasiado vieja para no infundir horror.. aun a usted. Puedo sin embargo vestirme, si usted me proporciona ropas, con una condición…

–¡Todas!

–Oh, muy pocas… Que me lleve con usted a ver señoras bien vestidas… como se visten ahora. ¡Oh, condescienda usted!… Hace miles de años que tengo este deseo, pero nunca como… desde anoche. Antes nos preocupábanos muy poco del vestido… Ahora ha llegado la mujer al límite en el sentimiento del arte.

Mis propias palabras, como se ve.

–Desde ese oscuro fondo del tiempo y del espacio –argüí–, ¿cómo?

–La serpiente de Adán, señor mío…

–¿De Adán? No, señora; suya.

–No, de Adán. De las mujeres son yararás que usted conoce, y una que otra serpiente de cascabel…

Crotalus terrificus– observé.

–Eso es. Pero no son las víboras, sino el maravilloso vestido de la mujer de ahora lo que deseo ver. No puedo imaginarme qué puede ser ese arte sutil que enloquece a las personas como usted.

Por segunda o tercera vez la ilustre anciana la emprendía conmigo. ¿Qué hacer? Yo podía proporcionar a mi interlocutora las ropas que esperaba de mí, y podía también proseguir la aventura que llegaba hasta mí desde el fondo de la eternidad, a través de un trivial teléfono.

Fue lo que hice. Coloqué a su pedido las ropas tras el biombo de la chimenea, y bruscamente surgió ella ante mí, envuelta hasta los pies en negro manto. Llevaba antifaz con encaje, y en las manos guantes negros. Yo podía haber presentido, de fijar un instante más los ojos en su silueta, lo que había en realidad de esquelético en aquella fosca aparición. No lo hice, y procedí mal.

Sin ver, pues, más que aquella decrépita figura, terriblemente arrepentido de mi condescendencia, salimos del escritorio, y media hora más tarde llegábamos a una casa de mi relación, cuyas tres hermosísimas chicas reunían esa noche a unos cuantos amigos.

Lo que fue toda esa sesión: mi presencia en compañía de una ilustre anciana que por razones de estado deseaba conservar el incógnito; la burlesca estupefacción de las chicas que charlaban sin perder de vista al fenómeno; los esfuerzos míos para alejar de la situación un ridículo inexorable, las sonrisitas cruzadas de las damas ojeándonos sin cesar a la momia y a mí, toda esa interminable noche fue mucho más larga de sufrir que de contar.

Regresamos a casa sin haber cambiado una palabra, ni en el auto ni en los instantes en que dejé el sobretodo sobre una silla, y el sombrero no sé dónde. Pero cuando me hube sentado de costado al fuego, sin mirar otra cosa que el hogar de la chimenea y disgustado hasta el fondo de mi alma, la dama, de pie, tomó entonces la palabra.

–Yo me voy, señor –me dijo–. Ni por mi situación ni por mi edad estoy en estado de permanecer más en su compañía. Por grata que me sea, pues no soy desagradecida. He visto lo que deseaba, y me vuelvo. Pero antes de partir deseo que usted oiga algunas palabras.

“Ustedes, los hombres, se han hartado de proclamar que la coquetería es patrimonio de las hijas de Eva, –culpa mía, si usted quiere– y que el mundo marcha mal desde que la primera mujer coqueteó con la serpiente… Yo podría aclarar este concepto, pero no quiero volver sobre una historia demasiado vieja … aun para mí. Puedo decir, no obstante, que el adorno, la coquetería en la mujer, era una cosa muy sencilla, pues no teníamos para coquetear más que la cabellera. Después hubo otras muchas cosas… Pero a pesar de nuestra orfandad al respecto, algo pude hacer con mis diecisiete años… Usted debe saberlo por la Biblia.

“Pues bien: desde mucho tiempo atrás yo quería reencarnar en la vida contemporánea; mas era indispensable para ello, que viera cómo se visten las mujeres de ahora.

“¿Qué podía hacer yo, con mi pobre coquetería del Paraíso, con mis escasos adornos de muchacha anterior al diluvio? Por esto, y desesperanzada ya de reencarnar por largo tiempo con una nueva vida, he tomado la determinación de hacerlo por unas breves horas, y he elegido las horas pasadas para ponerme en contacto con el escritor que me escucha… y con las señoritas que gustan a ese escritor.

“Por lo poco que he visto, el mundo de ustedes ha progresado inmensamente en seis mil años, y hay ahora cosas admirables. Lo que no hay, óigame usted bien, es progreso en el adorno de la mujer. Ustedes lo creen así, porque dichos adornos cuestan dinero. En mi época, una chica estaba bien vestida cuando, a más de ser bella, llevaba en los cabellos flores o plumas de garza, tapados de pieles sobre los hombros, sartas de perlas en el cuello, y un abanico de grandes plumas en la diestra.

“Hoy, señor enamorado, después de seis mil años de febril progreso, de incalculables esfuerzos de la inteligencia y del arte, de sutiles refinamientos estéticos, hoy las mujeres bien vestidas llevan, exactamente como en las edades salvajes, plumas en la cabeza, pieles en los hombros, piedras en el cuello, flores en la cabeza y grandes plumas en la mano.

“¿Dónde está el progreso, quiere usted decirme? ¿Qué ha inventado de nuevo la mujer actual? ¿En qué revela su decantado refinamiento de arte?

“¡Bah, señor! Ustedes se dejan engañar a sabiendas, con su devoción feminista; pero salvo uno que otro detalle, la dama original y elegante de hoy debe recurrir fatalmente para su adorno a los miserables elementos del oscuro mundo primitivo: las pieles, las plumas, las piedritas que brillan.

“Y no sólo no se ha conquistado nada, sino que se ha rebajado el valor de tales adornos. El valor de una piel sedosa está en la fatiga que ha costado el obtenerla. El amante primitivo que a costa de su sangre conquistó al animal mismo, la piel para adornar con ella a su amada, consagró con ese precio el alto valor del adorno. Es bella la piel en los hombros de una muchacha porque el hombre que la amaba se desangró por conseguírsela. Este es su valor, como el de una obra de arte cualquiera, que para ser tal debe dejar exhausto un corazón.

“Hoy no es la muchacha más amada la que le luce la piel, sino aquella cuyo padre tiene más dinero. Y volveré a la nada en que he dormido seis mil años, sin comprender cómo las amigas de usted, y las otras y todas las mujeres de hoy, sienten tanto orgullo de lucir una piel que no ha conquistado el varón que aman, sino que han debido pagar muy caro al peletero; y sin comprender tampoco cómo ustedes los hombres no se mueren de vergüenza cuando se sienten orgullosos de ver a sus novias lucir un adorno que ustedes mismos han sido incapaces de obtener, y por el que otro hombre, también joven y buen mozo como ustedes dio todo su valor y su sangre en una cacería salvaje.

“Sólo esto quería decirle. Ahora, señor, me vuelvo. Le he sido a usted demasiado cargosa con mi ancianidad y mis tonterías para que no conserve usted de mí ni el recuerdo…”

Permanecí impasible, sin apartar los ojos del fuego.

–¿Quiere usted, sin embargo, guardar un vago recuerdo mío? Lo autorizaría a usted a sacarme una fotografía…

Dijo; y sin hacerme rogar de nuevo, pues deseaba concluir de una vez con aquel atroz absurdo, me levanté, también sin mirar a la dama, volví con la máquina, y a toda prisa apreté el obturador.

¡Por fin! Eché una mirada salvadora al biombo que debía ocultarla de nuevo.

–¡Oh, esta vez no hay necesidad! –murmuró ella–. Con que cierre usted un instante los ojos, basta…

¡Los cerré con rabia, y cuando los abrí no había ya nadie allí!

Aquí concluye la historia. Y lo que sigue no es sino un eterno remordimiento.

Al hallarme solo, me hallé también sin sueño por el resto de la noche.

Y mitad por distracción, mitad por curiosidad fotográfica, revelé la placa.

¡Oh! ¿Qué razón no ha concebido a Eva desnuda como el cielo, virgen y hermosísima en la primera alba del Edén?

No una decrépita momia envuelta en negro: una criatura de diecisiete años, indescriptiblemente pura y curiosa, era lo que revelaba la fotografía. Y yo no había sabido verlo.

Al día siguiente, a las mismas altas horas de la noche, el teléfono sonó.

Era ella.

Cuanto alcanza un hombre a expresar de remordimiento, lo expresé en mi largo discurso.

–¡Vuelva! –supliqué por toda conclusión.

–No puedo –repuso ella. Y más burlonamente aún–: Estoy desnuda…

–Yo cazaré tigres para usted…

–¿Usted, cazar tigres?… Usted es un cazador de historietas y no siempre verosímiles… Pero le estoy muy agradecida, sin embargo. Y si alguna vez vuelvo…

La voz se cortó. No oí más. Ni al día siguiente, ni después, nunca.

Horacio Quiroga

¿Sabes de qué trata el cuento «La deriva», de Horacio Quiroga?


Historia corta de Salvador Elizondo: Los hijos de Sánchez

(México, 1932-2006)

En el último patio de la casa viven los hijos de Sánchez. El portero, hombre rudo y escuetamente servicial, a quien llamamos Lencho, los mantiene encerrados tras invencibles cerrojos y candados. Una vez al año los suelta y les permite que vaguen en libertad por todas las viviendas. Luego, al caer la tarde, los congrega en el arranque de la torcida escalera de fierro y los vuelve a conducir a su encierro en el patio trasero, del que no volverán a salir hasta que haya pasado un año.

No son muchos, pero sí suficientes para que toda la hiel acumulada por los inquilinos en doce meses se vuelque sobre ellos en unas cuantas horas. Los hay de toda especie y que a voluntad de los inquilinos convocan simultánea o sucesivamente la más variada gama de sentimientos nefandos entre quienes durante este día y según los términos del contrato de arrendamiento, son absolutamente libres de perpetrar cualquier infamia en ellos.

Confluyen durante las horas diurnas del festival las corrientes más encontradas y, sin embargo, más correlativas, del odio acumulado y en tantas formas como habitantes tiene la vecindad, que no quedan insatisfechas ni las aguzadas especialidades del Comandante ni las minuciosas generalizaciones de la señora Pérez Goodrich que vive en el 6 y de sus hijas Claudia, Patricia, Alejandra y Marcela que son particularmente sensibles –Alejandra Pérez Goodrich especialmente– a la destreza con que algunos de los hijos de Sánchez saben despertar el sentimiento de la lástima furiosa.

Hasta los niños contribuyen con su cúmulo diáfano pero potente de odio a celebrar esta fiesta cuyo aparente desenfreno asegura, durante el resto del año contractual, la complacencia y el buen trato entre nosotros.


Cuento de Isabel Allende: Una venganza

(Chile, 1942)

El mediodía radiante en que coronaron a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del Carnaval, las madres de las otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se lo daban a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso de toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano y bailaba como ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas. La vieron de pie en el estrado, con su vestido de organza y su corona de flores saludando a la muchedumbre y entre dientes la maldijeron. Por eso, algunas de ellas se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la casa de los Orellano sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla.

La noche de la elección de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa Teresa y acudieron jóvenes de remotos pueblos para conocer a Dulce Rosa. Ella estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza que muchos no percibieron que en realidad no era la más bella, y cuando regresaron a sus puntos de partida dijeron que jamás habían visto un rostro como el suyo. Así adquirió inmerecida fama de hermosura y ningún testimonio posterior pudo desmentirla. La exagerada descripción de su piel traslúcida y sus ojos diáfanos, pasó de boca en boca y cada quien le agregó algo de su propia fantasía. Los poetas de ciudades apartadas compusieron sonetos para una doncella hipotética de nombre Dulce Rosa.

El rumor de esa belleza floreciendo en la casa del Senador Orellano llegó también a oídos de Tadeo Céspedes, quien nunca imaginó conocerla, porque en los años de su existencia no había tenido tiempo de aprender versos ni mirar mujeres. Él se ocupaba sólo de la Guerra Civil. Desde que empezó a afeitarse el bigote tenía un arma en la mano y desde hacía mucho vivía en el fragor de la pólvora. Había olvidado los besos de su madre y hasta los cantos de la misa. No siempre tuvo razones para ofrecer pelea, porque en algunos períodos de tregua no había adversarios al alcance de su pandilla, pero incluso en esos tiempos de paz forzosa vivió como un corsario. Era hombre habituado a la violencia. Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles, cuando los había, y contra las sombras, cuando debía inventarlos, y así habría continuado si su partido no gana las elecciones presidenciales. De la noche a la mañana pasó de la clandestinidad a hacerse cargo del poder y se le terminaron los pretextos para seguir alborotando.

La última misión de Tadeo Céspedes fue la expedición punitiva a Santa Teresa. Con ciento veinte hombres entró al pueblo de noche para dar un escarmiento y eliminar a los cabecillas de la oposición. Balearon las ventanas de los edificios públicos, destrozaron la puerta de la iglesia y se metieron a caballo hasta el altar mayor, aplastando al Padre Clemente que se les plantó por delante, y siguieron al galope con un estrépito de guerra en dirección a la villa del Senador Orellano, que se alzaba plena de orgullo sobre la colina.

A la cabeza de una docena de sirvientes leales, el Senador esperó a Tadeo Céspedes, después de encerrar a su hija en la última habitación del patio y soltar a los perros. En ese momento lamentó, como tantas otras veces en su vida, no tener descendientes varones que lo ayudaran a empuñar las armas y defender el honor de su casa. Se sintió muy viejo, pero no tuvo tiempo de pensar en ello, porque vio en las laderas del cerro el destello terrible de ciento veinte antorchas que se aproximaban espantando a la noche. Repartió las últimas municiones en silencio. Todo estaba dicho y cada uno sabía que antes del amanecer debería morir como un macho en su puesto de pelea.

—El último tomará la llave del cuarto donde está mi hija y cumplirá con su deber —dijo el Senador al oír los primeros tiros.

Todos esos hombres habían visto nacer a Dulce Rosa y la tuvieron en sus rodillas cuando apenas caminaba, le contaron cuentos de aparecidos en las tardes de invierno, la oyeron tocar el piano y la aplaudieron emocionados el día de su coronación como Reina del Carnaval. Su padre podía morir tranquilo, pues la niña nunca caería viva en las manos de Tadeo Céspedes. Lo único que jamás pensó el Senador Orellano fue que a pesar de su temeridad en la batalla, el último en morir sería él. Vio caer uno a uno a sus amigos y comprendió por fin la inutilidad de seguir resistiendo. Tenía una bala en el vientre y la vista difusa, apenas distinguía las sombras trepando por las altas murallas de su propiedad, pero no le falló el entendimiento para arrastrarse hasta el tercer patio. Los perros reconocieron su olor por encima del sudor, la sangre y la tristeza que lo cubrían y se apartaron para dejarlo pasar. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la pesada puerta y a través de la niebla metida en sus ojos vio a Dulce Rosa aguardándolo. La niña llevaba el mismo vestido de organza usado en la fiesta de Carnaval y había adornado su peinado con las flores de la corona.

—Es la hora, hija —dijo gatillando el arma mientras a sus pies crecía un charco de sangre.

—No me mate, padre —replicó ella con voz firme—. Déjeme viva, para vengarlo y para vengarme.

El Senador Anselmo Orellano observó el rostro de quince años de su hija e imaginó lo que haría con ella Tadeo Céspedes, pero había gran fortaleza en los ojos transparentes de Dulce Rosa y supo que podría sobrevivir para castigar a su verdugo. La muchacha se sentó sobre la cama y él tomó lugar a su lado, apuntando la puerta.

Cuando se calló el bullicio de los perros moribundos, cedió la tranca, saltó el pestillo y los primeros hombres irrumpieron en la habitación, el Senador alcanzó a hacer seis disparos antes de perder el conocimiento. Tadeo Céspedes creyó estar soñando al ver un ángel coronado de jazmines que sostenía en los brazos a un viejo agonizante, mientras su blanco vestido se empapaba de rojo, pero no le alcanzó la piedad para una segunda mirada, porque venía borracho de violencia y enervado por varias horas de combate.

—La mujer es para mí —dijo antes de que sus hombres le pusieran las manos encima.

Amaneció un viernes plomizo, teñido por el resplandor del incendio. El silencio era denso en la colina. Los últimos gemidos se habían callado cuando Dulce Rosa pudo ponerse de pie y caminar hacia la fuente del jardín, que el día anterior estaba rodeada de magnolias y ahora era sólo un charco tumultuoso en medio de los escombros. Del vestido no quedaban sino jirones de organza, que ella se quitó lentamente para quedar desnuda. Se sumergió en el agua fría. El sol apareció entre los abedules y la muchacha pudo ver el agua volverse rosada al lavar la sangre que le brotaba entre las piernas y la de su padre, que se había secado en su cabello. Una vez limpia, serena y sin lágrimas, volvió a la casa en ruinas, buscó algo para cubrirse, tomó una sábana de bramante y salió al camino a recoger los restos del Senador. Lo habían atado de los pies para arrastrarlo al galope por las laderas de la colina hasta convertirlo en un guiñapo de lástima, pero guiada por el amor, su hija pudo reconocerlo sin vacilar. Lo envolvió en el paño y se sentó a su lado a ver crecer el día. Así la encontraron los vecinos de Santa Teresa cuando se atrevieron a subir a la villa de los Orellano. Ayudaron a Dulce Rosa a enterrar a sus muertos y a apagar los vestigios del incendio y le suplicaron que se fuera a vivir con su madrina a otro pueblo, donde nadie conociera su historia, pero ella se negó. Entonces formaron cuadrillas para reconstruir la casa y le regalaron seis perros bravos para cuidarla.

Desde el mismo instante en que se llevaron a su padre aún vivo, y Tadeo Céspedes cerró la puerta a su espalda y se soltó el cinturón de cuero, Dulce Rosa vivió para vengarse. En los años siguientes ese pensamiento la mantuvo despierta por las noches y ocupó sus días, pero no borró del todo su risa ni secó su buena voluntad. Aumentó su reputación de belleza, porque los cantores fueron por todas partes pregonando sus encantos imaginarios, hasta convertirla en una leyenda viviente. Ella se levantaba cada día a las cuatro de la madrugada para dirigir las faenas del campo y de la casa, recorrer su propiedad a lomo de bestia, comprar y vender con regateos de sirio, criar animales y cultivar las magnolias y los jazmines de su jardín. Al caer la tarde se quitaba los pantalones, las botas y las armas y se colocaba los vestidos primorosos, traídos de la capital en baúles aromáticos. Al anochecer comenzaban a llegar sus visitas y la encontraban tocando el piano, mientras las sirvientas preparaban las bandejas de pasteles y los vasos de horchata. Al principio muchos se preguntaron cómo era posible que la joven no hubiera acabado en una camisa de fuerza en el sanatorio o de novicia en las monjas carmelitas, sin embargo, como había fiestas frecuentes en la villa de los Orellano, con el tiempo la gente dejó de hablar de la tragedia y se borró el recuerdo del Senador asesinado. Algunos caballeros de renombre y fortuna lograron sobreponerse al estigma de la violación y, atraídos por el prestigio de belleza y sensatez de Dulce Rosa, le propusieron matrimonio. Ella los rechazó a todos, porque su misión en este mundo era la venganza.

Tadeo Céspedes tampoco pudo quitarse de la memoria esa noche aciaga. La resaca de la matanza y la euforia de la violación se le pasaron a las pocas horas, cuando iba camino a la capital a rendir cuentas de su expedición de castigo. Entonces acudió a su mente la niña vestida de baile y coronada de jazmines, que lo soportó en silencio en aquella habitación oscura donde el aire estaba impregnado de olor a pólvora. Volvió a verla en el momento final, tirada en el suelo, mal cubierta por sus harapos enrojecidos, hundida en el sueño compasivo de la inconsciencia y así siguió viéndola cada noche en el instante de dormir, durante el resto de su vida. La paz, el ejercicio del gobierno y el uso del poder lo convirtieron en un hombre reposado y laborioso. Con el transcurso del tiempo se perdieron los recuerdos de la Guerra Civil y la gente empezó a llamarlo don Tadeo. Se compró una hacienda al otro lado de la sierra, se dedicó a administrar justicia y acabó de alcalde. Si no hubiera sido por el fantasma incansable de Dulce Rosa Orellano, tal vez habría alcanzado cierta felicidad, pero en todas las mujeres que se cruzaron en su camino, en todas las que abrazó en busca de consuelo y en todos los amores perseguidos a lo largo de los años, se le aparecía el rostro de la Reina del Carnaval. Y para mayor desgracia suya, las canciones que a veces traían su nombre en versos de poetas populares no le permitían apartarla de su corazón. La imagen de la joven creció dentro de él, ocupándolo enteramente, hasta que un día no aguantó más. Estaba en la cabecera de una larga mesa de banquete celebrando sus cincuenta y siete años, rodeado de amigos y colaboradores, cuando creyó ver sobre el mantel a una criatura desnuda entre capullos de jazmines y comprendió que esa pesadilla no lo dejaría en paz ni después de muerto. Dio un golpe de puño que hizo temblar la vajilla y pidió su sombrero y su bastón.

—¿Adónde va, don Tadeo? —preguntó el Prefecto—. A reparar un daño antiguo —respondió saliendo sin despedirse de nadie.

No tuvo necesidad de buscarla, porque siempre supo que se encontraba en la misma casa de su desdicha y hacia allá dirigió su coche. Para entonces existían buenas carreteras y las distancias parecían más cortas. El paisaje había cambiado en esas décadas, pero al dar la última curva de la colina apareció la villa tal como la recordaba antes de que su pandilla la tomara por asalto. Allí estaban las sólidas paredes de piedra de río que él destruyera con cargas de dinamita, allí los viejos artesonados de madera oscura que prendieron en llamas, allí los árboles de los cuales colgó los cuerpos de los hombres del Senador, allí el patio donde masacró a los perros. Detuvo su vehículo a cien metros de la puerta y no se atrevió a seguir, porque sintió el corazón explotándole dentro del pecho. Iba a dar media vuelta para regresar por donde mismo había llegado, cuando surgió entre los rosales una figura envuelta en el halo de sus faldas. Cerró los párpados deseando con toda su fuerza que ella no lo reconociera. En la suave luz de la seis percibió a Dulce Rosa Orellano que avanzaba flotando por los senderos del jardín. Notó sus cabellos, su rostro claro, la armonía de sus gestos, el revuelo de su vestido y creyó encontrarse suspendido en un sueño que duraba ya veinticinco años.

—Por fin vienes, Tadeo Céspedes —dijo ella al divisarlo, sin dejarse engañar por su traje negro de alcalde ni su pelo gris de caballero, porque aún tenía las mismas manos de pirata.

—Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti —murmuró él con la voz rota por la vergüenza.

Dulce Rosa Orellano suspiró satisfecha. Lo había llamado con el pensamiento de día y de noche durante todo ese tiempo y por fin estaba allí. Había llegado su hora. Pero lo miró a los ojos y no descubrió en ellos ni rastro del verdugo, sólo lágrimas frescas. Buscó en su propio corazón el odio cultivado a lo largo de su vida y no fue capaz de encontrarlo. Evocó el instante en que le pidió a su padre el sacrificio de dejarla con vida para cumplir un deber, revivió el abrazo tantas veces maldito de ese hombre y la madrugada en la cual envolvió unos despojos tristes en una sábana de bramante. Repasó el plan perfecto de su venganza pero no sintió la alegría esperada, sino, por el contrario, una profunda melancolía. Tadeo Céspedes tornó su mano con delicadeza y besó la palma, mojándola con su llanto. Entonces ella comprendió aterrada que de tanto pensar en él a cada momento, saboreando el castigo por anticipado, se le dio vuelta el sentimiento y acabó por amarlo.

En los días siguientes ambos levantaron las compuertas del amor reprimido y por vez primera en sus ásperos destinos se abrieron para recibir la proximidad del otro. Paseaban por los jardines hablando de sí mismos, sin omitir la noche fatal que torció el rumbo de sus vidas. Al atardecer, ella tocaba el piano y él fumaba escuchándola hasta sentir los huesos blandos y la felicidad envolviéndolo como un manto y borrando las pesadillas del tiempo pasado. Después de cenar Tadeo Céspedes partía a Santa Teresa, donde ya nadie recordaba la vieja historia de horror. Se hospedaba en el mejor hotel y desde allí organizaba su boda, quería una fiesta con fanfarria, derroche y bullicio, en la cual participara todo el pueblo. Descubrió el amor a una edad en que otros hombres han perdido la ilusión y eso le devolvió la fortaleza de su juventud. Deseaba rodear a Dulce Rosa de afecto y belleza, darle todas las cosas que el dinero pudiera comprar, a ver si conseguía compensar en sus años de viejo, el mal que le hiciera de joven. En algunos momentos lo invadía el pánico. Espiaba el rostro de ella en busca de los signos del rencor, pero sólo veía la luz del amor compartido y eso le devolvía la confianza. Así pasó un mes de dicha.

Dos días antes del casamiento, cuando ya estaban armando los mesones de la fiesta en el jardín, matando las aves y los cerdos para la comilona y cortando las flores para decorar la casa, Dulce Rosa Orellano se probó el vestido de novia. Se vio reflejada en el espejo, tan parecida al día de su coronación como Reina del Carnaval, que no pudo seguir engañando a su propio corazón. Supo que jamás podría realizar la venganza planeada porque amaba al asesino, pero tampoco podría callar al fantasma del Senador, así es que despidió a la costurera, tomó las tijeras y se fue a la habitación del tercer patio que durante todo ese tiempo había permanecido desocupada.

Tadeo Céspedes la buscó por todas partes, llamándola desesperado. Los ladridos de los perros lo condujeron al otro extremo de la casa. Con ayuda de los jardineros echó abajo la puerta trancada y entró al cuarto donde una vez viera a un ángel coronado de jazmines. Encontró a Dulce Rosa Orellano tal como la viera en sueños cada noche de su existencia, con el mismo vestido de organza ensangrentado, y adivinó que viviría hasta los noventa años, para pagar su culpa con el recuerdo de la única mujer que su espíritu podía amar.

Isabel Allende, Cuentos de Eva Luna


Microrrelato de Enrique Anderson Imbert: Espiral

(Argentina, 1910-200)

Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.

Historia de la literatura latinoamericana


Leyenda latinoamericana de Ciro Alegría: La sirena del bosque

(Perú, 1909–1967)

El árbol llamado lupuna, uno de los más originalmente hermosos de la selva amazónica, “tiene madre”. Los indios selváticos dicen así del árbol al que creen poseído por un espíritu o habitado por un ser viviente. Disfrutan de tal privilegio los árboles bellos o raros. La lupuna es uno de los más altos del bosque amazónico, tiene un ramaje gallardo y su tallo, de color gris plomizo, está guarnecido en la parte inferior por una especie de aletas triangulares. La lupuna despierta interés a primera vista y en conjunto, al contemplarlo, produce una sensación de extraña belleza. Como “tiene madre”, los indios no cortan a la lupuna. Las hachas y machetes de la tala abatirán porciones de bosque para levantar aldeas, o limpiar campos de siembra de yuca y plátanos, o abrir caminos. La lupuna quedará señoreando. Y de todos modos, así no hay roza, sobresaldrá en el bosque por su altura y particular conformación. Se hace ver.

Para los indios cocamas, la “madre” de la lupuna, el ser que habita dicho árbol, es una mujer blanca, rubia y singularmente hermosa. En las noches de luna, ella sube por el corazón del árbol hasta lo alto de la copa, sale a dejarse iluminar por la luz esplendente y canta. Sobre el océano vegetal que forman las copas de los árboles, la hermosa derrama su voz clara y alta, singularmente melodiosa, llenando la solemne amplitud de la selva. Los hombres y los animales que la escuchan quedan como hechizados. El mismo bosque puede aquietar sus ramas para oírla.

Los viejos cocamas previenen a los mozos contra el embrujo de tal voz. Quien la escuche, no debe ir hacia la mujer que la entona, porque no regresará nunca. Unos dicen que muere esperando alcanzar a la hermosa y otros que ella los convierte en árbol. Cualquiera que fuese su destino, ningún joven cocama que siguió a la voz fascinante, soñando con ganar a la bella, regresó jamás.

Es aquella mujer, que sale de la lupuna, la sirena del bosque. Lo mejor que puede hacerse es escuchar con recogimiento, en alguna noche de luna, su hermoso canto próximo y distante.


Microrrelato de Vicente Huidobro: La joven del abrigo largo

(Chile, 1893-1948)

Cruza todos los días la plaza en el mismo sentido.

Es hermosa. Ni alta ni baja, tal vez un poco gruesa. Grandes ojos, nariz regular, boca madura que azucara el aire y no quiere caer de la rama.

Sin embargo, tiene un gesto amargado y siempre lleva un abrigo largo y suelto. Aunque haga un calor excepcional. Esta prenda no cae jamás de su cuerpo. Invierno y verano, más grueso o más delgado, siempre el sobretodo como escondiendo algo. ¿Es que ella es tímida? ¿Es que tiene vergüenza de tanta calle inútil?

¿Ese abrigo es la fortaleza de un secreto sentimiento de inferioridad? No sería nada raro. Por eso tiene un estilo arquitectónico que no sabría definir, pero que, seguramente, cualquier arquitecto conoce.

Tal vez tiene el talle muy alto o muy bajo, o no tiene cintura. Tal vez quiere ocultar un embarazo, pero es un embarazo demasiado largo, de algunos años. O será para sentirse más sola o para que todas sus células puedan pensar mejor. Saborea un recuerdo dentro de ese claustro lejos del mundo.

Acaso quiere sólo ocultar que su padre cometió un crimen cuando ella tenía quince años.

Cien microcuentos chilenos

Microrrelato de Héctor Oesterheld: Exilio

(1977, desaparecido)

Nunca se vio en Gelo nada tan cómico.

Salió de entre el roto metal con paso vacilante, movió la boca, desde el principio nos hizo reír con esas piernas largas, esos dos ojos de pupilas tan increíblemente redondas.

Le dimos brubas, y limas, y kialas.

Pero no quiso recibirlas, fíjate, ni siquiera aceptó las kialas, fue tan cómico verlo rechazar todo que las risas de la multitud se oyeron hasta el valle vecino.

Pronto se corrió la voz de que estaba entre nosotros, de todas partes vinieron a verlo, él apareció cada vez más ridículo, siempre rechazando las kialas, la risa de cuantos lo miraban era tan vasta como una tempestad en el mar.

Pasaron los días, de las antípodas trajeron margas, lo mismo, no quiso verlas, fue para retorcerse de risa.

Pero lo mejor de todo fue el final: se acostó en la colina, de cara a las estrellas, se quedó quieto, la respiración se le fue debilitando, cuando dejó de respirar tenía los ojos llenos de agua. ¡Sí, no querrás creerlo, pero los ojos se le llenaron de agua, d-e a-g-u-a, como lo oyes!

Nunca, nunca se vio en Gelo nada tan cómico.


Microcuento de Vicente Battista: Nacimiento

(Argentina, 1940)

Los antropólogos de la Universidad de Duke, en los Estados Unidos, estiman que el hombre de Neanderthal, que habitó la tierra hace más de cuatrocientos mil años, poseía el don de la palabra. Esta novedad podría contestar una pregunta que hasta hoy no tenía respuesta.

Para encontrar esa respuesta habrá que retroceder hasta una tribu de Neanderthal, una noche en especial. Los hombres y mujeres están alrededor del fuego, buscan calor y celebran el fin de otra jornada. A la mañana de ese mismo día, los hombres habían partido de caza en busca de alimentos. Las mujeres, en tanto, cuidaban a sus críos. Ahora que el sol ya se fue, es tiempo de descanso y de contar las experiencias del día. Cada hombre dice cómo atrapó a la presa que perseguía. No sabe mentir.

Pero para uno de estos hombres la caza había sido un fracaso. Cuando llega su turno, no tiene proezas para contar. Entonces decide inventarlas. Miente una cacería imposible. Lo hace con tal perfección que transforma esa mentira en una historia bella y apasionante. Todos piden que la repita. Aquella noche, sin saberlo, ese anónimo hombre de Neanderthal acababa de inventar la literatura.


Cuento ultracorto de Álvaro Mutis: Soledad

(Colombia, 1923-2013)

En mitad de la selva, en la más oscura noche de los grandes árboles, rodeado del húmedo silencio esparcido por las vastas hojas del banano silvestre, conoció el Gaviero el miedo de sus miserias más secretas, el pavor de un gran vacío que le acechaba tras sus años llenos de historias y de paisajes. Toda la noche permaneció el Gaviero en dolorosa vigilia, esperando, temiendo el derrumbe de su ser, su naufragio en las girantes aguas de la demencia. De estas amargas horas de insomnio le quedó al Gaviero una secreta herida de la que manaba en ocasiones la tenue linfa de un miedo secreto e innombrable. La algarabía de las cacatúas que cruzaban en bandadas la rosada extensión del alba, lo devolvió al mundo de sus semejantes y tornó a poner en sus manos las usuales herramientas del hombre. Ni el amor, ni la desdicha, ni la esperanza, ni la ira volvieron a ser los mismos para él después de su aterradora vigilia en la mojada y nocturna soledad de la selva.

Relato corto de João Guimarães Rosa: Desenredo

(Brasil, 1908-1967)

Del narrador a sus oyentes:

–Juan Joaquín, cliente de quien cuenta, era apacible, respetado, bueno como aroma de cerveza. Señor de lo debido para no ser célebre. ¿Quién puede empero con ellas? Dormido Adán, nació Eva. Llamábase Liviria, Rivilia o Irlivia, la que, en esta ocasión, a Juan Joaquín se le apareció.

Tirando a bonita, ojos de carbón vivo, morena miel y pan. Casada por lo demás. Sonriéronse, viéronse. Era infinitamente mayo y Juan Joaquín se enamoró. Sumariando el asunto, se entendieron; volando lo demás con ímpetu de nave tendida a vela y viento. Pero muy teniendo todo, claro está, que ser secreto, a siete llaves. Porque en el marido, cuando celoso, se hacía notar la valentía y ya se sabe que los pueblos son la ajena vigilancia. De modo que al rigor los dos se sujetaron, conforme al clandestino amor y según aconseja el mundo desde que es mundo. No hay, empero, abismos infranqueables en barquitos de papel.

No se veía cuándo y cómo se veían. Juan Joaquín, por lo demás, era pura, calculada retracción. Esperar es reconocerse incompleto. Dependían ellos de enormes milagros. El embriagado engaño, quiero decir. Hasta que se produjo el derrumbe. Lo trágico no viene en cuentagotas. Sorprendió el marido a la mujer con otro, un tercero… Sin muchas vueltas, pistola en mano, la asustó y lo mató. Se dice también que levemente la hirió, cosa ligera.

Juan Joaquín, doliente sorprendido, en lo absurdo se negaba a creer, y barrido por dolores fríos, calores, lágrimas quizá, cayó en decúbito dorsal devuelto al barro, a medio estar entre lo inefable y lo nefando. Jamás la imaginara con el pie en tres estribos; llegó a maldecir sus propios y gratos “abusufructos”. Se contuvo para no verla, prohibiéndose ser pseudo-personaje, en circunstancias de tan sangrienta y negra magnitud.

Ella –lejos– siempre y más que nunca hermosa, ya repuesta y sana. Él, ejercitándose en resistir, siervo de penosas emociones.

Los porvenires, mientras tanto, maduraban, ¿qué, no hay fin que sobrevenga? Desafortunado fugitivo, y como a la Providencia place, el marido falleció, ahogado o de tifus. El tiempo se las ingenia.

De inmediato lo supo Juan Joaquín, sumido en su franciscanato, dolorido pero ya medicado. Fue, pues, con la amada a encontrarse –ella sutil como alas leves, pantanal de engaños, la firme fascinación. En ella creyó, en un abrir y no cerrar de oídos. Y así fue como, de repente, se casaron. Alegres y mucho, para feliz escándalo popular.

Pero hubo peros.

¿Llega siempre imprevisible lo abominable? ¿O es que los tiempos se siguen, parafraseándose? Prodújose el arribo de los demonios.

Esta vez fue Juan Joaquín quien con ella se deparó y en mala hora: traicionado y traicionera. De amor no la mató, que no era hombre de remontarse a tamaños leonismos ni tigreces tales. La expulsó apenas, apostrofándose, como inédito poeta y hombre. Y viajó huida la mujer a ignoto paradero.

Todo aplaudió y reprobó el pueblo, repartido. Por el hecho, Juan Joaquín se sintió heroico, casi criminal, reincidente. Triste, al fin, y tan callado. Sus lágrimas corrían detrás de ella, como blancas hormiguitas. Pero, en la frágil barca del consenso, de nuevo pudo verse respetado. Se pierde la camisa, cuando no lo que ella viste. Era el suyo un amor meditado, a prueba de remordimientos. Se dedicó a resarcirse.

Pero hubo peros.

Pasaban los días y, pasándolos, Juan Joaquín iba aplicándose, en progresivo, empeñoso afán. La bonanza nada tiene que ver con la tempestad. ¿Creíble? Sabio siempre fue Ulises, que empezó por hacerse el loco. Deseaba él, Juan Joaquín, la felicidad –idea innata. Se consagró a remediar, redimir la mujer, a pulmón pleno. ¿Increíble? Cabe notar que el aire viene del aire. De sufrir y amar uno no se desacostumbra. Él quería apenas los arquetipos, platonizaba. Ella era un aroma.

¿Amantes, ella? ¡Nunca los tuvo! Ni uno ni dos. Díjose y decía Juan Joaquín. A embustes atribuía la leyenda, falsas patrañas escabrosas. Cabíale descalumniarla, y a todo se obligaba. Trajo a flor de escena del mundo lo que, del caso bajo, fuera tan claro como agua sucia. Demostrándolo, amatemático, contrario al público pensamiento y a la lógica, desde que Aristóteles la fundó. Lo que no era tan fácil como refritar albóndigas. Sin malicia, con paciencia, sin insistencia, principalmente.

El punto está en que lo supo del modo que sigue: por antipesquisas, acronología menuda, charlitas secreteadas, entrecogidos testimonios. Juan Joaquín, genial operaba el pasado –plástico y contradictorio borrador. Creaba una nueva transformada realidad, más alta. ¿Y más cierta?

La celebraba, ufanático, dándola por justa y averiguada, con rotunda convicción. Haya el absoluto amar y no habrá injuria que aguante.

De modo que surtió efecto. Desaparecieron los puntos suspensivos, el tiempo secó el asunto. Diluíase la tiniebla, anteriores evidencias, sus siniestras brumas. Lo real y válido en ascenso y hacia arriba. Y todos lo creían. Juan Joaquín antes que todos.

Por fin, hasta la propia mujer. Le llegó la noticia adonde se encontraba, en ignota, defendida, perfecta distancia. Se supo desnuda y pura. Volvió sin culpa, con dengues y titubeos, desplegando su bandera al viento.

Tres veces se roza la felicidad. Juan Joaquín y Viliria se retomaron y compartieron, transmutados, lo verdadero y mejor de su útil vida.

Y archívese el asunto.

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Relato corto latinoamericano de Ricardo Güiraldes: Nocturno

(Argentina: 1886–1927)

La amenaza había quedado en Roberto como un presagio de desgracia.

–Sí, humílleme; pero algún día, si Dios quiere, nos hemos de encontrar cara a cara.

Bah, no era el primer caso… fanfarronadas de paisano.

Roberto era hombre de afrontar un peligro, y no hizo caso del consejo: “Mire, patroncito, que es mal bicho”.

Volvía del pueblo: dos leguas cortas.

La noche era obscura, agujereada de mil estrellas.

El caballo galopaba libremente, depositada la confianza del jinete en instinto seguro.

A treinta cuadras de las casas los cardos dejan un estrecho espacio; es el mes de noviembre y se alzan, rígidos, mirando al cielo con sus flores torturadas de espinas.

Algo se movió en el camino.

Abriose el cardal y un bulto ágil saltó hacia el caballo, que, desesperadamente, trató de esquivarse con estrépito de cardos pisoteados.

Se debatió queriendo desasirse de la mano que, hacia atrás, le empujaba venciendo sus garrones; pero perdió apoyo en una zanja, arrastrando en su caída al jinete, que quedó aprisionado: una pierna apretada por su peso.

Palabras de injuria vibraron en el tropel producido por la lucha.

Roberto tiró al bulto, que retrocedió con una imprecación.

Había tocado: tenía ahora que ganar tiempo, salir de la posición en que se hallaba.

El caballo, libre un momento, se levantó, proyectando su jinete a distancia. Este quiso recobrar el equilibrio, pero fue tarde.

El bulto, que no había hecho sino retroceder, volvía a la carga con mayor impulso.

Recibió el golpe en pleno vientre.

Se supo muerto; un gesto de dolor le dobló como gusano partido por la pala, largó el revólver, asiendo de ambas manos la que le hundiera el hierro hasta la guarda y la retuvo para evitar un segundo encontronazo, ya aterrorizado, la cabeza vaga, sintiendo la muerte en el vientre.

Un chorro de sangre los bañaba, uniéndolos en su viscosidad roja.

Hubo el ruido de dos respiraciones, entremezcladas en esfuerzo de angustiosa lucha.

El hierro ahondó la herida con el movimiento, despedazó la carne, abrió un boquete como cloaca que bañó de inmundo vómito cuatro manos crispadas sobre la misma empuñadura.

Y el cuerpo de Roberto tambaleó vacío de vida, cayó con un son fláccido, los ojos inmensos de terror, la boca abierta en aullido prolongado como un canto.

No humano, el vengador miró esos ojos sin vida y gruñó con voz que era estertor:

–Te la había jurao.

Y fue la dureza del hierro que choca entre los dientes, con ruido repetido y mate, la última convulsión desesperada hacia la vida, una explosión sorda y el sonido blando de una cabeza que cae sobre la tierra.

La sombra corrió hacia el cardal, luego volvió adherida a otra más grande.

El cadáver yacía, inerte, en actitud de descanso.

Sobre su vientre, el enorme desgarro de ropa y carne, mientras una mancha negruzca hacía, en torno a su cabeza, como una aureola de martirio.

Tembloroso, el caballo del matador olfateaba la tragedia; pero fue tranquilizado por las palabras sarcásticas:

–No se asuste, amigo, que ese ya no ofiende a naides.

Y el silencio, por breve tiempo roto, impuso su eternidad.

Un rebencazo sonó seco, y el matador, en brusca carrera, fue desapareciendo como diluido en la oscuridad.

Al poco quedaba un movimiento de sombra en la sombra; pronto, nada.

Y del golpe sobre el camino endurecido, un eco llegó sonoro.

Cuentos de muerte y de sangre1915

Cuento de José de la Cuadra: El final de la Teresita

(Ecuador, 1903-1941)

Narraba el viejo marino su corta pero emocionante historia, con un tono patético que si bien no convenía al ambiente —un rincón del club no muy apartado de los salones donde la muchachería bailoteaba al compás de un Charleston interminable— convenía sí a lo que él contaba.

—Regresábamos de un crucero hasta las Galápagos, a bordo del cazatorpedero «Libertador Bolivar», la unidad más poderosa que tenía entonces la armada de la República. Era yo guardiamarina, quizás el más joven entre mis compañeros; porque hace de esto, más o menos, veintitrés años. Habíamos cumplido la primera escala, luego de la travesía del Pacífico en la isla Salango, y después, siguiendo la costa de Manabí, demoramos, para hacer maniobras de artillería, entre Punta Ayampe y las islas de los Ahorcados.

—Mar bravo en esa altura —interrumpió uno de los oyentes.

—¿Usted conoce? Sí; mar bravo —continúo el narrador—, y, justamente por eso escogió el comandante esa zona para que los noveles artilleros hicieran ensayos de puntería, disparando contra blancos movedizos y pequeños: un botecillo viejo, un palo, una boya. Llevábamos dos días en maniobras; al amanecer del tercero hubimos de forzar máquinas con rumbo al norte, no recuerdo por cuál motivo, hasta colocarnos a relativamente escaza distancia arriba de las islas de los Ahorcados, que teníamos a la vista. Por cierto, continuábamos en nuestra tarea. Hacia el mediodía, advertimos que de la costa de una de las islas se separaba un bongo y que una persona avezada sin duda en el manejo del remo, lo dirigía seguramente hacia nuestro buque. Cuando la pequeña embarcación, que a cada momento las olas parecían tragarse, estuvo a suficiente distancia de nosotros, el oficial de toldilla conminó a su pasajero para que la alejara pero éste se afanaba en ademanes que claramente daban a entender que solicitaba permiso para atracar al costado del «Bolivar». El comandante, que en ese momento estaba junto al oficial de toldilla accedió a las mudas súplicas del hombre del bongo y dio órdenes para que le permitieran abordar. “A lo mejor se trata de cosa que nos interesa», dijo. Era algo inusitado que el comandante violara el severo reglamento de las naves de guerra, que terminante prohíbe que un civil suba a ellas, o se aproxime más de la cuenta, sin superior permiso o salvo casos de fuerza mayor, peor aún encontrándose la unidad en alta mar; pero el aspecto del hombre del bongo no era como para infundir sospechas, y, además, la República gozaba, por ventura, de completa paz interior y exterior: fue dos años más tarde el conflicto con el Perú. Ciertamente, no había nada que temer, amén de que de ningún modo se le permitiría al visitante conocer el sistema de defensa de la nave: sería recibido en la escala. A poco, había trepado aquél. Era un cholo viejo, como de unos setenta años, baldado de un brazo. Su figura lo señalaba como uno de esos lobos de mar nuestros, que lo mismo saben ordenar una maniobra de velas para desafiar al temporal, que conducir un barco de alto bordo, por entre peligrosas sirtes fluviales —entre Scila y Caribdis— hasta la ría de Guayaquil. Parado en el portalón de babor, con aire encogido, jugando con el jipijapa entre las manos inquietas, preguntó por nuestro comandante. «Soy yo», manifestó éste.

Un mozo que con una servida de gin se acercó a nuestro grupo interrumpió al narrador.

Así que se hubo hecho honor al aguardientillo, prosiguió el marino:

—Quisiera conocer lo bastante el dialecto de la gente costeña para reproducir el discurso del cholo con las mismas frases, con los mismos modismos por él empleados; pero, como no puedo hacer tal, trataré de, lo más fielmente que me sea posible, repetiros lo que dijo y que tanto nos conmovió: «Vea mi comandante» inició; «ustedes están haciendo tiro al blanco con los cañones y yo quiero ofrecerles un blanco bueno para que mejor aprendan a disparar los muchachos. Es mi balandra mi «Teresita» ¿sabe? Ya está muy vieja y no se puede hacer a la mar. Antes, sí. ¡Era de verla! He ido en ella hasta el Perú; y, varias veces, hasta Colombia. A Galápagos, ni se diga. Una ocasión fui —no lo ha de querer usted creer— hasta Nicaragua, por orden de mi general Alfaro, y traje de allá a veinte oficiales que venían al Ecuador a pelear con los godos. ¡Era de ver a mi «Teresita» cómo jugaba con las olas, como las esquivaba, orzando babor, orzando a estribor siempre ágil, siempre lista! La llamaban «la gata» por lo brincadora. ¡Ah, era de verla! Ahora, no. Ya está vieja; tanto como yo. Ya no puede ni siquiera navegar en bonanza, porque el menor soplo de brisa la pondría en peligro, porque el más insignificante oleaje rompería sus cuadernas y la hundiría… Mis nietos, ¿sabe?, quieren que le meta hacha, que la venda como madera vieja; que venda el palo mayor que como ése si es nuevo, puede servir para otra embarcación; que venda la lona de las velas para otras balandras… Yo no quiero eso, mi comandante; yo no quiero eso. Mi “Teresita» no merece esa muerte. Ella se tiene ganada otra distinta. A usted, mi comandante pongo por caso, ¿le gustaría con lo que ha navegado, con lo que ha peleado, morirse un mal día en su cama, de fiebre? ¿Verdad que no? Pues… lo mismo, más o menos… Y es por esto que yo quiero pedirle a usted un favor: que haga que los muchachos los guardiamarinas ecuatorianos, disparen contra mi «Teresita» para que se hunda en el mar herida de bala; para que así muera, para que así acabe… ¿cómo diría?, de una manera digna …» Lloraba el anciano cholo al pronunciar las últimas palabras. Nuestro comandante estaba francamente emocionado, y, al consultarnos con una mirada, debió leer en nuestros rostros la expresión de una emoción parecida a la suya. Seco y lacónico como era, sólo dijo el cholo: «Está bien. Traiga su balandra y póngala a tiro de cañón. Yo mismo dispararé… para mayor homenaje». El pobre hombre no sabía cómo demostrar su agradecimiento: Lloraba y reía a su tiempo mismo; y lo peor era que sus sentimientos resultaban contagiosos. Yo — lo confieso — hube de sacarme disimuladamente una rebelde lagrimita que pugnaba por deslizarse sobre mi mejilla… Volvió el cholo a la costa y lo vimos desaparecer tras las rocas de una pequeña caleta. A poco, doblando lentamente una punta, se puso a nuestra vista la «Teresita». Andaba como una vieja paralítica. El suave nordeste que hinchaba su foque y su trinquetilla, no sé por qué juego de fuerzas tensaba la mayor, haciendo que el barco se inclinara agudamente de proa. Realmente la «Teresita» era una cosa inservible; y, así, causaba asombro que un solo tripulante —su dueño— pudiera maniobrarla. Y tan bien podía hacerlo el viejo marino, que, después de corto tiempo, la había colocado a tiro de cañón, en mar abierto, frente por frente con el «Bolivar». Largo las cazavelas, dejó los lienzos tendidos, y pairó la nave. Abandónala luego y, a bordo de su bongo, enderezó hacia el costado del «Bolivar» y atracó junto a la escala. Fuele imposible pronunciar palabra cuando estuvo sobre cubierta. Bañada en lágrimas la faz, indicó con un gesto al comandante, la balandra, que allá lejos, era juguete del monstruo de «sonrisa innumerable…». Nada dijo, tampoco, el comandante. Dirigióse a uno de los cañones de proa, de antemano preparado; acomodó la puntería y disparó… La «Teresita», magistralmente herida en el metacentro, bajo la línea de flotación, comenzó a hundirse… Llena de líquido toda la capacidad de su casco, desaparecido bajo el agua la obra muerta, quedando tan sólo a la vista el velamen. Inclinóse a babor; inclinóse luego a estribor, hizo juegos de balance de popa a proa, mostrando en uno de los tales la parte posterior de la quilla; y hundiendo primero el bauprés, como una espadilla que se clavara en el lomo de una bestia y alzando al aire la popa, la «Teresita» se perdió en el abismo… Por un momento, la lona del foque, desprendida seguramente de la escolta, flotó sobre la superficie y se movió sobre ella como un pañuelo que se agitara en ademán de despedida… Acodado sobre la borda del «Bolivar», el viejo cholo, fijos los ojos en el sitio donde quedaba sepultada la «Teresita», lloraba y reía, todo a una… Lloraba y reía… Créanme ustedes que era un espectáculo capaz de poner angustia en el espíritu…

Al concluir la narración, en verdad que el marino estaba emocionado. Y nosotros, con él.


Cuento breve de J.M. Machado de Assis: Anécdota pecunaria

(Brasil, 1839-1908)

Se llama Falcão mi hombre. Aquel día –catorce de abril de 1870– quien entrase a su casa, a las diez de la noche, lo vería paseándose por el comedor, en mangas de camisa, pantalón negro y corbata blanca, refunfuñando, gesticulando, suspirando, evidentemente afligido. A veces se sentaba; otras, se apoyaba en la ventana, mirando hacia la playa, que era la de Gamboa. Pero, en cualquier lugar o actitud se demoraba poco tiempo.

–Hice mal –decía él–, muy mal. ¡Tan amigos que éramos! ¡Tan amorosa que fue siempre conmigo! ¡Iba llorando, pobrecita! Hice mal, muy mal… ¡Al menos que sea feliz!

Si yo dijera que este hombre vendió una sobrina, no me creerán; si caigo más bajo y menciono el precio, diez contos de reis, me darán la espalda con desprecio e indignación. Sin embargo, basta ver esta mirada felina, estos dos labios, maestros del cálculo, que incluso cerrados parecen estar contando algo, para adivinar en seguida que el rasgo capital de nuestro hombre es la voracidad del lucro. Entendámonos: ¡él cultiva el arte por el arte, no ama el dinero por lo que le puede dar, sino por lo que es en sí mismo! Que nadie pretenda verlo usufructuar de las grandes comodidades de la vida. No tiene una cama blanda, ni una mesa fina, ni carruaje, ni blasones. No se gana dinero para derrocharlo, decía él. Vive de migajas; todo lo que acumula es para la contemplación. Va muchas veces hasta la caja de caudales, que está en la alcoba, con el único fin de hartar sus ojos en la contemplación de las barras de oro y en los manojos de títulos. Otras veces, impulsado por un refinamiento de su erotismo pecuniario, los contempla en su memoria. En este particular, todo lo que yo pueda decir estaría por debajo de la elocuencia con que hablaría cualquiera de las cosas que él mismo podría afirmar o hacer en 1857.

Ya entonces millonario, o casi, encontró en la calle dos niños conocidos suyos, que le preguntaron si un billete de cinco mil reis que les había dado un tío, era verdadero. Circulaban por entonces algunos billetes falsos y los niños lo recordaron mientras paseaban. Falcão iba con un amigo. Tomó trémulo el billete, lo examinó bien, lo miró de un lado, luego de otro…

–¿Es falso? –preguntó con impaciencia uno de los niños.

–No, es verdadero.

–Devuélvamelo –dijeron al unísono los niños.

Falcão dobló el billete lentamente, sin quitarle los ojos de encima; después lo reintegró a los pequeños, y volviéndose hacia su amigo, que lo aguardaba, le dijo con el mayor candor del mundo:

–Da gusto ver dinero, aunque no sea de uno.

A tal punto llegaba su amor al dinero: hasta la contemplación desinteresada. ¿Qué otro motivo podía tener para detenerse frente a las vidrieras de los cambistas, cinco, diez, quince minutos, lamiendo con los ojos las pilas de libras y francos, tan prolijitos y amarillos? El mismo sobresalto con que tomó el billete de cinco mil reis, era un rasgo sutil, era el terror ante el posible billete falso. A nadie odiaba tanto como a los falsificadores de monedas, no porque fueran criminales, sino por lo perjudiciales que resultaban, porque desmoralizaban el dinero bueno.

El lenguaje de Falcão bien valdría un estudio. Cierto día, en 1864, volviendo del entierro de un amigo, aludió al esplendor del cortejo, exclamando con entusiasmo: “¡Sostenían el cajón tres mil contos!” y, como uno de los oyentes no le entendiese de inmediato, Falcão concluyó de la extrañeza del otro que en el fondo dudaba de él, y detalló: “Fulano cuatrocientos, Zutano seiscientos… Sí, señor, seiscientos; hace dos años, cuando disolvió la sociedad con el suegro, ya andaban por más de quinientos…” Y así prosiguió, demostrando, sumando y concluyendo: “¡Exactamente, tres mil contos!”

No era casado. Casarse era despilfarrar el dinero. Pero los años pasaron, y a los cuarenta y cinco empezó a sentir cierta necesidad moral, que no comprendió en seguida, y que era la nostalgia de la paternidad. No la falta de una mujer, no la de parientes, sino la de un hijo o hija, que para él sería como recibir un patacón de oro. Desgraciadamente, para cosechar tales beneficios ahora debería haber acumulado el capital en el momento debido, no podía empezar recién para ganarlo más tarde. Le quedaba la alternativa de la lotería; la lotería le dio el premio grande.

Murió su hermano y tres meses después su cuñada, dejando huérfana una hija de once años. Él la quería mucho, al igual que a otra sobrina, hija de una hermana viuda; las besaba una y otra vez cuando las visitaba; llegaba incluso al delirio de llevarles, una y otra vez, galletitas. Vaciló un poco, pero finalmente recogió a la huérfana; ella era la hija anhelada. No cabía en sí de la alegría; durante las primeras semanas, casi no salía de su casa, siempre a su lado, oyendo sus cuentos y festejándole todas sus ocurrencias.

Se llamaba Jacinta, y no era linda; pero tenía la voz melodiosa y era de modales suaves. Sabía leer y escribir, empezaba a aprender música. Trajo el piano consigo, el método y algunos ejercicios; no pudo traerse al profesor, porque el tío entendió que era mejor ir practicando lo que había aprendido, y un día… más tarde… Once años, doce años, trece años, cada año que pasaba creaba un nuevo vínculo que ataba al viejo solterón a la hija adoptiva, y viceversa. A los trece, Jacinta dirigía la casa; a los diecisiete era señora absoluta de todo. No abusó de su poder; era naturalmente modesta, frugal, medida.

–¡Un ángel! –decía Falcão a Paco Borges.

Este Paco Borges tenía cuarenta años, y era propietario de un depósito portuario de mercaderías. Iba a jugar con Falcão por la noche. Jacinta presenciaba los partidos. Tenía por entonces dieciocho años; no estaba más linda, pero decían todos que “se estaba poniendo muy atractiva”. Era menuda, y al dueño del depósito le encantaban las mujeres pequeñas. Sus sentimientos fueron correspondidos y la atracción se transformó en amor.

–¡Comencemos! –decía Paco Borges al entrar, luego de los saludos.

Las cartas eran la sombrilla de los dos enamorados. No jugaban por dinero; pero Falcão tenía tal sed de lucro, que contemplaba las propias fichas y las contaba cada diez minutos, para ver si ganaba o perdía. Cuando perdía, se apoderaba de él un desaliento incurable, y él se replegaba poco a poco en el silencio. Si la suerte se empeñaba en perseguirlo, terminaba el partido y se levantaba de la mesa tan melancólico y ciego, que la sobrina y su novio podían tomarse de las manos una, dos, tres veces, sin que él advirtiese nada.

Esto ocurría en 1869. A principios de 1870 Falcão propuso a Paco Borges una venta de acciones. No las tenía, pero olfateó una gran baja, y calculaba ganarle de una sola vez treinta o cuarenta contos a Paco. Éste le respondió diplomáticamente que andaba pensando en proponerle lo mismo. Dado que ambos querían vender y ninguno de ellos comprar, podían unirse y proponer la venta a un tercero. Encontraron al tercero, y cerraron trato a sesenta días. Falcão estaba tan contento al volver del negocio, que el socio le abrió su corazón y le pidió la mano de Jacinta. Fue lo mismo que si, de repente, empezara a hablar en turco. Falcão lo miró, pasmado, sin entender. ¿Que le diese su sobrina? Pero entonces…

–Sí, te confieso que deseo ardientemente casarme con ella, y a ella… pienso que también le agradaría casarse conmigo.

–¡De ninguna manera! –interrumpió Falcão–. No, señor; es una niña, no estoy de acuerdo.

–Pero escúchame…

–No tengo nada que escuchar, no quiero.

Regresó a su casa irritado y aterrorizado. La sobrina se desvivió queriendo saber qué le ocurría, finalmente él le contó todo, y la llamó desagradecida. Jacinta empalideció; amaba a los dos, y los veía tan unidos que no se imaginó nunca ante la disyuntiva de tener que contraponer sus afectos. A solas en su cuarto, lloró largamente; después le escribió una carta a Paco Borges rogándole por las cinco llagas de Nuestro Señor Jesucristo que no provocase ningún escándalo ni se peleara con el tío; le decía que esperase y le juraba un amor eterno.

No se pelearon los dos amigos; pero los encuentros fueron haciéndose más esporádicos y fríos. Jacinta no se reunía con ellos en el comedor, o si lo hacía se retiraba en seguida. El terror de Falcão era enorme. Él amaba a su sobrina con un amor de perro, que persigue y muerde a los extraños. La quería para sí, no como hombre, sino como padre. La paternidad natural infunde fuerzas para consumar el sacrificio de la separación; la paternidad de Falcão era impostada y, tal vez por eso mismo, más egoísta. Nunca había pensado en perderla; ahora, empero, eran treinta mil los recaudos que tomaba para evitarlo, ventanas cerradas, advertencias a la criada negra, una vigilancia perpetua, un incesante control de gestos y palabras, una auténtica caza de brujas.

Entre tanto el sol, modelo de todo funcionario, continuó sirviendo puntualmente a los días, uno a uno, hasta llegar a los dos meses del plazo convenido para la entrega de las acciones. Éstas debían bajar, según las previsiones de los dos; pero las acciones, como las loterías y las batallas, se burlan de los cálculos humanos. En aquel caso, además de burla, hubo crueldad, porque ni bajaron ni se mantuvieron estables, sino que repuntaron hasta convertir el esperado lucro de los cuarenta contos en una pérdida de veinte.

Fue entonces cuando Paco Borges tuvo una ocurrencia genial. En la víspera, cuando Falcão, abatido y mudo, paseaba por el comedor su desencanto, Borges le propuso costear solo todo el déficit, si él accedía a darle la mano de su sobrina. A Falcão se le encendieron los ojos.

–¿Que yo…?

–Exactamente –interrumpió el otro riendo.

–No, no…

No quiso; tres o cuatro veces rechazó el ofrecimiento. La primera impresión había sido de alegría, eran diez contos que no se irían de su bolsillo. Pero la idea de separarse de Jacinta era insoportable y la rechazó. Durmió mal. De mañana, encaró la situación, ponderó las cosas, consideró que, entregándole al otro su sobrina, no perdía totalmente, mientras que de no proceder así, los diez contos se esfumaban irremediablemente. Y, además, si ella lo quería y él la quería a ella ¿por qué razón separarlos? Todas las hijas se casan, y los padres se contentan viéndolas felices. Corrió a casa de Paco Borges y llegaron a un acuerdo.

–Hice mal, muy mal –vociferaba él la noche del casamiento–. ¡Tan amigos que éramos! ¡Tan amorosa que fue siempre conmigo! Iba llorando, pobrecita… Hice mal, muy mal.

Había cesado el terror de los diez contos; empezaba el hastío de la soledad. A la mañana siguiente, fue a visitar a la pareja. Jacinta no se limitó a ofrecerle un buen almuerzo, sino que, además, lo llenó de mimos y atenciones; pero ni éstos ni el almuerzo le restituyeron la alegría. Al contrario, la felicidad de la pareja lo entristeció más. Al regresar a su casa no encontró la carita tierna de Jacinta. Nunca más volvería a oír sus canciones de niña y muchacha; no sería ella quien le haría el té, quien habría de traerle, por la noche, cuando él quisiese leerlo, el viejo tomo gastado de Saint–Clair de las Islas, dádiva de 1850.

–Hice mal, muy mal…

Para remediar el daño hecho, transfirió el juego de cartas a la casa de la sobrina, y allá iba, por la noche, a vérselas con Paco Borges. Pero la fortuna cuando flagela a un hombre, le desbarata todas sus bazas. Cuatro meses más tarde, los recién casados se fueron a Europa; la soledad tomó las dimensiones de la extensión del mar. Falcão tenía por entonces cincuenta y cuatro años. Ya aceptaba con más resignación el casamiento de Jacinta; tenía, incluso, el plan de ir a vivir con ellos, ya sea gratuitamente, o mediante una pequeña retribución, que calculó que sería mucho más económica que el gasto que le demandaba vivir solo. Todo se esfumó; ahí está él otra vez en la situación en que se encontraba ocho años antes, con la diferencia de que la suerte le había arrancado la copa entre dos tragos.

Así estaban las cosas cuando cayó en su casa otra sobrina. Era la hija de su hermana viuda, que, al borde de la muerte, le pedía encarecidamente que se ocupase de ella. Falcão no prometió nada, porque un cierto instinto lo llevaba a no prometer jamás nada a nadie, pero lo cierto es que recibió a la sobrina tan pronto como su hermana cerró los ojos. No tuvo recelos de ningún tipo; por el contrario, le abrió las puertas de su casa con el júbilo de un alma enamorada, y casi bendijo la muerte de su hermana. Volvía a recuperar a la hija perdida.

“Ésta ha de cerrar mis ojos”, se decía.

No era fácil. Virginia tenía dieciocho años, sus facciones eran hermosas y originales; era esbelta y atractiva. Para evitar que se la arrebataran, Falcão empezó por donde había terminado la primera vez: ventanas cerradas, advertencias a la criada negra, salidas contadas, sólo con él y mirando hacia el suelo. Virginia no se mostró enfadada.

–Nunca fui ventanera –decía ella–, y me parece muy feo que una muchacha viva pendiente de lo que ocurre en la calle.

Otro recaudo de Falcão fue no traer a su casa sino hombres de cincuenta años para arriba o casados, cuando eran menores. Por último, dejó de inquietarse por la baja de las acciones. Y todo eso era innecesario porque la sobrina no se ocupaba de otra cosa que de él y de la casa. A veces, como la vista del tío comenzaba a disminuir mucho, le leía ella misma alguna página del Saint–Clair de las Islas. Para suplantar a los compañeros de mesa, cuando faltaban, aprendió a jugar a las cartas, y sabiendo que a su tío le gustaba ganar, siempre lograba perder. Llegaba más lejos: cuando perdía mucho, simulaba estar ofuscada o triste, con el único propósito de darle a su tío una pizca más de placer. Él entonces se reía con ganas, se burlaba de ella, le decía que su nariz era larga, pedía un pañuelo para enjugarle las lágrimas; pero no dejaba de contar sus fichas de diez en diez minutos, y si alguna caía al suelo (eran granos de maíz) bajaba la vela para recogerla.

Tres meses más tarde, Falcão se enfermó. La molestia no fue grave ni larga; pero el terror de la muerte se apoderó de su espíritu, y fue entonces cuando pudo advertirse hasta qué punto llegaba su apego a la muchacha. Cada visitante que llegaba era recibido con rispidez, o por los menos con sequedad. Los íntimos padecían más, porque él les decía brutalmente que todavía no era un cadáver, que la presa todavía estaba viva, que los buitres se equivocaban de olor, etcétera. Virginia, en cambio, nunca tuvo que sufrir un solo instante de mal humor. Falcão la obedecía en todo, con pasividad de niño, y cuando reía era porque ella lo hacía reír.

–Vamos, tome su remedio, déjese de rezongos, usted es ahora mi hijo…

Falcão sonreía y bebía el preparado. Ella se sentaba al borde de la cama, le narraba cuentos, vigilaba el reloj para darle a horario los caldos o la carne de gallina, le leía el sempiterno Saint–Clair. Llegó la convalecencia. Falcão salió a dar algunos paseos, en compañía de Virginia. La prudencia con que ésta, dándole el brazo, iba mirando las piedras de la calle, cuidándose de encarar los ojos de algún hombre, le encantaba a Falcão.

“Ésta ha de cerrar mis ojos”, se repetía. Un día llegó a pensarlo en voz alta:

–¿No es cierto que tú habrás de cerrar mis ojos?

–¡No diga tonterías!

Allí mismo, en la calle, él se detuvo, le estrechó fuertemente las manos, agradecido, no sabiendo qué decir. Si tuviese la facultad de llorar, seguramente en aquel instante sus ojos se habrían humedecido. De vuelta en casa, Virginia corrió a su habitación a releer una carta que le entregara en la víspera una tal doña Bernarda, amiga de su madre. Estaba fechada en Nueva York y traía por toda firma este nombre: Reginaldo. Uno de los párrafos decía así:

Parto de aquí en el vapor del día 25. Espérame. No sé todavía si iré a verte en seguida o no. Tu tío debe acordarse de mí; me vio en casa de mi tío Paco Borges, el día del casamiento de tu prima…

Cuarenta días después desembarcaba este Reginaldo, llegado de Nueva York, con treinta años cumplidos y trescientos mil dólares. Veinticuatro horas después visitó a Falcão, que lo recibió apenas con educación. Pero Reginaldo era fino y práctico; dio con la cuerda principal de su interlocutor y la hizo tañer. Le habló de los prodigiosos negocios de los Estados Unidos, las hordas de monedas que corrían de uno a otro de los océanos que bañaban sus costas. Falcão lo escuchó deslumbrado y le pedía más y más información. Entonces el otro le hizo un extenso recuento de las compañías y bancos, acciones, saldos de finanzas públicas, riquezas particulares, organización municipal de Nueva York; le describió los grandes palacios consagrados al comercio…

–Realmente es un gran país –decía Falcão de cuando en cuando. Y luego de tres minutos de reflexión–, pero, por lo que usted cuenta, sólo hay oro.

–Oro, sólo, no; hay mucha plata y papel; pero allí papel y oro es la misma cosa. Y ni qué hablar de monedas de otras naciones. Le mostraré una colección que traigo. Mire: para ver lo que es aquello basta fijarse en mí: fui allá pobre, tenía veintitrés años; al cabo de siete años, traigo seiscientos contos.

Falcão se estremeció:

–Yo, a su edad, –confesó–, apenas si llegaba a cien.

Estaba encantado. Reginaldo le dijo que necesitaba dos o tres semanas para contarle los milagros del dólar.

–¿Cómo dice usted que se llama?

–Dólar.

–¿Me creerá si le digo que nunca vi esa moneda?

Reginaldo sacó del bolsillo del chaleco un dólar y se lo mostró. Falcão, antes de tenerlo en su mano, lo atrapó con los ojos. Como estaba un poco oscuro, se incorporó y fue hasta la ventana para examinarlo bien de ambos lados; después lo restituyó a su dueño, elogiando mucho el dibujo y la acuñación, agregando que nuestros antiguos patacones eran también muy lindos.

Las visitas se repitieron. Reginaldo resolvió pedir la mano de la muchacha. Ésta, empero, le dijo que era preciso obtener primero la anuencia del tío; no se casaría contra su voluntad. Reginaldo no se desanimó. Se empeñó en redoblar sus atenciones para con Falcão; abarrotó al tío de Virginia de dividendos fabulosos.

–A propósito, nunca me mostró su colección de monedas –le dijo un día Falcão.

–Venga mañana a mi casa.

Falcão fue. Reginaldo le mostró la colección metida en un mueble cuyos cuatro lados eran de vidrio. La sorpresa de Falcão fue extraordinaria; esperaba encontrar una cajita con un ejemplar de cada moneda, y encontró montañas de oro, plata, bronce y cobre. Falcão les echó una ojeada general y colectiva; después empezó a observarlas en detalle. Sólo reconoció las libras, los dólares y los francos; pero Reginaldo las nombró todas: florines, coronas, rublos, dracmas, pesos, rupias, toda la numismática del trabajo, concluyó poéticamente.

–Pero ¡qué paciencia la suya para juntar todo esto! –dijo él.

–No fui yo quien las juntó –replicó Reginaldo–; la colección pertenecía al expolio de un personaje de Filadelfia. Me costó una bagatela: cinco mil dólares.

En verdad, la colección valía más. Falcão salió de allí con la colección en el alma; le habló de ella a su sobrina e imaginariamente desordenó y volvió a ordenar las monedas, como un amante revuelve los cabellos de la amada para volver a acariciarlos otra vez. Esa noche soñó que era un florín, que un jugador lo arrojaba a la mesa del lansquenet, y que él traía consigo, hacia el bolsillo del jugador, más de doscientos florines. A la mañana siguiente, para consolarse, fue a contemplar las primeras monedas que tenía en la caja de caudales; pero no encontró el consuelo que buscaba. El mejor de los bienes es el que no se posee. Días después, estando en el comedor de su casa, le pareció ver una moneda en el suelo. Se agachó para recogerla; no era una moneda, era una simple carta. La abrió distraídamente y la leyó asombrado: era de Reginaldo y estaba dirigida a Virginia…

–¡Basta! –me interrumpe el lector–; adivino lo demás. Virginia se casó con Reginaldo, las monedas pasaron a manos de Falcão, y eran falsas…

No, señor, eran verdaderas. Hubiera sido más ético que, para castigo de nuestro hombre, fuesen falsas; pero ¡ay de mí!, yo no soy Séneca, no paso de un Suetonio que contaría diez veces la muerte de César, si él resucitase diez veces, pues no retornaría a la vida sino para volver al imperio.

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Cuento corto latinoamericano de Jorge Ibargüengoitia: Mis embargos

(Guanajuato, México, 1928 – Madrid, 1983)

En 1956 escribí una comedia que, según yo, iba a abrirme las puertas de la fama, recibí una pequeña herencia y comencé a hacer mi casa. Creía yo que la fortuna iba a sonreírme. Estaba muy equivocado; la comedia no llegó a. ser estrenada, las puertas de la fama, no sólo no se abrieron, sino que dejé de ser un joven escritor que promete y me convertí en un desconocido; me quedé cesante, el dinero de la herencia se fue en pitos y flautas y cuando me cambié a mi casa propia, en abril de 1957, debía sesenta mil pesos y tuve que pedir prestado para pagar el camión de la mudanza. En ese año mis ingresos totales fueron los 300 pesos que gané por hacer un levantamiento topográfico.

Vinieron años muy duros. Cuando no me alcanzaba el dinero para comprar mantequilla, pensaba: “Con treinta mil pesos, salgo de apuros”. Adquirí malos hábitos: andaba de alpargatas todo el tiempo y así entraba en los bancos a pedir prestado. Todas las puertas se me cerraban. Encontraba en la calle a amigos que no había visto en diez años y antes de saludarles, les decía:

—Oye, préstame diez pesos.

Los domingos, invitaba a una docena de personas a comer en mi casa y les decía a todos:

—Traigan un platillo.

Con las sobras comíamos el resto de la semana.

Mi frustración llegó a tal grado que una vez que se metió un mosco en mi cuarto, tomé la bomba de flit y la manija se zafó y me quedé con ella en la mano.

“Es que el destino está contra mí”, pensé, en el colmo de la desesperación.

Pero no hay mal que dure cien años. En 1960 gané un concurso literario patrocinado por el Lic. Uruchurtu. Salí en los periódicos retratado, dándole la mano al presidente López Mateos y recibiendo de éste un cheque de veinticinco mil pesos. Mis acreedores se presentaron en mi casa al día siguiente.

El dinero lo repartí entre una señora cuya madre acababa de ser operada de un tumor, dos señores que ya me habían retirado el saludo, el tendero de la esquina de mi casa, que estaba a punto de quebrar, un viaje a Acapulco que hice para celebrar mi triunfo, unos zapatos que compré y mil pesos que guardé entre las páginas de un libro, “para ir viviendo”. La deuda más importante, que era la de doña Amalia de Cándamo y Begonia, quedó sin liquidar.

Doña Amalia tuvo la culpa de que yo no le pagara, por no presentarse a tiempo a cobrar. O, mejor dicho, no se presentó a cobrar, porque no le convenía que yo le pagara; porque no andaba tras de su dinero, sino de mi casa. La historia de doña Amalia es bastante sórdida. Yo había hipotecado mi casa en Crédito Hipotecario, S. A. y como estaba en la miseria, dejé de pagar las mensualidades. Al cabo de un año, estos señores (los de Crédito Hipotecario) se impacientaron, me echaron a los abogados, me embargaron y exigieron que les devolviera su dinero, que eran cincuenta mil pesos, más réditos, más costos de juicio, etc. Para pagar esto, yo necesitaba hacer otra hipoteca mayor. Pero no es fácil hacer una hipoteca con una compañía seria cuando el único antecedente es un embargo. Consulté con entendidos. En aquellos casos, me dijeron, se necesitaba conseguir una hipoteca particular. Fui a ver a un coyote que se hacía pasar por “agente de bienes raíces”, tenía una secretaria bastante guapa y eficiente, un hijo ingeniero y varios aspirantes a la clase media sentados en la sala de espera. El señor Garibay, que así se llamaba, era viejo, sordo, calvo y casi retrasado mental. Nunca supo si yo quería invertir sesenta mil pesos o si quería pedirlos prestados. Tuvimos varias entrevistas desalentadoras.

Cuando ya había yo perdido toda esperanza, se presentó en mi casa doña Amalia de Cándamo y Begonia. Venía acompañada del doctor Rocafuerte, que no sería su marido, pero sí era su consejero. Venían de parte de Garibay a ver la casa, porque tenían interés en “facilitarme” el dinero que yo necesitaba.

La casa les encantó. Y yo, más. En mi rostro se notaban la imbecilidad en materia económica que es propia de los artistas y la solvencia moral propia de la “gente decente”.

—¡Ah, cuadros existencialistas! —dijo el doctor Rocafuerte cuando vio los abstractos que yo tenía en mi cuarto. Era un viejo bóveda, de ojeras negras y pelo blanco, de voz cavernosa y modales draculenses. Alto y reseco.

Doña Amalia, que llevaba un sombrerito bastante ridículo, se sentó en un equipal. A pesar de sus cincuenta y tantos, tenía buena pierna. En general, puede decirse que hubiera estado buena, si no hubiera sido por la pinta de autoviuda que tenía. Muy peripuesta, con su sombrerito, su velito, que le tapaba las narices (y probablemente las verrugas), su traje sastre café, muy arreglado, sus guantes beige, con las manos cruzadas sobre las piernazas. Como diciendo: “Yo no quiebro un plato, pero sé defenderme.”

—¿Qué le parece si en vez de sesenta mil le prestamos setenta? —me preguntó Rocafuerte, cuando ya se iban.

 —Vengan de allí —contesté.

—Qué bueno que quiera usted todo el dinero —dijo doña Amalia—. Es lo que me dejó mi marido y no sabría qué hacer con el resto.

Se fueron en un coche negro, tan fúnebre como Rocafuerte.

Si me hubiera extrañado que alguien se interesara en prestarle dinero a quien evidentemente era un paria de la sociedad, en el despacho del notario Ángulo hubiera encontrado la explicación del misterio. Yo era un paria, pero un paria con casa propia. Doña Amalia me prestó el dinero, no porque creyera que yo podía pagarle, sino precisamente porque sabía que no iba a poder pagarle. Es decir, metió setenta mil pesos, para sacar, no los réditos, sino la casa.

En la notaría de Ángulo, entre éste, Garibay y doña Amalia, me dieron un golpe del que todavía no me recupero. Habíamos hablado de intereses a razón del 1.5% mensual, y así decía la escritura, nomás que pagaderos en mensualidades adelantadas. Si pasaba el día 15 y yo no liquidaba, los intereses subían al 2.5%. Si pasaban dos meses sin que yo pagara, doña Amalia tenía derecho de embargarme y yo tenía que pagar las costas y dos mensualidades de castigo. La hipoteca vencía en dos años; si pagaba yo antes, dos meses de castigo. Si pagaba yo después, dos meses de castigo. Si no me gustaba la escritura, dos meses de castigo, liquidación de honorarios a Ángulo, por el trabajo que se tomó en redactar mi sentencia de muerte, y liquidación a Garibay, que se llevaba una comisión del 3 % por conseguir quién me trasquilara. La escritura no me gustó, como es natural, pero como no tenía los siete mil pesos que me hubiera costado decirlo, no dije nada y firmé y cada quien tomó su parte y yo me fui a casa, con los tres mil pesos que me sobraron, a tratar de olvidar la pata que había metido.

Los dos primeros meses no hubo problemas, pero llegó el día primero del tercero y el quince y el último y el día primero del cuarto y el quince y yo no tenía dinero para pagar la mensualidad.

En aquel entonces, yo andaba tratando de cobrar un dinero que me debía el Instituto de Bellas Artes. Como me hicieron subir al tercer piso y bajar al primero y esperar en el segundo, y buscar la firma de un señor que se había ido de vacaciones y el visto bueno de otro que tenía peritonitis, no tuve el dinero sino hasta el día veinte, un Miércoles Santo, a las dos y media de la tarde. Inmediatamente fui a casa de doña Amalia, que vivía en la que le había dejado su marido en las Lomas de Chapultepec.

Cuando llegué, doña Amalia, sus dos hijas y el doctor Rocafuerte se disponían a emprender un viaje de vacaciones a Tequesquitengo. Las muchachas le decían al doctor “tío”.

—Pues imagínese, señor Ibargüengoitia —me dijo doña Amalia—, que ya el abogado tiene los papeles y órdenes de embargarlo.

—¿Pero cómo es posible, señora? Si apenas estamos a día veinte y aquí está el dinero.

Le enseñé el dinero. Eran tan avaros, que nomás de verlo suspendieron el viaje a Tequesquitengo. Bajaron a las niñas del coche y fuimos a buscar el abogado para que detuviera el embargo.

—Esta operación ya no nos conviene —dijo el doctor Rocafuerte—. ¿No podría usted liquidarnos, señor Ibargüengoitia?

—De ninguna manera, doctor —le dije. Me explicaron que habían aumentado los impuestos sobre préstamos hipotecarios y que les estaba saliendo más caro el caldo que los frijoles.

—Si no fuera por eso —dijo doña Amalia—, no hubiéramos pensado en embargarlo tan pronto. Después platicamos de problemas morales. —Los hombres —dijo doña Amalia—, cuando están jóvenes, abandonan a sus mujeres y se van con otras. Después, cuando ya están viejos y enfermos de diabetes, de cáncer en la próstata o de sífilis, regresan a buscar compañía. ¡No hay derecho!

Yo pensé: “Así ha de haber sido el difunto Cándamo.” Aunque pensándolo bien, de Cándamo no sé ni si es difunto.

—Trata de ser comprensiva, Amalia —dijo el doctor Rocafuerte, que iba manejando. Dijo varias cosas en este tono y remató con—: El nexo del matrimonio es indisoluble. Esa noche no pudimos encontrar al licenciado Reguero, que se había ido a hacer los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, de los que salió muy purificado el lunes siguiente. De nada me sirvió. Ese lunes yo pagué dos meses de intereses a razón del 2.5% y novecientos pesos de honorarios al purificado, por redactar una demanda de embargo que no llegó a ser presentada.

Quedé muy tranquilo, sintiéndome “al día”. Pero me duró poco el gusto, porque los meses pasaron y la cuenta creció. Un día, hojeando el periódico, me encontré con la noticia de una cena organizada por doña Amalia, a la que había asistido nada menos que “el marqués de Rocafuerte”.

—Marqués de la Chifosca Mosca —dije y cerré el periódico.

 Al día siguiente, como maldición, me los encontré en la Librería Británica. Andaban comprando libros de pintura para hacer un regalo.

—Señor Ibargüengoitia —me dijo Rocafuerte—, hace mucho que no sabemos de usted.

Doña Amalia, que como de costumbre llevaba sombrerito, me miró como diciéndome: “¡Está usted dejándome en la calle, sinvergüenza!”

Me sentí un canalla. ¡Arrebatarles el pan de la boca a doña Amalia y a sus dos hijas de puta! ¡Se necesitaba tupé! Pues siguieron pasando los meses y vino el licenciado Reguero con un actuario a mi casa y me embargaron.

—No se apure —me dijo Reguero—. Doña Amalia es muy brava, pero yo trataré de defender sus intereses… quiero decir, los de usted.

Dijo esto, porque él sería el abogado de doña Amalia, pero después de todo, el que iba a pagar sus honorarios era yo.

—Procuraré retardar el juicio. Tiene usted tres meses para pagar.

Poco después de esto ocurrió lo del cheque que me entregó López Mateos, que como ya dije, de nada les sirvió a ellos, porque no vieron un centavo.

La mente de aquellos prestamistas era bastante extraña. Nunca creyeron que yo fuera a pagarles y sin embargo, cuando no les pagaba, se ofendían. Que yo saliera en el periódico de la mano de López Mateos y con veinticinco mil pesos y que no fuera para echarles un telefonazo, les daba mucho coraje.

Quiso mi mala suerte que en el viaje que hice a Acapulco para celebrar mi triunfo, me los encontrara; nada menos que en el bar del Hotel Presidente.

—Señor Ibargüengoitia, ya no tengo ni qué comer —me dijo doña Amalia.

—Pues yo tampoco —le contesté y pedí un Planter’s Punch.

 Mientras el juicio de embargo seguía su curso, empecé a buscar dinero para liquidar antes de que mi casa saliera a remate.

Fui a ver al señor Bloom, el conocido agiotista. Me dijo primero que no tenía dinero, después, que la cosa estaba muy difícil por el embargo y por último, que algo se podría hacer si estaba yo dispuesto a pagar el 3% mensual. Cuando le dije que sí lo estaba, me dijo, mirándome paternalmente:

—No se preocupe. Salvaremos la casa.

 Fui a Guanajuato a entrevistarme con otro grandísimo ladrón, muy respetado en esa ciudad.

—Tú pones la casa a mi nombre y yo te consigo el dinero al 2.5% —me dijo, convencido de que me hacía un gran favor.

El dinero, huelga decir, era suyo, pero prefirió hacer un teatrito y hasta me presentó a un señor que según él era quien iba a financiar la operación. Este señor era tan imbécil que no pudo aprenderse su papel que consistía en decir “sí” y se fue sin decir nada.

—Éste es un bandido —me dijo el grandísimo ladrón, cuando salió su palero—, ten mucho cuidado con él.

Yo decía que sí a todo, con tal de salir del lío.

Cuando regresé a México, me encontré con que doña Amalia y Rocafuerte habían ido a visitar a mi madre.

—¿Ya vio que su hijo salió en los periódicos? —le preguntaron y le entregaron un ejemplar de El Universal que decía: “Al margen, un sello que dice ‘Estados Unidos Mexicanos. . ., etc.”

Era la notificación del remate.

—Nosotros hemos hecho todo lo que estuvo de nuestra parte —le dijo doña Amalia a mi madre—, pero su hijo no paga. Compréndame usted: yo tengo que mantener a mis hijas.

También fueron a ver a mi primo Carlos, que es la gran cosa en el Banco Nacional de México.

—¿Qué el Banco no podrá hacer nada por este muchacho? —le dijo Rocafuerte a Carlos—. A usted no le conviene que el nombre de la familia ande revolcándose en los tribunales.

—¿Para qué le prestaron dinero, si sabían que era un bohemio? —les contestó Carlos—. Él nunca ha dicho que no es bohemio.

El Banco, huelga decirlo, no podía hacer nada. A mi casa empezaron a llegar ancianos, de los que se dedican a desvalijar ahorcados.

—¿Esta es la casa que va a salir a remate? —preguntaban.

—Sí, pero no está en venta —les contestaba yo y cerraba la puerta.

Mientras el señor Bloom y el agiotista guanajuatense aparecían con el dinero; fui a ver a un amigo de la familia que tiene una agencia de bienes raíces y está podrido en pesos.

—Te vendo mi casa en ciento cincuenta mil —le dije.

—¡Válgame Dios! Pues, ¿para qué te dedicaste a escritor? ¡Ahora van a quedarse en la calle! —me contestó, pero ni me compró la casa, ni me prestó el dinero.

Recibí carta de Guanajuato que me decía que la operación era tan arriesgada que sólo se podría hacer si yo estaba dispuesto a pagar el 3.5% en vez de 2.5, como habíamos quedado. Yo estaba dispuesto a todo, porque de cualquier manera no pensaba pagar los intereses. Mi plan era: conseguir el dinero, escapar al remate y esperar un milagro.

También traté de transar con doña Amalia y el marqués.

—Quédense con la casa, déjenme vivir en ella tres años y estamos a mano.

—Usted está soñando —me dijo el marqués y habló sobre las ilusiones que la gente se hace sobre el precio de sus propiedades.

Después me explicaron el asunto. Yo debía veintinueve mil pesos de réditos, intereses moratorios, gastos y costas; más los setenta mil que me habían dado antes, eran noventa y nueve mil pesos. La casa iba a salir a remate en noventa y nueve mil y un pesos. Como no iba a haber pujadores (me explicaron que en estos casos nunca hay pujadores), la casa se iba a rematar en noventa y nueve mil y un pesos, a ellos. Se iban a quedar con la casa, me iban a entregar un peso y asunto concluido.

Ya hasta me daba risa. Veía todo perdido. Compré un libro sobre almirantes ingleses y pasaba muchas horas encerrado en mi cuarto, leyéndolo y esperando a que viniera la autoridad a sacarme. Cuando venían visitantes, les contaba que el sábado iban a rematar mi casa.

Pero no la remataron, porque el milagro que yo esperaba ocurrió: alguien, en quien yo ni había pensado, me prestó cien mil pesos a diez años y con intereses del 10% anual. Mi madre insiste en que fue un milagro de San Martín de Porres.

Pero milagro o no, el caso es que el viernes anterior al remate, llamé a doña Amalia y le dije que ya le tenía el dinero.

El remate se suspendió. Cuando cancelamos la hipoteca, doña Amalia me dijo:

—¡Qué suerte la de usted, en haber caído con personas decentes, porque andan muchos por allí que son verdaderos lobos!

Y el notario, antes de leer la escritura de cancelación, me dijo:

—A usted hay que darle un tirón de orejas, por descuidado. ¡Si no fuera por lo paciente que ha sido doña Amalia, le hubiera ido requetemal!

Y cuando ya estaba todo firmado y ellos habían recibido su dinero, el doctor Rocafuerte y marqués de lo mismo, me dijo, con gran solemnidad:

—Queremos decirle, señor Ibargüengoitia, que nos da mucho gusto que haya usted salvado su casa. Ha sido para nosotros un verdadero placer tratar con una persona tan honrada y cumplida como usted.

Nos despedimos casi de beso, pero cuando los vi de espalda, les menté la madre.

La ley de Herodes y otros cuentos (1967)

Cuento de José B. Adolph: Marta

(Chile, 1933-2008)

La batalla final, me dije, no es la del bien y el mal: es aquella que, en el universo minucioso de cada día, enfrenta diversos niveles del infierno. Dios y sus eufemismos –oníricas emanaciones del caos se disuelven como la tartamudeante incoherencia de un loco. (Marta me mira desde su escritorio, seis metros más allá. ¿Sonríe? Se acerca; lee por sobre mi hombro: “Dios y sus eufemismos, oníricas emanaciones…”. Menea la cabeza en simulado escándalo. Dice: “Joyce no eres aparatoso cocodrilo” y vuelve a su sitio. Unas lágrimas me chorrean hacia adentro –nunca hacia fuera–, no por su esbozo de justísima  crítica literaria, sino porque es tan espantosamente inocente, tan patológicamente sana).

Pongamos las cosas así: Marta trabaja en esta redacción desde hace seis meses, durante cuyo transcurso se ha enamorado cinco veces, tres de las cuales la portaron hacia otros tantos lechos. El promedio de duración de cada romance: 2,4 semanas. Ninguno de sus ¿qué? ¿amantes, enamorados, pretendientes, pretendidos, ilusiones, oníricas emanaciones de su deseo  y de su soledad? pertenecía, a alguien gracias, a esta redacción. Dos poetas, un periodista de otro corral, un esotérico traficante internacional de mercaderías turbias pero no ilegales y un destacado miembro del partido que nos gobierna. Marta no es ni joven ni vieja: exactamente treinta años, con tendencia a ser algo gorda pero sin serlo todavía, cómoda melena negra sobre un rostro algo jadeante; escribe bien pero poco, carece de un concepto definido del tiempo –quiero decir, de la hora–, es asombrosamente inteligente y, como suele ocurrir, asombrosamente estúpida: lo que dije, sana. Básicamente cree en la gente, sobre todo en los hombres. Con su séptimo amante, y ni un minuto antes, tuvo su primer orgasmo con un hombre. Sabe la verdad sobre las personas (pese a lo afirmado anteriormente) y no sabe nada. Quiere todo y no quiere nada. Es la suma de persona de sexo femenino más inteligencia más sexualidad largo tiempo reprimida o desviada: se sigue desviando, ahora hacia la bondad. Trato de ser cínico y no puedo. No con ella. O sobre ella.

Me quiere mucho, y yo a ella: yo fui el séptimo, tres o cuatro años atrás. Ahora la relación ha ¿ascendido? ¿descendido? ¿variado? hacia una cariñosa amistad. Pero todo eso es otro tema. O me da la gana que lo sea.

Sigamos poniendo las piezas. Decía que la batalla final, etcétera, y hablé de los niveles del infierno, de ese infierno que el idiota solitario y retraído de Sartre ubicaba en el Otro. Ni Marta ni yo hemos mencionado que sabemos que el infierno es, en realidad, la ausencia del Otro. No somos alsacianos hijos únicos, feos y perversos, que ven los fieros ojos judíos de Dios en los demás: buena parte de nuestras vidas, ¿eh, cocodrilo?, consiste en agradecer cualquier mirada, cualquier odioso rayo láser en nuestra soledad. Aparatoso cocodrilo, ¿eh? No, Joyce no soy, aunque mi grosera sexualidad. Pero basta.

Cuando Marta me sonríe a través de la redacción, sé que ha vuelto a sonar la campana y que se inicia un nuevo round: Marta ha conocido a alguien. Como se puede apreciar, no juzgo. Describo. Continuará así: magia. Esa es la palabra que ella usa. ¿Y por qué no? Mi grosera sexualidad etcétera utiliza otros términos. Sostengo, inútilmente, que el amor (o la magia) no aparece cada 2.4 semanas. El deseo, sí. Lo que en los perros –seres menos atribulados que Joyce– se denomina celo. Marta, indignada quizás con razón, deja de sonreír y pone cara de haber chupado un limón. Por mi parte, pienso que ambos exageramos: hay algo que puede aparecer cada 2.4 semanas, o no abandonarnos nunca, como una veleta que gira con el viento sin abandonar el techo: la soledad.

¿Cómo resumir sin traicionar la intrincada y a la vez sencilla personalidad de Marta, sobre todo en un país en el cual consciente o inconscientemente, sincera o hipócritamente, la combinación de intelecto con ovarios no suele ser popular? Pienso que la descripción está implícita en la pregunta. En la práctica, eso significa que la soledad en una mujer así adquiere una especial dimensión de inseguridad y contradicción: el quiero-no quiero, habitualmente desplegado en años o siquiera meses, en ella puede encogerse a minutos en torno a un par de cafés. Hasta ahora no la conozco. Quiero decir: hasta ahora no sé qué siento cuando me sonríe. Quiero a mi esposa y siempre la quise, y me dicen los que saben –entre ellos Marta, que sabe todo y nada sabe– que no se puede amar a más de una persona a la vez. Alguien debe estar equivocado, además de Sartre.

¿Dije que tiene treinta años? Creo que sí, pero esa es una falacia: en puridad, Marta es una adolescente que se observa a sí misma desde su temprana vejez. Sólo que –y por eso anoto esto– de pronto suspende todo juicio y junta briznas de un hombre para construir otro, productor de magia, como un pajarito fabricando un nido. Luego, se sienta a empollar y se viene abajo: no había nido; sólo briznas. Pero no es inconsciente: sabe lo que ocurre; quizás necesite que ocurra.

Hablando de niveles de infierno, descubro quién es el escogido esta vez: es de casa. Un redactor nuevo. Entre 35 y 40 años, casado, dos hijos, esbelto, atractivo, capaz en su oficio. Sonríe de vez en cuando pero no es frívolo; más bien algo solemne. Lo he adivinado con facilidad: Marta nunca supo ocultar sus sentimientos, aunque se considera una gran conspiradora. Miradas, miradas, miradas. Para mí es suficiente; suspiro; como un personaje de historieta norteamericana me digo: «aquí vamos otra vez». ¿Estoy celoso? Estoy celoso.

(Como si lo viera: lo rodea, le conversa, se sienta a su lado, le consulta, le habla de Lima nocturna y de la apasionante locura de sus personajes. Se hace invitar un café o, si el tipo es de aluminio, lo invita ella. Poco después, sus caderas chocarán contra el escritorio o derribará un azucarero o se tomará un trago y se chorreará la barbilla).

Y ahora supongamos lo siguiente: el tipo está más bien intimidado. Piensa: si a estas alturas engañara a mi mujer, sin duda no sería con una periodista escandalosa y romanticona. Por otra parte, y aquí reaparece aquello de mi sexualidad grosera y etcétera, un polvo fácil no es de despreciar, pero por otro lado y por otra parte y a su vez y más bien, etcétera nuevamente. Y Marta piensa: claro me gusta pero el sexo no es lo único pero si dura puede convertirse en magia aunque la magia no dependa del sexo aunque sí dependa mejor me olvido de todo pero qué debo decirle si le digo que me invite un café va pensar que yo pero si no le digo pensaré que yo y si le escribo una notita amorosa pensará que yo mejor me olvido de todo pero me gusta y es justo lo que ando buscando pero. Y así.

Situación tal no puede durar eternamente, me digo. Redoblo mis esfuerzos con la máquina de escribir y fabrico diez centímetros más de insulsa objetividad. Pienso: por todas partes crecen los malentendidos, regados por la definitiva inteligencia de Dios. El redactor nuevo cacarea y se ríe con unos colegas allá al fondo de la sala. ¿Será posible que uno de ellos haya mirado furtivamente a Marta antes de lanzar otra de sus carcajadas criollas? Es posible. De hecho. Estoy preocupado. Sé que ha ocurrido antes, pero yo no lo he visto. Ahora, la azucarada mezquindad de la traición se está esculpiendo ante mis ojos. Marta, ciega y sorda, tararea algo mientras redacta. Yo enciendo un cigarrillo y miro a la pared.

Al día siguiente Marta me invita un café. Salimos a la cafetería. Reconozco su mirada de insegura felicidad. Me muestra un papelito sucio y varias veces doblado: lo que me temía. Un poemita anónimo. Me excuso de reproducir su aparatosa banalidad; no lleva firma. “Apareció sobre el rodillo de mi máquina”, me dice Marta. “¿Crees que sea de él?”.»

“¿Sobre tu máquina? ¿En un lugar público?”. Sé que pierdo la guerra, esa guerra emprendida para salvarla de una ilusión rota. ¿Salvarla por qué? El resto es silencio.

“Es que podría ser que…”. Me ahorro la lista de salvavidas que Marta emprende para cubrir lo obvio con las sedas del misterio. Resumamos: a la noche siguiente, yendo al baño de la dirección que es el más limpio –o el menos sucio– del periódico, oigo jadeos en la oscura oficina de la subdirección. Conozco uno de los jadeos: no necesito mirar.

Al volver a la redacción, el grupito de amigos del nuevo calla de pronto y se disuelve. Naturalmente, el portador de la magia les ha hecho un divertido discursito anunciando sus próximos minutos de gloria y jadeo. Como si lo estuvieran viendo en un videotape. Decido irme antes de que la feliz pareja retorne.

Al día siguiente, Marta llega temprano. Siento un vacío: me lo va a contar todo, como siempre. El hombre todavía no ha venido. Marta se sienta a mi lado y sonríe de oreja a oreja mientras me entrega otro papelito. No necesito abrirlo.

“Yo le dejé este poema en su escritorio anoche”, me dice. “¿No quieres leerlo?”.

Lo leo. Como poema, no está mal. Como cualquier otra cosa, es horrendo. Respiro con dificultad. Me evado hacia mi grosera sexualidad:

“¿Antes o después de tu inspección a la subdirección?”.

Chupa su limón. “Asqueroso”, dice. “Antes”.

“Marta”, le digo, y no puedo decir más.

“¿La nueva moda es seguirme en la oscuridad?”, pregunta. No ha comprendido nada. Un par de integrantes del grupito hace su ingreso, saluda con extrema efusividad a Marta y a mí. Marta mira hacia la puerta: ya sabemos a quién espera. A quien espera, debo escribir para dar una imagen más exacta. Tiene la cabeza erecta, con orgullo y expectación. Es feliz.

Extraído del libro de cuentos La batalla del café, publicado en Lima en 1984 
Fuente: Contranatura.org

José B. Adolph :Cuentos Completos: Tomo Uno: Volume 1
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Adolph, Mr José B (Autor)
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Un cuento muy breve de Alejo Carpentier: El entierro de Henri Christophe

El gobernador entreabrió la hamaca para contemplar el rostro de Su Majestad. De una cuchillada cercenó uno de sus dedos meñiques, entregándolo a la reina, que lo guardó en el escote, sintiendo cómo descendía hasta su vientre, con fría retorcedura de gusano. Después, obedeciendo a una orden, los pajes colocaron el cadáver sobre el montón de argamasa, en el que empezó a hundirse lentamente, de espaldas, como halado por manos viscosas. El cadáver se había arqueado un poco en la subida, al haber sido recogido, tibio aún, por los servidores. Por ello desaparecieron primero su vientre y sus muslos. Los brazos y las botas siguieron flotando, como indecisos, en la grisura movediza de la mezcla. Luego solo quedó el rostro, soportado por el dosel del bicornio, atravesado de oreja a oreja. Temiendo que el mortero se endureciera sin haber sorbido totalmente la cabeza, el gobernador apoyó su mano en la frente del rey, para hundirla más pronto, con gesto de quien toma la temperatura a un enfermo. Por fin, se cerró la argamasa sobre los ojos de Henri Christophe, que proseguía, ahora, su lento viaje en descenso, en la entraña misma de una humedad que se iba haciendo menos envolvente. Al fin, el cadáver se detuvo, hecho uno con la piedra que lo apresaba. Después de haber escogido su propia muerte, Henri Christophe ignoraría la podredumbre de su carne confundida con la materia misma de la fortaleza, inscrita dentro de su arquitectura, integrada con su cuerpo haldado de contrafuerte. La Montaña del Gorro del Obispo, toda entera, se había transformado en el mausoleo del primer rey de Haití.

El siglo de las luces: 2 (Contemporánea) 

Una narración corta de Pedro Lemebel: La historia de Margarito

(Chile, 1952-2015)

Tendría que arremangarme los años para recordar a Margarito, tan frágil como una golondrina crespa en la escuela pública de mi infancia. La escuelita Ochagavía, «nuestro norte luz y guía», voceaba el himno de la mañana escolar, ya borroso por los tierrales secos en la zona sur de Santiago, en esas nubes de polvo donde los niños machos pichangueaban el recreo; los hombrecitos proletarios, jugando juegos de hombres, brusquedades de hombres, palmetazos de hombres. Tan diminutos y ya ejercían las ventajas del machismo burlón, humillando a Margarito, riéndose de él porque no participaba del violento rito de la infancia obrera. Porque se mantenía distante mirando de lejos al cabrerío revoltoso revolcándose en el suelo, mancornados a puñetazos en la competencia matona de esa enana virilidad.

Y parecía que Margarito, vaporoso, despreciaba profundamente la prepotencia de sus compañeros, esa única forma bruta de comunicarse que practican los hombres. Por eso se aislaba de los grupos en la soledad mocosa de anidarse un rincón lejos del patio. Margarito nunca reía en la bandada jilguera que animaba la mañana. Margarito no era feliz, como todos los niños a esa edad cuando el mundo es una pelota de barro azul. Margarito tenía los ojos grandes, siempre anegados a punto de llorar, al borde lagrimero de su penita; por cualquier cosa, por el chiste más insignificante soltaba la muda catarata de su llanto. Margarito era así, un pajarillo sentimental que regaba la tierra seca de mi escuela pobre. Margarito era el hazmerreír de la clase, el juego preferido de los cabros grandes que le gritaban «Margarito maricón puso un huevo en el cajón». No lo dejaban en paz con la letanía cruel de ese coro que no paraba hasta hacerlo llorar. Hasta que sus ojazos nerviosos se vidriaban con el amargo suero que hería sus mejillas.

Margarito era así, un pétalo fino y lluvioso en medio de la borrasca pioja del piñén estudiantil. A esa edad, cuando la niñez asume la perversión como un entretenido juego torturando al más débil, al más diferente del colegio, que escapaba al modelo masculino impuesto por padres y profesores. Y ese era el caso de Margarito, nombrado así, burlado así, por los pailones del curso que, groseros, imitaban su caminar de pichón amanerado, sus pasitos coligües cuando tenía que salir a la pizarra transpirando, como pisando huevos en su extraño desplazamiento de cigüeña cachorra rumbo a la patriarcal educación.

Lo recuerdo tan solo, en ese tristísimo exilio de princesita traspapelada en un cuento equivocado. Lo veo así, al borde de la crisis esa mañana del sesenta cuando Caritas-Chile regaló un montón de ropa norteamericana para la escuelita Ochagavía. Eran fardos gigantes de pantalones, poleras, zapatos, camisas y casacas que los curas habían seleccionado para los niños varones. Tiras usadas que el imperio repartía a Sudamérica para tranquilizar su conciencia. Trapos multicolores, que los chiquillos se probaban entre risas y tirones. Y en medio de esa alegre selección, apareció un vestido, un largo y floreado camisón que los cabros sacaron calladamente del bulto. Lo extrajeron mirándose con maldadosa complicidad. Margarito, como siempre, flotaba más allá del bullicio en la balsa expatriada de su lejano navegar. Por eso no se percató cuando lo rodearon sujetándolo entre todos, y a la fuerza le metieron el vestido por la cabeza, vistiéndolo bruscamente con esa prenda de mujer. Creo que nunca olvidaré esa escena de Margarito con los ojos empañados, envuelto en la percala floral de su triste primavera. Lo veo a pesar de los años, interrogando al mundo que se cerraba para él en una ronda de carcajadas. Lo sigo viendo acurrucado, como una palomita llorona mirando las bocas burlescas de los niños, desfiguradas por el océano inconsolable de su amargo lagrimal.

Han pasado los años, llorosos, terribles, malvados, y jamás se me forró ese cuadro, como tampoco la chispa agradecida que brilló en sus pupilas cuando, compartiendo las burlas, me acerqué para ayudarlo a quitarse el vestido. Nunca más vi a Margarito desde ese final de curso, tampoco supe que pasó con él desde esa violenta infancia que compartimos los niños raros, como una preparatoria frente al mundo para asumir la adolescencia y luego la adultez en el caracoleante escupitajo de los días que vinieron coronados de crueldad. Es posible que su pasar de alondra empapada haya naufragado en esa travesía de intolerancia, donde el trote brusco del más fuerte estampó en sus suelas el celofán estropeado de un ala colibrí.

Mi amiga Gladys, de Pedro Lemebel 

Cuento de Ednodio Quintero: Esperando el zarpazo

El zamuro permanecía inmutable, apenas su negra capa se iba decolorando al lento paso de los días sin esperanza. Mi situación, sórdida y latente, no experimentaba cambio alguno a no ser la gradual convicción del cercano fin. Una constante: la oscura presencia del zamuro. No tenía necesidad ni de recurrir a la simbología ni de enredarme en complicadas deducciones, todo estaba claro como limpio cristal: el señor capa negra esperaba mi muerte. En base a esto todas las defensas de mi maltratado organismo se orientaban el sentido de postergar el inevitable desenlace. Por un extraño mecanismo cuya razón no logro comprender —tal vez el instinto de conservación común a todos los animales—, el escurrirse del tiempo fue aumentando mi resistencia llegando en el paroxismo a convertirme en un ser sordamente agresivo. Sabía que soportaba más allá del límite de mis fuerzas normales. El prolongado ayuno no había disminuido mi poder perceptivo, al contrario, lo había afinado. Con el tiempo y la ejercitación logré captar claramente la respiración del zamuro, sofocada durante el cálido día, calmosa durante la noche. Mi vista apreciaba el más leve movimiento de su capa, el más tenue brillo de una de sus plumas.

Mi posición no era muy favorable, confinado a una húmeda y sombría cueva. Boca arriba, paralizados todos mis movimientos, contemplando la insistente espera del podrido caballero de la negra capa. Como fondo de aquel desconsolador cuadro un pedazo de cielo de un azul triste desteñido.

No sé cuántos siglos se fueron por la cloaca. Casi gris el zamuro envejece. El árbol torcido donde espera desde el primer día adquiere consistencia de piedra.

Otro día el viento sopló con furia de perro rabioso: presagio. La resistencia acumulada en mi cuerpo cristalizó en aullido. El zamuro cayó como manzana podrida: señal. Impulsado por un oculto resorte me incorporé con agilidad felina y avancé hasta la salida de la cueva. Comprendí. La espera había culminado. El otro era la víctima.

Ednodio Quintero

No. 56, Diciembre 1972 – Enero 1973

Tomo IX – Año IX

Pág. 375

Fuente del texto

Cuento breve de Juan Carlos Onetti: Mañana será otro día

(Uruguay, 1909-1994)

La lluvia había dejado las Ramblas casi vacías y solo quedaba gente agrupada en el café encristalado donde, desde meses atrás, no la dejaban entrar.

La Sonia, de pie en el portal de la casa vacía, vio que la lluvia pasaba fatigada, amansa llovizna, la vio cesar mientras crecía el frío del viento, y pensó que aquello era un signo de buena suerte. Un poco más lejos, del otro lado del ancho paseo, las luces de la ciudad comenzaban a encenderse. Empezaba la noche y respirando el aroma tristón de su abrigo mojado, la Sonia pensó que también empezaba la esperanza. Sonrió, sin creer de verdad, como una niña a la que le recitaban un cuento ya oído e inverosímil.

Volvió a tantear la rizada peluca rubia y con gran cuidado –tenía las uñas muy largas– fue estirando las medias caladas que sostenía el portaligas.

Volvió a sentir hambre y recordó que tenía un sándwich de jamón en el bolso. Pero no podía estropear el dibujo de boca que se había hecho con el rouge y con tanto cuidado. También recordó que hasta fin de mes estaba en orden con la policía y se obligó a caminar, acercándose al borde de las aceras para sonreír a los coches, mover las caderas y detenerse fingiendo buscar algo en la enorme cartera. Pero nada, nadie, y sin dinero para probar suerte en los bares donde todavía le dejaban entrar.

Era la noche y después fue la madrugada en el barrio sucio de la gran ciudad. Y Sonia, ya sin hambre, casi sin esperanzas continuaba caminando sobre el dolor de los tacones de aguja.

Se repitieron los diálogos breves con los hombres que pasaban.

–Vamos. ¿Vienes?

–Que te den por saco.

–Eso quiero. También yo te puedo dar si quieres enterarte.

Hombres y hombres y su asco por ellos. La luz limpia amenazaba llegar desde el puerto y las otras se iban apagando. Subió las escaleras pisando con las caras medias de seda. Abrió la puerta manchada.

–¿Cómo te fue?

–Como la mierda, nena. Estoy hambriento. Creo que teníamos una lata de sardinas y quedó pan del desayuno.

El chico, moreno y flaco, se levantó de la cama y se puso a revolver el armario; dijo con voz de mimo y queja:

–Todavía no me besaste.

–Ahora.

Frente al espejo, la Sonia se quitó la peluca y se acarició las mejillas.

–Otra vez barbuda.

Después se desnudó y estuvo mirando los pechos hinchados con parafina y el sexo que le colgaría tembloroso e inútil hasta después de las sardinas.

Relato corto de Manuel Mujica Láinez: Narciso

(Argentina, 1910-1984)

Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo.

Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.

Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.

Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni la melodía más sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el interior.

Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono.

Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana, avanzó la tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maulando desconsoladamente.

Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la luna -y que podía ser un afiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles- cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal. Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.

Cuentos completos de Manuel Mujica Láinez 

Cuento de Abelardo Castillo: Hernán

Argentina (1935-2017)

Me atrevo a contarlo ahora porque ha pasado el tiempo y porque Hernán, lo sé, aunque haya hecho muchas cosas repulsivas en su vida, nunca podrá olvidarse de ella: la ridícula señorita Eugenia, que un día, con la mano en el pecho, abrió grandes los ojos y salió de clase llevándose para siempre su figura lamentable de profesora de literatura que recitaba largamente a Bécquer y, turbada, omitía ciertos párrafos de los clásicos y en los últimos tiempos miraba de soslayo a Hernán. Quiero contarlo ahora, de pronto me dio miedo olvidar esta historia. Pero si yo la olvido nadie podrá recordarla, y es necesario que alguien la recuerde, Hernán, que entre el montón de porquerías hechas en tu vida haya siempre un sitio para ésta de hace mucho, de cuando tenías dieciocho años y eras el alumno más brillante de tu división, el que podía demostrar el Teorema de Pitágoras sin haber mirado el libro o ridiculizar a los pobres diablos como el señor Teodoro o hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia que guardaba violetas aplastadas en las páginas de Rimas y leyendas y olía a alcanfor.

Ella llegó al Colegio Nacional en el último año de mi bachillerato. Entró a clase y desde el principio advertimos aquella cosa extravagante, equívoca, que parecía trascender de sus maneras, de su voz, lo mismo que ese tenue aroma a laurel cuyo origen, fácil de adivinar, era una bolsita colgada sobre su pecho de señorita Eugenia, bajo la blusa. Ella entró en el aula tratando de ocultar, con ademanes extraños, la impresión que le causábamos, cuarenta muchachones rígidos, burlonamente rígidos junto a los bancos, y cualquiera de los cuarenta debía mirar a la altura del hombro para encontrar sus ojos de animalito espantado. Habló. Dijo algo acerca de que buscaba ser una amiga para nosotros, una amiga mayor, y que la llamáramos señorita Eugenia, simplemente. Alguien, entonces, en voz alta –lo bastante alta como para que ella bajara los ojos, con un gesto que después me dio lástima–, se asombró mucho de que todavía fuera señorita, yo me asombré mucho de que todavía fuera señorita y los demás rieron, y ella, arreglando nerviosamente los pliegues de su pollera, fue hacia el escritorio. Al levantar los ojos se encontró con todos parados, mirándola. No atinó sino a parpadear y a juntar las manos, como quien espera que le expliquen algo, y cuando torpemente creyó que debía insinuarnos “pueden sentarse”, nosotros ya estábamos sentados y ella reparó por primera vez en Hernán. Él se había quedado de pie, tieso, se había quedado de pie él solo. Y en medio del silencio de la clase, dijo:

–Yo –dijo pausadamente– soy Hernán.

Esto fue el primer día. Después pasaron muchos días, y no sé, no recuerdo cómo hizo él para darse cuenta: acaso fue por aquellas miradas furtivas que, al llegar a ciertos párrafos de los clásicos, la señorita Eugenia dirigía hacia su banco, o acaso fue otra cosa. De todos modos, cuando se lo dijeron ya lo sabía. “Me parece que la vieja…”, le dijeron, y Hernán debió fingir un asombro que jamás sintió, puesto que él lo había adivinado desde el comienzo, desde que la vio entrar con sus maneras de pájaro y su cara triste de mujer sola; porque Hernán sabía que ella se inquietaba cuando él, acercándose sin motivo, recitaba la lección en voz baja, íntima, como si la recitara para ella.

–Este Hernán es un degenerado.

Te admiraban, Hernán.

–Pobre vieja, te fijaste: ahora se le da por pintarse.

Porque, de pronto, la señorita Eugenia que leía a Bécquer empezó a pintarse absurdamente los ojos, de un color azulado, y la boca, de pronto comenzó a decir cosas increíbles, cosas vulgares y tremendas acerca de la edad, la edad que cada uno tiene, la de su espíritu, y que ella en el fondo era mucho más juvenil que esas muchachas que andan por ahí, tontamente, con la cabeza loca y lo que es peor –esto lo dijo mirando a Hernán de un modo tan extraño que me dio asco–, lo que es peor, con el corazón vacío.

–A que sí.

Ya no recuerdo con quién fue la apuesta, recuerdo en cambio que pocos días antes del 21 de septiembre surgió, repentina y gratuita, como un lamparón de crueldad. Y fue aceptada de inmediato, en medio de ese regocijo feroz de los que necesitan embrutecer sus sentimientos a cualquier costo porque después, más adelante, está la vida, que selecciona sólo a los más aptos, a los más fuertes, a los tipos como él, como Hernán, aquel Hernán brillante de dieciocho años que podía demostrar teoremas sin mirar el libro o componer estrofas a la manera de Asunción Silva o apostar que sí, que se atrevería –como realmente se atrevió la tarde en que, apretando como un trofeo aquella cosa, esa especie de escapulario entre los dedos, pasó delante de todos y fue lentamente hacia el pizarrón–, porque los que son como vos, Hernán, nacieron para dañar a los otros, a los que son como la señorita Eugenia.

–A que no.

–Qué apostamos –dijo Hernán, y aseguró que pasaría delante de todos, de los cuarenta, e iría, lentamente, hacia el pizarrón–. Para que aprenda a no ser vieja loca –dijo.

Pero antes de la apuesta habían pasado muchas cosas, y yo ahora necesito recordarlas para que Hernán no las olvide. Hubo, por ejemplo, lo de las cartas. Siempre supo escribir bien. Desde primer año había venido siendo una suerte de Fénix escolar, fácil, capaz de hacer versos o acumular hipérboles deslumbradoras en un escrito de Historia. Pero aquella primera carta (a la que seguirían otras, ambiguas al principio, luego más precisas, exigentes, hasta que una tarde en el libro que te alcanzó la señorita Eugenia apareció por fin la primera respuesta, escrita con su letra pequeña, redonda, adornada con estrafalarias colitas y círculos sobre la i) fue una obra maestra de maldad. Yo sé de qué modo, Hernán, con qué prolijo ensañamiento escribiste durante toda una noche aquella primera carta, que yo mismo dejé entre las páginas de las Lecciones de Literatura Americana un segundo antes de que el inequívoco perfume entrase en el aula, ese vaho a laurel cuyo origen era una bolsita blanca, de alcanfor, colgada al cuello de la señorita Eugenia, junto al crucifijo con el que sólo una vez tropezaron unos dedos que no fuesen los de ella.

No respirábamos. Hernán tenía miedo ahora, lo sé, y hasta trató de que ella no tomase el libro. La mujer, extrañada, levantó el papel que había caído sobre el escritorio, un papel que comenzaba por favor, lea usted esto, y después de unos segundos se llevó temblando la mano a la cara; pero en los días que siguieron, cuando encontraba sobre el escritorio los papeles doblados en cuatro pliegues, ya no se turbaba, y entonces empezó a decir aquellas insensateces vulgares acerca de la edad, y del amor, hasta que el propio Hernán se asustó un poco. Sí, porque al principio fue como un juego, tortuoso, procaz, pero en algún momento todo se volvió real y, una tarde, estaba hecha la apuesta:

–Delante de todos, en el pizarrón –dijo Hernán.

El Día de los Estudiantes, en el Club Náutico, todos pudieron verlo bailando con la señorita Eugenia. Ella lo miraba. Lo miraba de tal manera que Hernán, aunque por encima de su hombro hizo una mueca significativa a los otros, se sintió molesto. Tuvo el presentimiento de que todo podía complicarse o, acaso, al oír que ella hablaba de las cosas imposibles (“hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da cuenta”) pensó que se despreciaba. Pero ese día la apuesta había sido aceptada y uno no podía echarse atrás, aunque tuviera que hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia, que aquella tarde llevaba puesto un inaudito vestido, un jumper, sobre su blusa infaltable de seda blanca. Por eso, sin pensarlo más, él la invitó a dar un paseo por los astilleros, y los otros, codeándose, vieron cómo la infeliz aquella salía disimuladamente, seguida por su ridículo perfume a alcanfor y seguida por mí, que antes de salir le dije a alguno:

–Préstame las llaves del coche.

Y me fueron prestadas, con sonrisa cómplice, y cuando yo estaba saliendo, con el estómago revuelto, oí que alguien pronunciaba mi nombre:

–Hernán.

–Qué quieren –pregunté.

Y me dijeron la apuesta, ojo con la apuesta, y yo dije que sí, que me acordaba. Como me acuerdo de todo lo que ocurrió esa tarde, en los galpones, contra un casco a medio calafatear, y de todo lo que ocurrió al otro día, en el Nacional, cuando ante la admirada perplejidad de cuarenta muchachones yo caminé lentamente hacia el pizarrón apretando entre los dedos esa cosa, esa especie de escapulario, como un trofeo. Y me acuerdo de la mirada de la señorita Eugenia al entrar en la clase, de sus ojos pintados ridículamente de azul que se abrieron espantados, dolorosos, como de loca, y se clavaron en mí sin comprender, porque ahí, en la pizarra, había quedado colgada, balanceándose todavía, una bolsita blanca de alcanfor.

Abelardo Castillo, Las otras puertas

Relato de Elena Garro: ¿Qué hora es?

(México, 1913-1998)

–¿Qué hora es, señor Brunier?

Los ojos castaños de Lucía recobraron en ese instante el asombro perdido de la infancia.

El señor Brunier esperaba la pregunta. Miró su reloj pulsera y dijo marcando las sílabas para que Lucía entendiera bien la respuesta:

–Las nueve y cuarenta y cuatro.

–Faltan todavía tres minutos… ¡qué día tan largo! Ha durado toda la vida. ¿Dios me regalará estos tres minutos?

Brunier la miró unos segundos: recostada, con los ojos muy abiertos y mirando hacia ese largo día que había sido su vida.

–Dios te regalará muchos años –dijo el señor Brunier, inclinándose sobre ella y mirándole los ojos castaños: hojas marchitas que un viento frío barría en aquel momento lejos, muy lejos de ese cuarto estrecho.

–Alguien está entrando en este cuarto… el amor es para este mundo y para el otro. ¿Qué hora es, señor Brunier?

Brunier volvió a inclinarse para ver aquellos ojos color té, que empezaban a irse, girando por los aires como hojas.

–Las nueve cuarenta y siete, señora Lucía –dijo con tono respetuoso mirando a los ojos, que ahora parecían estar tirados en cualquier acera–. Las nueve y cuarenta y siete –repitió supersticioso y deseando que ella lo oyera. Pero ella estaba quieta, liberada de la hora, tendida en la cama de un cuarto barato de un hotel de lujo.

Brunier le tomó una mano, tratando de hallarle un pulso que él sabía inexistente. Con mano firme le bajó los párpados. El cuarto se llenó de un silencio grave, que iba del techo al suelo y de muro a muro. Sobre una maleta marchita estaba la chalina de gasa color durazno. La cogió y la extendió sobre el cadáver. Apenas hacía bulto en la cama. El pelo sepia formaba una mancha desordenada debajo de la gasa.

Brunier se dejó caer en un sillón y se quedó mirando los cristales brillantes de las ventanas. Afuera los automóviles de colores claros se llenaban y se vaciaban de jóvenes ruidosos. ¿Cuántos años hacía que, metido en aquel uniforme verde y dorado, cuidaba la puerta del hotel? Veintitrés años. Así se le había ido toda la vida. Le pareció que solo había abierto la puerta a malhechores. La banda era interminable y los “Buenos días”, “Buenas tardes” y “Buenas noches”, también interminables. Solo la señora Mitre le había dicho al entrar “¿Qué hora son?” La recordó perfectamente: venía seguida de dos mozos que le llevaban las maletas. No era demasiado joven, tal vez ya llegaba a los treinta años. Sin embargo, al pasar junto a él le sonrió con una sonrisa descarada. “Las señoras no sonreían así, solo los muchachos”, se dijo Brunier. Y para colmo, aquella señora le guiñó el ojo. Se sintió desconcertado. La viajera llevaba al cuello una amplia chalina de gasa color durazno cuyas puntas flotaban a sus espaldas como alas. Uno de los extremos de la chalina se quedó prisionera en una de las puertas y la sonriente extranjera dio un paso hacia atrás al sentirse estrangulada por la gasa. Brunier se precipitó a liberar la prenda y luego se inclinó respetuosamente ante la viajera.

–¡Gracias, gracias! –repitió la señora con un fuerte acento extranjero.

Brunier hizo una nueva reverencia dispuesto a retirarse. La extranjera lo detuvo sonriente.

–¿Cómo se llama?

–Brunier –contestó avergonzado por la falta de discreción de la señora.

–¿Qué hora es, señor Brunier?

Brunier vio su reloj pulsera.

–Las seis y diez, señora.

–El avión de Londres llega a las nueve y cuarenta y siete, ¿verdad?

–Creo que sí… –contestó el portero.

–Faltan tres horas y treinta y siete minutos –dijo la desconocida con voz trágica.

La extranjera cruzó el vestíbulo del hotel a grandes pasos. Su abrigo corto dejaba ver dos piernas delgadas y largas, que caminaban, no como si estuvieran acostumbradas a cruzar salones, sino a correr de prisa por las llanuras. Se inscribió en el hotel como Lucía Mitre, recibió su llave y anunció con desenvoltura:

–Reserven el cuarto 410 para el señor Gabriel Cortina que llega hoy en el avión de Londres a las nueve y cuarenta y siete minutos.

El cuarto 410 estaba al lado del cuarto 412, el número que le había tocado a ella. Durante varios días la señora Mitre comió y cenó en su habitación. Nadie la vio salir. El cuarto 410 permaneció vacío. En la vida del hotel llena de grupos de gentes que entran y salen, estos hechos insignificantes pasaron inadvertidos. Solo Brunier espiaba con atención las entradas y salidas de los clientes, esperando ver reaparecer a la señora de la chalina color durazno, que le había guiñado el ojo y preguntado la hora. Con discreción indagó entre las doncellas y los camareros.

–¿Qué? ¿La sudamericana? Está tocada. Se arregla, se siente en un sillón y pregunta: “¿Qué hora es?”

Marie Claire, después de imitar la voz y los ademanes de la extranjera, se echó a reír.

–¡Qué manía! A mí también no hace sino preguntarme la hora –dijo Albert, el camarero que le llevaba los desayunos.

–Algo le pasa –comentó Brunier pensativo.

–Está esperando a su amante… –exclamó Marie Claire soltando una carcajada rencorosa.

Brunier escuchó las confidencias y siguió cuidando la gran puerta de la entrada. Pasaron dos meses. De la gerencia del hotel le preguntaron a la señora Mitre si pensaba seguir guardando la habitación 410.

–¡Claro! El señor Gabriel Cortina llega hoy en el avión de las nueve y cuarenta y siete –contestó ella con aplomo.

–¡Es una extravagante! –dijeron en la administración.

–Los ricos pueden serlo. ¿Qué le importan esos francos si en su país tiene cien mil caballos y trescientas mil vacas? –replicó mademoiselle Ivonne con voz amarga y dejando por unos momentos las cuentas para entrar en la conversación.

–Todos los sudamericanos tienen muy buenas vacas y muy malas maneras. Como carecen de ideas están llenos de manías –dijo el señor Gilbert, asomándose por encima de su cuello duro.

La señora Mitre no tenía tantas vacas y al terminar el tercer mes no tuvo con qué pagar la última cuenta del hotel. El señor Gilbert subió a su habitación. La señora Mitre le abrió la puerta sonriente, lo hizo pasar y le ofreció asiento.

–Señora, lo siento, estoy totalmente desconcertado, pero… debe usted mudarse de hotel.

–¿Mudarme? –preguntó la señora asombrada.

El señor Gilbert estaba apenadísimo. La cuenta del hotel no había sido cubierta.

–Según tengo entendido, la señora no tiene dinero para cubrir la cuenta.

–¿Dinero? No, no tengo nada –dijo la señora echando la cabeza para atrás y riendo de buena gana.

–¿Nada? –preguntó el señor Gilbert aterrado.

–¡Nada! Lo que se dice nada –aseguró ella sin dejar de reír.

El señor Gilbert la miró sin entender lo que ella le decía. Realmente era aterradora la confesión de la señora que tenía delante.

–¿Por qué duda usted de su palabra si me dijo que llegaba hoy en el avión de las nueve y cuarenta y siete…?

–No, no lo dudo… –dijo Gilbert desconcertado.

La señora Mitre lo miró un rato con sus ojos color té. Luego pareció nerviosa, se torció las manos y acercó mucho su rostro al del señor Gilbert.

–¿Qué hora es…? –preguntó inquieta.

–Las cuatro y cinco –contestó el hombre casi a pesar suyo.

Las tardes eran ahora muy cortas y por las ventanas entraba el oscurecer gris y frío. El señor Gilbert encendió una lámpara que estaba sobre una consola y su luz rosada iluminó la cara pálida de la señora Mitre. Era duro decirle a aquella mujer sonriente y delicada que debía desalojar el cuarto ahora mismo. La miró con valor.

–¡Señora…!

Ella se volvió hacia él, sonriendo con aquella sonrisa de muchacho de campo y le guiñó el ojo.

–Sí, señor…

–Si pudiera usted, al menos, dejar algo…

–¿Algo? –preguntó ella asombrada y descruzando las piernas.

–Sí, algo de valor –dijo el señor Gilbert impaciente. ¿Por qué le tocaría a él precisamente venir a decirle a la señora Mitre esta estupidez?

Lucía Mitre apoyó los codos sobre las rodillas, sostuvo la cara entre sus manos y lo miró con fijeza como si no entendiera lo que le pedía. Gilbert guardó silencio. No se le ocurría agregar ninguna palabra.

–¡Ah! ¿De valor? –repitió Lucía, como para sí misma. Entrecerró los ojos y volvió a cruzar las piernas. De pronto se llevó las manos a la nuca y con decisión se quitó el collar de perlas de varios hilos que llevaba puesto.

–¿Esto? –dijo extendiendo las manos que sostenían las perlas. El señor Gilbert apreció desde lejos sus reflejos tornasoles y pareció tranquilizarse.

–Son muy caras… Cuánto rogué para que me las regalaran. ¿Ya ve? Nadie sabe para quién ruega. Si Ignacio supiera… –agregó para sí misma.

El señor Gilbert no supo qué contestar. Lucía le tendió el collar con un gesto amplio.

–Ignacio es mi marido –dijo a modo explicativo.

–¿Su marido? –pregunto Gilbert al mismo tiempo que recogía la alhaja.

–Sí, mi marido…

Madame Mitre se quedó mirando al vacío, como si la palabra marido la hubiera transportado a un mundo hueco.

–Es una historia muy complicada. ¿Verdad, que las complicaciones son odiosas, señor…?

–Gilbert –contestó su interlocutor casi mecánicamente.

–Gilbert –completó ella su frase trunca.

Las palabras de Lucía sonaban irreales en la habitación de luz rosada. Su voz salía con lentitud y parecía que no iba dirigida a nadie. Las frases apenas dichas rodaban frágiles por el aire y caían sin ruido sobre la alfombra. Lucía miró a Gilbert, para que este no olvidara lo que iba a decirle.

–Ahora comprende usted por qué Gabriel Cortina llega esta noche en el avión de las nueve y cuarenta y siete, ¿verdad?

Gilbert guardó silencio y guardó el collar para examinarlo más tarde con calma.

La voz corrió entre los empleados del hotel: “La señora Mitre entregó un fabuloso collar de perlas, para seguir esperando la llegada de su amante.” El rumor llegó a los oídos de Brunier. Habían pasado ya cinco meses desde la tarde en que la señora Lucía le había guiñado el ojo, y Brunier, a pesar de no haberla visto más, no la había olvidado. Esperaba siempre que apareciera la larga chalina flotante y la sonrisa hospitalaria. El cuarto 410 había sido ocupado por un sin fin de viajeros, que se dirigían a las montañas de Austria o a los soles de España y Portugal, y la señora Mitre permanecía invisible en el cuarto 412 del hotel. Brunier estaba intranquilo. Sabía que más tarde o más temprano, la señora se acabaría las perlas, una por una, y entonces tendría que irse a la calle. Esta idea lo mortificaba.

–Señorita Ivonne, ¿cuántas perlas le quedan todavía a la señora Mitre? –preguntó Brunier, temeroso de la respuesta.

–Veintidós –contestó Ivonne.

–¿Y después?

–Después, ¡up! –contestó Ivonne haciendo sonar los dedos.

–Hay que hablar con ella –dijo Brunier pensativo.

–No lo va a escuchar. Está esperando a su amante, que no va a llegar –dio Ivonne convencida.

–Lo que hace es una niñería –insistió el señor Brunier.

El domingo por la tarde, el señor Brunier subió al cuarto 412. Se alisó los cabellos antes de llamar. Sentía que iba a cumplir con una misión importante y que no debía fallar en sus gestiones. Lucía Mitre le abrió la puerta. Lo miró sonriente, lo invitó a pasar y le ofreció asiento con su mismo gesto amplio y alegre.

–Realmente, tiene buenas maneras. Solo que no me escuchó. Lo único que logré fue convencerla de que se mudara al cuarto 101, pues así tendrá dos días por cada perla. Mañana temprano le bajo las maletas –comentó Brunier más tarde.

–Esta historia empieza a ponerme nervioso –dijo Albert.

–¿Y el tal Gabriel, en dónde está? –preguntó exasperada Marie Claire.

–A lo mejor no existe. A lo mejor ella lo inventó –dijo Mauricio, uno de los elevadoristas.

–Es muy posible. Si no, ya hubiera dado señales de vida –asintió Marie Claire. Más tarde Ivonne atrapó al señor Brunier en los vestidores. Hasta ella había llegado la hipótesis de Mauricio y quería consultarlo con el viejo portero, que parecía tener tanto interés en la extranjera.

–¿Sabes, Brunier, que nunca ha recibido carta de ningún lado del mundo?

–¿Y ella no pregunta si ha tenido correspondencia? –preguntó Brunier pensativo.

–No, no dice nada. Solo pregunta la hora. Dice que su reloj va muy despacio –explicó Ivonne con avidez.

–Pero tiene que haber vivido antes en algún lugar. No me diga que apareció ¡así!, de pronto, en la mitad de París.

Durante muchos días Lucía Mitre vivió en el cuarto 101. Solo los criados la veían. Comía y cenaba en su habitación y no hablaba con nadie. De pronto el señor Gilbert volvió a visitarla. Otra vez debía pedirle que abandonara el hotel. Pero Lucía buscó sonriente en su alhajero unos aretes de diamantes y se los entregó al visitante.

Brunier subió al cuarto 101. Quería convencer a la señora Mitre de algo muy penoso: que se mudara a un hotel más barato. De esa manera sus diamantes se convertirían en muchos días.

–¿Muchos días…? Pero si Gabriel llega hoy en el avión de las nueve y cuarenta y siete minutos. ¿Por qué tienen ustedes tanta prisa…? ¿Nunca han visto a nadie que espera a su amante todo el día?

–Sí… un día –dijo Brunier.

–¿Entonces…? ¿Qué hora es? –dijo ella.

–Las doce y media de la mañana –contestó Brunier mirándola con desesperación.

–Bueno, pues dentro de nueve horas y diecisiete minutos llega Gabriel…

Lucía agachó la cabeza, parecía cansada. Se miró las puntas de los pies y se arregló los pliegues de su falda de seda color durazno. Después sonrió levemente al portero; este se sintió avergonzado. Nada de lo que él pudiera decirle resultaba válido, porque Lucía Mitre giraba como una mariposa alrededor de un fuego que él no percibía, pero que estaba allí, en la misma habitación, cegándola.

–Claro, señor Brunier, que el tiempo se ha vuelto de piedra… cada minuto que pasa es tan enorme como una enorme roca. Se construyeron ciudades nuevas que florecen, decaen y desaparecen, y van pasando las ciudades y los minutos; y el minuto de las nueve y cuarenta y siete llegará cuando hayan pasado estos minutos de piedra con sus enormes ciudades, que están antes del minuto que yo espero. Cuando suene ese instante la ciudad de los pájaros surgirá de este amontonamiento de minutos y rocas…

–Sí, señora –dijo Brunier con respeto.

–Estoy muy cansada… muy cansada… son las piedras –agregó Lucía mirando con sus ojos fatigados al portero. Después, como si hiciera un esfuerzo, le hizo un guiño y sonrió con su sonrisa abierta de muchacho. Brunier quiso devolverle la sonrisa, pero lo invadió una tristeza inexplicable, que lo dejó paralizado.

–De niña, señor Brunier, el tiempo corría como la música en las flautas. Entonces no hacía sino jugar, no esperaba. Si los grandes jugáramos, acabaríamos con las piedras adentro del reloj. En ese tiempo el amor estaba fuera de las tapias de mi casa, esperándome como una gran hoguera, todo de oro, y cuando mi padre abrió el portón y me dijo: “¡Sal, Lucía!”, corrí hacia las llamas: mi vocación era ser salamandra.

Brunier supo que la señora Lucía estaba hechizada. ¿Pero, por quién o por qué?

–¿Y usted, señor Brunier, cuántas salamandras tuvo? –preguntó Lucía con interés, como si de pronto recordara que debía hablar más de su interlocutor y menos de ella misma.

–Dos, pero ellas son verdaderas salamandras, no se quemaron en el fuego –contestó Brunier.

Después de la visita del portero, la señora se quedó aún más quieta. Nunca tocaba el timbre ni pedía nada. Acabaron por mandarle las bandejas casi vacías. El señor Gilbert la visitaba de cuando en cuando y se llevaba una por una sus alhajas. Le preocupaba aquella presencia constante en el cuarto más barato del hotel. La primavera pasó con sus racimos de nieve y cubriendo a los castaños; se deshojó el verano en un otoño amarillo, volvió el invierno con sus teteras humeantes, y Lucía Mitre siguió preguntando la hora, encerrada en su cuarto. El señor Gilbert la tenía muy presente.

–Señora, ¿no sería conveniente que le escribiera usted a su marido?

–¿A mi marido?… ¿Para qué?

–Para que haga algo por la señora… para que la recoja. Un señor mexicano es, donde quiera, siempre un caballero.

–¡Ah! Sí, él es el mejor de los hombres. Siempre le viviré agradecida, señor Gilbert. Si usted supiera… vivimos casados ocho años… Nunca olvidaré las noches que pasé en la habitación inmensa de su casa. Mi suegra me oía llorar y venía envuelta en un kimono japonés…

La señora Mitre guardó silencio, como si oyera venir los pasos de aquella mujer a la que por primera vez nombraba. El señor Gilbert miró hacia la puerta, tuvo la impresión de que alguien envuelto en un traje oriental entraba sin ruido en la habitación. La señora Mitre se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. Gilbert se puso de pie.

–¡Señora! Por favor…

–El cuarto era enorme, estaba lleno de espejos y yo me sentía muy sola. Eso enojaba a mi suegra… ¿Le parece muy mal, señor Gilbert?

–No, no, me parece natural –contestó Gilbert ruborizándose.

–A Ignacio le veía en el comedor. El día que me escribió la carta me extrañó mucho, porque podía habérmelo dicho en la comida. Luego vi que esa era la mejor manera de decirme algo tan delicado. ¿Quiere usted leerla?

Gilbert no supo qué decir. La señora Mitre se levantó con presteza y buscó adentro de su maleta un pequeño cofre de madera muy olorosa. Al abrirla respiró con deleite el perfume y exclamó:

–¡Es de Olinalá!

Luego encontró una carta escrita tiempo antes y leída muchas veces, y la entregó a Gilbert con aquel gesto suyo, amplio y sonriente, que tomaba siempre que tenía que dar algo, ya fueran sus perlas, sus brillantes, o su carta.

–¡Léala, por favor!

El señor Gilbert recorrió la carta con los ojos sin entender nada. La carta estaba escrita en español, solo alcanzó a descifrar la firma: “Ignacio.” Movió la cabeza, como si entendiera el contenido de aquella carta, la dobló con cuidado y quiso guardarla como las perlas, para que alguien se la tradujera más tarde. Pero Lucía Mitre tendió la mano y a él no le quedó más remedio que entregarla.

–¿Ve usted? –dijo ella con simplicidad. Luego se puso de pie, alcanzó una cerilla y le prendió fuego al papel. Gilbert no pudo impedir su gesto y la carta se retorció en las llamas, hasta convertirse en una telita negra que cayó hecha añicos.

–¿Ahora ya no sirve, verdad? –preguntó asombrada.

–No, ya no sirve –comentó Gilbert descorazonado. Estaba seguro de que esa carta contenía el secreto de Lucía Mitre.

–¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo falta para las nueve y cuarenta y siete?

–Cuatro horas y veintitrés minutos –dijo el señor Gilbert con voz melancólica.

–¡Cuatro horas…!

–Mientras dan las nueve, ¿por qué no sale usted a dar un paseo por París? Si viera qué hermosas están los muelles, llenos de libros, de paseantes…

–¿Una vuelta?… No, no puedo. Me voy a arreglar un poco… estoy tan nerviosa –dijo tocándose la cara con angustia.

El señor Gilbert vio sus mejillas hundidas y sus manos delgadas y temblorosas.

–Es usted muy bella, señora Mitre –dijo convencido de que la tragedia embellece a sus personajes. La luz que rodeaba a la mujer que tenía sentada frente a él, era una luz que se alimentaba de ella misma. Toda ella ardía adentro de unas llamas invisibles y luminosas. Tuvo la impresión de que pronto no la vería más. Admiró sus huesos calcinados de sus pómulos y de sus dedos traslúcidos. ¿Cuándo, y cómo, y por qué, habían entrado en aquella hermosa dimensión suicida? Se sintió grosero junto a la dama vestida de color durazno que se transmutaba cada día más en una materia incandescente que a él le estaba vedada.

–Después de esa carta ya no podía quedarme en la casa de Ignacio… Recuerdo que la noche de la cena, la seda de las paredes del comedor ardía en llamas pequeñísimas, y que las flores de la mesa olían con la frescura que solo se encuentra en los jardines. Cuando vi las manos de Ignacio y de Emilia acariciándose sobre el mantel, me parecieron las manos desconocidas de personajes desconocidos. En ese momento me fui a vivir a otro palacio, aunque aparentemente seguí durmiendo en el cuarto de la casa de Ignacio. Por las noches después de la visita de mi suegra entraba Gabriel… ¿Usted conoce México? Pues Gabriel es como México, lleno de montañas y de valles inmensos… Siempre hay sol y los árboles no cambian de hojas sino de verdes…

La señora Mitre se quedó buscando aquellos soles brillando sobre las copas de los árboles de su país. Gilbert la dejó acompañada de sus fantasmas. “Su marido y su amante la engañaron”, se dijo, mientras llegaba a su despacho y se sintió responsable de la suerte de aquella mujer. Durante los dos meses que todavía vivió en el hotel, el señor Gilbert se negaba a comentarla.

–¡Por favor! No me hablen de la señora Mitre… Me da escalofríos.

Ahora Lucía Mitre estaba cubierta con su chalina de gasa color durazno. Una ira antigua y caballeresca se apoderó de Brunier; “pobre pequeña”, se dijo pensando en Gabriel. “¡Pobre pequeña!” se repitió recordando a Ignacio. Debía advertir a Gilbert de lo que acaba de ocurrir en el cuarto 101.

Los divanes y las sillas de época cubiertas de sedas de color pastel, los espejos, los ramos de flores silvestres y las alfombras color miel, le dieron la sensación de entrar al centro tibio del oro. Contempló a las parejas reflejadas en las luces de los espejos, deslizándose frágiles por caminos invisibles y perfumados, en busca de amores que quizás apenas durarían unas horas. Parecían hermosos tigres olfateando intrincados vericuetos y tuvo la impresión de que algunos de aquellos personajes fugaces se quedarían tal como Lucía, prendidos a un minuto irrecuperable.

Brunier se acercó a Gilbert, que de pie, muy sonrosado y vestido con su impecable jacquet, sonreía a una de aquellas parejas elegidas. Esperó unos minutos.

–La señora Lucía acaba de morir –anunció sin dejar traslucir su emoción.

–¿Qué dice? –preguntó Gilbert adoptando el rostro más inexpresivo que encontró.

–Que la señora Lucía Mitre acaba de morir –repitió Brunier sin cambiar de actitud.

–¡Qué desdicha! –exclamó el señor Gilbert en voz baja. Luego atendió sonriente al cliente que le preguntaba por el bar.

–Voy a llamar a la policía. Hay que evitar que los clientes se den cuenta de lo sucedido.

–Murió exactamente a las nueve y cuarenta y siete minutos –explicó Brunier con una voz que quiso ser natural.

Gilbert iba a decir algo, pero la llegada de un cliente lo distrajo. El cliente era joven, llevaba una raqueta en la mano y su rostro era asoleado y sonriente. Con voz juguetona, explicó que desde hacía once meses, una amiga suya le había reservado el cuarto 410. No sabía si su reservación se había hecho a nombre de su amiga: Lucía Mitre, o al suyo: Gabriel Cortina.

–Pero es lo mismo –explicó sonriente.

Gilbert, asombrado, no supo qué decir, buscó en los ficheros y vio que el cuarto 410 estaba vacío. Cogió la llave y se la tendió al joven que distraído daba golpecitos en el escritorio, con el filo de la raqueta.

Gilbert y Brunier, mudos por la sorpresa, vieron cómo se alejaba Gabriel Cortina, rumbo a los elevadores. Iba jugando con la llave, ajeno a su desdicha. Sus pantalones de franela y su saco sport le daban una elegancia infantil y americana. Los dos hombres se miraron consternados. Deliberaron unos momentos y decidieron que cuando llegara la policía explicarían lo sucedido al recién llegado.

–¡Es una catástrofe!

–¡Una verdadera catástrofe!

A las diez y media de la noche tres hombres correctamente vestidos cruzaron el vestíbulo del hotel acompañados de Brunier y de Gilbert. Los cinco hombres subieron primero al cuarto 410, para decirle a Gabriel Cortina lo sucedido. Llamaron a la puerta con suavidad. Al ver que nadie contestaba a sus repetidas llamadas decidieron abrir con la llave maestra. Encontraron el cuarto vacío e intacto. Brunier y Gilbert se miraron atónitos, pero recordaron que el cliente no llevaba más equipaje que su raqueta. Buscaron la raqueta sin hallarla. Entonces llamaron a los criados, pero ninguno de ellos había visto al joven que buscaban. Los tres policías revisaron el baño y los armarios. Todo estaba en orden: nadie había entrado en aquella habitación. Perplejos, los cinco hombres bajaron a la administración; tampoco allí, ninguno de los empleados, ni siquiera Ivonne, recordaba la llegada de aquel huésped. La llave del cuarto 410 estaba colgada en el fichero, intocada. Gilbert y Brunier discutieron acalorados con el personal de la administración la presencia de Gabriel Cortina en el hotel. Los policías ordenaron pesquisas que resultaron inútiles, pues el joven risueño, propietario de la raqueta, no apareció en ninguna parte del hotel. Había desaparecido sin dejar huella. Después de muchas discusiones adoptaron la hipótesis de que habían sido víctimas de una alucinación.

–Fue el deseo de que llegara –aceptó vencido y melancólico el señor Gilbert.

–Sí, eso debe haber sucedido, los dos la amábamos –confesó Brunier.

Los tres policías se enternecieron con lo sucedido. Uno de ellos era de la Bretaña y contó que en su país sucedían cosas semejantes.

Sombríos, los cinco hombres se dirigieron al cuarto de Lucía Mitre para terminar con su triste diligencia. Al entrar en la habitación los policías se quitaron los sombreros y se inclinaron respetuosos ante el cuerpo de la señora.

Brunier, solemne, señaló a los pies de la cama.

–¡Ahí está! –dijo casi sin voz.

Sus cuatro acompañantes vieron la raqueta blanca deportiva con descuido a los pies de la cama de Lucía Mitre. Se lanzaron nuevamente a la búsqueda del joven propietario de la raqueta, pero su búsqueda fue infructuosa, pues el cliente risueño, tostado por el sol de América, no volvió a aparecer nunca más en el Hotel del Príncipe.

Gilbert se inclinó por última vez sobre el rostro de Lucía Mitre, también ella se había ido para siempre del hotel, pues en su rostro no quedaba de ella nada.

Elena Garro, Diálogos 1, 1964

¿Quién es la verdadera Elena Garro, la escritora maldita de México?

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Relato corto de Rubén Darío: El caso de la señorita Amelia

Que el doctor Z es ilustre, elocuente, conquistador; que su voz es profunda y vibrante al mismo tiempo, y su gesto avasallador y misterioso, sobre todo después de la publicación de su obra sobre La plástica de ensueño, quizás podríais negármelo o aceptármelo con restricción; pero que su calva es única, insigne, hermosa, solemne, lírica si gustáis, ¡oh, eso nunca, estoy seguro! ¿Cómo negaríais la luz del sol, el aroma de las rosas y las propiedades narcóticas de ciertos versos? Pues bien; esta noche pasada poco después de que saludamos el toque de las doce con una salva de doce taponazos del más legítimo Roederer, en el precioso comedor rococó de ese sibarita de judío que se llama Lowensteinger, la calva del doctor alzaba aureolada de orgullo, su bruñido orbe de marfil, sobre el cual, por un capricho de la luz, se veían sobre el cristal de un espejo las llamas de dos bujías que formaban, no sé cómo, algo así como los cuernos luminosos de Moisés. El doctor enderezaba hacia mí sus grandes gestos y sus sabias palabras. Yo había soltado de mis labios, casi siempre silenciosos, una frase banal cualquiera. Por ejemplo, esta:

-¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!

La mirada que el doctor me dirigió y la clase de sonrisa que decoró su boca después de oír mi exclamación, confieso que hubiera turbado a cualquiera.

-Caballero -me dijo saboreando el champaña-; si yo no estuviese completamente desilusionado de la juventud; si no supiese que todos los que hoy empezáis a vivir estáis ya muertos, es decir, muertos del alma, sin fe, sin entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro; que no sois sino máscaras de vida, nada más… sí, si no supiese eso, si viese en vos algo más que un hombre de fin de siglo, os diría que esa frase que acabáis de pronunciar: «¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!», tiene en mí la respuesta más satisfactoria.

-¡Doctor!

-Sí, os repito que vuestro escepticismo me impide hablar, como hubiera hecho en otra ocasión.

-Creo -contesté con voz firme y serena- en Dios y su Iglesia. Creo en los milagros. Creo en lo sobrenatural.

-En ese caso, voy a contaros algo que os hará sonreír. Mi narración espero que os hará pensar.

En el comedor habíamos quedado cuatro convidados, a más de Minna, la hija del dueño de casa; el periodista Riquet, el abate Pureau, recién enviado por Hirch, el doctor y yo. A lo lejos oíamos en la alegría de los salones de palabrería usual de la hora primera del año nuevo: Happy new year! Happy new year! ¡Feliz año nuevo!

El doctor continuó:

-¿Quién es el sabio que se atreve a decir esto es así? Nada se sabe. Ignoramus et ignorabimus. ¿Quién conoce a punto fijo la noción del tiempo? ¿Quién sabe con seguridad lo que es el espacio? Va la ciencia a tanteo, caminando como una ciega, y juzga a veces que ha vencido cuando logra advertir un vago reflejo de la luz verdadera. Nadie ha podido desprender de su círculo uniforme la culebra simbólica. Desde el tres veces más grande, el Hermes, hasta nuestros días, la mano humana ha podido apenas alzar una línea del manto que cubre a la eterna Isis. Nada ha logrado saberse con absoluta seguridad en las tres grandes expresiones de la Naturaleza: hechos, leyes, principios. Yo que he intentado profundizar en el inmenso campo del misterio, he perdido casi todas mis ilusiones. Yo que he sido llamado sabio en Academias ilustres y libros voluminosos; yo que he consagrado toda mi vida al estudio de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo que he penetrado en la cábala, en el ocultismo y en la teosofía, que he pasado del plano material del sabio al plano astral del mágico y al plano espiritual del mago, que sé cómo obraba Apolonio el Thianense y Paracelso, y que he ayudado en su laboratorio, en nuestros días, al inglés Crookes; yo que ahondé en el Karma búdhico y en el misticismo cristiano, y sé al mismo tiempo la ciencia desconocida de los fakires y la teología de los sacerdotes romanos, yo os digo que no hemos visto los sabios ni un solo rayo de la luz suprema, y que la inmensidad y la eternidad del misterio forman la única y pavorosa verdad.

Y dirigiéndose a mí:

-¿Sabéis cuáles son los principios del hombre? Grupa, jiba, linga, shakira, kama, rupa, manas, buddhi, atma, es decir: el cuerpo, la fuerza vital, el cuerpo astral, el alma animal, el alma humana, la fuerza espiritual y la esencia espiritual…

Viendo a Minna poner una cara un tanto desolada, me atreví a interrumpir al doctor:

-Me parece ibais a demostrarnos que el tiempo…

-Y bien -dijo-, puesto que no os complacen las disertaciones por prólogo, vamos al cuento que debo contaros, y es el siguiente:

Hace veintitrés años, conocí en Buenos Aires a la familia Revall, cuyo fundador, un excelente caballero francés, ejerció un cargo consular en tiempo de Rosas. Nuestras casas eran vecinas, era yo joven y entusiasta, y las tres señoritas Revall hubieran podido hacer competencia a las tres Gracias. De más está decir que muy pocas chispas fueron necesarias para encender una hoguera de amor…

Amooor, pronunciaba el sabio obeso, con el pulgar de la diestra metido en la bolsa del chaleco, y tamborileando sobre su potente abdomen con los dedos ágiles y regordetes, y continuó:

-Puedo confesar francamente que no tenía predilección por ninguna, y que Luz, Josefina y Amelia ocupaban en mi corazón el mismo lugar. El mismo, tal vez no; pues los dulces al par que ardientes ojos de Amelia, su alegre y roja risa, su picardía infantil… diré que era ella mi preferida. Era la menor; tenía doce años apenas, y yo ya había pasado de los treinta. Por tal motivo, y por ser la chicuela de carácter travieso y jovial, tratábala yo como niña que era, y entre las otras dos repartía mis miradas incendiarias, mis suspiros, mis apretones de manos y hasta mis serias promesas de matrimonio, en una, os lo confieso, atroz y culpable bigamia de pasión. ¡Pero la chiquilla Amelia!… Sucedía que, cuando yo llegaba a la casa, era ella quien primero corría a recibirme, llena de sonrisas y zalamerías: «¿Y mis bombones?». He aquí la pregunta sacramental. Yo me sentaba regocijado, después de mis correctos saludos, y colmaba las manos de la niña de ricos caramelos de rosas y de deliciosas grajeas de chocolate, las cuales, ella, a plena boca, saboreaba con una sonora música palatinal, lingual y dental. El porqué de mi apego a aquella muchachita de vestido a media pierna y de ojos lindos, no os lo podré explicar; pero es el caso que, cuando por causa de mis estudios tuve que dejar Buenos Aires, fingí alguna emoción al despedirme de Luz que me miraba con anchos ojos doloridos y sentimentales; di un falso apretón de manos a Josefina, que tenía entre los dientes, por no llorar, un pañuelo de batista, y en la frente de Amelia incrusté un beso, el más puro y el más encendido, el más casto y el más puro y el más encendido, el más casto y el más ardiente ¡qué sé yo! de todos los que he dado en mi vida. Y salí en barco para Calcuta, ni más ni menos que como vuestro querido y admirado general Mansilla cuando fue a Oriente, lleno de juventud y de sonoras y flamantes esterlinas de oro. Iba yo, sediento ya de las ciencias ocultas, a estudiar entre los mahatmas de la India lo que la pobre ciencia occidental no puede enseñarnos todavía. La amistad epistolar que mantenía con madame Blavatsky, habíame abierto ancho campo en el país de los fakires, y más de un gurú, que conocía mi sed de saber, se encontraba dispuesto a conducirme por buen camino a la fuente sagrada de la verdad, y si es cierto que mis labios creyeron saciarse en sus frescas aguas diamantinas, mi sed no se pudo aplacar. Busqué, busqué con tesón lo que mis ojos ansiaban contemplar, el Keherpas de Zoroastro, el Kalep persa, el Kovei-Khan de la filosofía india, el archoeno de Paracelso, el limbuz de Swedenborg; oí la palabra de los monjes budhistas en medio de las florestas del Thibet; estudié los diez sephiroth de la Kabala, desde el que simboliza el espacio sin límites hasta el que, llamado Malkuth, encierra el principio de la vida. Estudié el espíritu, el aire, el agua, el fuego, la altura, la profundidad, el Oriente, el Occidente, el Norte y el Mediodía; y llegué casi a comprender y aun a conocer íntimamente a Satán, Lucifer, Astharot, Beelzebutt, Asmodeo, Belphegor, Mabema, Lilith, Adrameleh y Baal. En mis ansias de comprensión; en mi insaciable deseo de sabiduría; cuando juzgaba haber llegado al logro de mis ambiciones, encontraba los signos de mi debilidad y las manifestaciones de mi pobreza, y estas ideas, Dios, el espacio, el tiempo formaban la más impenetrable bruma delante de mis pupilas… Viajé por Asia, África, Europa y América. Ayudé al coronel Olcott a fundar la rama teosófica de Nueva York. Y a todo esto -recalcó de súbito al doctor, mirando fijamente a la rubia Minna- ¿sabéis lo que es la ciencia y la inmortalidad de todo? ¡Un par de ojos azules… o negros!

-¿Y el fin del cuento? – gimió dulcemente la señorita.

-Juro, señores, que lo que estoy refiriendo es de un absoluta verdad. ¿El fin del cuento? Hace apenas una semana he vuelto a la Argentina, después de veintitrés años de ausencia. He vuelto gordo, bastante gordo, y calvo como una rodilla; pero en mi corazón he mantenido ardiente el fuego del amor, la vestal de los solterones. Y, por tanto, lo primero que hice fue indagar el paradero de la familia Revall. «¡Las Revall -dijeron-, las del caso de Amelia Revall», y estas palabras acompañadas con una especial sonrisa. Llegué a sospechar que la pobre Amelia, la pobre chiquilla… Y buscando, buscando, di con la casa. Al entrar, fui recibido por un criado negro y viejo, que llevó mi tarjeta, y me hizo pasar a una sala donde todo tenía un vago tinte de tristeza. En las paredes, los espejos estaban cubiertos con velos de luto, y dos grandes retratos, en los cuales reconocía a las dos hermanas mayores, se miraban melancólicos y oscuros sobre el piano. A poco Luz y Josefina:

-¡Oh amigo mío, oh amigo mío!

Nada más. Luego, una conversación llena de reticencias y de timideces, de palabras entrecortadas y de sonrisas de inteligencia tristes, muy tristes. Por todo lo que logré entender, vine a quedar en que ambas no se habían casado. En cuanto a Amelia, no me atreví a preguntar nada… Quizá mi pregunta llegaría a aquellos pobres seres, como una amarga ironía, a recordar tal vez una irremediable desgracia y una deshonra… en esto vi llegar saltando a una niña, cuyo cuerpo y rostro eran iguales en todo a los de mi pobre Amelia. Se dirigió a mí, y con su misma voz exclamó:

-¿Y mis bombones?

Yo no hallé qué decir.

Las dos hermanas se miraban pálidas, pálidas y movían la cabeza desoladamente…

Mascullando una despedida y haciendo una zurda genuflexión, salí a la calle, como perseguido por algún soplo extraño. Luego lo he sabido todo. La niña que yo creía fruto de un amor culpable es Amelia, la misma que yo dejé hace veintitrés años, la cual se ha quedado en la infancia, ha contenido su carrera vital. Se ha detenido para ella el reloj del Tiempo, en una hora señalada ¡quién sabe con qué designio del desconocido Dios!

El doctor Z era en este momento todo calvo

Rubén Darío

Cuento de Guillermo Martínez: Help me!

Eran los primeros años de la Unión Europea. Yo estaba en un congreso de matemática en Viena, había terminado muy pronto con mi exposición y tenía por delante el fin de semana libre. Vi en mi guía Trotamundos que Bratislava estaba cerca, y en un impulso de curiosidad por visitar algo de lo que había sido el socialismo, decidí tomar un ómnibus nocturno para pasar el sábado allí y quizá el domingo en Budapest, del otro lado del río.

   Era una noche fría, reluciente de escarcha, y el ómnibus que hacía el cruce, de color gris perla, parecía un rezago de la segunda guerra: un carromato crujiente, con los fuelles vencidos, y unas ventanillas que no cerraban del todo y dejaban colar por las rendijas un viento helado. Aún así, con el balanceo del viaje, en un momento empecé a dormitar. En la frontera, cerca de medianoche, me despertó la luz brusca e hiriente de unos grandes reflectores. El ómnibus se detuvo al costado de una garita y dos soldados subieron con linternas a pedir los pasaportes. Cuando les di el mío empezaron a repetirme, en voz cada vez más alta, como en una pesadilla, una pregunta en eslovaco, áspera y cortante, que no lograba descifrar. De pronto uno de ellos me hizo una seña imperiosa para que me levantara. Me bajaron con mi equipaje del ómnibus y me hicieron pasar entre los hocicos húmedos de los perros hacia la casilla, donde un oficial con galones y guantes de cuero abrió mi pasaporte y golpeó con un dedo sobre las páginas para reclamarme en inglés que le mostrara mi visa. Nunca se me había ocurrido pedir una -había saltado durante un mes de país en país sin problemas, recién en ese momento volví a recordar que existían las visas- y tuve que usar todos los euros que llevaba en efectivo para pagar una multa y un permiso de entrada provisorio. Recibí a cambio unas monedas eslovacas y un número de teléfono, donde debía comunicarme al día siguiente para extenderlo por veinticuatro horas. Los mismos soldados me escoltaron de regreso y volví a ocupar mi asiento entre miradas impacientes y curiosas, todavía algo aturdido, no del todo consciente de que me había quedado por completo sin dinero, mientras la barrera se alzaba y el ómnibus se internaba dentro de ese país desconocido.

    Había reservado habitación en un hotel cerca de la plaza principal, que me pareció, al trasponer la puerta giratoria y avanzar por las alfombras mullidas, más lujoso de lo que había imaginado, y por eso mismo, ahora que sólo tenía esas pocas monedas en el bolsillo, un lugar peligroso, casi amenazante. Tuve que entregar en el mostrador mi tarjeta de crédito para que me habilitaran el teléfono en el cuarto, y mientras el conserje la deslizaba por su máquina sentí un escalofrío de incertidumbre. Ahora dependía enteramente de ese rectángulo de plástico. No estaba seguro de cuánto crédito me quedaba, y en realidad, por el rápido cálculo mental de varios gastos demasiado alegres durante el viaje, no sabía siquiera si la tarjeta resistiría el pago de esa noche. Me prometí hacer también al despertar otra llamada urgente al número de auxilio para saber si podían estirar mi crédito. Todo esto no impidió que al llegar a mi cuarto, apenas descorrí el grueso cortinado doble y apoyé la cabeza en la almohada,  me durmiera con un sueño de piedra. Era joven y tenía la superstición feliz del viajero, que supone que nada verdaderamente malo puede pasarle si sólo está de paso.

   Desperté a la mañana siguiente después de las once, demasiado tarde para llegar al desayuno. Al mirar el reloj recordé de inmediato, como un peso agobiante, las dos llamadas que debía hacer. Aún en el mejor de los casos, si todo terminaba bien, perdería el resto del día en trámites. Miré en el teléfono del cuarto las instrucciones en inglés, pero aunque el teléfono tenía tono, y reintenté varias veces, no logré comunicarme. Eso sólo podía significar una cosa, pensé: de algún modo habían detectado que ya no tenía crédito en mi tarjeta y me habían cortado, como precaución, toda posibilidad de hacer llamados. Me vestí, bajé al lobby, y le expliqué a uno de los empleados en la recepción, con alguna vergüenza anticipada, que no conseguía comunicarme desde mi habitación. Aparentemente no era nada de lo que temía. Ese teléfono, me aseguró el empleado, había tenido la misma clase de inconveniente antes, enviaría a la tarde alguien para arreglarlo. El problema, dije, es que yo debía hacer dos llamadas importantes antes del mediodía. Me señaló entonces un teléfono público en una de las columnas, a mitad de camino entre el lobby y la gran escalinata que conducía a los cuartos. Yo podía hablar desde aquel teléfono con monedas. Y las llamadas, agregó para animarme, me resultarían mucho más baratas. Saqué las monedas que me habían dado en la frontera, y se las mostré con la palma abierta. Había de varios tamaños y colores. ¿Serían suficientes?, le pregunté. El empleado se sonrió con un dejo de malevolencia. Suponía que sí, pero dependería, claro, de la duración de las llamadas.

    Caminé por el largo corredor hacia el teléfono, y cuando estaba eligiendo la moneda de una corona para insertar en la ranura, una mujer de grandes ojos claros apareció de pronto a mi lado, se inclinó hacia mí y me dijo en un susurro, con una mirada fija, implorante: Help! Help me! La miré, sorprendido. No alcanzaba a darme cuenta de dónde podría haber salido. ¿Habría estado quizá semioculta por la columna? Lo primero que advertí fue que aquella mujer, sin duda, habría sido muy hermosa no mucho tiempo atrás, aunque estaba ahora envejecida de forma prematura: la piel de su cara tenía algo casi transparente, quebradizo, con arrugas finas y crueles que parecían desgarrarle hacia abajo las facciones, como una máscara a punto de ser arrancada. Era extremadamente delgada, con un aspecto casi famélico, y las raíces del pelo, muy crecidas, revelaban dolorosamente, bajo los restos de tintura, el gris verdadero y extendido de las canas. Los ojos eran muy grandes, verdes, húmedos y acuciantes, como los de una niña desvalida, y toda su expresión tenía algo lastimero. Llevaba un vestido pulcro, de mangas largas, raído por demasiados lavados, que parecía una segunda piel a punto de desintegrarse. Aún así, no tenía de ningún modo el aspecto de una mendiga sino el de una mujer elegante, suave y educada, que pasaba por alguna clase de apuro inesperado, o, en realidad, de acuerdo al estado de su pelo y de su ropa, por una mala racha prolongada. Le pregunté en inglés de qué modo podía ayudarla, pero me hizo un gesto drástico y desalentado. No English, no English. Traté de hablarle en español, pero repitió el gesto de incomprensión, sin decir palabra, con dos tristes movimientos de la cabeza. Help! Help me!, volvió a suplicar, con una entonación más urgente, y la última sílaba se alargó como un balido. Le extendí entonces una de las monedas con las que iba a hacer el llamado. La miró con decepción, como si aquello no ayudara mucho, pero la tomó y la hizo desaparecer en un bolsillo, casi como un gesto de buena voluntad hacia mí, como si quisiera animarme, darme una señal de que había allí un principio de entendimiento, y quedó otra vez a la espera, con la cara expectante, y un intento desesperado de sonrisa. Las monedas, que evidentemente despreciaba, eran demasiado importantes ahora para mí, y no me arriesgué a darle ninguna otra. Cuando vio que yo no daba indicios de hacer ningún nuevo movimiento me puso una mano temblorosa sobre el brazo y volvió a implorar, con el mismo tono lacerante: Help! Help me!

   Le hice un gesto de disculpas, le mostré las palmas desnudas en el ademán universal de que no tenía más dinero, y traté de volverme hacia el teléfono para hacer la llamada. Pero ella dio entonces dos pasos rápidos y volvió a plantarse frente a mí, con las manos juntas en ruego, a punto de caer de rodillas, y volvió a repetirme, con un grito ahogado de angustia: Help me! Volví a mirarla a los ojos, unos ojos que parecían a la vez guardar y dejar escapar todo lo que había sido, y en el brevísimo segundo que me demoré, atrapado en el destello fatal de esa última luz incrustada, ella creyó ver una pequeña victoria. Me tomó del brazo con vehemencia y me señaló una ventana en el primer descanso de la escalera, mientras me daba ligeros tirones de la manga para que la siguiera por los escalones, como si hubiera algo que sólo pudiera confiarme a solas. Fui detrás de ella. Se detuvo bajo la ventana, me tomó de las dos manos y me las apretó con un gesto impotente y algo de impaciencia. Parecía querer transmitirme físicamente aquello que no lograba decirme. Sacudió la cabeza y volvió a repetir, ahora con una nota más grave y honda, y un acento íntimo: Help me! Creí comprender, oscuramente: la atraje hacia mí y en un impulso brusco, indescifrable, la besé en la boca. Me pareció que hubo en ella un instante de perplejidad: quedó inmóvil, algo rígida, pero se dejó abrazar por un instante. Fue como estrechar a un fantasma, un ser ingrávido, sin huesos, que parecía disolverse bajo mis brazos. Sentí el roce áspero y a medias huidizo de sus labios. Su boca, que yo no dejaba escapar, cedió y se abrió contra mis labios, pero cuando hice avanzar mi lengua, quedó girando en el vacío. Extrañeza y desolación. Supuse que ella había replegado la suya, de algún modo, al fondo de su boca, porque sólo encontraba ese vacío desconcertante, como si realmente aquella mujer no existiera del todo, o estuviera ahuecada por dentro. Entreabrí los ojos y comprendí que quizá me había dejado besarla como otra cortesía, pero sin entregarse enteramente, del mismo modo en que había aceptado la moneda, como una forma de indicarme que estaba en el buen camino. Me separé de ella y la miré otra vez. No parecía enojada, pero tampoco predispuesta a nada más, como si aquello hubiera sido un equívoco menor, pero que no debía distraerla de lo principal. Help! Help me! volvió a repetir, con un tono  dulcificado y la voz por primera vez animada: sin duda le había infundido con el beso un poco de esperanza y creía ahora que su ruego podía ser atendido. Y de la misma forma a la vez dulce y apremiante, como si no supiera por cuánto tiempo se prolongaría sobre mí el hechizo, me arrastró con tirones entusiastas detrás de ella, hacia uno de los cuartos al final del pasillo. Shh, me decía cada tanto, mientras daba vuelta la cabeza en el pasillo desierto, para asegurarse de que todavía la seguía. Se detuvo frente a una puerta, dio unos golpes con los nudillos y la abrió a medias, con una seña nerviosa de invitación para que avanzara dentro del cuarto. Dudé por un segundo frente a la puerta entreabierta, pero ella entonces me empujó un poco por detrás, hasta que di el primer paso dentro de la habitación. Sobre la cama, que estaba sin tender y revuelta, había un chico estirado a lo largo, de unos dieciocho o veinte años, a medio vestir y descalzo, que miraba televisión. En el piso se veían restos de comida y vasos de cartón sobre un diario abierto extendido como un mantel. Apenas entré en el cuarto, el chico se puso de pie para dejar libre la cama, en lo que parecía parte de una rutina que tenía bien aprendida, y me sonrió débilmente, con una mueca borrosa. Era muy alto, con un aspecto tosco y brutal, pero a la vez, algo inarticulado: un gigante torpe, no del todo acostumbrado a la posición vertical. Los ojos, ligeramente desenfocados, y sobre todo esa sonrisa colgante y blanda, me hicieron pensar por un segundo que tal vez tuviera un leve retardo mental.

   La mujer le dijo dos frases breves y cortantes, y trató de alisar la sábana con una mano apresurada, a la vez que se dirigía otra vez a mí con una sonrisa ansiosa y me hacía con los dos brazos una seña invitadora para que me acostara. El chico, que había retrocedido en silencio, estaba ahora detrás de mí, contra la puerta. Giré la cabeza, sin poder evitarlo. ¿Era realmente un retardado? Ahora que lo veía de pie, con su cuerpo enorme que clausuraba la puerta, ya no estaba tan seguro. La mujer volvió a soltar una andanada de frases cortas. Parecía decirme con sus manos que no debía preocuparme por él, y volvió a repetir el gesto incitador para que me acostara. Cuando vio que yo permanecía de pie y estaba por dar el primer paso hacia atrás, dio un grito agudo para detenerme, se acostó ella misma en el centro de la cama, alzó el vestido sobre los muslos flacos y abrió las piernas. Help! Help me!, volvió a decir, con un tono desgarrador, y corrió a un costado la bombacha para mostrarme la hendidura del pubis. Miré, petrificado, el movimiento de su mano, los dedos que hurgaban y separaban los labios para mostrarme el centro rojo. Pero entre los dedos vi también, penoso, desanimante, el vello lacio y mustio del pubis, ya totalmente blanco. Retrocedí, sin poder evitarlo. El movimiento furioso y circular de los dedos tenía algo hipnótico, pero ese manojo de pelo triste y plateado me daba una repulsión inexplicable, como si hubiera entrevisto la vejez verdadera y pavorosa de esa mujer, una vejez contagiosa, milenaria.

   Me di vuelta hacia la puerta y la mujer gimió algo en su idioma y saltó hacia mí para tratar de aferrarme los brazos desde la cama, mientras me suplicaba con una última voz  ronca, ahogada por la desesperación: Help me! Cuando vio que estaba todo perdido y que le daba ya la espalda, dio otro grito, esta vez dirigido a su hijo, y sólo pude pensar que le ordenaba cerrarme el paso. Quedé frente a él, y no hizo ningún movimiento para liberarme la puerta. De su cara se había borrado la sonrisa y ahora su aspecto me parecía solamente brutal. Vi que dudaba, todavía desconcertado, como si no estuviera seguro de obedecer, mientras su madre le seguía gritando la misma orden, en un tono cada vez más enérgico. Algo me encegueció entonces, y recordé la única lección que había aprendido en el colegio para defenderme en las peleas. Eché un poco hacia atrás la cabeza y con todas las fuerzas del terror le pegué un golpe tremendo con la frente en el medio de la cara. Escuché el crujido de un hueso y el chico dio un gran grito de dolor y se derrumbó de a poco de rodillas al suelo, con las dos manos en la nariz. La sangre le empezó a brotar, incontenible, bajo los dedos. Me abalancé al picaporte, abrí la puerta y arrastré a medias con la hoja el cuerpo caído hasta hacerme el lugar suficiente para salir. Pero algo me detuvo: el chico lloraba en el suelo, con las manos todavía aferradas a la nariz, lloraba frente a su sangre con hipos y gritos de desesperación y el desconsuelo aterrado de una criatura. La mujer había saltado de la cama y estaba ahora agachada junto a él. Trataba de contener la sangre con la punta del vestido, mientras atraía la gran cabeza a su regazo. Me miró desde allí y sus ojos verdes me horadaron con una luz feroz. Pareció de pronto que fuera a alzarse: toda su cara avanzó hacia mí, transfigurada en esa nueva luz llameante y maligna que despedían sus ojos. Su cuello frágil se tensó como un arco, alargó el brazo para apuntarme y con una voz estremecida de odio me lanzó una maldición lenta, implacable, y la repitió dos veces, con el brazo alzado y el gesto terrible de una sibila.  

   Nunca supe qué me deparaba esa maldición, pero quizá ya me alcanzó: allí donde voy, no importa en qué ciudad del país o del mundo, cada vez que una mano se extiende para pedirme limosna, vuelvo a ver esos ojos verdes, y escucho, como si ya nunca pudiera arrancarlo de mis oídos, el balido atroz: Help! Help me!

Fuente del texto

Microrrelato de Ana María Shua: Sin título

(Argentina, 1951)

Un hombre sueña que ama a una mujer. La mujer huye. El hombre envía en su persecución los perros de su deseo. La mujer cruza un puente sobre un río, atraviesa un muro, se eleva sobre una montaña. Los perros atraviesan el río a nado, saltan el muro y al pie de la montaña se detienen jadeando. El hombre sabe, en su sueño, que jamás en su sueño podrá alcanzarla. Cuando despierta, la mujer está a su lado y el hombre descubre, decepcionado, que ya es suya.

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Minificción de Oliverio Girondo: Si hubiera sospechado lo que se oye

(Argentina, 1891-1967)

Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.

Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.

¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!

Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada instante.

Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.

Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.

De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.

Aunque parezca mentira –esas humillaciones– ese continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.

Por lo común, estos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya va a extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre.

¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!

Espantapájaros, 1932

Cuento de Rodrigo Rey Rosa: La niña que no tuve

(Guatemala, 1958)

A los ocho años, había sido condenada a muerte. Una extraña enfermedad, cuyo nombre no quiero repetir, la disolvería en menos de ciento veinte días, según varios doctores. El médico que me dio las malas nuevas lo hizo cuan humanamente pudo, pero eso no bastó. Tuvo que ser cruel, con la crueldad particular que se desarrolla en esa profesión. Le pedí que describiera las etapas de la enfermedad, y él precisó punto por punto –«con un margen de dos o tres semanas»– la descomposición de mi niña. Como, terminada la descripción, él añadió: «Me temo que no hay nada más que nosotros podamos ha­cer», le dije que si lo que aseguraba no era cierto, yo lo maldecía.

Llegué a casa con pensamientos fúnebres mezclados con accesos de esperanza: pero la niña estaba tendida en su camita, pálida y temblorosa, pues era la hora de los ataques.

La niñera salió del cuarto en silencio, y yo me arrodillé al lado de la niña.

–¿Cómo te sientes? –le pregunté, y le besé la frente.

–Mal –dijo, y agregó–: voy a morirme, ¿verdad? Por un descuido mío, una semana antes ella había leído una carta del doctor acerca de la posibilidad de su muerte.

–No creo –le dije–. De niño yo también estuve muy enfermo varias veces y sobreviví.

–Yo también quiero sobrevivir –dijo con una seriedad conmovedora–. Pero papi, si voy a morirme, si los doctores piensan que me voy a morir, dímelo, no me engañes.

Me miraba fija, intensamente, y no pude mentir.

–Según el doctor que ha estado viéndote, podrías morirte dentro de cuatro meses. Pero yo no le creo.

–¿Cuatro meses? –se puso a contar, primero mentalmente y luego, para asegurarse, con los dedos–. Eso sería en febrero.

Asentí con la cabeza. Tomé su mano, sudorosa, y la apreté. Y ella se quedó dormida, o, con su delicadeza de pequeña, fingió que se dormía.

Al día siguiente me levanté temprano, le hice el desayuno y le preparé el baño. Por la mañana, parecía una niña sana, y por un momento olvidé que había sido condenada. Salí de compras. Era una esplendorosa mañana de noviembre, de modo que, al volver a casa, le propuse que saliéramos a pasear después de comer.

–¿Adónde quieres ir? –me preguntó.

–A donde tú quieras –dijo inmediatamente:

–A un lugar al que nunca hayamos ido.

Eran tantos los lugares a los que no habíamos ido, pensé. Había sido un error que yo la concibiera, yo, que siempre tuve miedo a la descendencia. Pero no me opuse a los deseos de su madre con suficiente determinación, y la niña nació. Su madre me abandonó hace tres años, y aquí estamos.

Cuando salíamos, al cruzar la doble puerta del vestíbulo, un hombre alto y pálido que aguardaba la ocasión se introdujo furtiva­mente en el corredor.

–Un drogadicto –dijo ella, y el hombre pudo oírla.

–Tal vez –dije.

En la calle, me recriminó:

–Claro que era un drogadicto. Por qué dices tal vez.

–Tal vez te oyó.

–Y qué, es la verdad.

–A la gente no le gusta oír lo que uno piensa de ella, –Me miró, entre decepcionada y comprensiva, y dijo–:

–Supongo que no.

En la esquina del Bowery y la octava, me tiró de la mano.

–¿Por qué no vamos a Times Square?

Tomamos el subterráneo en Astor Place, con su telón de fondo kitsch. Abajo, en el andén, una bandada de poetas daba un tono intelectual y hasta elegante a ese agujero del grand gruyere. La cosa sería evacuar la ciudad, demolerla por completo de una sola vez, darle la espalda al sitio y reintegrarse a la realidad.

Subimos al tren, ingresamos en el túnel. El carro dio un bandazo, y los pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero los cuerpos con caras grises se mantuvieron de pie, con un movimiento pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado. Cadáveres de todas las edades.

El cemento era tan duro en la calle 42 y el aire helado hería de la misma manera que diez años atrás, cuando caminé por primera vez en esta ciudad, pero el lugar había cambiado.

En la antesala de la muerte, hubiera sido de esperar que cada quien buscara el placer del prójimo como el suyo propio, pero suele ocurrir lo contrario. Así, en lugar de un jardín de las delicias de fin de siglo, la ciudad era una morgue suprema.

Dimos una vuelta por Times Square. Y así, entre aquel torbellino de gente muerta y un ejército de criaturas de Walt Disney, perdimos una de las ciento veinte tardes que le quedaban a mi niña.

Volvimos a casa decaídos al atardecer. Llegué al séptimo piso como siempre, sin aliento. Las luces de un pequeño rascacielos entraban, en lugar de la luz de las primeras estrellas, por un ventanastro en el otro extremo de nuestro apartamento. Me acerqué a la ventana. Era como arena erizada al lomo de un imán, aquel paisaje.

Preparamos juntos la comida y cuando nos sentamos a comer ella me dijo:

–Perdimos el tiempo esta tarde. Debí quedarme leyendo o estudiando. No tengo tiempo que perder.

–Pero linda, hacía un día hermoso.

–Sí, lo sé. Sé que tratas de hacerme feliz porque tengo poco tiempo. Pero no trates demasiado, ¿está bien?

Me quedé callado un momento, mientras ella miraba por la ventana el pequeño rascacielos.

–Claro, preciosa –dije después–. Perdona, pero nadie es perfecto –me encogí de hombros, y creo que, si hubiera tenido rabo, lo habría escondido entre las piernas.

Ella cerró los ojos, y luego me miró de una manera extraña. Me atemorizó.

–Papi –me dijo–, antes de morirme, quiero saber lo que es el sexo.

Levanté las cejas y tragué saliva y se me cortó la respiración. Habría oído algo en la escuela, pensé, era lo natural. Me pregunté fugazmente si no habría fantasmas pornográficos flotando todavía por la calle 42. Recordé al ratón Mickey, a Pluto, a Clarabella.

–Sí, mi niña –dije con una sonrisa confundida–, un día de éstos te lo explicaré.

–¿Me lo prometes?

Asentí con la cabeza.

–No –insistió–, quiero que lo digas. Dije que se lo explicaría. Miré el reloj que estaba sobre el televisor.

–¿Cuándo? –preguntó.

–Ya son la siete, cómo corre el tiempo –le dije–. Desde luego, hoy no.

Hizo una mueca.

–Sí –dijo–, ya lo sé, comienzo a sentir los temblores. La acompañé a su cuarto, le puse el pijama y la acosté. Le di a tomar sus medicinas: tantas gotas de esto, tantas de aquello, tantas de lo otro.

–La luz –dijo.

Apagué la luz, y nos quedamos juntos en la penumbra esperando los ataques.

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Microrrelato de Julio Ramón Ribeyro: Plagio

(Perú, 1929-1994)

–Lo mismo o algo parecido dice Montaigne en sus “Ensayos” –le reprocha alguien al escucharlo lanzar una sentencia moralizante.

–¿Y qué? –protesta Luder. Eso solo demuestra que los clásicos siguen plagiándonos desde la tumba.

Dichos de Luder, 1989

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 Cuento de Roberto Bolaño: Llamadas telefónicas

Chile (1953-2003)

B está enamorado de X. Por supuesto, se trata de un amor desdichado. B, en una época de su vida, estuvo dispuesto a hacer todo por X, más o menos lo mismo que piensan y dicen todos los enamorados. X rompe con él. X rompe con él por teléfono. Al principio, por supuesto, B sufre, pero a la larga, como es usual, se repone. La vida, como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años.

Una noche en que no tiene nada que hacer, B consigue, tras dos llamadas telefónicas, ponerse en contacto con X. Ninguno de los dos es joven y eso se nota en sus voces que cruzan España de una punta a la otra. Renace la amistad y al cabo de unos días deciden reencontrarse. Ambas partes arrastran divorcios, nuevas enfermedades, frustraciones. Cuando B toma el tren para dirigirse a la ciudad de X, aún no está enamorado. El primer día lo pasan encerrados en casa de X, hablando de sus vidas (en realidad quien habla es X, B escucha y de vez en cuando pregunta); por la noche X lo invita a compartir su cama. B en el fondo no tiene ganas de acostarse con X, pero acepta. Por la mañana, al despertar, B está enamorado otra vez. ¿Pero está enamorado de X o está enamorado de la idea de estar enamorado? La relación es problemática e intensa: X cada día bordea el suicidio, está en tratamiento psiquiátrico (pastillas, muchas pastillas que sin embargo en nada la ayudan), llora a menudo y sin causa aparente. Así que B cuida a X. Sus cuidados son cariñosos, diligentes, pero también son torpes. Sus cuidados remedan los cuidados de un enamorado verdadero. B no tarda en darse cuenta de esto. Intenta que salga de su depresión, pero sólo consigue llevar a X a un callejón sin salida o que X estima sin salida. A veces, cuando está solo o cuando observa a X dormir, B también piensa que el callejón no tiene salida. Intenta recordar a sus amores perdidos como una forma de antídoto, intenta convencerse de que puede vivir sin X, de que puede salvarse solo. Una noche X le pide que se marche y B coge el tren y abandona la ciudad. X va a la estación a despedirlo. La despedida es afectuosa y desesperada. B viaja en litera pero no puede dormir hasta muy tarde. Cuando por fin cae dormido sueña con un mono de nieve que camina por el desierto. El camino del mono es limítrofe, abocado probablemente al fracaso. Pero el mono prefiere no saberlo y su astucia se convierte en su voluntad: camina de noche, cuando las estrellas heladas barren el desierto. Al despertar (ya en la Estación de Sants, en Barcelona) B cree comprender el significado del sueño (si lo tuviera) y es capaz de dirigirse a su casa con un mínimo consuelo. Esa noche llama a X y le cuenta el sueño. X no dice nada. Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al siguiente. La actitud de X cada vez es más fría, como si con cada llamada B se estuviera alejando en el tiempo. Estoy desapareciendo, piensa B. Me está borrando y sabe qué hace y por qué lo hace. Una noche B amenaza a X con tomar el tren y plantarse en su casa al día siguiente. Ni se te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte la cara cuando te hablo. No te abriré la puerta, dice X y luego cuelga. B no entiende nada. Durante mucho tiempo piensa cómo es posible que un ser humano pase de un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego se emborracha o busca consuelo en un libro. Pasan los días.

Una noche, medio año después, B llama a X por teléfono. X tarda en reconocer su voz. Ah, eres tú, dice. La frialdad de X es de aquellas que erizan los pelos. B percibe, no obstante, que X quiere decirle algo. Me escucha como si no hubiera pasado el tiempo, piensa, como si hubiéramos hablado ayer. ¿Cómo estás?, dice B. Cuéntame algo, dice B. X contesta con monosílabos y al cabo de un rato cuelga. Perplejo, B vuelve a discar el número de X. Cuando contestan, sin embargo, B prefiere mantenerse en silencio. Al otro lado, la voz de X dice: bueno, quién es. Silencio. Luego dice: diga, y se calla. El tiempo —el tiempo que separaba a B de X y que B no lograba comprender— pasa por la línea telefónica, se comprime, se estira, deja ver una parte de su naturaleza. B, sin darse cuenta, se ha puesto a llorar. Sabe que X sabe que es él quien llama. Después, silenciosamente, cuelga.

Hasta aquí la historia es vulgar; lamentable, pero vulgar. B entiende que no debe telefonear nunca más a X. Un día llaman a la puerta y aparecen A y Z. Son policías y desean interrogarlo. B inquiere el motivo. A es remiso a dárselo; Z, después de un torpe rodeo, se lo dice. Hace tres días, en el otro extremo de España, alguien ha asesinado a X. Al principio B se derrumba, después comprende que él es uno de los sospechosos y su instinto de supervivencia lo lleva a ponerse en guardia. Los policías preguntan por dos días en concreto. B no recuerda qué ha hecho, a quién ha visto en esos días. Sabe, cómo no lo va a saber, que no se ha movido de Barcelona, que de hecho no se ha movido de su barrio y de su casa, pero no puede probarlo. Los policías se lo llevan. B pasa la noche en la comisaría.

En un momento del interrogatorio cree que lo trasladarán a la ciudad de X y la posibilidad, extrañamente, parece seducirlo, pero finalmente eso no sucede. Toman sus huellas dactilares y le piden autorización para hacerle un análisis de sangre. B acepta. A la mañana siguiente lo dejan irse a su casa. Oficialmente, B no ha estado detenido, sólo se ha prestado a colaborar con la policía en el esclarecimiento de un asesinato. Al llegar a su casa B se echa en la cama y se queda dormido de inmediato. Sueña con un desierto, sueña con el rostro de X, poco antes de despertar comprende que ambos son lo mismo. No le cuesta demasiado inferir que él se encuentra perdido en el desierto.

Por la noche mete algo de ropa en un bolso y se dirige a la estación en donde toma un tren con destino a la ciudad de X. Durante el viaje, que dura toda la noche, de una punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que pudo haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También piensa: si yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: por eso, precisamente, soy yo el que está vivo. Durante el viaje, insomne, contempla a X por primera vez en su real estatura, vuelve a sentir amor por X y se desprecia a sí mismo, casi con desgana, por última vez. Al llegar, muy temprano, va directamente a casa del hermano de X. Éste queda sorprendido y confuso, sin embargo lo invita a pasar, le ofrece un café. El hermano de X está con la cara recién lavada y a medio vestir. No se ha duchado, constata B, sólo se ha lavado la cara y pasado algo de agua por el pelo. B acepta el café, luego le dice que se acaba de enterar del asesinato de X, que la policía lo ha interrogado, que le explique qué ha ocurrido. Ha sido algo muy triste, dice el hermano de X mientras prepara el café en la cocina, pero no veo qué tienes que ver tú con todo esto. La policía cree que puedo ser el asesino, dice B. El hermano de X se ríe. Tú siempre tuviste mala suerte, dice. Es extraño que me diga eso, piensa B, cuando yo soy precisamente el que está vivo. Pero también le agradece que no ponga en duda su inocencia. Luego el hermano de X se va a trabajar y B se queda en su casa. Al cabo de un rato, agotado, cae en un sueño profundo. X, como no podía ser menos, aparece en su sueño.

Al despertar cree saber quién es el asesino. Ha visto su rostro. Esa noche sale con el hermano de X, entran en bares y hablan de cosas banales y por más que procuran emborracharse no lo consiguen. Cuando vuelven a casa, caminando por calles vacías, B le dice que una vez llamó a X y que no habló. Qué putada, dice el hermano de X. Sólo lo hice una vez, dice B, pero entonces comprendí que X solía recibir ese tipo de llamadas. Y creía que era yo. ¿Lo entiendes?, dice B. ¿El asesino es el tipo de las llamadas anónimas?, pregunta el hermano de X. Exacto, dice B. Y X pensaba que era yo. El hermano de X arruga el entrecejo; yo creo, dice, que el asesino es uno de sus ex amantes, mi hermana tenía muchos pretendientes. B prefiere no contestar (el hermano de X, a su parecer, no ha entendido nada) y ambos permanecen en silencio hasta llegar a casa.

En el ascensor B siente deseos de vomitar. Lo dice: voy a vomitar. Aguántate, dice el hermano de X. Luego caminan aprisa por el pasillo, el hermano de X abre la puerta y B entra disparado buscando el cuarto de baño. Pero al llegar allí ya no tiene ganas de vomitar. Está sudando y le duele el estómago, pero no puede vomitar. El inodoro, con la tapa levantada, le parece una boca toda encías riéndose de él. O riéndose de alguien, en todo caso. Después de lavarse la cara se mira en el espejo: su rostro está blanco como una hoja de papel. Lo que resta de noche apenas puede dormir y se lo pasa intentando leer y escuchando los ronquidos del hermano de X. Al día siguiente se despiden y B vuelve a Barcelona. Nunca más visitaré esta ciudad, piensa, porque X ya no está aquí.

Una semana después el hermano de X lo llama por teléfono para decirle que la policía ha cogido al asesino. El tipo molestaba a X, dice el hermano, con llamadas anónimas. B no responde. Un antiguo enamorado, dice el hermano de X. Me alegra saberlo, dice B, gracias por llamarme. Luego el hermano de X cuelga y B se queda solo.

Rebajas
Llamadas telefónicas (Hispánica)
Llamadas telefónicas (Hispánica)
Bolaño, Roberto (Autor)
18,90 EUR −0,95 EUR 17,95 EUR

Cuento de María Luisa Bombal: El árbol

Chile, 1910-1980)

El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.

“Mozart, tal vez” —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. “Mozart, tal vez, o Scarlatti…” ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella… Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. “No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol”. ¡La indignación de su padre! “¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura”.

Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. “No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue”. Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.

¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.

Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro.

—Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu exmarido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco.

Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles.

Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. “Es tan tonta como linda” decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni “planchar” en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.

¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como una lluvia desordenada. “Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de pájaros”.

Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto…

Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.

De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.

Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis.

—No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde—. ¿Por qué te has casado conmigo?

—Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la besaba. Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!

—Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . .

—Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.

Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio.

Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. “Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis”.

Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era curioso— apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.

Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.

Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.

—Estoy ocupado. No puedo acompañarte… Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo… Hola, sí estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate… No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida.

—¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?

A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?

Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre.

Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.

—Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis.

—Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.

—Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!

A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis…

—¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?

—Nada.

—¿Por qué me llamas de ese modo, entonces?

—Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.

Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.

Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido.

—Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre?

—¿Sola?

—Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.

Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.

—¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?

Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.

—Tengo sueño… —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas.

Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el silencio.

Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios.

—¿Todavía está enojada, Brígida?

Pero ella no quebró el silencio.

—Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.

. . .

—¿Quieres que salgamos esta noche?…

. . .

—¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?

. . .

—¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo?

. . .

—¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame…

Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio.

Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.

Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. “Y yo, y yo —murmuraba desorientada—, yo que durante casi un año… cuando por primera vez me permito un reproche… ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar nunca más esta casa…” Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo.

Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.

Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.

Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.

Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin.

¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?

El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.

Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.

¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo un silencio.

—Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?

Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: “No, no; te quiero, Luis, te quiero”, si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual:

—En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.

En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla, la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial. Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: “Siempre”. “Nunca”…

Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!

A1 recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto.

¡Siempre! ¡Nunca!… Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.

El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el “clavel del aire” y lo cuelga del inmenso gomero.

Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.

Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje —siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río— y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar.

Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche.

Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.

Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.

Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable.

Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían… La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste.

Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.

Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa.

¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.

Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana.

“Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de vecinos…”

Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira?

¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?

No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones.

Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.

Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.

Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.

¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y locuras, y amor, amor…

—Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? —había preguntado Luis.

Ahora habría sabido contestarle:

—¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.



Microrrelato de Adolfo Bioy Casares

(Argentina, 1914-1999)

Esta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. “¿Cómo un ser tan ínfimo” –sin duda estaba pensando el tirano– “es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?”. Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. “Por humildes que sean” –dijo indicando al pájaro– “hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros”.

Plan de evasión, de Adolfo Bioy Casares 


Microrrelato de Luisa Valenzuela: Narcisa

(Argentina, 1938)

Como quien mira por la ventana del bar, miro la ventana. El tipo que me ve desde afuera entra para interpelarme.

–Me gustás.

–Lo mismo digo.

–¿Yo también te gusto?

–Nada de eso, me gusto yo. Me estaba mirando en el reflejo.

Juego de villanos 

Una historia breve de Silvina Ocampo: La cabeza pegada al vidrio

(Argentina, 1903-1993)

Desde hacía quince años Mlle. Dargére tenía a su cargo una colonia de niños débiles que había sido fundada por una de sus abuelas. La casa estaba situada a la orilla del mar y ella desde su juventud había vivido en la parte lateral del asilo, en el último piso de la torre.

En los primeros tiempos vivía en el primer piso, pero de noche en los vidrios de la ventana se le aparecía la cabeza de un hombre en llamas. Una cabeza espantosamente roja, pegada al vidrio como las pinturas de los vitraux. Se mudó al segundo piso: la misma cabeza la perseguía. Se mudó al tercer piso: la misma cabeza la perseguía; se mudó de todos los cuartos de la casa con el mismo resultado.

Mlle. Dargére era extremadamente bonita y los chicos la querían, pero una preocupación constante se le instaló en el entrecejo en forma de arrugas verticales que estropeaban un poco su belleza. Sus noches se llenaban de insomnios y en sus desvelos oía los coros de los sueños de los niños subir, con blancura de camisón, de los dormitorios de veinte camas en donde depositaba besos cotidianos.

Las mañanas eran diáfanas a la orilla del mar; los chicos salían todos vestidos con trajes de baño demasiado largos que se enredaban en las olas. No era la culpa de los trajes, pensaba Mlle. Dargére apoyada contra la balaustrada de la terraza; los chicos no podían usar sino trajes hechos a medida, para no quedar ridículos. Tenían un bañero negro que los mortificaba diariamente con una zambullida dolorosa, que lo resguardaba a él sólo, cuidadosamente, de las olas. Pero ella no podía oír llorar a los chicos y se acordaba del suplicio de los baños con bañeros en su infancia, que habían llenado su vida de sueños eternos de maremotos.

Se bañaba de tarde con el agua a la altura de las rodillas, cuando la playa estaba desierta; entonces llevaba a veces un libro que no leía y se acostaba sobre la arena después del baño; era el único momento del día en que descansaba. Era la madre de ciento cincuenta chicos pálidos a pesar del sol, flacos a pesar de la alimentación estudiada por los médicos, histéricos a pesar de la vida sana que llevaban.

Mlle. Dargére derramaba su prestigio de belleza sobre ellos. Su proximidad los serenaba un poco y los engordaba más que los alimentos estudiados por los mejores médicos, pero la cabeza del hombre en llamas seguía de noche en la ventana hasta que llegó a ser una horrible cosa necesaria que se busca detrás de las cortinas.

Una noche no durmió un solo minuto; la cabeza estaba ausente, la buscó detrás de las cortinas, y la desveló esta vez la posibilidad de poder dormir tranquila: la cabeza parecía haberse perdido para siempre.

A la mañana siguiente, en los dormitorios, una extraña exasperación retenía a los chicos al borde de las lágrimas. Llantos contenidos se amontonaban en las bocas. Mlle. Dargére creyó ver un asilo de ancianos en traje de baño azul marino desfilando hacia la playa. Carolina, su preferida, la única que tenía un cuerpo capaz de rellenar el traje de baño, se escapó de entre sus brazos.

La playa esa mañana se llenó de llantos obscuros y atorados dentro de las olas.

Mlle. Dargére, después de apoyar su melancolía sobre la balaustrada, que fue como una despedida a la belleza, subió corriendo hasta el espejo de su cuarto. La cabeza del hombre en llamas se le apareció del otro lado; vista de tan cerca era una cabeza picada de viruela y tenía la misma emotividad de los flanes bien hechos. Mlle. Dargére atribuyó el arrebato de su cara a las quemaduras del sol que se derraman en líquidos hirvientes sobre las pieles finas. Se puso compresas de óleo calcáreo, pero la imagen de la cabeza en llamas se había radicado en el espejo.

Cuentos difíciles, de Silvina Ocampo 

Una historia breve de Julio Torri: El vagabundo

En pequeño circo de cortas pretensiones trabajaba, no ha mucho, un acróbata, modesto y tímido como muchas personas de mérito. Al final de una función dominguera en algún villorrio, llegó a nuestro hombre la hora de ejecutar su suerte favorita con la que contaba para propiciarse al público de lugareños y asegurar así el buen éxito pecuniario de aquella temporada. Además de sus habilidades —nada notables que digamos— poseía resistencia poco común para la incomodidad y la miseria. Con todo, temía en esos momentos que recomenzaran las molestias de siempre: las disputas con el posadero, el secuestro de su ropilla, la intemperie y de nuevo la dolorosa y triste peregrinación.

El acto que iba a realizar consistía en meterse en un saco, cuya boca ataban fuertemente los más desconfiados espectadores. Al cabo de unos minutos el saco quedaba vacío.

A su invitación, montaron al tablado dos fuertes mocetones provistos de ásperas cuerdas. Introdújose él dentro del saco y pronto sintió sobre su cabeza el tirar y apretar de los lazos. En la oscuridad en que se hallaba le asaltó el vivo deseo de escapar realmente de las incomodidades de su vida trashumante. En tan extraña disposición de espíritu cerró los ojos y se dispuso a desaparecer.

Momentos después se comprobó —sin sorpresa para nadie— que el saco estaba vacío y las ligaduras permanecían intactas. Lo que sí produjo cierto estupor fue que el funámbulo no reapareció durante la función. Tras un rato de espera inútil los asistentes comprendieron que el espectáculo había terminado y regresaron a sus casas.

Mas a nuestro cirquero tampoco volvió a vérsele por el pueblo. Y lo curioso del caso era que nadie había reclamado en la posada su maletín.

Pasados algunos días se olvidó el suceso completamente. ¡Quién se iba a preocupar por un vagabundo!

Julio Torri (México, 1889-1970)

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Cuento breve de Guillermo Samperio: La cola

Esa noche de estreno, fuera del cine, a partir de la taquilla la gente ha ido formando una fila desordenada que desciende las escalinatas y se alarga sobre la acera, junto a la pared, pasa frente al puesto de dulces y el de revistas y periódicos extensa culebra de mil cabezas, víbora ondulante de colores diversos vestida de suéteres y chamarras, nauyaca inquieta que se contorsiona a lo largo de la calle y da vuelta en la esquina, boa enorme que mueve su cuerpo ansioso azotando la banqueta, invadiendo la calle, enrollada a los automóviles, interrumpiendo el tráfico, trepando por el muro, sobre las cornisas, adelgazándose en el aire, su cola de cascabel introduciéndose por una ventana del segundo piso, a espaldas de una mujer linda, que toma un café melancólico ante una mesa redonda, mujer que escucha solitaria el rumor del gentío en la calle y percibe un fino cascabeleo que rompe de pronto su aire de pesadumbre, lo abrillanta y le ayuda a cobrar una débil luz de alegría, recuerda entonces aquellos días de felicidad y de amor, de sensualidad nocturna y manos sobre su cuerpo firme y bien formado, abre paulatinamente las piernas, se acaricia el pubis que ya está húmedo, se quita lentamente las pantimedias, la pantaleta, y permite que la punta de la cola, enredada en una pata de la silla y erecta bajo la mesa, la posea.

Guillermo Samperio (México, 1948-2016)

Microrrelato de Luis Felipe Lomelí: El emigrante

—¿Olvida usted algo?

—¡Ojalá!

Ella sigue de viaje. Luis Felipe Lomelí. Comprar en Amazon 

Luis Felipe Lomelí (México, 1975-)

Historia corta de Edmundo Valadés: Fin

De pronto, como predestinado por una fuerza invisible, el carro respondió a otra intención, enfilado hacia imprevisible destino, sin que mis inútiles esfuerzos lograran desviar la dirección para volver al rumbo que me había propuesto.

Caminamos así, en la noche y el misterio, en el horror y la fatalidad, sin que yo pudiera hacer nada para oponerme.

El otro ser paró el motor, allí en un sitio desolado. Alguien que no estaba antes, me apuntó desde el asiento posterior con el frío implacable de un arma. Y su voz definitiva, me sentenció:

–¡Prepárate al fin de este cuento!

Edmundo Valadés (México, 1915-1994)

Cuento breve de Andrés Rivera: El corrector

Ella y yo trabajábamos en una editorial de capitales europeos, y que se preciaba de haber publicado la primera Biblia que usaron los jesuitas en tierras de México.

A la hora del almuerzo, ella y yo nos quedábamos solos. Los otros correctores, la cartógrafa (¿era una sola?), las tipeadoras, las mujeres de dedos velocísimos de la oficina de cobranzas, las secretarias de los gerentes, salían a ocupar sus mesas en los bodegones que abundaban por los alrededores de la empresa y, sentados, pedían ensaladas ligeras y Coca-Cola.

Ella, a esa hora, extraía, de su bolso, revistas en las que aparecían figuras ululantes con nombres que, probablemente, castigaban algo más que mi ignorancia de hombre cercano a las edades de la vejez.

Ella, a esa hora, escupía, en una caja de cartón depositada al pie de su escritorio, un chicle que masticó durante toda la mañana y suplantaba el chicle por un sándwich triple de miga, jamón cocido y queso.

También cruzaba las piernas y un zapato se balanceaba en la punta del pie de la pierna cruzada sobre la otra.

Ese viernes, ella llevaba puesto un walkman.

Yo no miré su cara en el mediodía de ese viernes de un julio huérfano de alegría: miré un fino hilo de metal que brillaba un poco más arriba de la leve tapa de su cabeza, y después miré su cabeza, y miré su largo y lacio pelo rubio.

Dejé de suprimir gerundios aborrecibles en el original de una novela que llevaba vendidos quince mil ejemplares de su primera edición, antes de que la novela y los gerundios que sobrevivirían a las infecundas expurgaciones de la corrección se publicaran, y cuyo autor, la cotización más alta de la narrativa nacional, es un hombre que ama el vino y el boxeo, y aprecia las bromas inteligentes, y caminé hasta el escritorio de ella. Y cuando llegué hasta el escritorio de ella, miré, por encima de la cabeza de ella, y de la corta antena de su walkman, el cielo de ese mediodía de viernes. Miré, por las anchas ventanas de la sala vacía y silenciosa, el cielo gris, y algún techo desolado, y unas sábanas puestas a secar que batían el aire frío y violento.

Me agaché, y agachado, me arrastré debajo de su escritorio, y allí, en una tibieza polvorienta, hincado, le acaricié el empeine del pie, el talón y los dedos del pie, por encima de la seda negra de la media. Ese ablandamiento de una elasticidad tensa y fría duró lo que ella quiso que durase.

La calcé y, después, me puse de pie, y frente a ella, le pregunté, en voz baja, si la había molestado.

Ella me miró. Y sus labios, empastados con manteca y queso de máquina, me prometieron un invierno interminable.

-Hacelo otra vez -dijo, y le brillaron los dientes empastados, ellos también, todavía, con miga, manteca y queso de máquina.

Andrés Rivera (Argentina, 19828-2016)

El amigo de Baudelaire. (Novela.)
El amigo de Baudelaire. (Novela.)
Rivera (Autor)
516,00 EUR

Cuento corto de Macedonio Fernández: Un paciente en disminución

El señor Ga había sido tan asiduo, tan dócil y prolongado paciente del doctor Terapéutica que ahora ya era sólo un pie. Extirpados sucesivamente los dientes, las amígdalas, el estómago, un riñón, un pulmón, el bazo, el colon, ahora llegaba el valet del señor Ga a llamar al doctor Terapéutica para que atendiera el pie del señor Ga, que lo mandaba llamar.

El doctor Terapéutica examinó detenidamente el pie y “meneando con grave modo” la cabeza resolvió:

-Hay demasiado pie, con razón se siente mal: le trazaré el corte necesario, a un cirujano.

Macedonio Fernández (Argentina, 1874-1952)

Relato corto de Juan Filloy: Rúbrica

Disfrazados de operarios de telecomunicaciones –rollos de cables y caja de herramientas– llegaron a la puerta del departamento.

–Venimos a verificar cómo anda su teléfono.

–Era tiempo. Entren –dijo la esbelta anciana con la más inocente disposición de ánimo. Su esposo dormitaba en su sillón de paralítico. Dos canarios gorjeaban en su jaula en un rincón del living room.

Cuando, ya adentro, uno de los asaltantes puso el cerrojo en la puerta, la desesperada intuición de la mujer no tuvo tiempo de explotar. Un manotón velludo le tapó la boca y dos brazos robustos le trabaron todo movimiento, arrastrándola hacia el lecho conyugal. El esposo despertó sobresaltado por el bullicio. Quiso gritar a su vez; pero un golpe feroz con una barreta de hierro quebró su voz en el acto. Y un tramo de cinta emplástica cruzó la mueca atroz borrándola para siempre.

Sujetos de pies y manos con cables, la búsqueda de joyas y dinero fue una tarea cómoda y prolija. Los tres jóvenes revolvieron todos los muebles y vaciaron vasos y floreros en donde la astucia suele esconderlos o disimularlos. El botín era escaso.

De improviso, con ademanes de holgorio, el menor señaló bajo un cuadro el orificio de una caja de seguridad embutida en la pared. Corrió a la cama y alzando su navaja sevillana en inminente amenaza, arrancó la mordaza:

–Diga dónde está la llave de la caja o la mato.

La anciana, semiinconsciente, no pudo articular palabra. Un par de cachetadas la despabilaron.

–Diga dónde está la llave de la caja o la mato –vociferó de nuevo, broncamente.

–Es …tá… den …tro… la… jau…la… ¡A…se…si…no!…

–¿Asesino, yo? Ahora tenés razón –y sañudamente cayó el rayo mortífero de la navaja en su pecho.

Despojado todo el caudal, ya tomadas las previsiones de la fuga antes de sacarse los guantes, el menor llevó la jaula a la ventana de un patio interior y soltó los canarios.

–Hiciste bien, pibe.

–¡Vamos, escabullámonos!

En el horror del crimen fue el rasgo que rubrica la ternura de los monstruos.

Juan Filloy (Argentina, 1894-2000)

Caterva, de Juan Filloy. Con prólogo de Mempo Giardinelli. Comprar en Amazon 

Podcast sobre Juan Filloy:

 Cuento de Octavio Paz: Prisa

A pesar de mi torpor, de mis ojos hinchados, de mi aire de recién salido de la cueva, no me detengo nunca. Tengo prisa. Siempre he tenido prisa. Día y noche zumba en mi cráneo la abeja. Salto de la mañana a la noche, del sueño al despertar, del tumulto a la soledad, del alba al crepúsculo. Inútil que cada una de las cuatro estaciones me presente su mesa opulenta; inútil el rasgueo de madrugada del canario, el lecho hermoso como un río en verano, esa adolescente y su lágrima, cortada al declinar el otoño. En balde el mediodía y su tallo de cristal, las hojas verdes que lo filtran, las piedras que niega, las sombras que esculpe. Todas estas plenitudes me apuran de un trago. Voy y vuelo, me revuelvo y me revuelco, salgo y entro, me asomo, oigo música, me rasco, medito, me digo, maldigo, cambio de traje, digo adiós al que fui, me demoro con el que seré. Nada me detiene. Tengo prisa, me voy. ¿A dónde? No sé, nada sé excepto que no estoy en mi sitio.

Desde que abrí los ojos me di cuenta que mi sitio no estaba aquí, donde yo estoy, sino en donde no estoy ni he estado nunca. En alguna parte hay un lugar vacío y ese vacío se llenará de mí y yo me asentaré en ese hueco que insensiblemente rebosará de mí, pleno de mí hasta volverse fuente o surtidor. Y mi vacío, el vacío de mí que soy ahora, se llenará de sí, pleno de sí, pleno de ser hasta los bordes.

Tengo prisa por estar. Corro tras de mí, tras de mi sitio, tras de mi hueco. ¿Quién me ha reservado ese sitio? ¿Cómo se llama mi fatalidad? ¿Quién es y qué es lo que me mueve y quién y qué es lo que aguarda mi advenimiento para cumplirse y para cumplirme? No sé, tengo prisa. Aunque no me mueva de mi silla, ni me levante de la cama. Aunque dé vueltas y vueltas en mi jaula. Clavado por un nombre, un gesto, un tic, me muevo y remuevo. Esta casa, estos amigos, estos países, estas manos, esta boca, estas letras que forman esta imagen que se ha desprendido sin previo aviso de no sé dónde y me ha dado en el pecho, no son mi sitio. Ni esto ni aquello es mi sitio.

Todo lo que me sostiene y sostengo sosteniéndome es alambrada, muro. Y todo lo salta mi prisa. Este cuerpo me ofrece su cuerpo, este mar se saca del vientre siete olas, siete desnudeces, siete sonrisas, siete cabrillas blancas. Doy las gracias y me largo. Sí, el paseo ha sido muy divertido, la conversación instructiva, aún es temprano, la función no acaba y de ninguna manera tengo la pretensión de conocer el desenlace. Lo siento: tengo prisa. Tengo ganas de estar libre de mi prisa, tengo prisa por acostarme y levantarme sin decirte y decirme: adiós, tengo prisa.

Arenas movedizas, 1949

Octavio Paz (México, 1914-1998)

Cuento de Juan Rulfo: ¡No oyes ladrar los perros!

–Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

–No se ve nada.

–Ya debemos estar cerca.

–Sí, pero no se oye nada.

–Mira bien.

–No se ve nada.

–Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

-Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

-Sí, pero no veo rastro de nada.

-Me estoy cansando.

-Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

-¿Cómo te sientes?

-Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja.

Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

-¿Te duele mucho?

-Algo -contestaba él.

Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

-No veo ya por dónde voy -decía él.

Pero nadie le contestaba.

El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

Y el otro se quedaba callado.

Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

-Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

-Bájame, padre.

-¿Te sientes mal?

-Sí.

-Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

-Te llevaré a Tonaya.

-Bájame.

Su voz se hizo quedita, apenas murmuraba:

-Quiero acostarme un rato.

-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ése no puede ser mi hijo.”

-Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.

-No veo nada.

-Peor para ti, Ignacio.

-Tengo sed.

-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.

-Dame agua.

-Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

-Tengo mucha sed y mucho sueño.

-Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.

Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

-¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos.

Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima.” ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

-¿Y tú no los oías, Ignacio? -dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

Juan Rulfo, El llano en llamas (1983)

Cuento de Gabriel García Márquez: El drama del desencantado

…el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

Todos los cuentos de Gabriel García Márquez 

Cuento corto de Arturo Úslar Pietri: Barrabás

Su linaje venía de Bethábara, en el país de los Gadarenos.

Tenía las barbas negras y pobladas como una lluvia, bajo unos ojos ingenuos de animal, y entre los nombres innumerables el suyo era Barrabás.

Conocía los libros sagrados, era caritativo y respetuoso, guardaba el sábado y sabía que Jehová era terrible y poseía una muchedumbre de manos y en la punta de cada dedo un castigo.

Era el mediodía. Un viento perezoso se derramaba sobre el patio y desbordaba entre las rejas del calabozo. El aire estaba aplastado de un olor indefinible y molesto.

Había allí gran cantidad de gentes hacinadas, ladrones, prostitutas, vagos, uno que otro perro de lanas lagañoso, y un soldado con armas que hacía la guardia caminando de un extremo a otro con rapidez, tal como si se propusiese dejar plegada una distancia muy larga.

En una vuelta lo enfocó con los ojos: entre las barbas le resaltaba la piel pálida como el agua sobre las piedras. A la mirada siguió la interrogación.

—¿Yo? Barrabás…

—¿Barrabás?… ¡Ah! Sí. El asesino. ¿Sabes? Te van a matar.

—Sí. Ya lo sé —respondió con indiferencia por decir algo, callando para contemplarse con abstraimiento las uñas largas y sucias. El guardia continuó su paseo.

Al volver a pasar junto a él, continuando en su posición, le preguntó:

—Oye, ¿cómo que dijiste algo de matarme? ¿Ah?

—Sí. Te crucificarán. Ya está dicho.

El otro siguió en su vuelta monótona y Barrabás tornó a meterse aquella mirada torpe en el hueco de las manos.

Pasado un rato volvió a llamar al guardia.

—Mira. ¿Sabes acaso a quién he matado?

—Sí. Al hijo de Jahel. Le diste de puñaladas.

—El hijo de Jahel… ¿Es todo?

—No. También apareces complicado en el motín.

—En el motín… ¡Ah! Bueno… Espera. Mira. No te vayas. ¿Sabes? Todo eso que has dicho es mentira, todo, todo. Pero ¿me matarán de todos modos? Claro. Me matarán. ¡Ps!… ¡Entonces…!

—Entonces, ¿qué? Piensas acaso hacerte el inocente. Es inútil. Jahel lo ha dicho todo. Venías en la gran nube de gritos de los del motín y cuando los soldados los sorprendieron en la calle, tú, para salvarte, te entraste en la casa de ella por la ventana. Lo demás lo sabes mejor que yo.

Barrabás permaneció callado. Al cabo de un instante, como bajo el imperio de una idea súbita, dijo:

—Oye… Todo eso es mentira, ¿sabes? No es necesario. Ya sucedió. Bueno. Pero te lo voy a contar para… ¿Tienes hijos? Bueno. Pues para eso. Para que un día se lo cuentes a ellos cuando no recuerdes nada mejor. No conozco a Jahel, ni conocí a su hijo, ni sé la cara que les modeló Jehová y esto es cierto como una vida.

“Una noche, había tanta luna que parecía un día convaleciente, venía yo por las calles, caminando, como hacen los hombres cuando no tienen qué hacer. ¡También los comerciantes! Cuando de pronto, siento desembocar en una esquina una turba de hombres con armas y gritos corriendo a todo correr. Venían sobre mí como un manicomio suelto. ¿Nunca te ha pasado eso, guardia?”

—No mientas, era el motín y tú venías con él.

—No miento. Venían sobre mí. Además lo que uno cree, es como si efectivamente fuese, o quizás más. Te digo, pues, que venían sobre mí y yo me eché a huir. Corrían como cosas, no como hombres ¿sabes? no se fijaban en mí, ni gritaban mi nombre, entonces comprendí que si me alcanzaban habría de perecer bajo la lluvia de sus pies. Había una ventana abierta y me tiré por ella como una piedra. Di vueltas sobre un lecho y caí en un rincón. El que dormía se despertó dando voces de alarma.

“Tú sabes, el que viene hace rato en la oscuridad ve; el que despierta no ve. Yo veía cómo desde otra cama se alzaba también una sombra y cómo las dos se enlazaron y lucharon furiosamente. Desde mi rincón yo comprendía que me buscaban a mí. Cayeron al suelo: una arriba, una debajo. Y la de abajo dio un solo grito y se quedó callada. Desde mi rincón yo comprendía que la de abajo había ocupado mi lugar. Al grito vinieron las gentes y las luces y me encontraron a mí delante de una mujer desgreñada y temblorosa y en medio de los dos un hombre con un cuchillo de través en el pecho.

“Y la mujer comenzó a dar alaridos y a decir: ‘Mi hijo. ¡Mi hijo mío! ¡Me lo mataron!’; mientras se restregaba sobre él besándole y manchándose de sangre.

“Entre sus voces me veía con odio y exclamaba: ‘El asesino. Ahí está. Llévenselo. ¡Me lo ha matado! ¡El asesino!!’ Y todos me veían con los ojos vidriados de odio, pero yo no comprendía.

“Aquello era demasiado extraordinario y violento; empecé a sentir lástima por aquella mujer que había matado su carne, y pensaba en la inutilidad de aquellos gritos, porque la muerte es un viaje y al que se va no hay modo de detenerlo porque se va quedándose.

“Cuando vine a saber de mí y a regresar de aquella gran sorpresa, me llevaban por la calle atado entre el odio de las gentes. Desde entonces estoy en la cárcel.”

Barrabás calló, viéndose las uñas con su gesto habitual. El carcelero cortó el silencio.

—¿Por qué no dijiste eso a los jueces?

—No me lo preguntaron.

El murmullo de las conversaciones de todas las gentes amontonadas en el calabozo se hacía denso como un coro. El viento sacaba un ruido de agua de los árboles del patio. El carcelero había quedado en cuclillas delante del preso.

De pronto Barrabás tomándolo por un brazo le preguntó con ansiedad, casi con angustia:

—¡Oye! ¿A quién se crucifica?

—A los que han cometido un delito.

—¿Únicamente?

—Únicamente.

—A mí ¿me van a crucificar?

—Sí.

—¡No puede ser! ¿Qué delito he cometido?

El guardia quedó confuso no hallando respuesta. En lo áspero de su inteligencia comprendía que aquella pregunta encerraba algo transcendental. Con movimientos mecánicos comenzó a acariciarse la barba como un autómata.

Repentinamente se le iluminó el rostro como si hubiese hecho un hallazgo.

—Barrabás. Has cometido un delito. Tu muerte está justificada. Es un delito grave.

—¿Estás loco? Cuál…

—Uno que hay que castigar muy duramente.

—¿Cuál?

—El delito de callar.

—¿Callar?

—Sí. Sabías la verdad y la enterraste dentro de tu boca.

El carcelero se levantó con aire satisfecho, era el hombre justificado, y continuó su paseo tedioso y lento, lento y abrumado, sin fijarse en la expresión abstraída del rostro del prisionero que declamaba como una letanía a media voz:

—¡El delito de callar…!

¿No estabas muerto?, parecía que la voz de la mujer salía de aquel tono violeta del cielo. ¿No te habían matado?

Y le corría las manos, como modelándolo por todo el contorno de la figura.

—Barrabás, mi hombre, dime ¿es que me he muerto yo también y estoy viendo las sombras, o es cierto que estás, en tu voz y en tu sangre, delante de mí?

El hombre, tomándole la cabeza con las manos le respondió:

—Estoy metido en un gran asombro, y no creo estar vivo porque así debe ser la confusión de la muerte. ¿Crees que vivo?

—Sí. Ahora siento la seguridad. ¿Por qué no habrías de estarlo? Vives y te veo.

—Tú lo dices. Debe ser así.

Pero Barrabás era ingenuo y alegre y ahora estaba triste; era dulce y despreocupado y estaba torvo; era indiferente y en el rostro se le inmovilizaba la obsesión.

—Mujer, ¿lo habías oído decir alguna vez? La verdad es un delito. Un delito horrendo. ¿Sabes?

—Estás delirando. ¿Qué te pasa?

Barrabás calló, dejándose posar la mirada sobre el borde de las uñas mugrientas y salvajes, como era su costumbre.

—Yo estaba preso, ¿sabes?

—Sí.

—Y me iban a crucificar.

—¡Jehová te ha salvado, mi hombre!

—¡No! Es falso. No me ha salvado Jehová. Me salvó un delito.

—¿Cuál? ¿El tuyo? Estás loco…

— No, el de otro. Pero cállate. No me interrumpas.

El hombre quedó en silencio un rato como ordenando sus ideas y luego prosiguió en su conversación con la lentitud de quien va sembrando.

—Me iban a crucificar. Pero, sabes, cuando llega la Pascua se acostumbra soltarle un preso al pueblo. El que él quiera. Escogen a dos para que el pueblo elija a uno de entre ellos. Yo fui uno de los llamados. Pero no tenía esperanza. Tenía sobre mí un gran crimen.

La mujer le interrumpió:

—Sí, habías muerto al hijo de Jahel.

—No, no era ese mi crimen. Mi crimen era otro. Otro que no comprendo: callar. Me lo dijo el carcelero. Me dijo también que era horrible y sin perdón. Callar. Esto parece absurdo ¿verdad? Pues no, no lo es. Esto es diáfano, esto se explica; absurdo fue lo otro, inexplicable, como un sol a media noche.

Y Barrabás quedó en silencio por un momento como si las palabras se le hubiesen despeñado en un abismo.

—Sabes, vino a buscarme el carcelero, el mismo con quien había hablado antes, y me llevó por los corredores vestido con el ruido de mis cadenas. En el camino me dijo:

—¿Tienes esperanza o no?

Yo le respondí:

—No sé. ¿Sabes quién es el otro?

—Sí, me han dicho que se llama Jesús. Creo que es un maniático.

—Delante del pretorio se había derramado el pueblo, y el pueblo me veía, y veía al gobernador, oloroso de flores, y al otro reo. El otro reo era un pobre hombre flaco, con aspecto humilde, y con unos grandes ojos que le cogían media cara.

“El gobernador interrogó al pueblo: ‘¿Cuál de los dos queréis que os suelte?’ y yo sentía dentro de mí cómo se me desbocaba el corazón de angustia. Pero entonces empezaron todos a dar grandes voces: ‘A Barrabás. A Barrabás’ como un mar que hablase.

“Yo sentí emoción. Toda aquella gente me aclamaba y me conocía. Pero al volverme vi el rostro del otro prisionero que estaba humillado como si los gritos lo apedreasen y empecé a sentir lástima, porque pensé que en el martirio aquel hombre sufriría más que yo.

“Como el carcelero estaba a mi lado, pude decirle al oído:

“—Este ¿es Jesús?

“—Sí.

“—Su crimen debe haber sido mucho más grande que el mío. ¿De qué se le acusa?

“—Desprecia las leyes de César. Promete hacer cosas sobrenaturales. Es un gran vanidoso. Asegura que él solo dice la verdad.

“—¿Es eso un delito?

“—Un gran delito.

“El guardia no dijo más, pero dentro de mí, como un viento, se metió este asombro. No sé si he soñado, si estoy muerto, o si es mi sangre y mi voz la que le habla.

“Igual que al través de una tiniebla vi al Gobernador que se lavaba las manos en un jarro, como hacen los hombres después que han comido.

“Me soltaron las cadenas, y caí entre aquella resaca de gentes como un madero.

“Y ahora, mujer, quiero que me digas. ¿Lo habías oído decir alguna vez? ¿Es que las palabras pueden echar puñados de confusión sobre la vida? ¿Habías oído alguna vez cosa semejante?”

Sin esperar respuesta salió al camino que se hundía en los ojos de la mujer. El cielo estaba sembrado de violetas y Barrabás se destacaba en su fondo como un bloque de piedra desbastado a hachazos.

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Cuento breve de Juan José Arreola: Una de dos

Yo también he luchado con el ángel. Desdichadamente para mí, el ángel era un personaje fuerte, maduro y repulsivo, con bata de boxeador.

Poco antes habíamos estado vomitando, cada uno por su lado, en el cuarto de baño. Porque el banquete, más bien la juerga, fue de lo peor. En casa me esperaba la familia: un pasado remoto.

Inmediatamente después de su proposición, el hombre comenzó a estrangularme de modo decisivo. La lucha, más bien la defensa, se desarrolló para mí como un rápido y múltiple análisis reflexivo. Calculé en un instante todas las posibilidades de pérdida y salvación, apostando a vida o sueño, dividiéndome entre ceder y morir, aplazando el resultado de aquella operación metafísica y muscular.

Me desaté por fin de la pesadilla como el ilusionista que deshace sus ligaduras de momia y sale del cofre blindado. Pero llevo todavía en el cuello las huellas mortales que me dejaron las manos de mi rival. Y en la conciencia, la certidumbre de que sólo disfruto una tregua, el remordimiento de haber ganado un episodio banal en la batalla irremisiblemente perdida.

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Relato breve de Guillermo Cabrera Infante: El niño que gritaba ‘¡Ahí viene el lobro!’

Un niño gritaba siempre “¡Ahí viene el lobo! ¡Ahí viene el lobo!” a su familia. Como vivían en la ciudad no debían temer al lobo, que no habita en climas tropicales. Asombrado por el a todas luces infundado temor al lobo, pregunté a un fugitivo retardado que apenas podía correr con sus muletas tullidas por el reuma. Sin dejar de mirar atrás y correr adelante, el inválido me explicó que el niño no gritaba ahí viene el lobo sino ahí viene Lobo, que era el dueño de casa de inquilinato, quintopatio o conventillo donde vivían todos sin (poder o sin querer) pagar la renta. Los que huían no huían del lobo, sino del cobro –o más bien, huían del pago.

Moraleja: El niño, de haber estado mejor educado, bien podría haber gritado “Ahí viene el Sr. Lobo”! y se habría ahorrado uno todas esas preguntas y respuestas y la fábula de paso.

zzl1✅ Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante. Comprar en Amazon 

Historia muy corta de Jairo Aníbal Niño: Fundición y Forja

Todo se imaginó Superman, menos que caería derrotado en aquella playa caliente y que su cuerpo fundido, serviría después para hacer tres docenas de tornillos de acero, de regular calidad.

Hermana del Principito, de Jairo Aníbal Niño. Comprar en Amazon 

Narración breve de Ernesto Sábato: Lenguaje

El lenguaje comienza siendo un simple gruñido para designar todas las cosas; luego se va diversificando y especializando; este proceso se llama enriquecimiento y es alentado por los padres y profesores de lenguas.

Pero cuando se llega a tener cien o doscientas mil palabras, se encuentra que el ideal consiste en expresarse con diez o veinte. El lenguaje del filósofo es muy reducido: objeto, sujeto, materia, causa, espacio, tiempo, fin y alguna otra más.

Si lo apuran mucho se arregla con una sola palabra, como apeirón o sustancia.

Es probable que el ideal de muchos filósofos sea terminar finalmente en el gruñido único y monista.

La resistencia, de Ernesto Sábato 

Relato corto de Mario Benedetti: El sexo de los ángeles

Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los hombres y mujeres de todas las épocas, se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato, nunca confirmado, de que los ángeles no hacen el amor, quizá signifique que no lo hacen de la misma manera que los mortales.

Otra versión, tampoco confirmada pero más verosímil, sugiere que si bien los ángeles no hacen el amor con sus cuerpos (por la mera razón de que carecen de los mismos) lo celebran en cambio con palabras, vale decir con las adecuadas.

Así, cada vez que Ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por mirarse, seducirse y tentarse mediante el intercambio de miradas que, por supuesto, son angelicales.

Y si Ángel, para abrir el fuego, dice: “Semilla”, Ángela, para atizarlo, responde: “Surco”. El dice: “Alud” y ella, tiernamente: “Abismo”.

Las palabras se cruzan, vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos.

Ángel dice: “Madero”. Y Ángela: “Caverna”.

Aletean por ahí un Ángel de la Guarda, misógino y silente, y un Ángel de la Muerte, viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe, sigue silabeando su amor.

Él dice: “Manantial”. Y ella: “Cuenca”.

Las sílabas se impregnan de rocío y, aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan el aire y su expectativa.

Ángel dice: “Estoque”, y Ángela, radiante: “Herida”. Él dice: “Tañido”, y ella: “Rebato”.

Y en el preciso instante del orgasmo ultraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos, se estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo.

Cuentos completos de Mario Benedetti 

Relato corto de Marco Denevi: Otra versión

Ninguno, entre los discípulos, amó a Jesús con la devoción, con el fanatismo, con la fidelidad de perro con que lo amó Judas. Pero ahí estaba precisamente la mácula de su amor: en la falta de vuelo. Lo amaba con amor burgués, doméstico, de rienda corta. Nada de aventuras, nada de peligros, nada de correr riesgos inútiles. Judas, privado de coraje o quizá de imaginación, habría preferido un Jesús que se dedicase a la carpintería, desposase a una doncella de buena familia, tuviese hijos, concurriese puntualmente a la sinagoga y cada tanto hiciese una visita de cortesía a Caifás. Pero Jesús se le escapa de las manos, profetiza, opera milagros, habla mal de la autoridad, pronuncia discursos. Terminará en la cruz, piensa Judas con desesperación. ¿Qué hacer para salvarlo? Judas apela a un remedio heroico: denunciarlo antes de que sea demasiado tarde y las transgresiones de Jesús se hagan cada vez más serias. Denunciarlo y hacerlo tomar preso: según la ley, los delitos de Jesús no merecen sino una veintena de azotes. ¿Qué se iba a imaginar, el pobre Judas, que sus planes quedarían desbaratados por el episodio de Barrabás? Cuando ve que todo se ha ido al diablo y que Jesús cuelga, efectivamente, de un leño, se suicida.

Marco Denevi, Falsificaciones

Cuento corto de Julio Cortázar: Historia verídica

A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caros, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto. Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.

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Cuento corto de José Luis González: La carta

San Juan, puerto Rico
8 de marso de 1947

Qerida bieja:

Como yo le desia antes de venirme, aqui las cosas me van vién. Desde que llegé enseguida incontré trabajo. Me pagan 8 pesos la semana y con eso bivo como don Pepe el alministradol de la central allá.

La ropa aqella que quedé de mandale, no la he podido compral pues quiero buscarla en una de las tiendas mejores. Digale a Petra que cuando valla por casa le boy a llevar un regalito al nene de ella.

Boy a ver si me saco un retrato un dia de estos para mandálselo a uste.

El otro dia vi a Felo el ijo de la comai María. El está travajando pero gana menos que yo.

Bueno recueldese de escrivirme y contarme todo lo que pasa por alla.

Su ijo que la qiere y le pide la bendision.

Juan

Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Caminó hasta la estación de correos más próxima, y al llegar se echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas. Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha con la palma hacia arriba.



Cuento corto de Roberto Arlt: La luna roja

Nada lo anunciaba por la tarde.

Las actividades comerciales se desenvolvieron normalmente en la ciudad. Olas humanas hormigueaban en los pórticos encristalados de los vastos establecimientos comerciales, o se detenían frente a las vidrieras que ocupaban todo el largo de las calles oscuras, salpicadas de olores a telas engomadas, flores o vituallas.

Los cajeros, tras de sus garitas encristaladas, y los jefes de personal rígidos en los vértices alfombrados de los salones de venta, vigilaban con ojo cauteloso la conducta de sus inferiores.

Se firmaron contratos y se cancelaron empréstitos.

En distintos parajes de la ciudad, a horas diferentes, numerosas parejas de jóvenes y muchachas se juraron amor eterno, olvidando que sus cuerpos eran perecederos; algunos vehículos inutilizaron a descuidados paseantes, y el cielo más allá de las altas cruces metálicas pintadas de verde, que soportaban los cables de alta tensión, se teñía de un gris ceniciento, como siempre ocurre cuando el aire está cargado de vapores acuosos.

Nada lo anunciaba.

Por la noche fueron iluminados los rascacielos.

La majestuosidad de sus fachadas fosforescentes, recortadas a tres dimensiones sobre el fondo de tinieblas, intimidó a los hombres sencillos. Muchos se formaban una idea desmesurada respecto a los posibles tesoros blindados por muros de acero y cemento. Fornidos vigilantes, de acuerdo a la consigna recibida, al pasar frente a estos edificios, observaban cuidadosamente los zócalos de puertas y ventanas, no hubiera allí abandonada una máquina infernal. En otros puntos se divisaban las siluetas sombrías de la policía montada, teniendo del cabestro a sus caballos y armados de carabinas enfundadas y pistolas para disparar gases lacrimógenos.

Los hombres timoratos pensaban: «¡Qué bien estamos defendidos!», y miraban con agradecimiento las enfundadas armas mortíferas; en cambio, los turistas que paseaban hacían detener a sus chóferes, y con la punta de sus bastones señalaban a sus acompañantes los luminosos nombres de remotas empresas. Estos centelleaban en interminables fachadas escalonadas y algunos se regocijaban y enorgullecían al pensar en el poderío de la patria lejana, cuya expansión económica representaban dichas filiales, cuyo nombre era menester deletrear en la proximidad de las nubes. Tan altos estaban.

Desde las terrazas elevadas, al punto que desde allí parecía que se podían tocar las estrellas con la mano, el viento desprendía franjas de músicas, blues oblicuamente recortados por la dirección de la racha de aire. Focos de porcelana iluminaban jardines aéreos. Confundidos entre el follaje de costosas vegetaciones, controlados por la respetuosa y vigilante mirada de los camareros, danzaban los desocupados elegantes de la ciudad, hombres y mujeres jóvenes, elásticos por la práctica de los deportes e indiferentes por el conocimiento de los placeres. Algunos parecían carniceros enfundados en un smoking, sonreían insolentemente, y todos, cuando hablaban de los de abajo, parecían burlarse de algo que con un golpe de sus puños podían destruir.

Los ancianos, arrellanados en sillones de paja japonesa, miraban el azulado humo de sus vegueros o deslizaban entre los labios un esguince astuto, al tiempo que sus miradas duras y autoritarias reflejaban una implacable seguridad y solidaridad. Aun entre el rumor de la fiesta no se podía menos de imaginárseles presidiendo la mesa redonda de un directorio, para otorgar un empréstito leonino a un estado de cafres y mulatillos, bajo cuyos árboles correrían linfas de petróleo.

Desde alturas inferiores, en calles más turbias y profundas que canales, circulaban los techos de automóviles y tranvías, y en los parajes excesivamente iluminados, una microscópica multitud husmeaba el placer barato, entrando y saliendo por los portalones de los dancings económicos, que como la boca de altos hornos vomitaban atmósferas incandescentes.

Hacia arriba, en oblicuas direcciones, la estructura de los rascacielos despegaba sobre cielos verdosos o amarillentos, relieves de cubos, sobrepuestos de mayor a menor. Estas pirámides de cemento desaparecían al apagarse el resplandor de invisibles letreros luminosos; luego aparecían nuevamente como superdread-noughts, poniendo una perpendicular y tumultuosa amenaza de combate marítimo al encenderse lívidamente entre las tinieblas. Fue entonces cuando ocurrió el suceso extraño.

El primer violín de la orquesta Jardín Aéreo Imperius iba a colocar en su atril la partitura del Danubio Azul, cuando un camarero le alcanzó un sobre. El músico, rápidamente, lo rasgó y leyó la esquela; entonces, mirando por sobre los lentes a sus camaradas, depositó el instrumento sobre el piano, le alcanzó la carta al clarinetista, y como si tuviera mucha prisa descendió por la escalerilla que permitía subir al paramento, buscó con la mirada la salida del jardín y desapareció por la escalera de servicio, después de tratar de poner inútilmente en marcha el ascensor.

Las manos de varios bailarines y sus acompañantes se paralizaron en los vasos que llevaban a los labios para beber, al observar la insólita e irrespetuosa conducta de este hombre. Mas, antes de que los concurrentes se sobrepusieran de su sorpresa, el ejemplo fue seguido por sus compañeros, pues se les vio uno a uno abandonar el palco, muy serios y ligeramente pálidos.

Es necesario observar que a pesar de la prisa con que ejecutaban estos actos, los actuantes revelaron cierta meticulosidad. El que más se destacó fue el violoncelista que encerró su instrumento en la caja. Producían la impresión de querer significar que declinaban una responsabilidad y se «lavaban las manos». Tal dijo después un testigo.

Y si hubieran sido ellos solos.

Los siguieron los camareros. El público, mudo de asombro, sin atreverse a pronunciar palabra (los camareros de estos parajes eran sumamente robustos), les vio quitarse los fracs de servicio y arrojarlos despectivamente sobre las mesas. El capataz de servicio dudaba, mas al observar que el cajero, sin cuidarse de cerrar la caja, abandonaba su alto asiento, sumamente inquieto se incorporó a los fugitivos.

Algunos quisieron utilizar el ascensor. No funcionaba.

Súbitamente se apagaron los focos. En las tinieblas, junto a las mesas de mármol, los hombres y mujeres que hasta hacía unos instantes se debatían entre las argucias de sus pensamientos y el deleite de sus sentidos, comprendieron que no debían esperar. Ocurría algo que rebasaba la capacidad expresiva de las palabras, y entonces, con cierto orden medroso, tratando de aminorar la confusión de la fuga, comenzaron a descender silenciosamente por las escaleras de mármol.

El edificio de cemento se llenó de zumbidos. No de voces humanas, que nadie se atrevía a hablar, sino de roces, tableteos, suspiros. De vez en cuando, alguien encendía un fósforo, y por el caracol de las escaleras, en distintas alturas del muro, se movían las siluetas de espaldas encorvadas y enormes cabezas caídas, mientras que en los ángulos de pared las sombras se descomponían en saltantes triángulos irregulares.

No se registró ningún accidente.

A veces, un anciano fatigado o una bailarina amedrentada se dejaba caer en el borde de un escalón, y permanecía allí sentada, con la cabeza abandonada entre las manos, sin que nadie la pisoteara. La multitud, como si adivinara su presencia encogida en la pestaña de mármol, describía una curva junto a la sombra inmóvil.

El vigilante del edificio, durante dos segundos, encendió su linterna eléctrica, y la rueda de luz blanca permitió ver que hombres y mujeres, tomados indistintamente de los brazos, descendían cuidadosamente. El que iba junto al muro llevaba la mano apoyada en el pasamanos.

Al llegar a la calle, los primeros fugitivos aspiraron afanosamente largas bocanadas de aire fresco. No era visible una sola lámpara encendida en ninguna dirección.

Alguien raspó una cerilla en una cortina metálica, y entonces descubrieron en los umbrales de ciertas casas antiguas, criaturas sentadas pensativamente. Estas, con una seriedad impropia de su edad, levantaban los ojos hacia los mayores que los iluminaban, pero no preguntaron nada.

De las puertas de los otros rascacielos también se desprendía una multitud silenciosa.

Una señora de edad quiso atravesar la calle, y tropezó con un automóvil abandonado; más allá, algunos ebrios, aterrorizados, se refugiaron en un coche de tranvía cuyos conductores habían huido, y entonces muchos, transitoriamente desalentados, se dejaron caer en los cordones de granito que delimitaban la calzada.

Las criaturas inmóviles, con los pies recogidos junto al zócalo de los umbrales, escuchaban en silencio las rápidas pisadas de las sombras que pasaban en tropel.

En pocos minutos los habitantes de la ciudad estuvieron en la calle.

De un punto a otro en la distancia, los focos fosforescentes de linternas eléctricas se movían con irregularidad de luciérnagas. Un curioso resuelto intentó iluminar la calle con una lámpara de petróleo, y tras de la pantalla de vidrio sonrosado se apagó tres veces la llama. Sin zumbidos, soplaba un viento frío y cargado de tensiones voltaicas.

La multitud espesaba a medida que transcurría el tiempo.

Las sombras de baja estatura, numerosísimas, avanzaban en el interior de otras sombras menos densas y altísimas de la noche, con cierto automatismo que hacía comprender que muchos acababan de dejar los lechos y conservaban aún la incoherencia motora de los semidormidos.

Otros, en cambio, se inquietaban por la suerte de su existencia, y calladamente marchaban al encuentro del destino, que adivinaban erguido como un terrible centinela, tras de aquella cortina de humo y de silencio.

De fachada a fachada, el ancho de todas las calles trazadas de este a oeste se ocupaba de la multitud. Esta, en la oscuridad, ponía una capa más densa y oscura que avanzaba lentamente, semejante a un monstruo cuyas partículas están ligadas por el jadeo de su propia respiración.

De pronto un hombre sintió que le tiraban de una manga insistentemente. Balbuceó preguntas al que así le asía, mas como no le contestaban, encendió un fósforo y descubrió el achatado y velludo rostro de un mono grande que con ojos medrosos parecía interrogarlo acerca de lo que sucedía. El desconocido, de un empellón, apartó la bestia de sí, y muchos que estaban próximos a él repararon que los animales estaban en libertad.

Otro identificó varios tigres confundidos en la multitud por las rayas amarillas que a veces fosforecían entre las piernas de los fugitivos, pero las bestias estaban tan extraordinariamente inquietas que, al querer aplastar el vientre contra el suelo, para denotar sumisión, obstaculizaban la marcha, y fue menester expulsarlas a puntapiés. Las fieras echaron a correr, y como si se hubieran pasado una consigna, ocuparon la vanguardia de la multitud.

Adelantábanse con la cola entre las zarpas y las orejas pegadas a la piel del cráneo. En su elástico avance volvían la cabeza sobre el cuello, y se distinguían sus enormes ojos fosforescentes, como bolas de cristal amarillo. A pesar de que los tigres caminaban lentamente, los perros, para mantenerse a la par de ellos, tenían que mover apresuradamente las patas.

Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja. Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente. La ciudad, también enrojecida, creció despacio desde el fondo de las tinieblas, hasta fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba descendente del cielo.

Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escarlatas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera.

No se percibía ningún sonido, como si por efectos de la luz bermeja la gente se hubiera vuelto sorda.

Las sombras caían inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por guillotinas monstruosas, sobre los seres humanos en marcha, tan numerosos que hombro con hombro y pecho con pecho colmaban las calles de principio a fin.

Los hierros y las comisas proyectaban a distinta altura rayas negras paralelas a la profundidad de la atmósfera bermeja. Los altos vitriales refulgían como láminas de hielo tras de las que se desemparva un incendio.

A la claridad terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los maxilares apretados y los párpados entrecerrados. Muchos se humedecían los labios con la lengua, pues los afiebraba la sed. Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al frío cilindro de los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de las canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas por todas las frentes.

De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una sangrienta y pastosa emanación de matadero.

La multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles.

En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales.

Del tumulto de las bestias, engrosado por los caballos, se había desprendido el elefante, que con trote suave corría hacia la playa, escoltado por dos potros. Estos, con las crines al viento y los belfos vueltos hacia las apantalladas orejas del paquidermo, parecían cuchichearle un secreto.

En cambio, los hipopótamos a la cabeza de la vanguardia, buceaban fatigosamente en el aire, recogiéndolo con los golpes en vacío de sus hocicos acorazados. Un tigre restregando el flanco contra los muros avanzaba de mala gana.

El silencio de la multitud llegó a hacerse insoportable. Un hombre trepó a un balcón y poniéndose las manos ante la boca a modo de altoparlante, aulló congestionado:

–Amigos, ¡qué pasa amigos! Yo no sé hablar, es cierto, no sé hablar, pero pongámonos de acuerdo.

Desfilaban sin mirarle, y entonces el hombre secándose el sudor de la frente con el velludo dorso del brazo se confundió en la muchedumbre.

Inconscientemente todos se llevaron un dedo a los labios, una mano a la oreja. No podían ya quedar dudas.

En una distancia empalizada de friego y tinieblas, más movediza que un océano de petróleo encendido, giró lentamente sobre su eje la metálica estructura de una grúa.

Oblicuamente un inmenso cañón negro colocó su cónico perfil entre cielo y tierra, escupió fuego retrocediendo sobre su cureña, y un silbido largo cruzó la atmósfera con un cilindro de acero.

Bajo la luna roja, bloqueada de rascacielos bermejos, la multitud estalló en un grito de espanto:

–¡No queremos la guerra! ¡No…, no…, no!

Comprendían esta vez que el incendio había estallado sobre todo el planeta, y que nadie se salvaría.

Cuento corto de Augusto Monterroso: La honda de David

Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en él –y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos– un nuevo David.

Pasó el tiempo

Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada.

David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente.

Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.

Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.

«Borges aprendió del mexicano Alfonso Reyes a salvarse de la retórica anquilosada en la misma medida en que el mexicano Arreola recibió la misma lección del propio Borges»

Juan Villoro, El País: «Borges, Cortázar y Arreola: El ABC del cuento latinoamericano». Leer

Cuento de Jorge Luis Borges: Episodio del enemigo

«Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no se griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.

Me incliné sobre él para que me oyera. 

Uno cree que los años pasan para uno –le dije–, pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido. 
Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver. 
Me dijo entonces con voz firme: 

–Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Le tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso. 

Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir: 

–En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón. 

–Precisamente porque ya no soy aquel niño –me replicó–, tengo que matarlo. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada. 

–Puedo hacer una cosa le contesté.

–¿Cuál? –me preguntó. 

–Despertarme. 

Y así lo hice».


Jorge Luis Borges


Cuento de Alejandro Dolina: El tren demasiado largo

Las autoridades del ferrocarril han armado un tren colosal. Lo forman miles y miles de vagones. El furgón está contra los patagolpes de la estación Once y la locomotora al fin del ramal de Ingeniero Luiggi. Su destino es la inmovilidad. Nadie sabe si todavía no ha partido o si ya ha llegado.

Se trata de un tren inservible.

Más que prevenir contra los espantos, el Catálogo de Horrores atrae hacia ellos.

Éste que escribe halla infinitamente más pavorosas las implacables descripciones cósmicas de los manuales de divulgación. Difícilmente la fantasía puede concebir entidades más crueles que ese Universo indiferente e impenetrable que a nadie saluda.

No hay nada peor que la nada.

Alejandro Dolina, Crónicas del Ángel Gris

Cuento de Eduardo Galeano: El beso

Antonio Pujía eligió, al azar, uno de los bloques de mármol de Carrara que había ido comprando a lo largo de los años.Era una lápida. De alguna tumba vendría, vaya a saber de dónde; él no tenía la menor idea de cómo había ido a parar a su taller. Antonio acostó la lápida sobre una base de apoyo, y se puso a trabajarla. Alguna idea tenía de lo que quería esculpir, o quizá no tenía ninguna. Empezó por borrar la inscripción: el nombre de un hombre, el año del nacimiento, el año del fin.Después, el cincel penetró el mármol. Y Antonio encontró una sorpresa, que lo estaba esperando piedra adentro: la veta tenía la forma de dos caras que se juntaban, algo así como dos perfiles unidos frente a frente, la nariz pegada a la nariz, la boca pegada a la boca.El escultor obedeció a la piedra. Y fue excavando, suavemente, hasta que cobró relieve aquel encuentro que la piedra contenía. Al día siguiente, dio por concluido su trabajo. Y entonces, cuando levantó la escultura, vio lo que antes no había visto. Al dorso, había otra inscripción: el nombre de una mujer, el año del nacimiento, el año del fin.

Cuentistas latinoamericanos

Narrativa Breve lleva desde 2008 apostando por el cuento en general y por el latinoamericano en particular. Si estos cuentos cortos latinoamericanos te han resultado poco (la sed por la lectura de algunas personas no tiene límites, algo que celebramos), te recomendamos que visites el espacio que este blog dedica a los siguientes cuentistas latinoamericanos.

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Última actualización el 2024-03-29 / Enlaces de afiliados / Imágenes de la API para Afiliados

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