Recordamos el Roland Garros de Andrés Gómez

Andrés Gómez y el torneo de su vida

Treinta años después, recordamos las dos semanas en las que Andrés Gómez fue el rey del mundo. Un Roland Garros para no olvidar nunca

Carlos Navarro | 2 Jun 2020 | 21.15
facebook twitter whatsapp Comentarios
Andrés Gómez celebra el título en Roland Garros 1990. Fuente: Getty
Andrés Gómez celebra el título en Roland Garros 1990. Fuente: Getty

La figura de Andrés Gómez resuena con fuerza cada vez que es nombrada, especialmente en la prensa latina. Sus apellidos están en el Olimpo del tenis, y ocupan un lugar especial en el de su país. No deja de ser uno de sus mayores exponentes, alguien que ha llevado la imagen de Ecuador a todo el mundo. Todo esto tendría un efecto menor sin dos semanas mágicas que tuvieron lugar hace exactamente 30 años en París. Allí, en la capital francesa, un alto, potente y humilde jugador obtuvo el mayor éxito de su carrera, un éxito que merece ser recordado.

Para el año 1990, aquel ecuatoriano no era ningún adolescente que buscase dejar su marca en el circuito. Estamos en una época de jóvenes talentos, maestros precoces que no necesitaban de cocción ni experiencia para triunfar en grandes plazas. Ivan Lendl seguía en la cresta de la ola, pero la generación de los McEnroe y Connors se apagaba para dar paso a los Agassi, Chang, Sampras o Courier. Era una constelación de estrellas que opacaban a grandes picapedreros de la raqueta, experimentados jugadores que llevaban tiempo peleando por los puestos de privilegio.

Andrés era uno de ellos. A sus 30 años, el ecuatoriano había experimentado el mayor éxito de su carrera en dobles, donde ya se había coronado en el Us Open (con Zivojinovic) y en el propio Roland Garros (con Emilio Sánchez Vicario). Para nada menor había sido su desempeño en individuales: acumulaba ya 22 títulos, dos de ellos en la Centrale del Foro Itálico, plaza para leyendas de la arcilla. En París, sin embargo, había un hombre que se aparecía en sus pesadillas, un cyborg de fría apariencia que le amargaba la existencia: Ivan Lendl.

El checoslovaco le había derrotado hasta en cuatro ocasiones en la tierra de París. Era el Muro de los lamentos de Andrés, alguien puesto por el destino que parecía decirle que no, que nunca ganaría su preciado Major en tierra. Le hizo, incluso, sopesar la retirada una vez entrado en la treintena y lejos de su mejor momento. Fue entonces cuando recibió la noticia de que Lendl decidiría no disputar el evento parisino para focalizar todas sus energías en Wimbledon, el Grand Slam que le había esquivado toda su carrera. La oportunidad le había llegado, y Andrés lo sabía.

Fernando Luna, Marcelo Filippini, Alexander Volkov, Magnus Gustafsson (por incomparecencia), Thierry Champion y Thomas Muster. Los nombres se convertían en cadáveres y caían como moscas ante un Andrés que seguía sus rutinas. Humilde fuera de la pista, eléctrico bajo el manto de tierra de la Philippe Chatrier. Presentes en París, su hijo Juan Andrés (dos años por aquel entonces) y su mujer le ayudaban para no poner demasiada presión en sus espaldas, eran el descargo emocional que necesitaba. Pero aún faltaba el último obstáculo, un irreverente joven de estética punk que también estaba en su primera final de Grand Slam.

La prensa daba a Andre Agassi como el gran favorito para ganar aquella final. Era el momento de que uno de los jóvenes más prometedores del circuito por fin se consagrara. Era el futuro del tenis, el niño prodigio salido de la Academia de Bollettieri: el tenis estaba con él, y más ante un rival que no parecía ser más que un hueso duro en tierra. Andrés, en la previa, tenía una percepción diferente: "Habíamos jugado tres veces y le llevaba la ventaja de 2 victorias a 1. Me sentía favorito, sentía que el favorito era yo y que este era el torneo por el que tanto había luchado. Aquel era mi día: lo único que podía hacer era ganar".

Lo que pasó aquel domingo de 1990 fue historia. Muchos lo han narrado, pero quizás pocos lo han hecho mejor que Andre Agassi, con el poso y la reflexión que deja el tiempo, en su autobiografía: "Mi plan de juego era un reflejo de mis nervios, de mi timidez. Como sé que es un partido a cinco sets, mi plan pasa por alargar el partido, por buscar jugadas largas, agotarlo. Nada más empieza el partido, sin embargo, me doy cuenta de que Gómez es muy consciente de la edad que tiene, intenta agilizar las cosas".

Andre salía indolente y Andrés salía como un tiro. A sus 30 años, el ecuatoriano se encuentra ante un ahora o nunca. Su saque "de tirachinas" (así lo definió Agassi) hace mucho daño y le permite conservarse fresco. Su derecha es demoledora, cambia direcciones y le otorga el control. Los puntos son cortos, y aunque van un set iguales, ambos saben que el cansancio no será un factor determinante. "El partido se convierte en un combate de cañonazos, un combate que Gómez sí puede ganar (...) es evidente que mi plan de juego ha sido erróneo desde el principio. Patético, en realidad. No se puede jugar una final de un Grand Slam a no perder, esperando que pierda el rival".

Esa frase define a la perfección por qué Gómez triunfa. Sí, Agassi era un manojo de nervios y estaba más preocupado de no dejar su postizo sobre la tierra de la Chatrier que de otra cosa, pero de igual modo, Gómez juega como un hombre poseído, que ejecuta con precisión lo que mente y corazón le dictan. Su saque nunca se debilita, su juego se hace fuerte en los momentos cruciales. Tras cuatro intensos sets, Andrés levanta las manos, llora, atisba una bandera de Ecuador en las gradas. Sabe que de repente se ha convertido en un héroe en su país.

"Hoy nunca me puse nervioso en los puntos importantes, cuando estuve por debajo, y siempre tuve esa fuerza de voluntad para volver. De eso se trata el tenis. Quizás en el pasado no jugase los puntos importantes bien, pero hoy sí que lo hice y eso fue lo que cambió", declaró Andrés tras finalizar aquella semana de ensueño. Era una historia de cuento de hadas y el contrapunto de la revolución que se vivía en el circuito; solo un día antes Monica Seles se había convertido en la ganadora más joven de la historia de la edición femenina. Y ahí estaba también su nombre.

Fue el penúltimo título de su carrera, un eclipse perfecto a años de trabajo duro. El único campeón ecuatoriano de Grand Slam que dejó huella a su manera, esperando el momento perfecto y mostrando la entereza mental de la que muchos flaquean cuando llega su momento. Calló a los más críticos, a los que no le daban opciones, y se sorprendió a sí mismo. Andrés Gómez puede decir con orgullo que él fue campeón de Grand Slam. Y no hay mejor momento para recordarlo que este.