Vértigo (De entre los muertos) es, como indica el título de este artículo, la mejor película de todos los tiempos. No lo decimos nosotros, sino la revista británica Sight and Sound: el filme de Alfred Hitchcock es, desde 2012, la primera en su prestigioso ranking, desbancando a la que hasta ese momento había sido imbatible, Ciudadano Kane. Y es que, después de 60 años, no sólo ha mantenido su suspense intacto, sino que sigue siendo objeto de nuevas lecturas y homenajes (el último, el de Guy Maddin). Capa tras capa, color tras color, moños con forma de espiral y retratos de museo. Su maestría sigue dejándonos como al protagonista: ligeramente mareados y completamente obsesionados.

Un detective con un profundo trauma, una misión llena de misterio y una mujer portadora del caos: parecen los elementos que formarían cualquier historia clásica de cine negro, pero no lo es. Al menos, no del todo. Hitchcock se adentró en el género para subvertirlo con sus lecturas psicológicas y su brillante autoconsciencia, sin abandonar sus fetiches (el suspense, el voyeurismo, las mujeres rubias) ni tampoco su capacidad de sorprender al espectador con los giros de la historia. En su superficie es un magnífico relato de misterio. En su interior es mucho, mucho más. Vértigo, que cuenta cómo John "Scottie" Ferguson (James Stewart) se obsesiona con Madeleine (Kim Novak) mientras la vigila por petición de su marido, es una reflexión sobre el deseo, el trauma, los ideales y la incidencia inconsciente que el pasado tiene sobre el presente. La película nos habla en varias ocasiones de ese tiempo anterior como un lugar donde había “poder y libertad” para los hombres, pero, ¿qué significan esas palabras? ¿Cómo puede lo vivido calar en el subconsciente para convertir a un hombre en su peor pesadilla? ¿Para convertir a nuestro héroe en un ser obsesivo y a nuestra femme fatale en una víctima de sus sueños febriles?

Si lo pensamos bien, esta es, en realidad, la historia del encubrimiento de un asesinato por violencia de género. Sin embargo, no es ese hecho el que se nos queda: el relato de amor, fantasmas y engaños es mucho más suculento. Nos adentramos en él de nuevo, en todas sus capas de significado, seis décadas después de su estreno.

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LA HISTORIA DE UNA OBSESIÓN

El trauma llevó a la acrofobia y ésta al vértigo. Así encontramos a Scottie, un hombre que necesita autovalidarse tras haber provocado (de forma involuntaria) la muerte de un compañero de policía, que cayó de un edificio intentando salvarle. Desde entonces, las alturas, las espirales y la muerte le persiguen como un fantasma. Aun así, ya casi recuperado, es el héroe de la historia hasta que, en cierto punto, deja de serlo. Empezamos queriendo que triunfe en su misión, y después que su amor por Madelaine llegue a buen puerto. Al final, nos damos cuenta de que sólo es un hombrecillo consumido por sus miedos.

Hay dos partes claras: en la primera nos identificamos con el héroe. Es un thriller de cine negro con su detective con sombrero, su femme fatale de turno y su desbordante misterio. E incluso con su toque paranormal. Scottie vigila a una distancia prudente a la mujer de su amigo, siguiéndola a los lugares que frecuenta e intentando descifrar el enigma que esconde. La observa en el museo, en el cementerio y bajo el puente de San Francisco. La salva, la desea y se obsesiona con ella. Y ahí es cuando comienza una brillante e inesperada deconstrucción de la figura héroe, que dejará de ser el compás moral del relato para convertirse en un desquiciado antagonista.

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Paramount Pictures//Getty Images

En esta segunda parte del filme, Hitchcock nos pone incómodos. No esperábamos este cambio. Llevábamos un buen rato apostando por el detective, deseando que cumpliese sus objetivos, y ahora nos avergonzamos de su comportamiento. Pero la verdadera pregunta es, ¿por qué ocurre así? ¿Qué quería contar Hitchcock con este cambio del personaje y qué nos quería enseñar sobre el funcionamiento del trauma?

Para responder a esa pregunta hay que recurrir a un viejo conocido. Aquí entra en juego una teoría que elaboró Sigmund Freud en 1920 (Más allá del principio del placer), y que conocemos por el nombre de ‘compulsión de la repetición’. El padre del psicoanálisis le dio la vuelta a los instintos de supervivencia humanos: constató que hay una tendencia que muestra cómo una persona puede sentirse más atraído por el dolor que por su bienestar. Que su búsqueda del placer pase por el sufrimiento y lo que Freud llamó ‘pulsiones de muerte’, que se contraponían a las ‘pulsiones de vida’. Lo que motiva a esta elección es, por supuesto, el trauma. El sujeto se convierte entonces en un ser autodestructivo que, además, cae en la repetición de sus pesadillas.

Y, como ya sabemos que el inconsciente es el motor de las pulsiones sexuales (o al menos así lo afirmaba otra teoría del austríaco), la obsesión con Madeleine esconde una necesidad del personaje de liberarse de su culpa a través del sexo, de alguien que “murió” igual que el objeto de su trauma y con el que necesita repetir el suceso por una tercera vez. Volver a vivir un shock emocional para perder el recuerdo del anterior, como le dice su amiga Midge (Barbara Bel Geddes). Como vemos, ese viaje post-traumático es egoísta, es una demanda narcisista en constante proyección: sus problemas internos no sólo se manifiestan a través de pesadillas, sino a través de todo lo que le rodea. El moño de Madeleine es una espiral oscura, como las escaleras del campanario, henchidas ambas del presagio de la muerte, y en esos caminos serpenteantes se pierde el protagonista, incapaz de volver a encontrarse a sí mismo en ese círculo vicioso de dolor.

Alejándonos de las lecturas psicoanalíticas, detectamos dos crisis en el protagonista: una de identidad y otra de masculinidad. La primera se puede apreciar desde en detalles tan pequeños como las dudas por su propio nombre (¿John? ¿Scottie?¿Detective Ferguson?) como en cuestiones más existenciales derivadas de su trauma, y que se ponen de manifiesto en sus conversaciones con Midge y su descenso a los infiernos de su propio subconsciente. La segunda, en cambio, es más evidente, vehiculada en parte por el complejo del hombre salvador, que se entiende mejor en contraposición con los personajes femeninos de la película.

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LOS HOMBRES QUE NO AMABAN A LAS MUJERES

En Vértigo, las mujeres son meros instrumentos en el viaje del héroe: la mujer asesinada, la actriz que participa en el complot y sale escaldada, la exnovia como figura materna. No obstante, y es algo que no ocurre con demasiada frecuencia, ese maltrato a los personajes femeninos es deliberado y mayoritariamente autocrítico, pues una de las lecturas que puede hacerse de la película tiene que ver con la male gaze, el maltrato de género y la construcción del ideal femenino. Un ejercicio en el que Hitchcock se deconstruye a sí mismo y a sus obsesiones. Pero a eso ya llegaremos.

Retomando las teorías freudianas que comentábamos más arriba, observamos que las mujeres juegan un papel capital como las representantes del bien y el mal, la estabilidad y el caos, el bienestar y el dolor. El protagonista, enfermo de sí mismo, buscará lo complejo (Madelaine) ignorando con desdén lo cómodo (Midge) y lo verdadero (Judy). El hombre pone por delante la fantasía a la realidad. Prefiere construir un fantasma que enfrentarse a una vida real que carece del morbo, las persecuciones o los romances propios del cine noir. El hombre quiere ser un héroe como John Wayne. Ya no quiere ser James Stewart nunca más. Ahora quiere ser él quien mate a Liberty Valance.

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Silver Screen Collection//Getty Images


Lo cierto es que el título alternativo de Vértigo, si quitásemos el foco de Stewart y lo pusiésemos en las secundarias, podría ser Los hombres que no amaban a las mujeres. Vayamos por partes. Primero encontramos a Midge, una mujer talentosa, trabajadora, independiente y segura de sí misma, a la que sólo le falta algo en su vida: el amor, la compañía, el cariño. Ella sigue enamorada de su expareja, nuestro protagonista en cuestión, que ya no ve en ella una opción romántica. Sus diálogos, la descripción del personaje y su actitud nos dejan claro que no es una mujer deseable a ojos de un hombre aventurero: está demasiado entera. No es una figura sexual, sino maternal.

No, Scottie prefiere a Madeleine. No a la que es asesinada por su marido y de la que no sabemos absolutamente nada, sino a su reconstrucción. Una femme fatale llena de misterio y peligro, de una mezcla de determinación, halo sexual y complejo de damisela en apuros. La perfecta compañera del héroe. Es Lauren Bacall y Barbara Stanwyck. Es Pandora y su caos, que llama a los hombres que quieren dominarla, salvarla, poseerla. Ese es el tipo de relación hombre-mujer que observamos como patrón en el cine clásico -especialmente el de detectives- y el que aquí aparece completamente deconstruido. Y es que, bajo los contoneos de Madeleine, se esconde Judy, que nada tiene que ver con lo que acabamos de describir: es insegura, toma malas decisiones, está falta de cariño y llena de miedo. Es la mujer real, la imperfecta. El fantasma viste ropas neutras y maquillaje sutil para que Scottie dibuje sobre su lienzo la mujer que quiere, pero la de carne y hueso exhibe colores vivos, maquillaje pronunciado y una personalidad mucho más definida. Y es que no se puede pintar a la mujer ideal sobre la base de una realista. Al mito hay que construirlo desde cero.

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Silver Screen Collection//Getty Images

Además, al construirlo, la base ha de limpiarse. El amor que Judy siente por el pre-obsesivo Scottie la lleva a borrar toda sombra de su personalidad, de su ser, para convertirse en lo que él desea llevarse a la cama. Era, y en parte sigue siendo, una situación corriente: las mujeres buscan la validación masculina convirtiéndose en algo que no son. Pierden la sensación de individualidad y se convierten en marionetas creadas en la cadena fordiana del patriarcado, alimentado por las imágenes de la cultura popular. Y, al final, el personaje es castigado por sus pecados, por no ser una mujer limpia. No es casualidad que sea una monja la causante indirecta de su caída: la pureza que la religión demanda en las mujeres también aparece aquí en el papel de último verdugo.

Por último tenemos a Carlota Valdés, la mujer del cuadro. En un momento del filme, de forma sutil, se nos cuenta su trágica historia: fue aislada por su marido, que le arrebató a su hijo pequeño y la abocó al suicidio. Como la historia de la verdadera Madeleine, está incompleta y sólo sirve de motor para una historia de protagonistas masculinos, pero es otro argumento más para constatar que Vértigo aborda la violencia y control que los hombres ejercen contra las mujeres, cómo invisibilizan sus relatos izando la bandera de su poder y libertad. ¿Por qué si no querría Hitchcock hacernos saber cómo murió Carlota? Si algo sabemos del maestro del suspense es que nada, NADA, está en la pantalla por casualidad.

Efectivamente, concluimos que los hombres están enamorados de la idea de la mujer, y no de las mujeres. Tanto que incluso están dispuestos a recaer a un extraño tipo de necrofilia, al “deseo de amar a una cosa muerta”, como lo describía el propio Hitchcock en sus conversaciones con François Truffaut. El único fantasma real al que se enfrenta esta película no es el de Carlota, sino el del consabido ideal femenino.

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UNA METÁFORA DEL ARTE Y EL ARTISTA

En una de las escenas más interesantes del filme, Scottie observa a Madeleine mientras ésta observa el cuadro de Carlota Valdés. Un juego de espejos. La mujer observa una obra de arte, y el detective también: ella es, como sabremos, una ficción construida para engañarle y reconstruida para saciar su propia obsesión. En esa sala del museo, los paralelismos entre la pintura y quien la observa (el moño en espiral, el ramo de flores, la melancolía en el rostro) nos hacen entender antes incluso de que lo revele la trama que ella no es tan real como parece. Es un invento, el producto del individuo que moldea sus sueños y sus expectativas, y también de un artista llamado Hitchcock.

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Sunset Boulevard//Getty Images

Scottie podría ser fácilmente su alter ego. Al menos, a nivel espiritual. El cineasta proyecta sus obsesiones y sus miedos sobre la pantalla, desde la obsesión por las mujeres rubias hasta la necesidad de controlar hasta el más último detalles. Quizás alguna vez para Hitchcock un moño mal hecho también fue motivo de enfado con una actriz. En en ese área, en la construcción de la mujer magnética de su historia, donde Vértigo le cala mejor. También, curiosamente, es la película que le devuelve su reflejo de una forma algo recriminatoria: las mujeres son reales, no son sólo construcciones artísticas. ¿Echándose la bronca a sí mismo? Por algo es el maestro.

En su visión como artista de la gran pantalla, no podemos olvidar el maravilloso uso de los colores, tan significantes como cualquier línea de guión (el verde acompaña a la ilusión de Madeleine/Judy, mientras el rojo nos grita peligro), o toda la puesta en escena inicial, cimentada en reflejos y filtros de ensueño para jugar con lo etéreo del personaje de Novak. Por momentos, la película parece una verdadera obra de museo. Nada es arbitrario, nada es fútil. Es un mecanismo que encaja a la perfección.

Escribo las últimas líneas de este artículo sabiendo que aún hay capas por abordar en esta fascinante película. Es imposible abarcarlas todas en un único texto (o, incluso, una única mente pensante). Decía el filósofo Slavoj Žižek de ella en su Guía de cine para pervertidos que “va sobre dos personas que han quedado atrapadas en su propio juego de apariencias”. Es una buena forma de definir Vértigo, sin duda. Un juego de caretas, de identidades robadas y soñadas, de anhelos que sólo pueden satisfacerse en la ficción. Sólo tenemos que aprender a saber diferenciarla de la realidad.

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Headshot of Mireia Mullor
Mireia Mullor

Mireia es experta en cine y series en la revista FOTOGRAMAS, donde escribe sobre todo tipo de estrenos de películas y series de Netflix, HBO Max y más. Su ídolo es Agnès Varda y le apasiona el cine de autor, pero también está al día de todas las noticias de Marvel, Disney, Star Wars y otras franquicias, y tiene debilidad por el anime japonés; un perfil polifacético que también ha demostrado en cabeceras como ESQUIRE y ELLE.

En sus siete años en FOTOGRAMAS ha conseguido hacerse un hueco como redactora y especialista SEO en la web, y también colabora y forma parte del cuadro crítico de la edición impresa. Ha tenido la oportunidad de entrevistar a estrellas de la talla de Ryan Gosling, Jake Gyllenhaal, Zendaya y Kristen Stewart (aunque la que más ilusión le hizo sigue siendo Jane Campion), cubrir grandes eventos como los Oscars y asistir a festivales como los de San Sebastián, Londres, Sevilla y Venecia (en el que ha ejercido de jurado FIPRESCI). Además, ha participado en campañas de contenidos patrocinados con el equipo de Hearst Magazines España, y tiene cierta experiencia en departamentos de comunicación y como programadora a través del Kingston International Film Festival de Londres.

Mireia es graduada en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y empezó su carrera como periodista cinematográfica en medios online como la revista Insertos y Cine Divergente, entre otros. En 2023 se publica su primer libro, 'Biblioteca Studio Ghibli: Nicky, la aprendiz de bruja' (Editorial Héroes de Papel), un ensayo en profundidad sobre la película de Hayao Miyazaki de 1989.