Alejandro Magno. Biografía

Alejandro Magno

Para la historia de la civilizaci�n antigua las haza�as de Alejandro Magno supusieron un torbellino de tales proporciones que a�n hoy se puede hablar sin paliativos de un antes y un despu�s de su paso por el mundo. Y aunque su legado providencial (la extensi�n de la cultura hel�nica hasta los confines m�s remotos) se vio favorecido por todo un abanico de circunstancias favorables que rese�an puntualmente los historiadores, su biograf�a es en verdad una aut�ntica epopeya, la manifestaci�n en el tiempo de las fant�sticas visiones hom�ricas y el vivo ejemplo de c�mo algunos hombres descuellan sobre sus contempor�neos para alimentar incesantemente la imaginaci�n de las generaciones venideras.


Alejandro Magno

Hacia la segunda mitad del siglo IV a.C., un peque�o territorio del norte de Grecia, menospreciado por los altivos atenienses y tachado de b�rbaro, inici� su fulgurante expansi�n bajo la �gida de un militar de genio: Filipo II, rey de Macedonia. La clave de sus �xitos b�licos fue el perfeccionamiento del "orden de batalla oblicuo", experimentado con anterioridad por Epaminondas. Consist�a en disponer la caballer�a en el ala atacante, pero sobre todo en dotar de movilidad, reduciendo el n�mero de filas, a las falanges de infanter�a, que hasta entonces s�lo pod�an maniobrar en una direcci�n. La c�lebre falange maced�nica estaba formada por hileras de diecis�is hombres en fondo con casco y escudo de hierro, y una lanza llamada sarissa.

Alejandro naci� en Pela, capital de la antigua comarca maced�nica de Pelagonia, en octubre del 356 a.C. Ese a�o proporcion� numerosas felicidades a la ambiciosa comunidad macedonia: uno de sus m�s reputados generales, Parmeni�n, venci� a los ilirios; uno de sus jinetes result� vencedor en los Juegos celebrados en Olimpia; y Filipo tuvo a su hijo Alejandro, que en su imponente trayectoria guerrera jam�s conocer�a la derrota.

Quiere la leyenda que, el mismo d�a en que naci� Alejandro, un extravagante pir�mano incendiase una de las Siete Maravillas del Mundo, el templo de Artemisa en �feso, aprovechando la ausencia de la diosa, que hab�a acudido a tutelar el nacimiento del pr�ncipe. Cuando fue detenido, confes� que lo hab�a hecho para que su nombre pasara a la historia. Las autoridades lo ejecutaron, ordenaron que desapareciese hasta el m�s rec�ndito testimonio de su paso por el mundo y prohibieron que nadie pronunciase jam�s su nombre. Pero m�s de dos mil a�os despu�s todav�a se recuerda la infame tropel�a del perturbado Er�strato, y los sacerdotes de �feso, seg�n la leyenda, vieron en la cat�strofe el s�mbolo inequ�voco de que alguien, en alguna parte del mundo, acababa de nacer para reinar sobre todo el Oriente. Seg�n otra descripci�n, la de Plutarco, su nacimiento ocurri� durante una noche de vientos huracanados, que los augures interpretaron como el anuncio de J�piter de que su existencia ser�a gloriosa.

Nacido para conquistar

Predestinado por dioses y or�culos a gobernar a la vez dos imperios, la confirmaci�n de ese destino excepcional parece hoy m�s atribuible a su propia y peculiar realidad. Nieto e hijo de reyes en una �poca en que la aristocracia estaba integrada por guerreros y conquistadores, fue preparado para ello desde que vio la luz.

En el momento de nacer, su padre, Filipo II, general del ej�rcito y flamante rey de Macedonia, a cuyo trono hab�a accedido meses antes, se encontraba lejos de Pela, en la pen�nsula Calc�dica, celebrando con sus soldados la rendici�n de la colonia griega de Potidea. Al recibir la noticia, lleno de j�bilo, envi� en seguida a Atenas una carta dirigida a Arist�teles, en la que le participaba el hecho y agradec�a a los dioses que su hijo hubiera nacido en su �poca (la del fil�sofo), y le transmit�a la esperanza de que un d�a llegase a ser disc�pulo suyo. La reina Olimpias de Macedonia, su madre, era la hija de Neoptolomeo, rey de Molosia, y, como su padre, decidida y violenta. Vigil� de cerca la educaci�n de sus hijos (pronto nacer�a Cleopatra, hermana de Alejandro) e imbuy� en ellos su propia ambici�n.

El pr�ncipe tuvo primero en Lis�maco y luego en Le�nidas dos severos pedagogos que sometieron su infancia a una rigurosa disciplina. Nada superfluo. Nada fr�volo. Nada que indujese a la sensualidad. De natural irritable y emocional, esa austeridad convino, al parecer, a su car�cter, y adquiri� un perfecto dominio de s� mismo y de sus actos.


Aristóteles y Alejandro

Cuando, al cumplir los doce a�os, el rey, alejado hasta entonces de su lado debido a sus constantes campa�as militares, decidi� dedicarse personalmente a su educaci�n, se maravill� de encontrarse frente a un ni�o inteligente y valeroso, lleno de criterio, extraordinariamente dotado e interesado por cuanto ocurr�a a su alrededor. Era el momento justo de encargarle a Arist�teles la educaci�n de su hijo. A partir de los trece a�os y hasta pasados los diecisiete, el pr�ncipe pr�cticamente convivi� con el fil�sofo. Estudi� gram�tica, geometr�a, filosof�a y, en especial, �tica y pol�tica, aunque en este sentido el futuro rey no seguir�a las concepciones de su preceptor. Con los a�os, confesar�a que Arist�teles le ense�� a �vivir dignamente�; siempre sinti� por el pensador ateniense una sincera gratitud.

Arist�teles le ense�� a adem�s amar los poemas de Homero, en particular la Il�ada, que con el tiempo se convertir�a en una verdadera obsesi�n del Alejandro adulto. El nuevo Aquiles fue en cierta ocasi�n interrogado por su maestro respecto a sus planes para con �l cuando hubiera alcanzado el poder. El prudente Alejandro contest� que llegado el momento le dar�a respuesta, porque el hombre nunca puede estar seguro del futuro. Arist�teles, lejos de alimentar suspicacias respecto a esta reticente r�plica, qued� sumamente complacido y le profetiz� que ser�a un gran rey.

Alejandro fue creciendo mientras los macedonios aumentaban sus dominios y Filipo su gloria. Desde temprana edad, su aspecto y su valor fueron parangonados con los de un le�n, y cuando contaba s�lo quince a�os, seg�n narra Plutarco, tuvo lugar una an�cdota que anticipa su deslumbrante porvenir. Filipo quer�a comprar un caballo salvaje de hermosa estampa, pero ninguno de sus aguerridos jinetes era capaz de domarlo, de modo que hab�a decidido renunciar a ello. Alejandro, encaprichado con el animal, quiso tener su oportunidad de montarlo, aunque su padre no cre�a que un muchacho triunfara donde los m�s veteranos hab�an fracasado. Ante el asombro de todos, el futuro conquistador de Persia subi� a lomos del que ser�a su amigo inseparable durante muchos a�os, Buc�falo, y galop� sobre �l con inopinada facilidad.


La doma de Bucéfalo

Sano, robusto y de gran belleza (siempre seg�n Plutarco), Alejandro encarnar�a, a los diecis�is y diecisiete a�os, el prototipo del mancebo ideal. En plena vigencia del amor dorio, ya enriquecido por Plat�n con su filosof�a, y descendiente �l mismo de dorios con un maestro que, a su vez, hab�a sido durante veinte a�os el disc�pulo predilecto de Plat�n, no es dif�cil imaginar su despertar sexual. Ya mediante la rec�proca admiraci�n con el propio Arist�teles, ya proporcion�ndole �ste otros muchachos como m�todo formativo de su esp�ritu, no habr�a sino caracterizado, en la �poca y en la sociedad guerrera en que vivi�, el papel correspondiente a su edad y condici�n.

Si, como sosten�a Plat�n, este tipo de amor promov�a la heroicidad, en Alejandro, durante esos a�os, el despertar del h�roe era inminente. A sus diecis�is a�os se sent�a capacitado para dirigir una guerra, y con dominio y criterio suficientes para reinar. Pudo muy pronto probar ambas cosas. Herido su padre en Perinto, fue llamado a sustituirlo. Era la primera vez que tomaba parte en un combate, y su conducta fue tan brillante que lo enviaron a Macedonia en calidad de regente. En 338 march� con su padre hacia el sur para someter a las tribus de Anfisa, al norte de Delfos.

Desde el a�o 380 a.C., un griego visionario, Is�crates, hab�a predicado la necesidad de que se abandonaran las luchas intestinas en la pen�nsula y de que se formara una liga panhel�nica. Pero d�cadas despu�s, el ateniense Dem�stenes mostraba su preocupaci�n por las conquistas de Filipo, que se hab�a apoderado de la costa norte del Egeo. Dem�stenes, enemigo declarado de Filipo, aprovech� el alejamiento para inducir a los atenienses a que se armasen contra los macedonios. Al enterarse el rey, parti� con su hijo a Queronea y se bati� con los atenienses. Las gloriosas falanges tebanas, invictas desde su formaci�n por el genial Epaminondas, fueron completamente devastadas. Hasta el �ltimo soldado tebano muri� en la batalla de Queronea, donde el joven Alejandro capitaneaba la caballer�a macedonia.

Alejandro supo ganarse la admiraci�n de sus soldados en esta guerra y adquiri� tal popularidad que los s�bditos comentaban que Filipo segu�a siendo su general, pero que su rey ya era Alejandro. Quinto Curcio Rufo cuenta que despu�s del triunfo en Queronea, en donde el pr�ncipe hab�a dado muestras, pese a su juventud, de ser no s�lo un heroico combatiente sino tambi�n un h�bil estratega, su padre lo abraz� y con l�grimas en los ojos le dijo: ��Hijo m�o, b�scate otro reino que sea digno de ti. Macedonia es demasiado peque�a!�.

Terminadas las campa�as contra tracios, ilirios y atenienses, Alejandro, Ant�patro y Alc�maco fueron nombrados delegados de Atenas para gestionar el tratado de paz. Fue entonces cuando vio por vez primera Grecia en todo su esplendor. La Grecia que hab�a aprendido a amar a trav�s de Homero. La tierra de la cual Arist�teles le hab�a transmitido su orgullo y su pasi�n. En su breve permanencia le fueron tributados grandes honores. All� asisti� a gimnasios y palestras y se ejercit� en el deporte del pentatl�n, bajo la atenta y admirativa mirada de los adultos, que transformaban estos centros en verdaderas �cortes de amor�. All� estuvo en contacto directo con el arte en pleno apogeo de Prax�teles y con los momentos preliminares de la escuela �tica.

El asesinato de Filipo

Filipo, entretanto, hab�a reunido bajo su autoridad a toda Grecia, con excepci�n de Esparta. En el 337, a los cuarenta y cinco a�os, arrastraba una pasi�n desde su paso por las monta�as del Adri�tico, y no dud� en volver a Iliria en busca de Atala, la princesa de quien se hab�a enamorado. Despu�s de veinte a�os de matrimonio (aunque muy pocos de ellos estuvo cerca de su mujer y las desavenencias fueron cada vez m�s crecientes), tampoco dud� en repudiar a Olimpias y celebrar una nueva boda con Atala.

Alejandro, que amaba a su madre, no soport� aquella ofensa que el rey infer�a a su leg�tima esposa. A pesar de ello, fue obligado a asistir al banquete nupcial. Durante la ceremonia critic� la actuaci�n de su padre, y �ste, ebrio, lleg� a amenazarlo con su espada. Indignado, herido en su amor propio, el pr�ncipe corri� al lado de su madre y le rog� que huyese con �l. Con algunas pocas personas fieles, madre e hijo dejaron Pela para refugiarse en el palacio de su t�o Alejandro, rey de Molosia en sucesi�n de su abuelo materno.

All� vivieron hasta que Filipo, dando muestras de arrepentimiento, prometi� tributar a la reina los honores que le correspond�an. Sin embargo, aunque Olimpias accedi�, es muy posible que ya conspirara con Pausanias para la perpetraci�n de su venganza contra Filipo y la cristalizaci�n de sus ambiciones de regencia. Pocas semanas despu�s (era ya la primavera del a�o 336) regresaron todos a Epiro, incluido Filipo. Se celebraba la boda de su hija Cleopatra con Alejandro de Molosia, t�o de la novia. Durante la procesi�n nupcial, Filipo II fue asesinado por Pausanias.


El asesinato de Filipo

Parece claro que Olimpias particip� (acaso fue la mentora) en el asesinato del rey. Pero Alejandro, �fue ajeno? A sus veinte a�os se hac�a con el reino de Macedonia: casi un designio divino para comenzar por fin la vida de gloria a la que se sent�a destinado. Y en seguida puso manos a la obra. En primer t�rmino (aqu� Quinto Curcio Rufo dice que �dio castigo, por �l mismo, a los asesinos de su padre�, pero no parece fiable), hizo eliminar a todos aquellos que pudieran opon�rsele. No hab�a acabado el a�o 336 cuando en la asamblea popular de Corinto se hizo designar �General�simo de los ej�rcitos griegos�.

Rey de Macedonia

Al comenzar el a�o 335, el levantamiento de Tracia e Iliria le exigi� una breve campa�a durante la cual consigui� la conquista y sumisi�n de ambas regiones. No acababa de regresar a su reino cuando la sublevaci�n de los tebanos, unida a la de los atenienses, tras correr el rumor de su muerte en Icaria, demandaron una nueva y urgente batalla para impedir la total coalici�n.

Pero el sitio de Tebas no fue f�cil; Tracia e Iliria hab�an sido, en comparaci�n, un juego de ni�os. Ante la resistencia de la ciudad, Alejandro decidi� tomarla por asalto. Pas� a cuchillo, de uno en uno, a m�s de seis mil ciudadanos, redujo a esclavitud a una guarnici�n compuesta por treinta mil soldados y orden� la total demolici�n de la ciudad, aunque, en un acto m�s que elocuente de su respeto por el arte y la cultura, orden� salvar del derribo la casa en que hab�a vivido P�ndaro, el poeta griego de Cinoc�falos, que cant� con gran belleza l�rica a los atletas en sus Epinicios (o �cantos de la palestra deportiva�) y que se contaba entre sus poetas favoritos. Atenas se someti� sin resistirse.


Alejandro en Tebas

Al regresar a Macedonia, trabaj� en la preparaci�n de la guerra contra el Imperio persa, campaña comenzada por su padre (para quien hab�a sido el sue�o de toda su vida), y que se había visto interrumpida tras su muerte. Es posible que entre los meses finales de 335 hasta la primavera de 334 hubiera realizado distintos viajes a Epiro y Atenas. En Epiro reinaba su hermana Cleopatra, la reina de Molosia, quien cont� con su consejo. En Atenas Lisipo, el escultor de Sicione y amigo de Alejandro, hizo de �l varios bustos, algunos de los cuales podr�an datar de esa �poca.

La conquista del Imperio persa

Mientras preparaba su partida hacia Persia le comunicaron que la estatua de Orfeo, el ta�edor de lira, sudaba, y Alejandro consult� a un adivino para averiguar el sentido de esta premonici�n. El augur le pronostic� un gran �xito en su empresa, porque la divinidad manifestaba con este signo que para los poetas del futuro resultar�a arduo cantar sus haza�as. Despu�s de encomendar a su general Ant�patro que conservara Grecia en paz, en la primavera del a�o 334 a.C. cruz� el Helesponto con treinta y siete mil hombres dispuestos a vengar las ofensas infligidas por los persas a su patria en el pasado. No regresar�a jam�s. Alejandro ocup� Tesalia y declar� a las autoridades locales que el pueblo tesalo quedar�a para siempre libre de impuestos. Jur� tambi�n que, como Aquiles, acompa�ar�a a sus soldados a tantas batallas como fueran necesarias para engrandecer y glorificar a la naci�n.

Cuando llegaron a Corinto, Alejandro sinti� deseos de conocer al gran filósofo Di�genes, famoso por su proverbial desprecio por la riqueza y las convenciones, quien, aunque rondaba los ochenta a�os, conservaba sus facultades intelectuales. Sentado bajo un cobertizo, calent�ndose al sol, Di�genes mir� al rey con total indiferencia. Seg�n Plutarco, cuando el monarca le dijo: �Soy Alejandro, el rey�, Di�genes le contest�: �Y yo soy Di�genes, el C�nico�. ��Puedo hacer algo por ti?�, le pregunt� Alejandro, y el fil�sofo respondi�: �S�, puedes hacerme la merced de marcharte, porque con tu sombra me est�s quitando el sol�. M�s tarde el rey dir�a a sus amigos: �Si no fuese Alejandro, quisiera ser Di�genes�.


Alejandro y Diógenes

Tiempo despu�s, otra an�cdota singular ofrece un nuevo di�logo legendario, pero esta vez con Di�nides, pirata famoso entre los carios, los tirrenos y los griegos, quien, capturado y conducido a su presencia, no se arredr� ante la amonestaci�n del rey cuando �ste le dijo: ��Con qu� derecho saqueas los mares?� Di�nides le respondi�: �Con el mismo con que t� saqueas la tierra�; �Pero yo soy un rey y t� s�lo eres un pirata�. �Los dos tenemos el mismo oficio -contest� Di�nides-. Si los dioses hubiesen hecho de m� un rey y de ti un pirata, yo ser�a quiz� mejor soberano que t�, mientras que t� no ser�as jam�s un pirata h�bil y sin prejuicios como lo soy yo.� Dicen que Alejandro, por toda respuesta, lo perdon�.

En junio de 334 logr� la victoria del Gr�nico, sobre los s�trapas persas. En la fragorosa y cruenta batalla Alejandro estuvo a punto de perecer, y s�lo la oportuna ayuda en el �ltimo momento de su general Clito le salv� la vida. Conquistada tambi�n Halicarnaso, se dirigi� hacia Frigia, pero antes, a su paso por �feso, pudo conocer al c�lebre Apeles, quien se convertir�a en su pintor particular y exclusivo. Apeles vivi� en la corte hasta la muerte de Alejandro.

A comienzos de 333, Alejandro lleg� con su ej�rcito a Gordi�n, ciudad que fuera corte del legendario rey Midas e importante puesto comercial entre Jonia y Persia. All� los gordianos plantearon al invasor un dilema en apariencia irresoluble. Un intrincado nudo ataba el yugo al carro de Gordio, rey de Frigia, y desde antiguo se afirmaba que quien fuera capaz de deshacerlo dominar�a el mundo. Todos hab�an fracasado hasta entonces, pero el intr�pido Alejandro no pudo sustraerse a la tentaci�n de desentra�ar el acertijo. De un certero y violento golpe ejecutado con el filo de su espada, cort� la cuerda, y luego coment� con sorna: "Era as� de sencillo." Alejandro afirm� as� sus pretensiones de dominio universal.


Alejandro cortando el nudo gordiano
(óleo de Jean-Simon Berthélemy)

Cruz� el Taurus, franque� Cilicia y, en oto�o del a�o 333 a.C., tuvo lugar en la llanura de Issos la gran batalla contra Dar�o III, rey de Persia. Antes del enfrentamiento areng� a sus tropas, temerosas por la abultada superioridad num�rica del enemigo. Alejandro confiaba en la victoria porque estaba convencido de que nada pod�an las muchedumbres contra la inteligencia, y de que un golpe de audacia vendr�a a decantar la balanza del lado de los griegos. Cuando el resultado de la contienda era todav�a incierto, el cobarde Dar�o huy�, abandonando a sus hombres a la cat�strofe. Las ciudades fueron saqueadas y la mujer y las hijas del rey fueron apresadas como rehenes, de modo que Dar�o se vio obligado a presentar a Alejandro unas condiciones de paz extraordinariamente ventajosas para el victorioso macedonio. Le conced�a la parte occidental de su imperio y la m�s hermosa de sus hijas como esposa. Al noble Parmeni�n le pareci� una oferta satisfactoria, y aconsej� a su jefe: "Si yo fuera Alejandro, aceptar�a." A lo cual �ste replic�: "Y yo tambi�n si fuera Parmeni�n."

Alejandro ambicionaba dominar toda Persia y no pod�a conformarse con ese honroso tratado. Para ello deb�a hacerse con el control del Mediterr�neo oriental. Destruy� la ciudad de Tiro tras siete meses de asedio, tom� Jerusal�n y penetr� en Egipto sin hallar resistencia alguna: precedido de su fama como vencedor de los persas, fue acogido como un libertador. Alejandro se present� a s� mismo como protector de la antigua religi�n de Am�n y, tras visitar el templo del or�culo de Zeus Am�n en el oasis de Siwa, situado en el desierto L�bico, se proclam� su filiaci�n divina al m�s puro estilo fara�nico.

Aquella visita a un santuario, cuyo dios titular no era puramente egipcio, ten�a una indudable finalidad pol�tica. Alejandro Magno, como buen pol�tico, no pod�a dejar pasar la oportunidad de aumentar su prestigio y popularidad entre los helenos, muchos de los cuales eran reacios a su persona. Se cuenta que despu�s de haber solicitado la consulta del or�culo, el sacerdote le respondi� con el saludo reservado a los faraones trat�ndole como "hijo de Am�n". A continuaci�n (sigue la leyenda), penetr� solo en el interior del edificio y escuch� atentamente la respuesta "conforme a su deseo", como el propio Alejandro declarar�a. Sobre esta visita y sobre el alcance de la profec�a se han vertido r�os de tinta. La mayor�a de los historiadores coinciden en se�alar que all� el or�culo habr�a informado al macedonio de su origen divino, y predicho la creaci�n de su Imperio Universal. El hecho es que no se conoce ning�n texto que proporcione informaci�n acerca de las palabras del or�culo.

Al regresar por el extremo occidental del delta, fund�, en un admirable paraje natural, la ciudad de Alejandr�a, que se convirti� en la m�s prestigiosa en tiempos helen�sticos. Para determinar su emplazamiento cont� con la inspiraci�n de Homero. Sol�a decir que el poeta se le hab�a aparecido en sue�os para recordarle unos versos de la Il�ada: "En el undoso y resonante Ponto / hay una isla a Egipto contrapuesta / de Faro con el nombre distinguida." En la isla de Faro y en la costa pr�xima plane� la ciudad que habr�a de ser la capital del helenismo y el punto de encuentro entre Oriente y Occidente. Como no pudieron delimitar el per�metro urbano con cal, Alejandro decidi� utilizar harina, pero las aves acudieron a com�rsela destruyendo los l�mites establecidos. Este acontecimiento fue interpretado como un augurio de que la influencia de Alejandr�a se extender�a por toda la Tierra.


Alejandro traza los límites de la futura Alejandría

En la primavera de 331 ya hac�a tres a�os que hab�a dejado Macedonia, con Ant�patro como regente; pero ni entonces ni despu�s parece haber pensado en regresar. Prosigui� su exploraci�n atravesando el �ufrates y el Tigris, y en la llanura de Gaugamela se enfrent� al �ltimo de los ej�rcitos de Dar�o III, llevando a su fin, en la batalla de Arbelas, a la dinast�a aquem�nida. Las impresionantes tropas persas contaban en esta ocasi�n con una aterradora fuerza de choque: elefantes.

Parmeni�n era partidario de atacar amparados por la oscuridad, pero Alejandro no quer�a ocultar al sol sus victorias. Aquella noche durmi� confiado y tranquilo mientras sus hombres se admiraban de su extra�a serenidad. Hab�a madurado un plan genial para evitar las maniobras del enemigo. Su mejor arma era la rapidez de la caballer�a, pero tambi�n contaba con la escasa entereza de su contrincante y planeaba descabezar el ej�rcito a la primera oportunidad. Efectivamente, Dar�o volvi� a mostrarse d�bil y huy� ante la proximidad de Alejandro, sufriendo una nueva e infamante derrota. Todas las capitales se abrieron ante los griegos. Mientras entraba en Pers�polis, Alejandro mand� ocupar casi de forma simult�nea Susa, Babilonia y Ecbatana. En julio de 330, Dar�o mor�a asesinado. Beso, el s�trapa de Bactriana, hab�a ordenado su ejecuci�n despu�s de derrocarle.


Alejandro Magno y Roxana (1756), de Pietro Rotari

Alejandro someti� entonces las provincias orientales y prosigui� su marcha hacia el este. Muchas fueron las an�cdotas y leyendas que a partir de entonces fueron acumul�ndose alrededor de este semidi�s que parec�a invencible. La historia da cuenta de que visti� la estola persa, ropaje extra�o a las costumbres griegas, para simbolizar que era rey tanto de unos como de otros. Sabemos que, movido por la venganza, mand� quemar la ciudad de Pers�polis; que, iracundo, dio muerte con una lanza a Clito, aquel que le hab�a salvado la vida en Gr�nico; que mand� ajusticiar a Cal�stenes, el fil�sofo sobrino de Arist�teles, por haber compuesto versos alusivos a su crueldad, y que se cas� con una princesa persa, Roxana, contraviniendo las expectativas de los griegos. Alejandro incluso se intern� en la India, donde hubo de combatir contra el noble rey hind� Poros. Como consecuencia de la tr�gica batalla, muri� su fiel caballo Buc�falo, en cuyo honor fund� una ciudad llamada Bucefalia.

El regreso

Pero su ej�rcito, a medida que se iban fundando nuevas Alejandr�as a su paso, fue perdiendo hombres. �stos se sent�an agotados, debilitados, hasta que en 326, al llegar a Hifasis (el punto m�s oriental que llegar�a a alcanzar), tuvo que reemprender el camino de regreso tras el amotinamiento de sus soldados. Durante el regreso, el ej�rcito se dividi�: mientras el general Nearco buscaba la ruta por mar, Alejandro conduc�a el grueso de las tropas por el infernal desierto de Gedrosia. Miles de hombres murieron en el empe�o. La sed fue m�s devastadora que las lanzas enemigas. Aunque diezmado, el ej�rcito consigui� llegar a su destino, y con la celebraci�n de las bodas de ochenta generales y diez mil soldados se dio por terminada la conquista de Oriente.

Ya en Babilonia, no dud� en mandar ejecutar a los macedonios que se le opon�an. Ten�a como proyecto la creaci�n de un nuevo ej�rcito formado por helenos y b�rbaros para abortar as� las tradiciones de libertad macedonias. Quer�a construir una naci�n mixta, y asumi� el ritual aquem�nida mientras buscaba y obten�a el apoyo de familias orientales. Cre�a asegurar de esta forma el �xito de sus planes de dominaci�n universal. A pesar de que prosigui� sus campa�as y continu� proyectando otras nuevas hasta que, en su lecho de muerte, ya no pudo hablar, hubo un hecho, sin embargo, que desmoronar�a todas sus certezas: la muerte de Hefesti�n.

Alejandro se hab�a casado con Roxana durante una campa�a en Bactra, de cuya uni�n nacer�a p�stumamente Alejandro IV, su �nico hijo. Tambi�n se cas� con Estatira, en Susa, cuando, llevado por su af�n de integraci�n racial, hizo celebrar varios matrimonios entre sus soldados macedonios y mujeres orientales. Estatira era la hija mayor de Dar�o III; Dripetis, casada tambi�n entonces con Hefesti�n, la menor. Confiaba en Tolomeo, pariente suyo (quiz� su hermanastro) y oficial de su alto mando. Tambi�n ten�a en Nearco, uno de sus oficiales, un camarada y amigo desde la infancia. Pero Hefesti�n hab�a sido m�s que todos ellos: su amigo, tal vez su amante, pero sobre todo un hombre inteligente que compart�a sus ideas de estadista; ambos experimentaban una admiraci�n rec�proca.


Las bodas de Susa: Alejandro se casó
con Estatira; Hefestión, con Dripetis

La muerte de Hefesti�n en octubre de 324, mientras se hallaban en Ecbatana, le caus� un dolor tan hondo que �l mismo fue decayendo hasta su propia muerte, ocurrida pocos meses despu�s. En 325, al volver de la India, durante su marcha a lo largo del Indo hab�a recibido una peligrosa herida en el pecho; su regreso por el desierto de Gedrosia en condiciones extremas volvi� a quebrantar su salud. Casi al final del verano de 324, decidi� descansar una temporada y se instal� en el palacio estival de Ecbatana, acompa�ado por Roxana y su amigo Hefesti�n. Su esposa qued� embarazada. Su amigo enferm� repentinamente y muri�. Alejandro llev� el cuerpo a Babilonia y organiz� el funeral de Hefesti�n.

Inici� de inmediato una nueva campa�a explorando las costas de Arabia. Mientras navegaba por el Bajo �ufrates contrajo una fiebre pal�dica que ser�a fatal. Antes de morir, en junio de 323, en un todav�a imponente pero ya derruido zigurat de Bel-Marduk, Alejandro, ya menos imponente, entreg� su anillo real a P�rdicas, su lugarteniente desde la muerte de Hefesti�n. Alejandro ten�a treinta y tres a�os. A su lado estaba Roxana. Estatira permanec�a en Susa, en el har�n del palacio de su abuela Sisigambis. Tras las murallas que guardaban la ciudad interior, segu�a fluyendo el �ufrates. Aquel mismo d�a, libre de fabulosas esperanzas, sin nada que legar a los hombres excepto su m�sero tonel, con casi noventa a�os, mor�a tambi�n en Corinto su desabrida contrafigura, el ce�udo fil�sofo Di�genes el C�nico.

El extra�o fen�meno de la no corrupci�n del cuerpo de Alejandro, m�s notable a�n con el calor imperante en Babilonia, habr�a dado pie, en tiempos cristianos, al creer que se trataba de un milagro, a santificarlo. En el siglo IV a.C. no exist�a una tradici�n semejante que atrajera la atenci�n de los hagi�grafos. Tal vez la explicaci�n m�s acertada es que su muerte cl�nica ocurri� mucho despu�s de lo que se crey� entonces.

Alejandro IV, su hijo, y Roxana, su esposa, fueron asesinados por Casandro cuando el ni�o ten�a trece a�os, en el 310 a.C. Casandro era el hijo mayor de Ant�patro, regente al partir Alejandro Magno al Asia, y despu�s de ese asesinato fue rey de Macedonia. Cleopatra, su hermana, sigui� gobernando Molosia durante muchos a�os despu�s de que el rey Alejandro muriese. Olimpias, su madre, disput� la regencia de Macedonia con Ant�patro y en el 319 a.C. se ali� con Poliperconte, el nuevo regente; cuando hab�a conseguido el objetivo perseguido durante toda su vida, fue ejecutada en el 316 a.C. en Pidnia. A Ptolomeo, oficial de su alto mando, se debe una Historia de Alejandro; Ptolomeo sería más tarde rey de Egipto, donde inició una dinastía, la de los Ptolomeos, que perduraría hasta el 30 a.C., año de fallecimiento de la célebre Cleopatra, la última reina de Egipto.

C�mo citar este art�culo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [fecha de acceso: ].