El Napoleón de Ridley Scott. Más que un error, un crimen - Desperta Ferro Ediciones
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Imagen promocional de Napoleón, de Ridley Scott, encarnado por Joaquin Phoenix.

Que Ridley Scott (1937) es un excelente director y cuenta en su haber con algunos de los filmes que han marcado las últimas décadas es una realidad incuestionable. Títulos como Alien (1979), Blade Runner (1982), Thelma y Louise (1991) o Gladiator (2000) le avalan y, aunque también es el responsable de dudosas obras de carácter histórico, como El reino del cielo (2005) o El último duelo (2021), los apasionados de la época napoleónica siempre le agradecerán su primer trabajo, Los duelistas (1977), adaptación de la novela de Joseph Conrad (1857-1924) que recoge, gracias a las interpretaciones de Keith Carradine y Harvey Keitel, el enfrentamiento sostenido a lo largo de las guerras del Imperio por dos beau sabreurs, los oficiales de caballería Feraud y D’Hubert, un trasunto respectivamente de François Fournier-Sarlovèze (1773-1827) y Pierre-Antoine Dupont de l’Étang (1765-1840), aunque la personalidad del oponente del primero, llamado “el demonio” por las tropas españolas, no está totalmente acreditada.

Pero su valía como realizador no puede enmascarar que, durante la promoción de su último filme, Napoleón, Ridley Scott se haya despachado a gusto, en una mezcla de soberbia y desprecio, contra los historiadores que han analizado su aproximación a la figura del emperador y resaltado los evidentes errores históricos con expresiones como: “Búscate una vida” o “¿Estuviste allí? No, Pues no sabes nada”, rechazando la labor de quienes analizan críticamente la información para reconstruir un hecho histórico. Y es que la soberbia es la base de la ignorancia. Es evidente no se trata de un documental, y que un creador puede adaptar su relato a las necesidades del espectáculo, pero no es menos cierto que existen límites para no transformar la realidad en esperpento, unas líneas rojas que normalmente se traspasan en las producciones estadounidenses cuando se adentran en la historia de Europa de cualquier período. Hace ya años, y a modo de ejemplo, Wolfgang Petersen (1941-2022), a partir de un guión de David Benioff –uno de los creadores de la aclamada (hay gustos para todo) Juego de Tronos– masacró la tragedia griega en su filme Troya (2004) al dar muerte durante el asedio de la ciudad a Ayax, Menelao y Agamenón, permitiendo además que Paris huyera en compañía de Helena, un total y absoluto despropósito al servicio de una historia de buenos y malos con la que Homero (si en realidad existió) debió revolverse allá en el Hades. Es un ejemplo de colonización audiovisual y de impunidad con que puede saquearse la historia de otros países, pero no así la propia, puesto que en ningún caso las escenas de batalla inventadas como las que firma en Napoleón Ridley Scott en su filme serían admisibles, por ejemplo, en una trama sobre la Guerra de Secesión.

 

Scott ha creado un engendro que encima pretende sea aclamado sin críticas. El problema es que, siguiendo su tradición historiográfica nacional, la visión que plantea del emperador es la misma que tenían los británicos durante las guerras napoleónicas respecto a Napoleón, el Boney de las caricaturas al que intentaron derrotar a cualquier precio pagando coalición tras coalición hasta conseguirlo. Por ello, que se le presente como un tirano, dictador, carnicero, culpable de la muerte de tres millones de personas, infantil, pegado a las faldas de su madre, incapaz de meterse en la cama de la amante que mamá le busca para comprobar su fertilidad (¿hace falta enumerar las conquistas amorosas del emperador?), zafio, inculto, grosero y falto de modales no es una novedad. Por supuesto, ninguna referencia al significado de Napoleón como constructor de la Francia moderna en todos los ámbitos y canalizador de las ideas revolucionarias, lo que no es extraño si entendemos el poso ideológico del que ha bebido Scott. Y no se trata de ubicarse en el otro extremo, el de la hagiografía imperial, puesto que la historiografía francesa lleva décadas analizando las facetas más oscuras y sin duda cuestionables de Napoleón, desde la reintroducción de la esclavitud, a la anulación de la oposición, el saqueo de las obras de arte en los países conquistados o las guerras preventivas. Scott quiere ignorar astutamente que la lucha que el Reino Unido desencadena, incumpliendo las cláusulas del Tratado de Amiens (1802), no tiene como objetivo derrocar a Napoleón, sino asegurar el predominio imperial y económico británico a nivel planetario, para lo que precisa del mantenimiento de las monarquías absolutas europeas que constituían sus principales mercados, mientras aseguraba el control de las materias primas, y hundía la emergente industria francesa que Napoleón potenciaba. Tampoco se trataba de la oposición de la libertad frente a la tiranía como dice el duque de Wellington lamentablemente interpretado por Rupert Everett (cómo he añorado a Christopher Plummer) durante su alocución a los participantes en el Congreso de Viena, puesto que Prusia, Austria, Rusia, España o Nápoles Dos-Sicilias eran monarquías absolutas que no querían ver extendidos en sus territorios los principios revolucionarios (lo que no conseguirán), ni de mejorar las condiciones del pueblo, dado que los soldados británicos que lucharán en Waterloo meses antes habían estado reprimiendo de forma sangrienta las revueltas de los luditas contra la industrialización y las miserables condiciones de vida resultado de la primera industrialización. Por ello, moralinas de salvación de las libertades frente a la tiranía, cuanto menos, mejor.

⚠️ Atención, que vienen curvas, spoilers y un poco de mala leche.

Los errores históricos en el Napoleón de Ridley Scott

Sin duda hay donde elegir. El guionista, David Scarpa, se supera a cada momento cometiendo error tras error, y al asesor histórico (me resisto a escribir su nombre) espero que le hayan pagado bien porque su credibilidad profesional no es que quede por los suelos, sino que desciende hasta el subsuelo o el núcleo. Napoleón no asistió a la ejecución de María Antonieta porque se encontraba en el sitio de Tolón; la reina no fue detenida y conducida a la guillotina tras la toma de las Tullerías el 10 de agosto de 1792 (la presencia de unos guardias suizos marca la fecha en pantalla); ni tampoco fue ejecutada con su larga melena y un vestido azul, sino con el pelo corto (como todos los condenados) y vistiendo la cofia y el sayo blanco con el que eran luego enterrados (por cierto, que los responsables de la dirección artística no saben ni como era una guillotina, falta la tabla, lo que se refleja en las dificultades para encajar la cabeza de la reina); el plan de Napoleón para tomar Tolón no se presenta en París a Barras; ni lucía las charreteras de coronel durante la toma del fuerte de l’Aguillette (era capitán al llegar al sitio y ascendió posteriormente a comandante); ni se introdujo en la ciudad para espiar las posiciones británicas (aunque el guionista lo supera en el caso de Austerlitz cuando hace lo propio con las tropas austro-rusas solo y vestido de buhonero); ni se le ascendió a general en una ceremonia que parece sacada de la tabla redonda (pero en versión Monty Python). Por no hablar de que en la ceremonia de la boda con Josefina se equivocan las fechas de nacimiento de ambos; de la recreación del golpe de Estado del 18 de Brumario, convertido en una opereta; de los encuentros amorosos con Josefina sacados de un mal vodevil; de la presencia de Letizia Ramolino en la coronación de su hijo, el gran inserto en la pintura de David (que por cierto, aparece haciendo un esbozo de la ceremonia, a una altura del filme en que ya hubiese parecido incluso creíble que los protagonistas se hubiesen hecho un selfie); adelantar el divorcio que se produjo en 1809 a 1807 antes del tratado de Tilsit (aunque no tiene importancia, total, el guión ya se ha comido las campañas de Prusia en 1806 y Polonia en 1807) aunque María Walewska no comparezca en la historia; ignorar la campaña de Austria en 1809 para pasar directamente a la boda con María Luisa; achacar la primera abdicación a la derrota en la campaña de Rusia (¿dónde quedan las campañas de 1813 y 1814?, pues junto a la Guerra de España, que no aparece por ninguna parte); motivar el retorno de la isla de Elba a las ganas de estar de nuevo con Josefina (y no es la primera vez que Scott y Scarpa utilizan el recurso puesto que es idéntico al abandono de las tropas en Egipto), o incluir una conversación entre Wellington y un Napoleón ya prisionero a bordo del Bellerophon como colofón a una lista de desaguisados que es mucho, pero que muchísimo más larga.

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En el filme de Ridley Scott, la fijación de Napoleón-Joaquin Phoenix por Josefina-Vanessa Kirby es tal que Bonaparte abandona a su ejército en Egipto por un ataque de celos. De la insostenible posición estratégica francesa en Egipto y Siria ya hablamos otro día.

Las batallas

Volvamos al Napoleón de Ridley Scott y empecemos el análisis por la recreación de las batallas. Sin duda se trata de un gran espectáculo y las escenas bélicas se encuentran en la línea de las batallas de Gladiator o El reino de los cielos, contando con el empleo de un considerable número de extras, y la consiguiente ampliación de los efectivos por medios digitales. Pero ni Tolón, ni la primera campaña de Italia, ni las Pirámides, ni especialmente Austerlitz o Waterloo merecen ser fantaseadas y reinventadas para que el director aparezca en las promociones como un experto en historia militar afirmando sobre la primera que: “Napoleón organizó un campamento falso a 10 kilómetros de las posiciones rusas y austríacas, camufló a sus tropas y atacó con la infantería por la derecha y la caballería por la izquierda para llevar a los aliados a una trampa sobre los lagos helados donde todos perecieron” no es en absoluto admisible para presentar tropas y artillería camufladas bajo telas blancas, porque no tiene nada que ver con la realidad; como tampoco lo es que se sitúe la victoria sobre los mamelucos al pie de las Pirámides cuando el combate tuvo lugar a varios kilómetros y que los mamelucos sean presentados como unidades de infantería (se trataba de expertos jinetes) vestidos además con el uniforme de los mamelucos ¡de la Guardia Imperial francesa!, en una lucha que se resuelve cuando Napoleón hace disparar un único cañonazo contra la cúspide de la pirámide de Kéops y la piedra desprendida cae en la cabeza del jefe de los mamelucos descerebrándolo. Fin de la lucha y a otra cosa. Es obvio decir que con el alcance de una pieza de artillería de la época (pongamos un Gribeauval de 12 libras) con un alcance máximo de 800 metros acertar a una altura de 146 metros ofende a todas las leyes de la física y la balística. Pero son pequeños detalles carentes de importancia, como que Bonaparte consiguiera hundir la flota británica en Tolón, o que cargue al frente de su caballería en la recreación de Borodinó en 1812 (por cierto, vestido impecablemente con un uniforme de general del período del Directorio), el pobre emperador se debió ver obligado a hacerlo puesto que ni Murat ni Ney aparecen en toda la duración del filme y claro, alguien tenía que arremangarse.

Las cargas de caballería del emperador: Napoleón histórico 0 – Ridley Scott 2.

Es en la campaña de Rusia donde se encuentra la única influencia hispana: la reproducción de los cadáveres ultrajados de soldados franceses extraídos de Los desastres de la Guerra de Francisco de Goya, porque, hemos dicho ya que la Guerra de la Independencia ni está ni se la espera. Por si se nos había olvidado. Pero el esperpento mayor, la apoteosis, es la reconstrucción de la batalla de Waterloo. No es una exageración. Scott sigue la tradición British de considerar la batalla como una victoria exclusivamente inglesa ¿dónde están los aliados belgo-holandeses, Brunswick, Nassau, y otros?, presenta a un Wellington patético, montando a caballo casi con la ayuda de un ascensor (¿nos hemos referido ya a la interpretación de Rupert Everett?, es que hay cosas que marcan). Las tropas francesas y británicas se ubican en trincheras (sí, han leído bien, en trincheras) de las que salen para combatir tras el bombardeo artillero como si aquello fuese el Somme o Verdún, puesto que solo falta el coronel Dax de Senderos de Gloria, pero es que además las trincheras están protegidas por una inventada estacada que parece el reflejo de un cruce de lecturas con Azincourt, lo que conferiría un toque shakesperiano a la épica con que refleja el combate convirtiendo a los británicos en la “band of brothers” de Enrique V dispuestos una vez más a vencer a la caballería francesa. Por cierto, que en todos los combates se obvia la climatología, siempre episodios nublados y grises. ¿No sabe lo que es el “sol de Austerlitz”? ¿Nadie le ha explicado que el 18 de junio de 1815 no llovía, y fue un día soleado que siguió a una tempestuosa noche cuyas consecuencias sobre la dureza del terreno retrasaron el inicio de la batalla? En una apoteosis final Napoleón carga al frente de su caballería para culminar la manía del dúo Scott-Scarpa de hacer cargar a Napoleón, vale que Lassalle había muerto en Wagram, pero quedaba Ney. Aunque claro, si hemos de creer que el bravo entre los bravos, caracterizado por su cabellera pelirroja es el individuo moreno con patillas y bigote de general carlista (o de motero, se puede elegir la comparativa) que aparece por allí es Ney, casi mejor que cargue Napoleón. Total, ya puestos… Y como todo tiene un colofón, aquí lo ponen los prusianos, que no estuvieron en el campo de batalla, sino que atacaron el flanco derecho francés por Plancenoit, más al sur, y que ahora aparecen por el otro lado, en una demostración de que a Gneisenau le estafaron al venderle el GPS.

Napoleón en modo Special Ops reconociendo en solitario las posiciones enemigas en Tolón, como luego hace también en Austerlitz.

No es necesario seguir, ¿para qué se necesita consultar la ingente bibliografía sobre las batallas napoleónicas si es mejor inventarlas? ¿su asesor militar nunca le explicó que ninguna infantería recibe en línea una carga de caballería porque es una condena segura a la derrota como hacen los austriacos frente a Napoleón en el filme? O que las tropas francesas atacaban en columna en vez de en línea. Inútil continuar.

La ambientación

Si se dispone de un presupuesto de 200 millones de dólares y el apoyo de Apple TV, ¿es necesario hacer mal las cosas cuando cuesta lo mismo hacerlas bien? Y más en el presente en el que la documentación sobre vestuario, uniformes y mobiliario de la época no solo es ingente, sino fácilmente accesible, habiéndose superado la etapa en la que Abel Gance o Sacha Guitry debieron recurrir a lo que tenían a mano para representar a las tropas napoleónicas y a sus aliados y enemigos. El listado de errores que se repiten una y otra vez (Scott tiene una fijación en llenar la pantalla de banderas, parece que se les fue la mano con el pedido de atrezo y, ya puestos, había que utilizarlas), incluso para un conocedor medio de la etapa napoleónica, es tan extenso tras un único visionado del filme, que abruma. Tomemos el ejemplo de las banderas francesas. La enseña tricolor de tres franjas verticales desprovistas de ornamentos era en la época una bandera naval, y no fue adoptada como enseña nacional hasta 1830 tras la revolución de julio que derribó definitivamente a los Borbones, por lo que su empleo en las cargas de caballería tanto en la etapa de la campaña de Italia en 1796, como en Egipto, y a lo largo del Imperio, es errónea. Las banderas de la etapa revolucionaria respondían a múltiples modelos en los que se combinaban los tres colores, mientras que durante el imperio se implantaron tres modelos en 1804, 1812 y 1815 para las telas unidas a las astas que coronaban las águilas imperiales, de las que el primero –el empleado en Austerlitz– era de patrón romboidal, pero no importa, se mezclan todas y una unidad puede llevar de dos modelos diferentes, total, si los historiadores se ponen puntillosos ya se sabe: que se compren una vida. Y no solo las francesas, la imagen de un coracero ruso intentando escapar sobre el hielo en Austerlitz portando ¡una bandera de infantería austríaca! escapa a cualquier intento de análisis lógico, o los regimientos británicos empleando dos banderas regimentales en vez de una bandera real, pues tampoco tiene demasiada importancia. Total, ya ha puesto un centenar de banderas británicas como decorado de fondo al campamento situado tras la trinchera y la empalizada que marcan la línea de Wellington.

Fun with Flags en el Napoleón de Ridley Scott

La trama

A estas alturas de la crítica, intentar analizar la consistencia de la trama suponer una tarea superflua. A pesar de la plomiza duración del metraje, la cintra avance a trompicones, corte a corte, salto temporal a salto temporal sobre las dos décadas y media que trata de cubrir. Desdibujados los acontecimientos históricos y reducidos los demás personajes a meros esbozos cuando no caricaturas, el verdadero peso de la película recae en su pareja protagonista y en su pretendidamente turbulenta relación. Mientras que Joaquin Phoenix haciendo de Joaquin Phoenix, muy alejado de su mejor versión, nos presenta un Napoleón pétreo, hermético y antipático, en las antípodas del carismático y volcánico Rod Steiger en Waterloo (también antipático, pero al que seguirías en los Cien Días sin pensártelo), Vanessa Kirby consigue robarle el protagonismo cada vez que aparece en pantalla.

Los dos actores, por mucho que intenten trabajar sus personajes, tienen un problema de base: la edad. Josefina era seis años mayor que Napoleón, y en el filme parece que Bonaparte esté siendo seducido por una adolescente. Phoenix tiene en la actualidad casi la misma edad que el emperador en el momento de su muerte, por lo que su físico, en toda la etapa de la Revolución y el Consulado no se corresponde a lo que debería ser: un jovenzuelo (tenía 24 años en Tolón) dispuesto a comerse el mundo en una etapa en la que las oportunidades de ascender en la escala social eran factibles y dependían de la capacidad y el azar. Tal vez, en el montaje definitivo de cuatro horas (el filme en la versión estrenada dura 160 minutos) se solucionen algunos problemas argumentales, y con ello mejore la construcción psicológica de los personajes, pero lo que definitivamente no tiene arreglo es todo lo ya dicho (y mucho más que se podría añadir, porque los errores superan el número de fotogramas).

La conclusión es obvia. Se trata de un muy mal filme en todos los aspectos (ni siquiera entretiene) que hace añorar no solo el trabajo de Abel Gance, sino incluso algunos pasajes del de Sacha Guitry. Subviertiendo el célebre «Algo mucho peor que un crimen: un imperdonable error» del bueno de Talleyrand, el Napoleón de Ridley Scott no es un error, es un crimen.

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