Untitled | Crítica | Película | Cine Divergente

Untitled

Cuaderno de viaje Por Pablo Sánchez Blasco

El documental Untitled de Monika Willi y Michael Glawogger constituye una película enunciada inevitablemente en pasado, desde la memoria, como un flashback anárquico pero también autorestringido de forma deliberada. Glawogger había soñado con una película que nunca detuviera su paso, que no descansara nunca. El “film más bello que podía imaginar” era un film sin tema, sin propósito, sin fronteras ni dirección. No obstante, nunca hubiera imaginado que, con su triste muerte durante el viaje, también estuviera construyendo un film huérfano de sí mismo, un film sin director.

Al desaparecer la figura del cineasta en montaje, la labor de su codirectora ha sido una labor de hermeneuta, un trabajo prácticamente policiaco a partir de las imágenes rodadas. Toda película conlleva una búsqueda de su propio sentido, pero Untitled requiere una búsqueda suplementaria de su sentido original, del sentido ideado por el cineasta austriaco. Willi busca a su compañero entre las imágenes, busca cuál podría ser la búsqueda escondida entre ellas. El prólogo de la película, donde vemos al equipo espantando a una bandada de aves para grabar sus vuelos, no va dirigido tanto a evidenciar el artificio del documental como a explicitar la existencia de un artífice. Y la voz de este ha de residir oculta en algún rincón de esos planos. La única pista para guiarse serán las palabras que Glawogger iba anotando en su cuaderno de viaje, y que acompañan, aleatoriamente, a su articulación final. El film se presenta, de este modo, como una película sobre una película, o sobre la posibilidad o la idea de una película, o una película que lo es a pesar de no querer serlo.

Untitled

El secreto de Untitled, como el de todo el cine de Glawogger, se encuentra en la encrucijada entre la moral y la belleza. Él mismo citaba a Platón para explicar que la “belleza es el resplandor de la verdad” y, por lo tanto, la gratificación estética de la miseria no debería considerarse como un desliz culpable, sino como una revelación o un alumbramiento de esa verdad. Cuando Glawogger, en Whore’s glory (2011), hacía posar a las prostitutas ante su cámara, mirando directamente al objetivo, al espectador-voyeur al otro lado, no pretendía convertirlas en un objeto muerto ni en una provocación, sino arrastrarnos a esa suspensión de seguridades morales que debe anidar en la auténtica obra de arte.

La moral resulta siempre más engañosa que la intuición. En aquella película, como en Megacities (1998) o en Workingman’s death (2005), la contemplación de sus imágenes aparecía encubierta por la existencia superficial de un tema de fondo, de una excusa capaz de armonizar los destinos de vagabundos, proletarios, prostitutas, niños y otros seres marginales del planeta. La imposición de un motivo social y, aparentemente, comprometido hacía sentir al público menos culpable que satisfecho, reconocido por su comparecencia en la sala, por su papel como voyeur voluntario del dolor y la desventura de los personajes. Pero en Untitled no se ofrece agarradero alguno, excusa alguna al alcance de su público. Las imágenes se presentan descontextualizadas, sin indicadores de su procedencia ni de su significado, muy próximas a la idea de contemplación pura y trascendente buscada por Werner Herzog en sus grandes obras.

Normalmente suponemos como espectadores que nuestra mirada estará más preparada cuanto más revestida de ideas, de ideologías, de conocimientos y prejuicios a la hora de ver un film. Las historias de Workingman’s death se completaban con la historia de los movimientos obreros, de las circunstancias sociales y políticas de cada país. En Whore’s glory, nuestro natural rechazo a la trata de blancas nos impedía ser neutrales al interpretar sus imágenes. Sin embargo, en Untitled, con frecuencia no sabemos de qué país se trata, dónde suceden los hechos o quiénes son sus protagonistas. Su pie de página, como su título, resulta irrelevante. No importa en ella nada más que lo físico, lo visible a través de la cámara, la mirada pura y materialista sobre el planeta.

Frente a la obra póstuma de Michael Glawogger, ni las ideas ni las ideologías ni los conocimientos ni los prejuicios resultan útiles a la hora de valorar o de juzgar sus imágenes. Es posible hacerlo, pero sería erróneo. Todo aquello que nos suele ayudar a ver es, precisamente, lo que a la postre nos impide hacerlo. Las ideas y las estructuras sirven, en el fondo, para protegernos, para ordenar y posicionar la información que nos llega del mundo. Nos otorgan una distancia o una red para tratar con ellas. Y el estrecimiento que nos produce Untitled, como Megacities o Workingman’s death o Whore’s glory, constituye un producto exclusivo de los sentidos, definitivamente al margen de aquellas circunstancias, tan profundas como superfluas, que las rodean.

Untitled Glawogger

Untitled observa al ser humano con ojos de naturalista o de explorador, con la misma fascinación de Percy Fawcett en la reciente Z. La ciudad perdida (The lost city of Z, 2017) de James Gray. Puede seguir a un burro en camioneta por una carretera desierta como deslizarse, a la carrera, por los mercados más inhóspitos de Sierra Leona. Contempla, sin tomar parte, la competencia de humanos y cabras salvajes en basureros del norte de África y luego recoge, con la máxima delicadeza, el luto de un padre y un hijo entre los vanos de una casa en ruinas, reducida al ladrillo después del conflicto bélico en los Balcanes.

Decía Werner Herzog que “la civilización es como una fina capa de hielo sobre un profundo océano de caos y oscuridad”. Las imágenes de Untitled navegan sin rumbo por ese océano que descubre un mundo todavía irreductible, donde los humanos viven de formas primitivas, donde se comportan de forma desesperada, como animales, o incluso habitan directamente entre ellos. La civilización es una burbuja en un vasto desierto, y a veces ni siquiera eso. Si puede parecer bárbara una paliza multitudinaria a un chico desprotegido y tirado en el suelo, sin duda más bárbaro sería contemplarla en una sala de cine, con aire acondicionado y cómodos asientos, tras haber pagado una entrada por ello.

Habría un final estupendo para Untitled en su última media hora. Willi nos presenta las casas y las vidas de Harper, en la costa atlántica de Liberia, mientras Glawogger, a través de sus escritos, lo señala como el lugar ideal para esconderse, para huir del mundo y que nadie le volviera a encontrar. En efecto, detrás de sus calles rotas, sus edificios fracturados y sus miradas de sorpresa ante la cámara, las imágenes consiguen reflejar una cierta ternura y confianza, como si hubiéramos llegado al destino del trayecto, en el último cabo del África Occidental. Un largo plano en silencio adelanta la aparición de los créditos. Pero estos no se producen.

Como si quisiera jugar con nuestras expectativas, Monika Willi —montadora de Michael Haneke— nos acerca a un desenlace y luego prosigue la película retomando los escenarios recorridos con anterioridad. La película rechaza el bienestar que nos podría proporcionar la ficción, aunque fuera tan breve y remota como aquellas palabras. Porque Glawogger no está escondido en Harper: simplemente no está. Y el misterio de Untitled radica en su total ausencia de misterio. En los cuerpos musculados que chocan y se embisten unos a otros durante los ejercicios de lucha. En las llamas que reducen a cenizas, en unos minutos, una explanada boscosa. En el ojo convexo de un pescado sobre un mostrador. En ese viento desatado que arrastra los desperdicios, los animales o incluso a las personas sobre el desierto en el que comenzó el film. Simple flujo de imágenes sobre pupilas aleatorias, simple discurrir de percepciones sin tema, sin fronteras, sin propósito ni dirección.

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