¿Cómo era Churchill como pintor?

¿Cómo era Churchill como pintor?

Faceta artística

El que fue primer ministro británico encontró en los pinceles una receta perfecta contra el estrés. En los mercados se lo ha cotizado generosamente

Winston Churchill pintando en Miami Beach, Florida, poco después de la Segunda Guerra Mundial.

Winston Churchill pintando en Miami Beach, Florida, poco después de la Segunda Guerra Mundial.

Bettmann/Getty Images

La prestigiosa casa de subastas Sotheby’s de Londres vendió en 2014 una de sus obras por la suma de un millón ochocientas mil libras esterlinas, dos millones de euros al cambio. Que los cuadros de un pintor alcancen estas cifras de mercado tras su desaparición es relativamente usual, pero es menos habitual que el autor no muriera pasando dificultades y, por descontado, que en vida fuera célebre por una actividad muy distinta. El cuadro al que nos referimos fue ejecutado por la mano de Winston Churchill, estadista y primer ministro del Reino Unido.

La pasión de Churchill por la pintura es mucho menos conocida que su devoción por la escritura. Según sus biógrafos, así como esta última fluía de su pluma de modo natural, casi como una prolongación de su pensamiento, el arte del óleo y el pincel siempre fue para él un desafío, además de un refugio durante los peores baches de su carrera. “La pintura acudió en mi rescate en los momentos más difíciles”, dejó escrito en un breve ensayo de 1920, titulado Painting as a Pastime.

Uno de esos momentos fue, sin duda, el que le hizo empuñar los pinceles por primera vez. Sucedió cuando el político ya contaba cuarenta años: Churchill acababa de recibir un duro revés tras la desastrosa campaña de los Dardanelos durante la Primera Guerra Mundial, en especial, después de que ordenara el ataque de Galípoli, con catastróficas consecuencias. Tanto fue así que fue degradado del cargo de Primer Lord del Almirantazgo en mayo de 1915. La depresión y la ansiedad hicieron acto de presencia. Sin embargo, halló en la pintura un inesperado antídoto contra ellas.

Parece que la sugerencia de que tomara un lienzo y se pusiera a pintar fue de su cuñada, lady Gwendoline Bertie, que era artista. Admirador de los impresionistas –a los que imitó más o menos al principio, para derivar hacia un estilo más abstracto hacia el final de su vida–, Churchill recibió los consejos y el apoyo de los pintores Walter Richard Sickert y William Nicholson, que formaban parte de su círculo de amigos. No obstante, la mayor parte de las veces hacía caso omiso de sus lecciones. En este sentido, es famosa la cita que se le atribuye: “Siempre estoy listo para aprender, aunque no siempre me gusta que me enseñen”.

Churchill alrededor de 1920, ante su caballete.

Churchill alrededor de 1920, ante su caballete.

Print Collector/Getty Images

El caso es que el estadista se tomó tan en serio su nueva afición que en 1921 incluso llegó a mandar varias de sus obras a una exposición en la Galería Druet de París, aunque bajo el seudónimo de Charles Winter. Años más tarde hizo lo mismo con la London Royal Academy of Arts, convertido esta vez en David Winter. Pero la institución descubrió quién se escondía tras aquel alias y lo nombró Académico Honorario, llegando a organizar una muestra de su obra en solitario el año 1958.

A todo color

Prolífico como pocos, teniendo en cuenta sus obligaciones de Estado a lo largo de los años, llegó a pintar más de quinientos cuadros, todos llenos de colores extremos, deslumbrantes hasta lo imposible. “Me regocijo con los tonos brillantes y me lamento sinceramente de los pobres marrones”, comenta en Painting as a Pastime. El uso y abuso de los colores intensos podrían explicarse por la necesidad de usar la pintura como método para levantar su estado de ánimo, la famosa depresión a la que hemos hecho referencia y a la que él llamaba, con la familiaridad de un camarada inevitable, “el perro negro”.

En cambio, la culpa de su predilección por los trazos poderosos se atribuye a sir John Lavery, otro pintor amigo de la familia que lo sorprendió ante un lienzo en blanco durante una visita, al principio de su aventura con los óleos y las trementinas.

Churchill se encontraba en el jardín de su casa de campo en Kent, conocida como Chartwell, ya que siempre prefería pintar paisajes al aire libre. Al llegar Lavery y verlo indeciso, le arrebató el pincel y lanzó intensos brochazos sobre la tela. Winston tomó nota e hizo de la pincelada feroz la marca de la casa. La residencia de Chartwell, gestionada hoy en día por el National Trust, está abierta a los visitantes, que disfrutan con la cantidad de obras que decoran su estudio de pintor.

A la sobrina de Churchill, Clarissa Eden, esposa del que también fuera primer ministro inglés Anthony Eden, le encantaba curiosear en el estudio de su tío, personaje al que consideraba fascinante, pero también “un terrible pintor, sin ningún sentido de la belleza”. Según Eden, condesa de Avon, “sus pinturas eran encantadoras, pero él no era un esteta”. Estas declaraciones las hizo en 2019, con ocasión de la venta del último cuadro que pintó Churchill antes de su muerte. Se trataba de El estanque de peces de colores de Chartwell, que el político retirado regaló a su guardaespaldas.

La subasta del cuadro –que en esta ocasión se adjudicó por 400.000 €– reabrió el debate sobre si el político era realmente un buen artista o si sus obras simplemente eran valoradas por la relevancia de su figura. Frances Christie, responsable del departamento de arte moderno de Sotheby’s, zanjó el debate destacando la elegancia y la abstracción demostradas en esa obra tardía.

El estudio de Winston Churchill en Chartwell.

El estudio de Winston Churchill en Chartwell.

Brian Seed/Getty Images

Y apuntaba otro tema interesante: en su opinión, la pintura era el antídoto que necesitaba Churchill para soportar la vida pública, pero detrás de la parte práctica se escondía una elevada sensibilidad, de la cual son testigos las notas que dejó sobre cómo buscar el equilibrio entre elementos y colores al afrontar una composición.

A su parecer, en muchos aspectos, su forma de afrontar la pintura se parecía mucho a la manera que tenía de planear una ofensiva. Y no iba desencaminada, puesto que él mismo comparó en alguna ocasión el papel de un general ante el combate con el del artista frente a la obra que va a empezar. Tampoco faltan cronistas que afirman que la pintura ayudó a Churchill a ser más observador: de ahí que, durante la batalla de Inglaterra en 1940, quisiera ir personalmente hasta el frente. Ver los detalles por sí mismo le ayudaba a tomar mejores decisiones.

Vacaciones en Marrakech

Por regla general, Winston Churchill pintaba cuando estaba de vacaciones o en momentos de derrota política –muchas veces, las primeras eran consecuencia de la segunda–, como demuestra la cantidad de obras realizadas durante su estancia de tres semanas en Italia en 1945, donde se tomó un descanso después de perder las elecciones. Sin embargo, existe una sola obra que ejecutó en plena Segunda Guerra Mundial, en circunstancias muy especiales.

En 1943, los aliados se reunieron en Casablanca para planear la estrategia que los llevaría a derrotar a la Alemania nazi. Al término de la conferencia, Churchill insistió a Roosevelt para que lo acompañara a Marrakech, ya que para él era impensable que el norteamericano dejara Marruecos sin conocer la ciudad. En una precipitada excursión de dos días, el presidente estadounidense se dejó arrastrar hasta Villa Taylor, propiedad de una familia neoyorquina junto al jardín Majorelle, que se convertiría en museo de la mano del diseñador Yves Saint Laurent.

Un par de hombres tuvieron que llevar en brazos a Roosevelt (con una parálisis parcial a causa de la polio) hasta lo alto de la torre de la villa para que contemplara la puesta de sol sobre los montes Atlas. La experiencia le encantó, y Churchill quiso dejar constancia de aquel momento pintando más tarde un cuadro que reproducía aquella vista para regalárselo.

Parece ser que otro presidente de Estados Unidos, Dwight D. Eisenhower, al conocer la historia, empezó a interesarse por la pintura con las mismas finalidades terapéuticas que Churchill, hasta el punto de ordenar que se construyera un estudio para practicar su nuevo hobby en la Casa Blanca.

Winston Churchill en 1959 pintando en Marrakech.

Winston Churchill en 1959 pintando en Marrakech.

Daily Express/Hulton Archive/Getty Images

El episodio de Churchill con Roosevelt en Marrakech puede parecer una excentricidad, pero lo es menos cuando se sabe que su idilio con la ciudad había empezado mucho antes, en 1935, durante otra de las “vacaciones” del que fuera primer ministro de Gran Bretaña en dos ocasiones. En este caso, el motivo de desánimo que lo impulsó a viajar fue la negativa de Stanley Baldwin a darle un puesto en su gabinete. La venganza llegaría años más tarde: Churchill atribuyó a la actitud conciliadora de Baldwin con Hitler el hecho de que los alemanes creyeran que Gran Bretaña no reaccionaría si la atacaban.

Tras su primera visita, el estadista adoptó la costumbre de tomarse un tiempo cada invierno en Marrakech, si bien también frecuentó, pincel en ristre, Egipto, Italia y el sur de Francia. Todo eso antes de que, al final de su vida, volviera a los conocidos paisajes de Kent y Chartwell, lo que, a decir de sus parientes, equivalió a un verdadero exilio interior.

Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 624 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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