El adiós al Flaco Osvaldo Monta: Historias del Bar que fue un ícono de Villa María - El Regional

El adiós al Flaco Osvaldo Monta: Historias del Bar que fue un ícono de Villa María

Escribe: Miguel Andreis

He perdido la noción del tiempo, aunque la imagen me aparece nítida, verlo a Osvaldo transitando sin apuro las calles de la villa en su inolvidable Cinzia, aquella bicicleta que fue desapareciendo como si el tiempo la hubiese deglutido.

Tal vez nunca exista una escultura con su rostro, tal vez ninguna calle. Y la nuevas generaciones y no tan nuevas desconozcan a esta personalidad de hablar lento, cauteloso en el manejo de las palabras y dueño de una sensibilidad que escapaba de los moldes que la sociedad tenemos. Familia campesina que llegó a la ciudad a ganarse la vida como tantos gringos que hicieron de la vida un culto al trabajo.

Tuve la oportunidad de conocerlo y de hacerle entrevistas. Habrá que señalar que allí, en ese bar de la calle Corrientes a pocos pasos del Bulevar España, transitaron un gran número de personajes y personalidades.

Era un tipo de enorme sentimiento y compromiso de lealtad casi sin límites. Pocos conocieron los muchos que pudieron sobrevivir gracias a su benevolencia sin confines.

Sería imposible nombrar a todos los parroquianos que llegaban a la “lechería” como con gran humor definían el refugio de cascoteados y necesitados de oídos atentos a los dolores y penurias ajenas.

Para escribir las siguientes vivencias, tanto para EL DIARIO como para EL REGIONAL (varías recopiladas en escritos de tapas duras- libros) cuya narración tienen más de 30 años, conté con la ayuda de concurrentes sin ausentes en el libro cotidiano: El gallego Miguel Villar; el Pupi Mir, Chano y Pelusa Guyón, Mario Negro Figueroa (Tupa) y, también del mismo Osvaldo, además, otros nombres que se fugaron de la remembranza, y a quienes les pido perdón por no ponerlos en tinta sobre el papel.

Por si alguien, con el pasar del tiempo, quiere reflotar los hechos de este señor de apellido Monta, que con su desandar de convicciones inventó un Bar, donde los duendes en su mayoría de bolsillos a dieta, vaya curiosidad, tuvieron por años una destartalada parrilla a fuego limpio, viva de brasas, lista para arrojarle unas tiras de falda a la hora que fuese.

Vaya estas letras en memoria y reconocimiento a una ciudad y un punto que se fue. Que lo llevó el tiempo.  

(Las historias que aquí compartimos fueron reales, puede que la ficción también tenga un pequeño espacio, pero que los hechos existieron, existieron)

Adiós DON OSVALDO MONTA… usted se merece la mayúscula.

El legendario Bar Monta, “subsede de Alumni”

El antiguo y popular bar Monta fue, para muchas generaciones, catedral de la amistad. Allí como un ritual de la gastronomía cotidiana, el fuego permaneció encendido por años, siempre con algún costillar o falda dorándose sobre la parrilla.

Lugar de mostradores gastados y sillas silbonas, de seres que como en un imaginario diván desparramaban sus «rechifles» o alegrías. Personajes de todos los estratos sociales igualaban diferencias entre vinos, cuentos, «sándwiches» de milanesa (cargados de mostaza), esponjosas pizzas con moscato o silencios compartidos. Mística de una vida sin ansiolíticos.

Nadie se atrevería jamás a dejar que una pena aguara el vaso del amigo. Allí juntaban sol con sol entre cantores y guitarreros. Jugosas tiras asadas y tintos de dudosa calidad.  Escenario donde el infarto tenía la entrada prohibida y la úlcera un mal que sólo atacaba a los hombres dependientes de los despertadores…

El lugar había sido propiedad de don Carlos “Bimbo” Boero, quien tenía allí un pensionado para los trabajadores del antiguo Mercado Colón. El bar fue inaugurado por la familia Monta en el año 1947, quienes habían llegado desde la localidad de Cintra, quedando al poco tiempo, como único dueño, Osvaldo Monta.

No hubo jugador de Alumni que no lo haya frecuentado, ya que más allá de la calidez y amistad que lo identificaba, eran las pizzas de masa alta, bien condimentadas y las milanesas con mostaza, cortadas finas o gruesas, de cuyo exquisito e incomparable gusto se lo daba el “Lechuza” Damiani, quien junto a Andrés Córdoba fueron los primeros empleados, con una capacidad de trabajo increíble, unas doce horas por día, nunca querían sus francos.

En 1948 comenzó a trabajar y vivir en el mismo lugar “El Uruguayo”, un personaje con innumerables e incontables anécdotas. Fue Antonio Achiprette quien durante casi 40 años atendió el mostrador y las mesas. En buenas épocas el bar de la calle Mendoza llegó a vender 15 cajones de vino y 215 milanesas por día.

Mesas y cuadros

Adelante, la infaltable mesa de pool y en la trastienda el consabido refugio de los habitúes y en las paredes cuadros colgados, como haciendo equilibrio, entre los que fueron y ya no son, el Alumni del flaco González, de Zayas, del “Ratón” y el “Campana” Martínez, del “Pelusa” Guyón y de Gustavo Ballas campeón del mundo.

Otros cuadros, infaltables, los de los caballos de trote, la otra pasión de Osvaldo, y allí, en una repisa el cuadro de fútbol del mismo bar, integrado en su mayoría por jugadores del “Fortín”.    

Después de un asado, en el patio del bar, la guitarra no faltaba.

Ese lugar, para muchos el segundo hogar (para otros el primero), transformaba la realidad en sueños y a los sueños en realidad, siempre con la lealtad como principio básico, donde dicen que el fuego del asador estuvo prendido durante años, siempre había una tirita de costillas o falda. Monta jamás anotaba lo que del patio llevaban, después preguntaba ¿Cuánto me deben, muchachos? Ese era el nivel de confianza que existía.

Velatorio en el bar

Si de anécdotas se trata, entre muchas, rescatamos dos;  aquella ocurrida una calurosa noche de verano, cuando, a eso de la una de la madrugada estacionó frente a la “lechería” (nombre con que era conocido el bar) una ambulancia de una conocida casa funeraria cordobesa, cuyo chofer, gordito, venía con mucha sed, pues no dejó posar el vaso con vino que, a su pedido, le habían servido, se lo tomó de un solo trago, al que le siguieron otros blancos seco; unos muchachos, curiosos e intrigados, que estaban en una mesa cercana, comenzaron a interrogarlo, el hombre no le escabulló a la charla, contestando a una pregunta ¿Qué llevás en el furgón? – Fiambres, contestó el chofer. ¡Qué bien, traé uno así hacemos una picada!  – No, fiambres para comer no… llevo muertos y arriba tengo uno en viaje a Rosario…

A todo esto, una multitud rodeaba al cordobés, que ya había tomado confianza…y varios vinos, momento en que a alguien se le ocurrió decirle “Bajalo, así lo velamos un ratito en el privado” – No, ustedes están locos – Dale, media hora nomás…

Siguió la conversación, entre milanesas picadas con savora, mayonesa y, por supuesto, bien regado… – Gordo, no te hagas el duro, bajalo…- Está bien, pero un ratito nomás…

Y se armó un velatorio, nomás…

Billetes en la guitarra

Muchos serían los nombres de los asiduos concurrentes que se gestaron un espacio en el recuerdo de aquellos que los fueron sucediendo. Entre ellos suelen rememorar al «doctor» López, de oficio, verdulero ambulante. Este morocho se ganaba la vida vendiendo frutas o verduras canasta en mano y apisonando timbres de la mañana hasta que la luna asomaba su panza.

Por las noches se enfundaba en el gastado traje con chaleco, corbata al tono y partía hacia lo Monta. Locuaz como pocos y manejador de un propio e intrincado vocabulario donde muchas de las palabras- que ignoraba su significado- no hilaban con la frase «pero no importa» –solía decir-, circunstancia que lo llevó a que le pusieran el apelativo de ‘Doctor’.

Así es como un viernes de noche empachada de estrellas y concurrencia masiva, llega hasta el lugar traído vaya a saber por quién, un porteño cincuentón, de finos bigotes, peinado a la gomina, prominente vientre, saco cruzado y zapatos blancos, portando en su mano el estuche (forrado en tela floreada) de una cuidada guitarra con una calcomanía del Zorzal.

“Me parezco a Adolfo Berón…”

A los minutos, el recién llegado, explicaba en voz alta frente a un atento auditorio, que en el manejo de la «viola» su estilo era muy similar (y tal vez más pulido), según propias palabras, que el famoso por entonces Adolfo Berón. Ya pasada la medianoche y mientras las brasas daban calor a varias tiras de maruchas, el musiquero comenzó a desgranar todo su repertorio.

A la finalización de cada tema, el «Doctor» López pedía un alto, se acercaba con un bollito en la mano y lo introducía entre las cuerdas, hecho que el músico agradecía efusivamente levantándose de la silla e inclinando la cabeza. Otro tema otro bollito, ya nadie ignoraba (por color y forma) que se trataba de billetes de $10 (el vino costaba $1).

Más de uno de los presentes sabiendo que el verdulero, padre de 9 hijos (con dos madres, ambas a su cargo), debía «pataconear» todo el día la calle para ganarse el mango, comenzaron a sentirse incómodos con la bondad de éste.

Era tanto el esmero del payador que los dedos se transformaban en diez brasas sangrantes. Casi que sólo tocaba para el «Doctor». Los otros no ponían ni una chirola. En cada final y acto de introducir el bollito se escuchaba con arrabalera tonada «seee leee agradeceee doctorrr”. No menos de cincuenta billetes ya descansaban en el vientre de la bordona.

Guitarreros de otros tiempos. Las imágenes de Molina Campos no faltaban en ningún bar o boliche.

Un capital…

A cada instante disimuladamente el intérprete observaba entre las cuerdas cómo crecía el montículo. Todos miraban sin entender qué pasaba, menos aun conociendo que el «bondadoso», no era, lo que se dice, un tipo mano suelta.

La carne estaba a punto y el asador llama a picar algo. Se hacía necesaria la pausa. El payador come con la guitarra puesta entre las piernas y la mesa “¡no vayaaaa a seeeerrrr que me la afaneennn!” – decía para sus adentros, mientras elucubraba un elegante argumento para el retiro-. A cada rato miraba que no se fugara ningún bollito. Nada mejor para la digestión, vociferaron el «Pupi» y el «Gallego», que un par de buenas milongas.

El músico no se hizo rogar. Repitió el repertorio y el mismo ritual donde el Doctor continuaba arrimando entre cuerda y cuerda sus bollitos de $10. El visitante guitarrero, temiendo un «asalto» y consciente de que no sólo había salvado la noche sino también el mes, se pone de pie, y excusa mediante, anuncia su forzosa «deserción» de la reunión, no sin antes oprimir en un fuerte y vehemente abrazo al dadivoso verdulero, y haciendo gala de un llamativo uso de la «ortodoxia» lingüística discursea.

-Grrrracias amigoooo, su desprendimiento y bondad me llevan a estar infinitamente reconocido por esta noche que seguramente nunca olvidaré…

El «Doctor» reflexivo y simpáticamente le responde…

-Hasta la  próxima, el reconocimiento de todos,  por regarnos con su talento  y los agradecidos somos nosotros. Más aún, tengo la certeza que jamás, pero jamás, olvidará esta noche…

Apenas el «guitarrista» cruzó la puerta, un aluvión de reproches cayeron sobre el «filántropo» Doctor:

– ¡Inconsciente, tu familia no tiene qué morfar y vos toda la noche poniéndole guita a ese salame! ¡Vergüenza debería darte, haciéndote el rico y sos un flor de seco. ¡Negro agrandado!…

– ¡No te entiendo Doctor, pusiste toda la noche como si la guita no te costara ganarla!…

Ahí se hizo un silencio, que solo se rompió cuando el verdulero volvió a tomar la palabra luego de masticar el décimo noveno tinto.

-Efectivamente amigos, esa guita no me costó nada. Eran billetes que repartían hoy unos pibes por el barrio. Son de la publicidad de «Casa Amarilla» que de un lado tienen la imagen de San Martín y del otro las ofertas de la semana. Yo sólo los doblé para que las ofertas no se vieran.

Las risas se escucharon a varias cuadras…

A la mañana siguiente un gordo enfurecido, con los ojos fuera de órbita, la panza escapando del saco y grumos de gomina sobre el desacomodado jopo, ingresó al bar Monta gritando…

– ¡Por favoooorrrrr, que alguien me diga dónde lo puedo encontrar a ese hijo de puta del «Doctor» López, ¡dónde, que quiero matarlo, lo mato, juro que lo mato donde lo encuentre!…

-Nadie respondió una sola palabra.

El guitarrero salió sin saludar ni mirar. Un puñado de bollitos de billetes de propaganda de Casa Amarilla quedó sobre el mostrador.

En la «villa» nunca más volvieron a ver al musiquero, más aún, alguien comentó que el «Gordo» juró no tocar jamás en su vida nuevamente la guitarra… ni aún, ni aún para la propia familia.

Desfile de personajes

Son muchos los personajes que por allí pasaron, entre otros, algunos que ya no están: Carlos Ludueña, los Villar (uno, el “Correntino”, el otro el “Gallego”), Montoya, Pepito, Cota Cane, Cabral, Trejo, Venturi,  “Pupi” Mir, Juárez, Figueroa, Esper, Luján, Benítez, Gastaldi, Bassi, Catena, Vay, Argüello, Naino, los hermanos Martínez, Ardobino, Cortéz, Melano, Sansinanea, “Tatú”, Gardiol, Rutiz, Carella, Torra, los hermanos Oyera, Tisera, Guyón, Amicci, París, Botigliero, “doctor” López, Andino, Peralta, Palacios, Jiménez, Fornarese, “Chelo”, Piovano, Contreras, Fernández, Zárate, Trento, Scarpone, Abacca, Villegas,  Navata, Gómez, Monges, Pacheco y Jara.           

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