“Sigamos rodando”: 40 años de la catastrófica decisión que mató a dos niños y al actor principal de un rodaje en Hollywood | ICON | EL PAÍS
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“Sigamos rodando”: 40 años de la catastrófica decisión que mató a dos niños y al actor principal de un rodaje en Hollywood

La película ‘En los límites de la realidad’ se estrenó hace cuatro décadas con un director procesado por homicidio por la negligencia que ocasionó uno de los peores accidentes de la historia del cine

Relatives of Renee Shinn Chen, who died at the age of 6 during the filming of 'Twilight Zone'
Familiares de Renee Shinn Chen, muerta a los 6 años en el rodaje de 'En los límites de la realidad', asisten a su funeral en Glendale (California) a finales de julio de 1982.Bettmann (Getty)

El día de su estreno en Estados Unidos, el 24 de junio de 1983, En los límites de la realidad: La película (Twilight Zone: The Movie) recibió críticas inmisericordes. Vincent Canby la describió en The New York Times como “un gigante flácido y sin cerebro”. Colin Greenland dejó escrito en la revista Imagine que le parecía “un esfuerzo fallido, del todo indigno de los cuatro grandes maestros del cine fantástico moderno [Steven Spielberg, John Landis, Joe Dante y George Miller] que han trabajado en ella”.

Dave Kehr, de The Chicago Reader, salvó de la quema uno de los cuatro segmentos, el dirigido por el australiano Miller, y afirmó que los otros tres resultaban de una mediocridad “tan palmaria como inesperada si atendemos al currículo de sus autores”. De entre los críticos ilustres, Roger Ebert, de The Chicago Sun-Times, fue tal vez el que se mostró más magnánimo, aunque no se abstuvo de dedicarle a la producción de Warner Bros un elogio envenenado: “Arranca despacio, está a punto de descarrilar en la segunda curva y, solo a partir de la tercera, recupera el aliento y se propulsa hacia la meta”. Y eso que, en un pacto tácito atribuible a lo mucho que se había hablado ya del tema en los meses anteriores, la mayoría de las críticas optaron por no mencionar siquiera el detalle que convertía a la película en un producto francamente antipático: la falta de rigor y profesionalidad de sus responsables había causado tres víctimas mortales.

La cinta aterrizó en España cuatro meses después, en octubre, hace ahora casi 40 años. Por entonces, su (pésima) fama la precedía, pero eso no le impidió reunir en nuestro país a alrededor de medio millón de espectadores y recaudar el equivalente a algo más de 750.000 euros. Atendiendo a sus cifras globales, una de las películas con peor reputación de la década de los ochenta fue también un negocio redondo: costó 10 millones de dólares y recaudó en los cines cerca de 43. Como ocurriría más adelante con otras producciones cinematográficas teñidas de sangre (El cuervo, Top Gun, Jumper), las muertes accidentales acabaron resultando una tan eficaz como involuntaria campaña de marketing.

Idea nefasta, ejecución calamitosa

Werner Herzog dijo en cierta ocasión que las películas son un deporte de alto riesgo, y que si no se producen más víctimas mortales durante los rodajes es porque “los dioses del cine protegen a sus insensatos feligreses”. Herzog se refería tanto a sus propios rodajes (no se pierdan, en Fitzcarraldo, la escena del barco a vapor de 320 toneladas que se desliza pendiente abajo desde la cima de una colina mientras centenares de extras se alejan despavoridos) como a los de su buen amigo Francis Ford Coppola (ahí está Apocalypse Now, un alarde de funambulismo y megalomanía tan desproporcionado que casi resulta un milagro que el único cadáver en su armario fuese el de un búfalo de agua). Pero ni siquiera ellos concibieron una escena tan arriesgada y tan mal calibrada y ejecutada como la que costó la vida al actor Vic Morrow y a dos niños de origen vietnamita en el segmento de En los límites de la realidad dirigido por John Landis.

Vic Morrow, en un instante de 'En los límites de la realidad: La película'.
Vic Morrow, en un instante de 'En los límites de la realidad: La película'.WARNER BROS.

El atentado contra el sentido común se perpetró el 23 de julio de 1982 alrededor de las 2:30 de la madrugada en el rancho Indian Dunes, un popular escenario de rodajes en exteriores situado en el municipio de Valencia, a pocos kilómetros de Los Ángeles. La escena ni siquiera estaba prevista en el guion inicial, fue un añadido de última hora con el que John Landis se propuso “humanizar” al protagonista de Time Out, la primera de las cuatro historias en que se divide la película. En ella, Bill Connor, el tipo amargado y prejuicioso al que interpretaba Morrow, se ultrajaba porque un compañero de trabajo judío conseguía un ascenso que él creía merecer. Un par de inopinados viajes por el tiempo, con destino a la Alemania ocupada por los nazis durante la II Guerra Mundial o a la Alabama en que el Ku Klux Klan linchaba a ciudadanos afroamericanos en la década de los cincuenta, hacían que el hombre se replantease por fin el alto grado de toxicidad de sus convicciones racistas.

En la escena que iba a cerrar el segmento, un final alternativo sugerido por uno de los productores, Connor decidía rescatar a dos huérfanos vietnamitas cuya aldea estaba siendo bombardeada por helicópteros estadounidenses. Tal y como explica Robert Weintraub en Slate, a Landis le seducía sobre todo el aspecto “técnico” de esa nueva escena final. Se trataba de filmar “explosiones grandiosas”, dignas, sí, de Apocalypse Now y su sentido de la epopeya contemporánea.

El cineasta y su equipo incurrieron en una casi inverosímil cadena de imprudencias. Para empezar, contrataron a dos actores infantiles, Myca Dinh Le y Renee Shin-Yi Chen, de siete y seis años, pese a que las leyes de California prohibían expresamente el empleo de mano de obra infantil en horario nocturno y, en cualquier caso, la contratación de menores exigía siempre un permiso especial que ni siquiera fue solicitado. Todo se resolvió con un apresurado acuerdo con Peter Wei-Te Chen, tío de Renee, que ejerció de representante improvisado de las familias y aceptó en su nombre un pago bajo cuerda y en metálico, sin contrato ni seguro de ningún tipo.

El trato lo cerró, de manera un tanto apresurada, uno de los productores asociados, George Folsey Jr., que ni siquiera informó a los encargados del casting o a la brigada de bomberos presente en el set de rodaje. Landis quería rodar su escena y quería hacerlo de prisa, sin trámites farragosos que en el fondo consideraba innecesarios. Después de todo, los niños iban a aparecer apenas unos segundos en pantalla.

Una explosión descontrolada y un inoportuno ataque de pánico

Para simular el bombardeo de la aldea se hizo uso de un helicóptero militar Bell UH-1 Iroquois. Lo pilotó un veterano de la fuerza aérea que había combatido en Vietnam, un tal Dorcey Wingo. Wingo, que trabajaba por vez primera en una película, participó en la prueba de pirotecnia que se realizó poco antes del rodaje de la escena y tuvo la sensación de que el helicóptero se sacudía de manera “anormal” durante las explosiones. Sin embargo, aconsejado por un compañero del departamento de efectos visuales, que le dijo que Landis, un director con reputación de déspota, estaba de un pésimo humor y le despediría sin dudarlo si formulaba la más mínima objeción, el veterano optó por callarse.

En cuanto las cámaras empezaron a rodar, según explican Stephen Farber y Marc Green en su libro Outrageous Conduct (Conducta inaceptable), una crónica pormenorizada del accidente, las llamas provocadas por la explosión “se elevaron muy por encima de lo previsto hasta rodear casi por completo el helicóptero”. Wingo sufrió un ataque de pánico. El cámara que filmaba desde el helicóptero, Randall Robinson, aseguró que recibieron instrucciones contradictorias. Mientras el asistente de producción les recomendaba que se alejasen de allí lo antes posible, Landis les seguía ordenando que descendiesen un poco más. El director añadió, según testimonio de otro de los cámaras, una frase francamente desafortunada pero que al parecer no pretendía ser tomada en serio: “La toma está quedando genial, pero a este paso vamos a perder el helicóptero”.

El juez Roger W Boren (centro) y la fiscal del distrito de Los Ángeles, Lea D'Agostino, encargados de juzgar las muertes en el rodaje de 'En los límites de la realidad', observan cómo los bomberos recrean el recorrido del helicóptero en febrero de 1987.
El juez Roger W Boren (centro) y la fiscal del distrito de Los Ángeles, Lea D'Agostino, encargados de juzgar las muertes en el rodaje de 'En los límites de la realidad', observan cómo los bomberos recrean el recorrido del helicóptero en febrero de 1987.Bob Riha Jr (Getty Images)

Cada vez más abrumado por la situación, el piloto, en vez de seguir el protocolo previsto y ganar algo de altura para zafarse de las llamas, intentó una imprecisa maniobra lateral que le hizo perder el control del aparato y precipitarse sobre el río que Morrow y los niños estaban cruzando en aquel preciso instante. La pequeña Renée fue aplastada por el impacto. Myca y Vic Morrow, neoyorquino de 53 años con una sólida carrera en la televisión y el cine, murieron decapitados por las aspas del helicóptero. Farber y Green explican en el libro que, tras la caída del helicóptero, se produjeron unos instantes de “espeluznado silencio”, seguidos a continuación por los gritos de la madre de Renee, que acababa de abrirse paso hacia el cadáver de su hija. Morrow nunca llegó a pronunciar el único par de frases previsto en la escena: “Yo os salvaré, niños, no os preocupéis. Os juro por Dios que nadie va a haceros daño”.

El desastre que cambió las reglas del juego

La investigación oficial sobre el accidente no se cerró hasta octubre de 1984. Por entonces, pese a la prensa negativa y la hostilidad de gran parte de la crítica especializada, la película había cosechado ya un éxito considerable. Los expertos concluyeron que la tragedia se había debido tanto a la excesiva potencia de las explosiones como al vuelo rasante del helicóptero. Es decir, que parecía más atribuible a un grave problema de planificación que a errores humanos puntuales.

Landis, Folsey, Wingo y otras dos personas, uno de los managers de producción y el experto en explosivos, fueron acusados de homicidio involuntario, pero fueron declarados inocentes tras un juicio de muy alto perfil mediático que se celebró entre abril de 1986 y febrero de 1987. Landis se convirtió en diana preferente tanto de la prensa sensacionalista que le reprochaba su aparente frialdad y arrogancia, como de la fiscal del distrito, Lea D’Agostino, que llegó a referirse a él como un “asesino de guante blanco”.

Folsey, descrito inicialmente por la prensa como una víctima de la falta de sensatez de Landis, acabó ganándose la animadversión general con afirmaciones tan controvertidas como esta: “Morrow podría haber evitado la tragedia si hubiese seguido mis instrucciones. Le dije una y otra vez que, sobre todo, no perdiese nunca de vista el helicóptero”. Sí prosperó la demanda civil contra la productora de las familias de las víctimas, que se saldó con indemnizaciones millonarias por comportamiento imprudente y violación de las leyes laborales.

Según afirma Tayler Golsen, redactor de Far Out Magazine, la única consecuencia positiva de semejante desastre fue que En los límites de la realidad transformó Hollywood: obligó a las productoras a ”prestar mucha más atención a los protocolos de seguridad en escenas de alto riesgo, que hasta entonces eran bastante laxos”, y puso coto a la autoindulgencia irresponsable de directores narcisistas como John Landis, acostumbrados a compartirse como tiranos caprichosos en sus reinos de taifas. Landis, nacido en Chicago en 1950 y triunfador precoz desde que la comedia universitaria Desmadre a la americana (1978) le puso en el candelero, venía de disparar su crédito hasta el delirio con éxitos sucesivos como Granujas a todo ritmo (1980), Un hombre lobo americano en Londres (1981) o Entre pillos anda el juego (1983). Pronto firmaría también El príncipe de Zamunda (1988), una de las comedias más taquilleras de los ochenta. Durante el juicio, tal vez por recomendación de sus abogados, Landis se condujo con una educada suficiencia que le hizo parecer insensible al sufrimiento causado.

En 1996, en una entrevista con The Financial Times, el director incurrió por fin en algo parecido al acto de contrición que sus detractores le venían pidiendo desde hacía más de 20 años: “No hay nada ni remotamente positivo en toda esta historia. Fue una enorme tragedia en la que no he dejado de pensar desde entonces ni un solo día de mi vida. Me sigue atormentando y ha tenido un profundo impacto en mi carrera del que posiblemente ya no me recuperaré nunca”.

Más contundente aún resulta la valoración de Steven Spielberg, que considera, según contó a su biógrafo, Joseph McBride, que el accidente fue la peor experiencia profesional de su carrera y la razón por la que decidió romper su amistad con Landis, al que ve como responsable del desastre: “Ninguna película vale la vida de un ser humano. Por suerte, hoy en día, los profesionales de la industria son mucho más conscientes de que pueden (y deben) plantarse cuando productores o directores les exigen demasiado”.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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