El último tango en París | Crítica | Película | Cine Divergente

El último tango en París

La confesión del vampiro Por Aarón Rodríguez

I know it'll kill me when it's over
I don't wanna think about it, I want you to love me now
John Legend, Love me now

01.

Mi relación con el cine de Bertolucci siempre ha basculado entre la autobiografía descarnada y el rechazo frontal. A veces me molestaba violentamente, otras veces notaba que se había situado en un ángulo incómodo del pulmón, ese que siempre tiembla en los momentos de amor y de despedida. Hasta ahora, hasta esta misma tarde, no había caído en la cuenta de que en casi todos los grandes amores de mi vida había aparecido Bertolucci de una u otra manera.

¿Por qué decidimos volver a ver, en un momento concreto, ciertas películas? ¿Qué nos arrastra hasta ellas? ¿Por qué ahora mismo, en un momento cualquiera, decido someterme a El último tango en París? Sin duda, porque hay algo en la trastienda de lo vivido que me empuja de nuevo a ella, ya no desde la necesidad cinéfila de cubrir todas las carencias –ese sueño fálico imposible de ver todo el cine del mundo, todo el cine rodado, imaginado, disponible-, sino una suerte de latido sordo, ronco, que emerge del pecho y rasga las costillas. Si todavía creyera en el psicoanálisis lo llamaría algo así como un llamado del inconsciente. Pero las cosas son, en ocasiones, más sencillas. Ahora, simple y llanamente, ya puedo ocupar el lugar de Paul (Marlon Brando). La vida y sus heridas me han preparado para ello.

02.

La película comienza con el que quizá es el movimiento de cámara más perfecto de toda la filmografía de Bertolucci – y, quiero decirlo, creo que Bertolucci nunca ha movido la cámara mejor que en El último tango en París.

El último tango a París

La cámara se desploma, literalmente, contra Brando. Hay una diagonal mayor, ascendente, que guía la mirada, pero el movimiento interno de plano la desafía y se arroja en dirección fanática contra el rostro del actor. La cinta es clara y dice desde el primer momento quién y cómo llevará el peso: Paul es el centro y, además, un hombre que maldice. Un hombre que no puede soportar el ruido de los trenes que recorren París, que no puede soportar, en general, el ruido del mundo que le rodea.

El último tango a París

Tres planos A/B/A, esto es, Brando/Tren/Brando, para colapsar ese mundo imposible lleno de ruido, París al atardecer en el que el cadáver –todavía no lo sabemos- de la esposa del protagonista está siendo románticamente despedazado en la sala de autopsias. Años más tarde, NWR mostrará el dulcísimo amor diferido entre un cadáver y una mujer presta a la muerte, pero esa es otra historia.

Brando aprieta las manos contra sus sienes.

Brando camina en silencio y, a su espalda, fuera de foco, aparece la mujer.

El fuera de foco que es, necesariamente, la primera posición fantasmática del deseo en el cine. La otra, ya se sabe, es el fuera de campo. Pero, por el momento, miremos el encuadre. En primer término, el hombre despeinado, el abrigo medio abierto, el gesto de desolación. A su espalda, la sugerencia de un cuerpo, que es la sugerencia de la juventud, que es la sugerencia del amor.

Que es la sugerencia de la muerte.

03.

En España, gracias a la censura franquista, estábamos tan obsesionados con ver un coño en la pantalla que no nos dimos cuenta de la brutal, demoledora, insoportable apuesta filosófica de El último tango en París. Hemos realizado tantos chistes a propósito de la escena de la mantequilla que se nos ha olvidado mirar la propia escena, mirar la propia película.

El problema es que Bertolucci, aquí, está desbordándolo todo, cada plano, está obligando a que todo se desplome. Por supuesto, la película tiene los viejos tics ideológicos de la modernidad –el insoportable, pueril, bochornoso juego metacinematográfico de Léaud y toda esa terrible pleitesía implícita a los vicios godardianos. De acuerdo, amputémolos del visionado. Olvidémonos por un momento de Perpignan y de la memoria cinéfila de nuestros mayores. Olvidemos incluso esos planos feísimos y forzados que muestran la genitalidad de la Schneider casi obligatoriamente.

Lo que interesa, lo que quema, es la mirada de Brando. Si no se construye desde ahí el visionado, nada se mantiene. Incluso podríamos estar en una peligrosa apología de la violencia machista. Pero no.

Lo que me interesa de El último tango en París es el gesto del vampiro.

El vampiro está envuelto en las sombras, parapetado en esa casa oscura que es como una mansión gótica, sexual, evidente, casi infantil. El picadero. Pero cuidado: un picadero que no admite los rostros ni los pasados. El vampiro ronronea y se contorsiona, grita, se hace el macho dominante, insulta, paladea el cuerpo de la Schneider. El vampiro se enrosca sobre ella.

Pero estoy, como es habitual, corriendo demasiado.

04.

No se ama el cuerpo amado. Lo he dicho muchas veces, pero casi nunca se entiende lo que quiero proponer. El cine lo muestra mejor que nada. No vamos a la sala a ver el pubis de la Schneider, sino el pubis de la mujer que no quiso mostrarse, la que permaneció velada, la que únicamente es recuerdo. El cuerpo amado no es el que se ama, sino un cuerpo sustitutorio siempre, un cuerpo/paréntesis, el cuerpo insatisfacción. Lo dejó escrito Chandler por algún lado –cito de memorieta-: después del primer beso, lo único que queda es desnudar a la mujer y, después, la nada.

De ahí que el primer polvo de El último tango en París tenga a ambos cuerpos con la ropa pegada a la piel, dos cuerpos que todavía se arrastran porque pueden ser cualquier cuerpo, pero sobre todo, quizá, el cuerpo amado que nunca se ama.

El último tango en París plantea el gran sueño narrativo del sexo (no del amor). Encontrarse con otro al que penetrar y que penetre que –cuidado- no tenga nombre ni pasado. Que no sea sino aullido, sino gruñido, únicamente cuerpo. De ahí esa hermosísima escena en la que Brando y la Schneider inventan sus identidades al margen del lenguaje.

Cuidemos la idea: si no hay nombre, si no hay cuerpo, si no hay pasado, entonces tampoco hay excusas para dar o recibir demasiado. Se congela el tiempo. Cuando aparecen los nombres es, propiamente, cuando aparece el tiempo, y fíjense, si hay tiempo, entonces realmente se puede decir de algo que es lo último. Un último tango. Es decir, un tiempo que traiciona porque en el momento en el que besamos la primera vez estamos, prefigurando, de alguna manera, la última vez que besamos a esa misma persona.

Qué tremenda tristeza. Cada beso es el clavo de un ataúd porque en cada beso se encarna el tiempo. Qué tremenda tristeza.

05.

Y sin embargo.

Y sin embargo, decía, la sonrisa, la mirada, la presencia misma del vampiro. Una mirada, que por cierto, en El último tango en París no es esta:

No es la mirada del cine, del objetivo, no es el gesto imbécil de Léaud que tanto hacíamos en la tardoadolescencia de “encuadrar” con el pulgar y el índice de ambas manos, como si pudiéramos, supiéramos, quisiéramos recortar algo del mundo. Léaud finge que quiere rodar a la mujer

La mirada del vampiro es otra. Es más bien, la siguiente:

El último tango a París

La necesidad de volver a ver El último tango en París me atravesó cuando me descubrí, punto por punto, compartiendo la precisión de esta mirada con Brando. El vampiro, por definición, no se nutre tanto de la sangre de su víctima como de su tiempo. Acumula en su interior la experiencia y el cansancio de todo lo vivido, pero necesita de la juventud, de la inocencia, del estado primaveral del cuerpo deseado. Al poseerlo, al adueñarse (ya sea en el lenguaje o en el sexo) de aquello otro más joven, y por ello mismo más verdadero, más poético, más imprevisible, el vampiro se coloca a sí mismo en la posición ficcional (pero necesaria) de engañar a la muerte.

¿Y se han parado a pensar lo que detiene a un vampiro? El retrato de un hombre muerto en la cruz. El retrato de alguien que todavía no ha resucitado, y que en su gesto de tormento, funciona como espejo para la propia mortalidad del vampiro.

Y por otro lado, ¿qué es lo que encuentra la nínfula en el vampiro?

La promesa quizá de un cierto saber, pero también la promesa de encontrar algo, alguien, una palabra que vaya más allá del tiempo. “He recorrido océanos de tiempo”, la escritura es literal y portentosa en el mito vampírico. Bertolucci, quizá sin saberlo, tradujo con maestría la perfección del mito y lo elevó a una universalidad dolorosísima.

El hecho de que ante semejante lección de sabiduría la peña se quedara con la maldita escena de la mantequilla únicamente demuestra, por enésima vez, que el ser humano está enfermo de una profunda estupidez paralizante en lo referente a su capacidad para mirarse a sí mismo y para reflexionar sobre su propia mirada.

06.

El vampiro, por supuesto, muere. Y lo hace, como mandan los cánones, en una ventana, en un balcón, y con las primeras luces del día.

Lo que mata a Brando es el disparo de la pistola fálica del padre de la nínfula, la pistola de la guerra de Argelia que es, ay, la prueba histórica de que ella le había contado la verdad. Lo que, en este contexto, resulta intolerable. Qué cosa más horrible la verdad en lo que se refiere al sexo, qué cosa tan terrible la historia personal, como si realmente tuviéramos que hacernos cargo de una autobiografía para dejarnos hacer polvo por el torbellino de la pasión.

Fíjense que la cita era “He recorrido océanos de tiempo” y no “He recorrido océanos de Historia”.

La Historia, la infancia, el pequeño escozor autobiográfico, eso mejor que se quede en el diván del terapeuta de turno. El vampiro quiere la inocencia del tiempo todavía no vivido, un tiempo ya agotado en su propio devenir, el vampiro quiere todo aquello que la nínfula no sabe que perderá en cinco, seis, tres años. Qué cabrón el tiempo, que nos obliga a seguir vivos cuando ya ha terminado la gran celebración de la inocencia y lo único que nos queda entre los dientes es ceniza. Qué cabrón Bertolucci, que terminó la película con esa especie de testimonio, mentira impostada, falsa cantinela que la nínfula se repite para darse un sentido más allá de la espiral del deseo.

Queda, más acá, la sinfonía de la piel y el encadenamiento de la mujer tan deseada. En la mirada, eso sí. En ese segundo en el que, sin que lo sospeches, sin que veas cómo cambio tu dulcísimo dolor por un puñado de palabras agotadas y oxidadas, consigo mirarte con el mismo gesto con el que miro, en definitiva, los fotogramas de las películas que más amo.

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Comentarios sobre este artículo

  1. César Faux dice:

    Gracias Aarón, la acabo de ver por segunda vez y salí en busca de ayuda para interpretarla, seguro de que había algo más que mantequilla. Gracias a ti la película cobró para mí la dimensión que buscaba.

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