En The Silence of the Lambs, el FBI busca a «Buffalo Bill», un asesino en serie que mata a sus víctimas, todas adolescentes, después de prepararlas minuciosamente y arrancarles la piel. Para poder atraparlo recurren a Clarice Starling, una brillante licenciada universitaria, experta en conductas psicópatas, que aspira a formar parte del FBI. Siguiendo las instrucciones de su jefe, Jack Crawford, Clarice visita la cárcel de alta seguridad donde el gobierno mantiene encerrado al Dr. Hannibal Lecter, antiguo psicoanalista y asesino, dotado de una inteligencia superior a la normal. Su misión será intentar sacarle información sobre los patrones de conducta del asesino que están buscando.

Mejor Película, Director, Actor, Actriz y Guión Adaptado en los Premios Oscar 1991
Oso de Plata al Mejor Director en el Festival de Berlín 1991
Mejor Actor y Mejor Actriz en los Premios BAFTA 1991
Mejor Actriz en los Premios Globos de Oro 1991

  • IMDb Rating: 8,6
  • RottenTomatoes: 95%

Película / Subtítulo (Calidad 1080p)

 

Lo primero que uno nota son las miradas. En ninguna película se mira como en The Silence of the Lambs. En ninguna película te miran como en The Silence of the Lambs. Uno no ve lo que sucede. Es parte activa: testigo, detective, asesino, víctima. No hay forma de escapar. Se trata de un juego que hay que jugar desde adentro, poniendo el cuerpo, la inteligencia y la atención. Mirando y siendo mirado. Respondiendo a los ataques y a la presión. Sobreviviendo, si se puede, hasta el final.

Fallecido hace casi cuatro años, acaso sin el reconocimiento que merecía, Jonathan Demme no filmaba como cualquiera. En muchas de sus películas –pero especialmente en esta adaptación de la segunda novela de la serie sobre Hannibal Lecter que escribió Thomas Harris–, el realizador de “Casada con la mafia” optaba por forzar al máximo una de las reglas fundamentales del lenguaje cinematográfico que, si bien es algo técnica para explicar acá sin usar gráficos, se puede resumir del siguiente modo. En general, cuando dos personas dialogan entre sí la cámara se sitúa como un tercer personaje –una mosca, un observador fantasma, alguien que está y no está ahí— y sus miradas la ignoran, la pasan de largo. Los vemos mirarse desde afuera. Demme rompe, de algún modo, con la llamada “cuarta pared”: cuando los personajes se miran entre sí lo hacen mirando a cámara, al espectador. Y si a eso se le suma su hábito de acercar la cámara hasta conseguir primeros planos muy cerrados, la sensación que genera en el espectador es la de tener un par de ojos encima, incomodándolo permanentemente.

En The Silence of the Lambs ese uso extremo e insistente del plano subjetivo, del ángulo de 180 grados entre posiciones de cámara, sumado a la cercanía de la cámara, no son casuales ni caprichosos. Desde que abandona su entrenamiento solitario en un boscoso campo de ejercicio en las afueras de Quantico, Virginia, para entrar al edificio del FBI, Clarice Starling (Jodie Foster) es observada, seguida por penetrantes ojos que la miran (nos miran) con una mezcla de curiosidad, extrañeza y lascivia. No es (no era) común tener mujeres detectives en esa fuerza –véanla sino sola y pequeña rodeada de tipos en el ascensor– y los ojos de lo que parece ser todo el personal de la institución la siguen. Su jefe Jack Crawford (Scott Glenn), al darle la tarea de tratar de sacarle información a un tal Hannibal “El Cannibal” respecto a otro asesino, hace lo mismo. El Dr. Chilton (Anthony Heald), al explicarle las reglas y abrirle las puertas para llegar al preso en cuestión, repite el esquema pero de manera aún más agresiva. Y luego, claro, está Lecter (Anthony Hopkins), que la escudriña con sus ojos azules tratando de leerla y de extraer quirúrgicamente su historia. Es devastador. Humillante. Violento.

Largas discusiones teóricas se han tenido, y aún se tienen, respecto de la llamada “mirada masculina” en el cine (por acá pueden leer una síntesis sobre el tema) y en The Silence of the Lambs Demme trata de escaparle a ese inevitable punto de vista basado en el género al invertir los términos de la ecuación. Starling/Foster es la que mira y lo que el espectador advierte –el masculino, especialmente hace treinta años, quizás hasta con sorpresa— es cómo ella es vista por los hombres. Y no, no es una sensación amable ni cómoda. Lo interesante del procedimiento aplicado a la trama del film es que esa mirada tiene distintas cargas e intenciones y esas van cambiando mientras la historia avanza.

Crawford empezará mirándola con cierta condescendencia –es una aprendiz a la que usa porque cree que Lecter se soltará más si habla con una mujer bonita—pero luego cambiará esa mirada por una de respeto y hasta de admiración por su trabajo. Chilton la mirará primero con pura lascivia –la invita a salir a los dos minutos de conocerla—y luego de su rechazo será con odio y desprecio. Y Lecter, a su modo, pasará de verla como alguien que no está a la altura de lidiar con una mente brillante como la suya para luego reconocer su inteligencia y convertirse en una suerte de incómodo aliado y desconcertante partenaire.

Esta fascinante e inclasificable película (al día de hoy es imposible ponerse de acuerdo sobre si es un thriller, un film de terror, un policial, una película de suspenso, un drama psicológico o si es todo eso junto) que se llevó los cinco principales premios Oscar de la cosecha 1991 resalta –quizás hoy aún más que entonces– como un relato feminista, uno que pone en el centro de la trama los esfuerzos de una mujer por ser escuchada, tomada en cuenta y respetada por subordinados, pares y jefes. Y que, a falta de eso, decide tomar ella misma las decisiones y accionar, demostrando ser más sagaz que sus colegas masculinos. Starling, una joven perseguida por ciertos traumas del pasado, no es ni del sexo ni de la clase social “correcta” para crecer en los rangos especializados del FBI. Y su vida es una constante pelea por hacerse un lugar allí superando todos los obstáculos (vean la primera escena del film) que le ponen en el camino. No es casual que hoy la cadena CBS esté produciendo una serie sobre ese personaje que se llamará “Clarice”.

Es cierto que el gancho de The Silence of the Lambs sigue siendo, para la mayoría, la figura de Lecter. Y la fascinación que generó este personaje ya mítico –un refinado e inteligente caníbal, una suerte de vampiro moderno—impulsó toda una industria de novelas, secuelas y hasta una inquietante serie televisiva. Pero Hannibal es una excepción, una creación excéntrica y a la vez precisa que lleva la película a coquetear con el mito del Mal puro, alguien que pone toda esa violencia acumulada (la que dejan entrever las miradas) en el territorio de la fantasía, un ángel de la muerte que decide lo que quiere en ese batalla por el poder, por la supervivencia. Pero el drama es el de Clarice, el arco dramático y narrativo de la película pasa por su necesidad de “hacer callar a los corderos”, por vencer tanto sus miedos como la presión de las miradas de los otros. Ella es Caperucita Roja, la protagonista de esta versión feminista de esa aterradora fábula. El lobo, en todas sus otras versiones (el que la observa, el que la interroga y el que se la intenta comer), son los otros.

Es por eso que hoy sigue resultando un tanto raro el “conflicto” generado por el personaje de Buffalo Bill (Ted Levine), el asesino serial al que Starling intenta detener con la ayuda de Lecter. (Nota: si no vieron la película, lo que sigue puede ser considerado “spoiler”) Se trata de un hombre que asesina chicas y las despelleja con el siniestro plan de hacerse una “piel de mujer”. ¿Es un personaje transexual o simplemente un freak enajenado que se odia a sí mismo y que opta por un traje femenino como forma de escape? ¿La película, al mostrarlo como un violento y peligroso asesino, puede considerarse transfóbica o simplemente utiliza el tropo de “el lobo disfrazado de abuelita”? El propio Lecter lo niega en la trama (“Bill no es transexual”, dice) y Demme ha repetido esta postura en decenas de entrevistas, ya que la película se volvió de entrada un objeto repudiado por algunos sectores del colectivo LGBT. Pero no logró convencer a sus críticos. O no a todos.

Es una discusión que quizás nunca será del todo zanjada (lxs que se sientan ofendidos por esa caracterización tendrán todo el derecho a hacerlo), pero es cierto que es difícil acusar a alguien como Demme –quizás uno de los cineastas de Hollywood más radicalmente progresistas, a tal punto que en la última frase de los créditos de sus películas se lee, en portugués, “la lucha continúa”, que era el slogan del Frente de Liberación de Mozambique— de miradas o posturas retrógradas sobre cualquier tema. Y menos aún en una película fuertemente feminista comoThe Silence of the Lambs. Pero cualquiera que esté al tanto de los controvertidos comentarios de J.K. Rowling al respecto sabrá que se puede ser ambas cosas a la vez.

De todos modos, reducir la brillantez de la película de Demme a una discusión sobre ese tema es perder de vista la extraordinaria y puramente cinematográfica manera en la que el realizador disecciona los temas del film –y del género al que pertenece–, sacándolos en la medida de lo posible de la habitual verbalización para hacerlos centrales a la propia puesta en escena. No son muchas las películas –al menos dentro del circuito comercial— que logran transformar a su propia selección de planos y encuadres en la prueba empírica de las hipótesis que presentan. En El silencio de los inocentes el secreto no está en el hecho de que todos los hombres, cuando se cruzan con Clarice, miran directamente a cámara. Sino en que ella no lo hace. Clarice mira un poco más atrás, un poco más allá, escapándole ligeramente a esa intromisión. Es ella la observada, la “codiciada”, la de diversas maneras violentada. Y es ella la que, al protagonizar su propia historia, logra con los hechos devolver la mirada. (Diego Lerer – LaAgenda.BuenosAires.gob.ar)