Héctor López Martínez

En una austera habitación del Hotel Central, ubicado en la calle Palacio, a las nueve de la noche del sábado 5 de diciembre de 1903, un masivo infarto cardíaco puso fin a la trashumante y muy valiosa existencia del poeta romántico, periodista, diplomático, educador y traductor José Arnaldo Márquez García, nacido en esta capital el 12 de enero de 1832. Ricardo Palma relata que fue uno de los integrantes de la “bohemia estudiantil”, egresada de San Carlos, en la que además del renombrado tradicionista estaban Manuel Adolfo García, Numa Pompilio Llona, Clemente Althaus, Luis Benjamín Cisneros, Carlos Augusto Salaverry, Enrique Alvarado, José Antonio de Lavalle, entre otros inteligentes jóvenes que se adhirieron entusiastamente a la corriente literaria romántica cuyo gonfalonero fue el poeta español Fernando Velarde (1823 – 1881), quien por ese tiempo dirigía un colegio en Lima.

Resulta muy difícil seguir el periplo vital de una persona de carácter singularmente inquieto como Arnaldo Márquez. En 1848 publicó su primer poema en El Comercio y, en 1850, ante el estupor de muchos, dirigió una carta abierta al presidente de la República, general Ramón Castilla, que también apareció en estas páginas, reclamando, circunspecta pero enérgicamente, por qué no se le enviaba al extranjero con una beca como a otros jóvenes capitalinos que, al igual que él, habían dado cumplida muestra de vivo talento y amplios conocimientos académicos.

Márquez ingresó a la Marina de Guerra donde recibió el despacho de oficial tercero en 1851 y estuvo embarcado en los buques Caupolicán y Sachaca. Fue secretario del jefe del Estado, general José Rufino Echenique. Al ser derrocado este, se dio inicio a su carrera diplomática. Será cónsul en Veracruz, San Francisco, América Central y Nueva York, donde fue uno de los encargados de la polémica compra de los monitores norteamericanos que serían bautizados con los nombres de Manco Cápac y Atahualpa.

De todos estos lugares y de muchos otros enviaba frecuentes e interesantísimas crónicas a El Comercio. Eran muy variadas, y de igual manera podía tratar estupendamente sobre nuevos métodos pedagógicos, como de crítica teatral o literaria. Personalmente siempre me intrigó su mala relación con otro importante hombre de letras peruano, desaparecido prematuramente, Manuel Nicolás Corpancho, quien se desempeñó notablemente como ministro plenipotenciario del Perú en México ante el gobierno de Benito Juárez en los dramáticos días en que luchaba contra las poderosas fuerzas francesas que habían instalado en el trono al emperador Maximiliano. Márquez era nuestro cónsul en Veracruz y si bien es cierto que las comunicaciones entre el puerto y la capital eran difíciles y peligrosas, no he podido encontrar en las colecciones de documentos publicadas ningún intercambio de despachos entre ambos.

José Arnaldo Márquez fundó y colaboró en diversas publicaciones en nuestro país y en el extranjero. Nunca dejó de estar vinculado a El Comercio, donde en el añoso local de la calle de la Rifa tuvo un pequeño departamento. Por otra parte, era cordial amigo de Manuel Amunátegui y de José Antonio Miró Quesada. A pedido de la Real Academia de la Lengua Española, Márquez tradujo del inglés al castellano gran número de obras de Shakespeare, mereciendo el elogio de Ramón Menéndez y Pelayo. Al enjuiciar la obra de Márquez, el filólogo y crítico literario español Julio Cejador y Frauca, escribió: “Muy inteligente y culto y de espíritu selecto, pero de natural excéntrico y por temperamento bohemio. Su poesía científica a menudo por los asuntos que trata, tiende a ser filosófica por la fuerza del pensamiento; el estilo de extraño vigor y densidad; fácil la palabra, recio el ritmo”.

A fines de 1860 Márquez comenzó los trabajos de un invento que consumió su dinero y devoró su vida. Se trataba de una máquina parecida a la que sería el linotipo. En este empeño no lo ayudaron ni su forma anárquica de trabajo ni su falta de sentido práctico. Enfermo, sin dinero, malvivía en Buenos Aires. El gobierno de Eduardo López de Romaña lo repatrió. Aquí fue acogido por José Antonio Miró Quesada encargándole trabajos que no le fatigaran, “porque su fiereza no le habría permitido aceptar, de nadie, auxilio al que no creyera tener el más perfecto derecho”. Pudo así pagar su alimento y el cuarto de hotel donde falleció. Pocos, muy pocos amigos, casi todos colegas de El Comercio, acompañaron sus restos hasta el Cementerio General.

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