Ni unos eran demócratas ni los otros fascistas

Ni unos eran demócratas ni los otros fascistas
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Nuestros memorialistas de pa i fonteta y demás indocumentados que les siguen la corriente continúan, 90 años después, aferrándose al mito antifascista que puso en boga en los años treinta del siglo pasado la Internacional Comunista a las órdenes de Josif Stalin. El mito asegura que la Guerra Civil española (1936-1939) fue el primer teatro de operaciones bélicas en el que se dirimió una lucha ideológica sin cuartel entre el fascismo y la democracia antifascista, incluyendo en esta última a los comunistas a las órdenes de Moscú. Esta es la versión oficial del estalinismo, la que ha quedado en la memoria colectiva de la izquierda en general, una lucha legendaria reforzada más si cabe tras la derrota del III Reich en 1945 que fue posible gracias a la alianza entre las democracias occidentales y la Unión Soviética de Stalin.

El hecho de que Stalin y las democracias occidentales lograran detener a Hitler y Mussolini ha contribuido a blanquear los horrendos crímenes que cometió la URSS en los años treinta, antes incluso de llamar a la lucha internacional contra el fascismo. El mito antifascista se activó a raíz del incendio del Reichstag en 1933, el pretexto que aprovechó Hitler para aplastar al poderosísimo partido comunista alemán. La decisiva contribución de los comunistas a la victoria en la II Guerra Mundial contribuiría a dotar de una pátina democrática al régimen totalitario de Stalin, pátina que por supuesto sólo estaba en las calenturientas mentes de la izquierda occidental, prosoviética hasta entrados los años años setenta.

Aunque la propaganda de la Internacional Comunista martilleara sin descanso que en España se estaba dirimiendo un combate de ideas entre el fascismo (el Mal) y el antifascismo (el Bien), la Historia desmiente esta maniquea visión hegeliana de transportar dicho enconamiento ideológico al terreno de los hechos. La realidad siempre resulta muchísimo más rica, compleja, incoherente y contradictoria que el simplismo del mundo de las ideas o los entes de razón como son las ideologías, meros rudimentos intelectuales al servicio de políticos sin escrúpulos.

La sublevación de 1936 fue una revuelta de una parte sustancial del ejército, apoyada por la Iglesia Católica, los terratenientes, los monárquicos y todo lo que en aquel entonces podía catalogarse de fuerzas tradicionalistas. Lo propiamente «fascista» del bando nacional era la minoritaria Falange de José Antonio Primo de Rivera y su programa social, pero esta izquierda del franquismo fue pronto desactivada (e instrumentalizada) por el propio dictador, convirtiéndose en una fuerza de orden del propio régimen y, pese a toda la parafernalia simbólica hasta 1945, muy alejada de los principios de su fundador. Tampoco Franco, un militar tradicional que había rendido importantes servicios a la II República y que hasta el asesinato de José Calvo Sotelo perpetrado pocos días antes del 18 de julio dudaba si sumarse o no al golpe militar que se estaba fraguando contra una II República incapaz de mantener el orden público y detener el terrorismo callejero, se ajusta al prototipo carismático y agitador de masas que encarnaban Mussolini o Hitler, más bien todo lo contrario. Desde este punto de vista, la Pasionaria o el socialista Largo Caballero se parecerían mucho más a il Duce o al Fürher que el tranquilo y poco estridente Francisco Franco.

Perdida la guerra contra el bando nacional salvo en Madrid, pero imbuidos todavía de la propaganda antifascista con la que les habían machacado a todas horas durante casi tres años, los barceloneses así se imaginaban las tropas de los vencedores a pocos días de su entrada triunfal por la Diagonal de la ciudad condal. «Habíamos supuesto que con las tropas de la otra Zona iba a entrar en Barcelona una muestra de la modernidad, fuese esta bajo etiqueta fascista. Habíamos supuesto que se presentarían tanques, camiones alemanes e italianos, soldados con uniformes no inferiores a los republicanos, el preludio publicitario de una nueva forma de orden y trabajo, después de tantos años de caos y de generosos, pero irrealizables, delirios» (Esteban Pinilla de las Heras).

La realidad resultó ser muy distinta de la imaginada. «Llegaron moros, burros, navarros y curas, un ejército de sotanas antediluvianas». La realidad, una vez más, destrozaba el mito de la modernidad fascista de los vencedores.

Otro tanto puede decirse del mito de una II República encarnando los valores democráticos y la legalidad, como farfullan las cacatúas memorialistas. Ningún rastro de democracia ni de legalidad quedó en la zona que había permanecido en manos de la II República tras el alzamiento militar del 18 de julio después de que José Giral entregara las armas a los sindicatos y milicias izquierdistas y pusiera en la calle a los presos comunes simpatizantes del Frente Popular. Su primer acto de desagravio contra el enemigo de clase será quemar iglesias y fusilar a sacerdotes. Tomadas las calles por los milicianos, la revolución social en manos de la CNT, UGT, PCE y PSOE está definitivamente en marcha.

El régimen republicano colapsó a las pocas horas de la sublevación militar para abrir la puerta a un proceso revolucionario. Si el gobierno republicano no se disolvió de golpe fue para ocultar al extranjero la realidad de la revolución en curso y dar una apariencia de normalidad y legalidad con el propósito de contar con el apoyo diplomático y tal vez armamentístico de las democracias extranjeras, algo que no consiguió. La realidad desmentía el mito de la democracia antifascista.

Francia e Inglaterra, conscientes de que la legalidad republicana que enarbolaba la propaganda de la Internacional Comunista era una pura fachada, declinaron apoyar a sus hermanos demócratas en España, que sólo contaron con el apoyo de la Unión Soviética de Stalin. A medida que avanzaba la contienda, curiosamente, el único elemento de contención de la revolución impulsada por la CNT, la UGT y el POUM fue el mismísimo Partido Comunista de España que, traicionando sus principios revolucionarios y aprovechándose de la baza de que Stalin era el único que les proporcionaba material bélico, se fue adueñando del gobierno, de la policía y del ejército republicano, quedando a las órdenes de la temible policía secreta de Moscú.

El objetivo de los comunistas era alargar una guerra que tenían perdida negándose a firmar la paz con los nacionales y así ganar tiempo para conformar un estado policial de partido único al estilo soviético. Al mismo tiempo, en otra prueba más de la falsedad del mito antifascista, que nos dibujan como monolítico y coherente en sus objetivos, la Unión Soviética estaba negociando en secreto un pacto de no agresión con la Alemania nazi, un pacto que terminaría desencadenando la II Guerra Mundial con la ocupación y el reparto de Polonia entre nacionalsocialistas y soviéticos.

La historiografía que desmonta el mito antifascista es sencillamente abrumadora. Ni siquiera los propios dirigentes republicanos se creían la mentira de estar gobernando una democracia donde imperara algo similar a la legalidad. Recientemente, el historiador mallorquín Manuel Aguilera publicaba por primera vez un espléndido trabajo de investigación que revelaba cómo en 1938 los nacionalistas vascos (PNV) y catalanes (ERC) abandonaron al Gobierno de la II República (o sea, su gobierno) a su suerte para pedir en secreto a los ingleses intervenir en España para que reconocieran su independencia y trocearan el país en cuatro partes (Cataluña, País Vasco, zona nacional, zona republicana). En su afán por persuadir a los ingleses, los nacionalistas vascos y catalanes tildaban de «extremista» al Gobierno del socialista Juan Negrín, manteniéndose en la equidistancia entre los dos regímenes en guerra. Se trata del enésimo ejemplo de cómo el mito antifascista de una II República demócrata y otra media España fascista no resiste el menor análisis de los hechos.

El velo de silencio y de mentira sobre la guerra española sigue nublando la mente de la izquierda política y mediática balear, tan deshonesta como ignorante. Que la realidad no nos estropee una buena causa, sobre todo si nos permite mirar por encima del hombro a los «herederos» de los nacional-católicos a quienes Lluís Apesteguia sigue buscando con renovadas esperanzas. Le deseamos la mejor de las suertes. La va a necesitar.

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