En la clasificación de los delirios, según consta en los antiguos tratados de psiquiatría, se describe una variante denominada “erotomanía”. Se trata de una certidumbre en el campo amoroso, incluso el prefijo eros remite al dios griego de la atracción amorosa y sexual. Cuando la idea delirante irrumpe, entonces una mujer llega a convencerse de que un personaje ilustre, por ejemplo, el rey de Inglaterra, está enamorado de ella. Lo distintivo es que la actitud de cortejo no está a la vista de todos. Una sumatoria de pequeños indicios en lo cotidiano son significados como mensajes especialmente dirigidos. Si en la calle ve pasar delante de sí un hombre que lleva un ramo de flores, entonces interpreta que es un signo inequívoco de su célebre enamorado y así sucesivamente.

En ocasiones el idilio amoroso cambia de signo y el amante se transforma en una figura persecutoria. Si en ese contexto la mujer se apersona en el palacio de Buckingham exigiendo las explicaciones del caso, la próxima parada será el hospital psiquiátrico. A comienzos del siglo pasado, el psiquiatra Gaëtan de Clérambault se abocó al estudio de las llamadas psicosis pasionales. En el afán de forzar la confesión del delirio, llegó a decir que a “semejantes enfermos no hay que interrogarlos, sino maniobrarlos y para eso el único medio es conmoverlos”.

Tras una entrevista con su paciente Lea Ana, muy reticente a hablar sobre su situación, Clérambault describe la estrategia: “Le sugerimos que tal vez su internación obedezca a causas que se le escapan (…) y que antes del fin de la sesión es preciso que nos entregue una memoria que transmitiremos al personaje que ella sabe. A este punto se pone radiante, aunque quiera aparentar incredulidad. Sale prometiendo entregarnos dentro de un cuarto de hora una carta destinada al Rey”. Palabras más, palabras menos, engaña a su paciente haciéndose pasar por un emisario de la figura enigmática. Dicho de otro modo, la impostura se hace método del alienista. Ahora bien, ¿qué justifica dicha estrategia en aquel entonces? Paradójicamente, Clérambault desconfía de sus pacientes: “Algunos erotómanos pueden ser de una mendacidad excepcional (…) pueden engañar fácilmente a magistrados o a médicos”. 

Un siglo más tarde, ¿qué puede extraerse de esta anécdota histórica? En primer lugar, hay más preocupación por un engaño supuesto -clásico fantasma neurótico de “no ser tomado por tonto”-, que por abrir una terapéutica posible en la lógica singular del caso. A su vez, la desconfianza y la prisa por concluir sobre el diagnóstico, obstruyen la posibilidad de instaurar un lazo transferencial, tan esencial en cualquier tratamiento cuya vía fundamental sea la palabra. En efecto, nada atenta más contra el lazo social que la desconfianza.

Más importante aún, en el dispositivo manicomial se escapa la dimensión del padecimiento subjetivo. El delirio no es una fabulación que busca engañar u obtener algún beneficio, sino la respuesta desesperada de un sujeto que ha sido acorralado por un mundo que le resulta cada vez más extraño y hostil. Se trata de un saber que se impone, una interpretación que dona un sentido a los fenómenos enigmáticos que irrumpen durante la crisis subjetiva.

Ya en el campo de las batallas discursivas, allí donde retorna lo que fue primeramente excluido, no es casualidad que la actual legislación en salud mental utilice el sintagma “persona con padecimiento mental”, en lugar de cualquier otra denominación.

(*)Psicoanalista, docente y escritor.