La República de Weimar
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La República de Weimar

El final de la cuestión alemana – retrospectiva de un largo camino hacia Occidente: 1919–1933 La República de Weimar.

Heinrich August Winkler, 17.09.2018
La República de Weimar
© picture alliance / akg

La continuidad entre el Imperio Alemán y la República de Weimar, tal como resultó de la caída de la monarquía en noviembre de 1918 y las elecciones a la Asamblea Nacional constituyente de enero de 1919, efectivamente fue considerable. En cierto modo la institución del monarca incluso perduró adoptando una nueva fisonomía: El cargo de Presidente del Reich (Imperio) estaba dotado de facultades y prerrogativas tan amplias que ya por entonces los contemporáneos hablaban de un “cuasi emperador”.

Tampoco desde el punto de vista moral se produjo una ruptura con el Imperio. No se debatió seriamente la cuestión de la culpabilidad bélica, aunque (o porque) las actas y documentos alemanes hablaban por sí mismos: tras el asesinato del heredero del trono austro-húngaro en Sarajevo el 28 de junio de 1914, la cúpula del Reich provocó una escalada de la crisis internacional y fue la principal responsable del estallido de la Primera Guerra Mundial. La consecuencia de la ausencia de un debate sobre la culpabilidad de la guerra fue el nacimiento de una leyenda sobre la inocencia alemana respecto a las causas de la guerra. Junto con la leyenda de la “puñalada por la espalda” (según la cual la derrota de Alemania se debió a la traición interna), ello contribuyó a socavar la legitimidad de la primera democracia alemana.

El Tratado de Paz de Versalles, que Alemania se vio obligada a firmar el 28 de junio de 1919, fue percibido como una clamorosa injusticia por la mayor parte de los alemanes. Este sentimiento se nutría de las cesiones territoriales, las cargas materiales en forma de reparaciones, la pérdida de las colonias y las restricciones militares, justificadas todas ellas con la culpabilidad del Imperio Alemán y sus aliados como causantes de la guerra. También se tenía por injusta la prohibición de que Austria se unificara con Alemania. Tras desaparecer, a raíz del hundimiento de la monarquía de los Habsburgo, el principal obstáculo para la materialización de la solución de la “gran Alemania”, los gobiernos revolucionarios de Berlín y Viena se habían pronunciado por la unión inmediata de ambas repúblicas germanófonas. La popularidad de esta demanda podían darla por descontada en ambos países.

Las prohibiciones de anexión contenidas en los Tratados de Paz de Versalles y Saint Germain no lograron evitar el repunte del pensamiento pangermánico, asociado a un renacimiento de la vieja idea del Reich: Precisamente porque había sido derrotada en el terreno militar y sufría las consecuencias de la derrota, Alemania era receptiva a las sugestiones que partían de un pasado nimbado de gloria. El Sacro Imperio Romano Germánico de la Edad Media no fue un Estado nacional sino un conglomerado supranacional con pretensión universal. A este legado se remitieron a partir de 1918 sobre todo las fuerzas de la derecha política, que atribuían a Alemania una nueva misión, a saber, la misión de erigirse en potencia ordenadora en Europa y abanderar la lucha contra la democracia occidental y el bolchevismo oriental.

Como democracia parlamentaria la República de Weimar solo existió durante once años. A finales de marzo de 1930 el último gobierno mayoritario, encabezado por el socialdemócrata Hermann Müller, se desmoronó por causa de una disputa en torno al saneamiento del seguro de desempleo. La “gran coalición” gobernante fue reemplazada por un gobierno burgués en minoría liderado por Heinrich Brüning, del Partido Alemán de Centro, que gobernó desde el verano de 1930 con ayuda de los decretos de emergencia del Presidente del Reich, el anciano mariscal de campo Paul von Hindenburg. En las elecciones al Reichstag del 14 de septiembre de 1930 los nacionalsocialistas (NSDAP) liderados por Adolf Hitler se convirtieron en el segundo partido más votado, a raíz de lo cual la socialdemocracia (SPD), que seguía siendo la primera fuerza política, optó por tolerar el gabinete Brüning, tratando así de evitar una mayor deriva derechista del Reich.

A partir de la implantación del sistema presidencialista de los decretos de emergencia el Reichstag tuvo menos peso en cuanto órgano legislativo que en la monarquía constitucional del Imperio. La desparlamentarización significó una neutralización generalizada del electorado y fue precisamente eso lo que proporcionó renovados impulsos a las fuerzas antiparlamentarias de derechas e izquierdas. Los más beneficiados fueron los nacionalsocialistas. Desde el momento en que los socialdemócratas apoyaron a Brüning, Hitler pudo presentar a su movimiento como la única alternativa popular a todas las manifestaciones del “marxismo”. A partir de ahí estuvo en disposición de apelar tanto al extendido resentimiento contra la democracia parlamentaria, la cual entre tanto efectivamente había fracasado, como al derecho de participación del pueblo, reconocido desde los tiempos de Bismarck en forma de sufragio universal e igual, cuya eficacia política anularon los tres gobiernos “presidencialistas” de principios de los años treinta (Brüning, Papen y Schleicher) que, al no contar con una mayoría propia en el Parlamento, dependían por entero de la confianza del Presidente del Reich. De este modo Hitler fue el principal beneficiario de la asincrónica democratización de Alemania, es decir, la temprana implantación del derecho de sufragio democrático y la tardía parlamentarización del sistema de gobierno.