Reina 1




Reportaje

Fue una reina de nuevo cuño. Victoria, de quien este 22 de enero se cumple el centenario de su muerte, llegó al trono en un momento en que la autoridad real estaba en crisis por doquier, y logró renovarla a todos los niveles sociales, consolidando el trono y convirtiéndose, en cierto modo, en una figura necesaria para la estabilidad del país.

Supo mantener un equilibrio casi perfecto en el papel constitucional de la corona inglesa, interviniendo al tiempo activamente en todas las decisiones que tomaban sus gobiernos, incluso en ocasiones en las que el primer ministro no estaba de acuerdo con esta actitud real.

Reportaje
Reportaje
A la izquierda. El mozo de cuadras, la princesa Christian -una de las hijas de la soberana-, John Brown y la reina Victoria en 1890, respectivamente. A la derecha, Victoria posa junto a su marido, el príncipe Alberto, alrededor de 1850.


Tuvo más sentido común que inteligencia en un momento en que eran muy precisas ambas cosas, y con eso le bastó. "Tiene el sentido común elevado al genio", dijo de ella Disraeli en una ocasión en que la reina le prohibió subir el impuesto que gravaba la cerveza, bebida popular por excelencia. Y mucho carácter. Y el valor de decir la verdad por encima de todo. Un rasgo muy importante de su mandato, que faltó en los reinados siguientes, fue su constante contacto directo con casi todas las cabezas coronadas de la Europa de entonces, amigos o parientes suyos, o ambas cosas, en su casi totalidad.

Reinó durante 63 años en una época en la que coincidieron en Inglaterra casi todos los signos de grandeza. Alejandrina Victoria, soberana del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda y Emperatriz de la India, era hija única de Eduardo, duque de Kent, cuarto hijo de Jorge III y de María Luisa de Sajonia Coburgo Gota, y nació en el palacio de Kensington el 24 de mayo de 1819. Un mes después, y en brazos del zar Alejandro I, que fue su padrino y le impuso el nombre de Alejandrina, la bautizó el arzobispo de Canterbury. Seis semanas más tarde se convertía en la primera reina europea que era vacunada.

Su padrino, el príncipe Leopoldo de Coburgo, que luego sería rey de los belgas, fue su primer tutor y decidió que la niña no debía saber que iba a ser reina, porque así se evitaba que se volviese vanidosa y dominante, y lo cierto es que no lo supo hasta los 12 años. Hasta el día en que subió al trono no durmió una sola noche fuera del cuarto de su madre ni pudo hablar a solas con ninguna persona mayor. Estudió caligrafía, latín, música e historia y nunca mostró el menor interés por las artes o la literatura. Su tío y antecesor en el trono, Guillermo IV, decía de ella que los marinos ingleses se tatuarían su nombre en el brazo y pensarían que se llamaba Victoria en honor a la nao capitana de Nelson.

Tenía 18 años cuando fueron a avisarla de que era reina, y al principio se dio su nombre como Alejandrina Victoria, pero al día siguiente se suprimió Alejandrina y quedó como Victoria a secas. Fue coronada el 28 de junio de 1838, y la coronación, que costó 70.000 libras esterlinas, fue la primera en la historia de Inglaterra de una reina popular y querida: la reina Ana era impopular; a la reina María, católica, la odiaban los protestantes; y a Isabel, protestante, la odiaban los católicos. Victoria, en cambio, no tenía enemigos y acudió medio millón de personas de las provincias inglesas a presenciar su coronación londinense. El embajador turco, Serim Effendi, estaba tan desconcertado que hubo que llevarle a su asiento medio a la fuerza, mientras él repetía: "Y todo esto por una mujer". Poco después de su proclamación, el Parlamento otorgó a la nueva reina una asignación de 385.000 libras anuales.

Al principio de su reinado su popularidad se resintió por varios escándalos de los que no era protagonista. Uno de ellos afectaba a una de sus damas de honor, de quien se dijo que había quedado embarazada, aunque luego resultó que se le había hinchado mucho el hígado. El puritanismo de aquella época era ya tremendo, e iba a crecer durante todo su reinado hasta el punto de que no se podía escribir la palabra "pierna" o atar juntos de pies y manos en una novela a un hombre y una mujer si no estaban casados.

Como el pueblo silbaba a su carroza por las calles, sus consejeros se inquietaron y decidieron que si se casaba crecería en popularidad. Se pensó en el príncipe Alberto de Sajonia Coburgo Gota, primo suyo, pero antes hubo que investigar si pertenecía a alguna secta que no aceptaba los sacramentos de la Iglesia de Inglaterra.

No fue posible darle categoría de príncipe real ante las cortes extranjeras, por oponerse a ello el Parlamento, y hubo de conformarse con la de príncipe consorte que le dio su mujer, válido sólo para territorio británico. La boda tuvo lugar el 10 de febrero de 1840, en el palacio de Saint James. La reina vestía exclusivamente prendas nacionales y hasta sus guantes eran de cabritilla inglesa, a pesar de que la francesa era mucho mejor.

Reportaje
Reportaje
A la izquierda. La reina victoria, en 1893, con parte de su familia. De pie, y de izquierda a derecha, su nuera alejandra de dinamarca, su hijo el prÍncipe de Gales (futuro Eduardo VII) y su hija mayor victoria con su marido Federico de prusia. En primer plano, otra de sus hijas, sus nietos Charlotte y Guillermo (de rodillas) y su consuegra la reina de prusia. A la derecha, la reina en el cuadro pintado por Franz Xaver Winterhalter.


El príncipe actuó desde el principio como su secretario particular, a pesar de que esto despertó suspicacias. Era muy eficaz, pero poco cuidadoso con su popularidad, algo peligroso en aquella Inglaterra xenófoba siendo él extranjero. Desde el principio puso gran cuidado en clasificar bien los papeles reales, y gracias a él se conserva hoy en el castillo de Windsor la colección completa de 600 volúmenes. Cuando Victoria tuvo su primer embarazo, el Parlamento le hizo regente único por si la reina moría antes de que su hijo cumpliese la mayoría de edad.

Esta precaución se tomó tras el atentado de un joven, Edward Oxford, que disparó dos tiros a su carroza abierta y las balas estuvieron a punto de alcanzar al príncipe Alberto. Al parecer, Oxford formaba parte de un grupo de conspiradores que se llamaba "Joven Inglaterra". Tras 40 años de encierro en un manicomio, fue enviado a Australia, donde trabajó como pintor de brocha gorda y contaba que se había fingido loco para salvarse de la cárcel.

Como consecuencia de este atentado, decía un dicho de la época: "hasta los perros ladraban: ¡Dios salve a la reina!". El buen trato que había recibido Oxford -40 años de manicomio, que entonces era peor que la cárcel- indujo a otros dos, que sí estaban locos, a atentar en 1842 contra su vida; y en 1850 un oficial a media paga la atacó a bastonazos, rompiéndole el sombrero: fue exiliado por siete años a Australia, pero no azotado. En 1869, un irlandés fue condenado a 18 meses de cárcel y a azotes por mostrar a la reina una pistola; ésta intervino conmutando la pena por exilio en Australia y pagándole ella el viaje de su bolsillo. En 1882 otro, que resultó estar loco, le disparó y fue encerrado en un manicomio.

Pero fue el descubrimiento de un muchacho debajo de una cama en el cuarto de los niños de Buckingham lo que permitió al príncipe introducir cambios radicales en palacio, donde había cuatro autoridades distintas y, en ocasiones, contradictorias: "Un ministerio compraba el combustible", dice una fuente de la época, "otro lo ponía en la chimenea, otro preparaba el fuego y otro lo encendía". El príncipe tardó seis años en lograr los cambios necesarios, porque se le oponían muchos intereses creados, pero acabó poniendo toda la administración de palacio bajo una sola autoridad.

La modernidad. En 1845 el príncipe fue nombrado presidente de una comisión para el fomento de las artes y las letras en Inglaterra que le permitió organizar la Exposición Universal de 1851. En 1841 se introdujo el tramo del ferrocarril Windsor-Londres, y el cochero de la reina, ante tal invasión, protestó y exigió conducir él la máquina a fustazo limpio. Acabaron dejándole que se subiera a ella y se estuviese quieto, pero él renunció en vista de lo que se le ensuciaban el uniforme escarlata y los guantes blancos.

Cinco años más tarde tuvo lugar la primera visita a Inglaterra de un rey francés, Luis Felipe, y la reina intervino personalmente para frustrar el plan franco-español de poner un francés en el trono de España. En 1848 estallaron revoluciones en París, Viena, Berlín, Madrid, Roma, Nápoles, Venecia, Múnich, Dresde y Budapest, y muchos príncipes europeos escribieron a la reina pidiéndole ayuda política y económica. Luis Felipe de Francia abdicó a toda prisa y escapó por los pelos a Inglaterra, donde la reina le asignó un palacio y rentas para que viviese. También el príncipe Guillermo de Prusia, que luego sería emperador de Alemania, escapó a Inglaterra, donde hubo de estar algún tiempo a expensas de la reina.

Victoria iba haciéndose más política con el paso del tiempo, insistiendo, por ejemplo, en despedir a su ministro de Asuntos Exteriores, lord Palmerston, por haber expresado su aprobación al golpe de estado del príncipe Luis Napoleón, que pasó a ser con tal motivo Napoleón III de Francia, y haberle dado garantías de aceptación a pesar de que la reina había insistido en que Inglaterra guardase estricta neutralidad. Este hecho muestra la energía de su participación en la política exterior inglesa. En esto la ayudaba mucho el duque de Wellington con sus consejos; cuando el duque murió, en 1852, Victoria se quedó muy desvalida, ya que su otro consejero, su marido, estaba cada vez más acosado por una opinión pública hostil que le acusaba de haber provocado la guerra de Crimea. En los años 40 de ese siglo, se corrió por Londres el bulo de que tanto el príncipe como la reina habían sido detenidos por conspirar contra el Estado, y cierto es que Victoria nunca consiguió del Parlamento el título de rey consorte que quería para su marido. La pareja, que para 1857 ya tenía nueve hijos, se llevaba muy bien y cualquier enfermedad del príncipe dejaba a la reina incapacitada para las tareas de gobierno.

En 1861 el príncipe Alberto dio prueba de su valía en el incidente que pudo haber sido causa de una catastrófica guerra anglo-norteamericana. La armada yanqui, en plena Guerra de Secesión, capturó a un barco inglés en el que iban a Inglaterra dos representantes de los estados del Sur, y Londres iba a enviar a Washington un ultimátum exigiendo reparaciones que no tenían otra contestación posible que la guerra. El príncipe lo revisó y suavizó, dando a Washington la posibilidad de aceptarlo sin desdoro, y éste fue su último acto político, porque murió el 14 de diciembre de ese mismo año. Ese día fue el más triste de la larga vida de la reina, que ya nunca más volvió a vivir en Londres, usando el palacio de Buckingham sólo para visitas ocasionales y breves.

Luto riguroso. La reina nunca dejó el luto riguroso, y abandonó en parte las tareas de gobierno, sobre todo al principio, aunque su influencia siguió siendo grande: por ejemplo, intervino positivamente en el conflicto austro-prusiano de 1866, y participó de forma importante en la solución del diferendo franco-prusiano sobre Luxemburgo, proponiendo la neutralización de ese gran ducado.

Durante los dos gobiernos de Benjamin Disraeli (1868 y 1874-80) se reforzó mucho el papel constitucional de la monarquía británica, ya que éste pensaba que la corona debía ser una fuerza activa en el estado británico, con poder de decisión en todos los asuntos previa consulta con el primer ministro, actitud, por cierto, de la que no participaban, en general, los demás primeros ministros de su reinado.

En 1876, la reina fue proclamada emperatriz de la India, título que, lejos de ser un capricho suyo, como muchos dijeron por entonces, tenía por objeto impresionar a los príncipes indios poniendo de manifiesto la presencia soberana inglesa sobre todos ellos y dando en consecuencia una sensación de solidez y permanencia a la supremacía británica en el subcontinente.

El resto de su vida fue muy sosegado. Viajó por Europa, sobre todo Francia e Italia, y publicó parte de su diario íntimo. En 1896 su reinado ya era el más largo de la historia de Inglaterra y al año siguiente cumplió 70 años en el trono: éste fue el llamado Jubileo de Diamante. Con tal motivo se reunieron en Londres los gobernantes de todas las colonias autónomas y levas de soldados de todo el imperio: soldados blancos, negros y amarillos, con los uniformes más pintorescos que cabe imaginar. La reina, con 78 años, pasó revista a la flota: 177 barcos de todos los tipos a lo largo de casi 30 millas de mar.

La guerra sudafricana fue el acontecimiento más importante de su último año de reinado y posiblemente la causa de su última enfermedad. En medio de reveses militares británicos, la reina envió una caja de bombones a cada soldado británico que había luchado en Sudáfrica. Su último viaje fue a Dublín, en 1900, y ese mismo año recibía la que se convirtió en su última visita, la de su sobrino el káiser alemán, su mujer y dos de sus hijos. En el otoño, su salud, siempre excelente, comenzó a fallarle. Murió el 22 de enero de 1901.

Todos los datos sobre la biografía y la época de la reina Victoria en www. royal.gov.uk/history/victoria.htm


TOP  LA REVISTA VOLVER
Reportaje