Jesús de Nazaret. Biografía

Jesús de Nazaret

Si se prescinde de los Evangelios, la figura de Jesucristo, en torno a cuyo mensaje surgi� la religi�n cristiana, permanece envuelta en el misterio. Son pocos los documentos que puedan utilizarse como fuentes para un estudio hist�rico sobre la vida de Jesucristo. Pese a ser el personaje representado en m�s obras art�sticas, tanto pict�ricas como escult�ricas, se desconocen sus rasgos y fisonom�a, y, m�s a�n, es imposible escribir su biograf�a en el sentido moderno del t�rmino. Al igual que S�crates, no dej� nada escrito. Los Evangelios de Marcos, Lucas, Mateo y Juan carecen de intencionalidad hist�rica: el objeto de esas narraciones, efectuadas con un peculiar estilo literario, era dejar constancia escrita de la vida y del mensaje del Maestro.


Jesucristo en un mosaico del siglo VI
(Basílica de San Apolinar Nuovo, Rávena)

Pero no por ello dejan de ser �hist�ricos� los hechos que relatan. Lucas, el m�dico sirio que dominaba a la perfecci�n el griego, su lengua materna, lo deja bien claro en el pr�logo que precede a su evangelio: �Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares, [...] despu�s de haber investigado diligentemente todo desde los or�genes, te lo escribo por su orden, excelent�simo Te�filo...�. Te�filo, por el tratamiento que le da Lucas, ser�a un personaje importante e influyente del entorno.

La llamada cr�tica radical que los protestantes liberales aplicaron a los Evangelios lleg� incluso a la negaci�n de la existencia hist�rica del Nazareno. Ni Justo de Tiber�ades en su Historia de los jud�os ni Fil�n de Alejandr�a hablan de Jes�s. Pero su existencia hist�rica est� testimoniada con suficiente claridad por autores como T�cito en sus Anales; por Suetonio en Vita Claudii; por Plinio el Joven, proc�nsul de Bitinia, en su carta al emperador Trajano, escrita alrededor del a�o 70; y por el historiador Flavio Josefo.

En su carta, Plinio el Joven habla de "un grupo que canta himnos en honor a Cristo como a un Dios". T�cito, en los Anales (escritos a principios del siglo II), se refiere a Cristo como "un condenado al suplicio bajo el Imperio de Tiberio por el procurador Poncio Pilato". Las Antig�edades judaicas del historiador Flavio Josefo (escritas hacia el a�o 93) aluden primero a "Jes�s, el llamado Cristo" en relaci�n a la ejecuci�n de Santiago Apóstol en Jerusal�n, y citan m�s adelante, seg�n la traducci�n del obispo sirio Agapio, a "un sabio llamado Jes�s, reputado por su manera de actuar y su virtud", diciendo lo siguiente: "Muchos jud�os y muchos de entre las otras naciones vinieron a �l. Pilato lo conden� a morir en la cruz. Pero los que le hab�an seguido no dejaron de ser fieles a su pensamiento. Ellos contaron que tres d�as despu�s de haber sido crucificado, se les hab�a aparecido, y que estaba vivo. Quiz�s era, pues, el Cristo del que los profetas anunciaron muchas cosas admirables".

Jud�os y romanos

No pueden entenderse la doctrina y la vida de Jes�s sin situarlas en su contexto hist�rico. Palestina era un territorio administrado por los romanos, cuyo imperio hab�a iniciado su per�odo de m�ximo esplendor pol�tico y territorial. Con la ascensi�n de Augusto, que muri� el a�o 14 despu�s de Cristo y al que sucedi� su hijo Tiberio, coet�neo del Nazareno, el Mediterr�neo se hab�a convertido en un lago romano y la autoridad imperial prevalec�a en todas sus costas. En tiempos de Jes�s la filosofía de Sócrates y la metaf�sica de Plat�n y Arist�teles hab�an perdido su atractivo. Los sistemas filos�ficos m�s extendidos eran el epicure�smo y el estoicismo. La doctrina de Jes�s contiene alg�n elemento de ambos sistemas. Por ejemplo, los estoicos proclamaron la igualdad y la hermandad de todos los hombres. Por otra parte ten�an vigencia a�n los misterios, como el de Eulesis y el de Dionisio. Incluso el misterio egipcio de Osiris gozaba de un buen predicamento en Roma.

El mundo jud�o bajo dominio romano empez� con Herodes el Grande, del 37 al 4 a.C. El emperador Octavio Augusto le confirm� en su puesto de rey de los jud�os porque Herodes le hab�a ayudado en su marcha final desde el territorio tolomeo hasta Egipto. En su testamento, Herodes dividi� su reino entre sus hijos Arquelao, Filipo y Herodes Antipas, este �ltimo tetrarca de Galilea y Perea en tiempos de Jes�s. Heredero de una vasta tradici�n religiosa, el mundo jud�o estaba dominado b�sicamente por dos grupos o sectas: los fariseos y los saduceos. Los primeros proven�an �ntegramente de la clase media; los saduceos, de la rica aristocracia sacerdotal, que en tiempos de Jes�s ten�a en la familia de Ann�s la saga m�s poderosa. Los fariseos sosten�an su autoridad a base de piedad y cultura; los saduceos, mediante la sangre y la posici�n. Los fariseos eran m�s bien progresistas; los saduceos, m�s conservadores, aceptaban f�cilmente el dominio romano porque les permit�a conservar su posici�n privilegiada. Los fariseos se preocupaban por elevar el nivel religioso de las masas; los saduceos, de adoctrinar y atraer a aquellos que ten�an relaci�n con la administraci�n del Templo y los ritos.

Al margen de ambas tendencias se situaban los zelotes. Cuando hacia el a�o 6 a.C. el legado Quirino orden� un censo general de Palestina, el fariseo Sadduq y el galileo Judas Gamala encabezaron la revuelta de los jud�os descontentos. A su alrededor reunieron un grupo que llev� a cabo diversas campa�as contra los romanos. �ste fue el origen de los zelotes, patriotas ardientes que, separados ya totalmente de los fariseos, utilizaron toda clase de medios, sin excluir el atentado mortal, para librarse del opresor extranjero y castigar a los jud�os colaboracionistas. Usaban para sus asesinatos una daga corta llamada sicca, por lo que fueron conocidos entre los romanos con el nombre de sicarii ('sicarios').

La vida oculta

Todo ello suced�a en el siglo I de nuestra era. Sin embargo, incluso para la ex�gesis cat�lica m�s racional, ning�n dato relativo a la vida de Jesucristo puede fijarse con absoluta certeza. Hijo de Jos� y de Mar�a de Nazaret, Jesús fue concebido en este pueblo de Galilea a tenor del misterioso anuncio que el �ngel Gabriel le hizo al artesano de que su prometida (a�n no se hab�a celebrado la boda) estaba encinta, pero que el fruto de su vientre no era obra de un ser humano sino del Esp�ritu Santo. Mar�a era prima de Isabel, esposa del sacerdote Zacar�as, quienes en la vejez engendrar�an a Juan Bautista.

En aquellos d�as se promulg� un decreto de C�sar Augusto por el que todos los habitantes del imperio deb�an empadronarse, cada cual en la ciudad de su estirpe. San Jos� y la Virgen María hubieron de dirigirse a Bel�n, en Judea, a unos 120 kil�metros de Nazaret. Probablemente hicieron el viaje en caravana con otros que segu�an el mismo camino. La pareja, de escasos recursos econ�micos, pernoct� en las afueras de Bel�n, refugi�ndose en una de las cuevas utilizadas por los pastores. Estando all�, a ella se le cumplieron los d�as del alumbramiento y dio a luz a su hijo primog�nito, al que recost� en un pesebre porque no ten�an sitio en la posada.


Adoración de los pastores (c. 1655), de Murillo

El humilde nacimiento de Jes�s tuvo lugar en tiempos del rey Herodes el Grande. Por lo tanto, no pudo ocurrir m�s all� del 4 a.C., fecha de la muerte del tetrarca. Según el Evangelio de San Lucas (2, 1), Jes�s naci� en tiempos del censo ordenado por Augusto y efectuado por Quirino, gobernador de Siria. Tertuliano atribuy� ese censo a Sencillo Saturnino, legado de Siria del 8 al 2 a.C.; �ste muy bien pudo haber completado un censo comenzado por Quirino. Por ello, se suele aceptar que el nacimiento de Jes�s tuvo lugar entre los a�os 7 y 6 a.C.

El Evangelio de Lucas narra los hechos a la vez simples y extraordinarios que acompa�aron el nacimiento de Jes�s: el anuncio de los �ngeles a unos pastores, que acudieron a Bel�n y fueron los primeros en "alabar y glorificar a Dios por todas las cosas que hab�an visto y o�do" (Lc. 2, 20). San Mateo, en cambio, narra la visita de tres misteriosos reyes de Oriente que, guiados por una estrella, acuden a adorarlo y le ofrendan oro, mirra e incienso. Previamente, estos reyes "magos" hab�an pasado por Jerusal�n preguntando "�D�nde est� el Rey de los jud�os que ha nacido?" Tal pregunta llen� de temor al rey, quien orden� pocos d�as despu�s una terrible matanza de ni�os varones, que el cristianismo recuerda cada 28 de diciembre como el D�a de los Santos Inocentes. Advertidos del peligro que los acechaba, Jos� y Mar�a huyeron de Bel�n con su hijo y se refugiaron en Egipto, donde permanecieron hasta la muerte del rey Herodes.


La matanza de los inocentes (c. 1611), de Rubens

De nuevo en Nazaret, Jes�s aprendi� las Escrituras y la tradici�n oral jud�a hasta el punto de sorprender con sus conocimientos a los doctores de la Ley que lo escucharon en el templo cuando s�lo ten�a doce a�os. Mientras el "ni�o crec�a y se fortalec�a, llen�ndose de sabidur�a" (Lc. 2, 40), llev� una vida normal, trabajando con su padre. Hasta los treinta a�os nada m�s vuelve a saberse de su vida; s�lo lo que fant�sticamente narran los evangelios ap�crifos, es decir, aquellos escritos de origen desconocido o err�neamente atribuido, en su mayor parte de origen gn�stico, que tratan de la vida de Jes�s en los �ltimos a�os de su juventud. Particularmente llama la atenci�n el c�mulo de elementos milagrosos, frecuentemente abstrusos y desagradables, en los que historia y f�bula se confunden.

La predicaci�n

Para datar el inicio del ministerio p�blico, Lucas pone especial �nfasis en presentar los datos exactos acerca de la predicaci�n de San Juan Bautista, a quien Jes�s acudir�a para hacerse bautizar. Sin embargo, s�lo un dato es en verdad �til: �el a�o decimoquinto de Tiberio C�sar�, el reinado del cual empez� el 19 de agosto del 14 d. C. El a�o decimoquinto deb�a ser, seg�n el sistema romano, del 19 de agosto del 28 d. C. al 18 de agosto del 29 d. C. Por otra parte, tampoco hay unanimidad acerca de la duraci�n de su vida p�blica. Mientras los tres evangelios sin�pticos hablan de una sola Pascua, San Juan Evangelista especifica claramente tres.

Juan Bautista comenz� a predicar la pronta llegada del Mes�as y a bautizar a quienes lo escuchaban en las aguas del Jord�n. Cuando Jes�s fue bautizado por Juan (que era primo suyo), hubo seg�n los evangelistas un signo celestial que lo se�al� como hijo de Dios. Antes de iniciar su propio ministerio, Jes�s se retir� al desierto un per�odo "de cuarenta d�as", durante los cuales, seg�n la narraci�n evang�lica, ayun� y puso a prueba su fortaleza espiritual ante las tentaciones del demonio.


El bautismo de Cristo (c. 1623), de Guido Reni

A su regreso del desierto, Jes�s inici� la divulgaci�n de su doctrina en solitario, d�ndose a conocer en la sinagoga, a la que acud�a todos los s�bados. Un d�a lo hizo en su pueblo. Escogi� una lectura en la que el profeta Isa�as prefiguraba al Mes�as, el ungido de Dios que anunciar�a a los pobres la Buena Nueva y que dar�a la libertad a los oprimidos. Les dijo que era �l de quien el profeta hablaba. Fue denostado por tama�a soberbia (todos sab�an que era el hijo de Jos�) e intentaron despe�arle. Ser�a el destino de todo su ministerio: la incomprensi�n de los suyos, que culminar�a con la traici�n de uno de sus disc�pulos predilectos. Pero pronto sus predicaciones convocaron a su alrededor multitudes a las que ense�aba mediante par�bolas, obrando a la vez milagros que llenaban de asombro y alimentaban la fe en su doctrina.

Se granje� as� las antipat�as de escribas y fariseos, a los que aquel advenedizo robaba protagonismo y popularidad entre las gentes. Los fariseos se quejaban de que Jes�s celebraba fiestas y banquetes. Peor a�n, lo hac�a con publicanos, pecadores, gentuza proscrita: por eso los fariseos lo tachaban de borracho y juerguista. Entretanto, Jes�s eligi� a doce de entre sus disc�pulos: Sim�n (a quien llam� Pedro) y su hermano Andr�s, Santiago y Juan, Felipe y Bartolom�, Mateo y Tom�s, Santiago de Alfeo y Sim�n (llamado Zelotes), Judas de Santiago y Judas Iscariote. Eran hombres sencillos, la mayor�a pescadores que se ganaban el sustento con fatiga. Hombres integrantes de la masa que soportaba los impuestos de los romanos y que se rebelaba ante la vida privilegiada de escribas, saduceos y fariseos. Jes�s les propuso un orden religioso e incluso social nuevo, sin hipocres�as, solidario con los pobres, vital.

El llamado "serm�n de la monta�a" acaso sea el m�s significativo de todos cuantos pronunci�, tanto por su contenido doctrinal como porque vino precedido, seg�n Lucas, por la elecci�n de los doce disc�pulos y la realizaci�n de numerosos milagros en tierras de Galilea. En este discurso evang�lico, llamado en la tradici�n b�blica "Las bienaventuranzas", Jes�s saluda a la muchedumbre con un "bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de los Cielos; bienaventurados los que ten�is hambre ahora, porque ser�is saciados; bienaventurados los que llor�is ahora, porque reir�is" (Lc. 6, 20-21), y enseguida expone las condiciones que han de cumplir quienes elijan seguirlo: "Bienaventurados ser�is cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre..." Es precisamente la idea de la paternidad divina el tema central de su mensaje, pues es de esa realidad de donde emana el amor y la generosidad del Creador hacia toda criatura humana.

El serm�n de la monta�a pone de manifiesto su profundo conocimiento de la conducta humana, y reinterpreta adem�s la Ley mosaica dilucidando sus principios fundamentales y adaptando sus preceptos a las necesidades humanas. Es en este sentido que dice, por ejemplo, "el s�bado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el s�bado" (Mc. 2, 27), cuando los fariseos le reprochan que sus disc�pulos hayan arrancado unas espigas o que �l mismo haya obrado milagros y curado enfermos en ese d�a sagrado para los jud�os. El amor a los enemigos ("amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien"), la misericordia ("sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzgu�is y no ser�is juzgados, no conden�is y no ser�is condenados; perdonad y ser�is perdonados"), la beneficencia ("Dad y se os dar� [...], porque con la medida con que mid�is se os medir�") o el celo bien ordenado ("no hay �rbol bueno que d� fruto malo y, a la inversa, no hay �rbol malo que d� fruto bueno") son aspectos diferentes de una misma idea fundamental formulada en la frase "amar a Dios y al pr�jimo".


Cena en Emaús (1606), de Caravaggio

Una visi�n estrictamente laica sit�a a Jes�s en un exclusivo marco humano, pero no por ello su figura es menos digna de estudio y consideraci�n. �l, que se autodefin�a Maestro, no segu�a las pautas de la clase poderosa jud�a: transgred�a la norma sab�tica, iba acompa�ado de mujeres (Mar�a y Marta; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana, y otras muchas) y se hospedaba en sus casas. Sus amigos eran gente llana y sencilla a los que acompa�aba en sus fiestas y bodas. Las ense�anzas de Jes�s, que por primera vez hablaban de conceptos nuevos como el amor al pr�jimo y a los enemigos, la piedad hacia los pecadores y el respeto a las personas por encima de su condici�n, no tardaron en entrar en colisi�n con el clero jud�o.

La casta sacerdotal jud�a ve�a con temor los efectos de las pr�dicas de Jes�s en el pueblo y dispuso que escribas y fariseos asistieran a ellas para cuestionar con preguntas capciosas su autoridad. Jes�s sorte� con habilidad todas las trampas que se le tendieron y el Sanedr�n demand� sin �xito el apoyo de la autoridad romana para reprimir al "agitador". Pero el desasosiego no cund�a solamente entre los sacerdotes, sino tambi�n en el mismo Herodes Antipas, porque aquel nazareno consent�a que se le llamase rey de los jud�os, t�tulo que a Herodes le hab�a costado la adulaci�n al opresor extranjero. Lleg� un momento en que Jes�s habl� sin tapujos: �El que no est� conmigo, est� contra m�. No hag�is como los escribas y fariseos hip�critas, v�boras, sepulcros blanqueados por fuera y llenos de carro�a por dentro... No amas�is fortunas, vended los bienes y dad limosnas...� Y los acontecimientos acabaron precipit�ndose.

Jes�s envi� a predicar de dos en dos a setenta y dos disc�pulos suyos por los pueblos de Judea, en donde iniciaron un intenso movimiento religioso como si se tratara de conquistar la Ciudad Santa. Hacia ella se dirigi� Jes�s desde Galilea, consciente de que hab�a llegado su hora. Herodes Antipas, a quien Jes�s hab�a llamado zorro, estaba al acecho; los sacerdotes, ojo avizor para tenderle una trampa. Pero Jes�s no se amedrent�. Al contrario, entr� en Jerusal�n en actitud provocadora, haci�ndose entronizar como rey por una multitud que llenaba la ciudad en ocasi�n de la Pascua. Y en el mismo centro neur�lgico del mundo jud�o, el Templo, hizo valer su autoridad: expuls� a los vendedores a latigazos porque le repugnaba que un lugar de oraci�n se hubiera convertido en un lucrativo mercado.

Pasi�n y muerte de Jes�s

Llegado el d�a de los �zimos, en el que se sacrifica el cordero de Pascua, Jes�s prepara la que ser� su �ltima cena con sus disc�pulos y en ella les anuncia su fin: "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que yo no la comer� m�s hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios" (Lc. 22,16). En el relato evang�lico de la cena pascual, Jes�s lava los pies a sus disc�pulos y comparte con ellos el pan y el vino como expresi�n de la Nueva Alianza de Dios con los hombres. Luego, les advierte de lo que ha de ocurrir en los pr�ximos d�as. Ante el estupor y desasosiego de los disc�pulos, les anuncia que uno de ellos llegar� a traicionarlo: "La mano del que me entrega est� aqu� conmigo sobre la mesa" (Lc. 22, 21), y que su amado Pedro lo negar�a tres veces, aunque finalmente se arrepentir�a de su acci�n: "Yo te aseguro [Pedro]: hoy, esta misma noche, antes de que el gallo cante dos veces, t� me habr�s negado tres" (Mc. 14, 30).


La última cena, de Juan de Juanes

Tras estas dram�ticas revelaciones, una vez acabada la comida pascual, Jes�s y sus disc�pulos abandonaron el cen�culo y caminaron hasta el huerto de Getseman�. Enseguida, Jes�s se apart� en compa��a de Pedro, Santiago y Juan, a quienes les dijo: "Mi alma est� triste hasta al punto de morir, quedaos aqu� y velad" (Mc. 14, 33). Y dici�ndoles esto se adelant� y, arrodillado, comenz� a orar: "Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc. 22, 42). Poco despu�s, la guardia del Templo se hizo presente en el lugar y prendi� a Jes�s; los sacerdotes del Sanedr�n hab�an preferido hacerlo detener lejos de la muchedumbre que lo segu�a con fervor. Con el prop�sito de sorprender a Jes�s indefenso, el Sanedr�n hab�a comprado la voluntad de Judas Iscariote pag�ndole treinta monedas de plata, cantidad al parecer equivalente a ciento veinte denarios, que era el precio que se pagaba entonces por un esclavo o el rescate de una mujer, de acuerdo con lo prescrito por la Ley mosaica.

Perseguido por el Sanedr�n, traicionado por su disc�pulo Judas Iscariote y negado por San Pedro, Jes�s afront� solo y con determinaci�n la condena del Sanedr�n, el rechazo de Herodes Antipas, quien lo remiti� de nuevo a Poncio Pilato, y la sentencia que �ste pronunci� despu�s de "lavarse las manos" y de soltar en su lugar a Barrab�s, al parecer un cabecilla de un movimiento sedicioso acusado de asesinato. En vano el procurador romano hab�a intentado evitar la crucifixi�n de Jes�s, a quien consideraba en realidad inocente de los cargos que le imputaban. Presionado por los sacerdotes del Sanedr�n, que hab�an excitado a la muchedumbre para que pidiese la muerte del peligroso "agitador", acab� conden�ndolo a morir crucificado.


Cristo llevando la cruz (1580), de El Greco

Los delitos que le imput� el Sanedr�n fueron anunciar la destrucci�n del Templo ("Esto que veis, llegar�n d�as en que no quedar� piedra sobre piedra"; Lc. 21, 6) y reconocerse como el Hijo de Dios. Y, frente a las leyes romanas, creerse rey de los jud�os, lo que contribu�a a aumentar la inestabilidad pol�tica, seg�n el criterio de los influyentes sacerdotes del Sanedr�n. Una vez condenado, Jes�s fue vejado, torturado y obligado a cargar su propia cruz hasta el monte Calvario, donde fue crucificado.

Los cuatro evangelistas est�n de acuerdo en que Jes�s muri� en viernes. El d�a de la muerte de Jes�s no fue un d�a de descanso sab�tico porque los guardas llevaban armas y las tiendas estaban abiertas (Jos� de Arimatea pudo comprar una s�bana y las mujeres aromas para embalsamar el cuerpo). Lo m�s probable es que Jes�s anticipara un d�a la cena pascual. Reunidos todos los datos (el procurador Pilato gobern� entre el 26 y el 36 d.C.), se puede asegurar que Jes�s muri� el viernes 14 de Nis�n (primer mes del calendario hebreo b�blico) del a�o 30 d.C., lo que equivale al 7 de abril del 30 d.C. Y al tercer d�a, seg�n las Sagradas Escrituras, resucit� y, apareci�ndose a sus disc�pulos, los alent� a predicar la palabra de Dios.

C�mo citar este art�culo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [fecha de acceso: ].