Picasso, el arte de convertirse en un genio

Picasso, el arte de convertirse en un genio

La figura de Pablo Picasso sigue cautivándonos casi medio siglo después de su muerte. ¿Cómo se explica su fulgurante carrera hasta convertirse en genio?

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Foto: Paolo Woods y Gabriele Galimberti

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Autorretrato de Picasso

Picasso nunca dejó de reinventar su estilo, y nada quedaba fuera de su alcance. Firmó miles de cuadros, esculturas, piezas de cerámica, acuarelas y grabados. «Decía no tener secretos en su obra
–apunta Diana Widmaier Picasso, nieta del artista–. Era como su diario». Picasso pintó este autorretrato a los 90 años de edad.

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Guernica

En el museo Reina Sofía de Madrid, unos escolares visitan el emblemático Guernica, que representa la muerte y la angustia tras el bombardeo de la población vasca en 1937. Aunque el motivo concreto es la guerra civil española, la imagen simboliza el sufrimiento universal, más allá de épocas y lugares.

 

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Mujer en cuclillas

El arte de Picasso se entretejía con su vida personal y sus relaciones amorosas. Hallaba musas en sus hijos, sus amantes y sus esposas, como Jacqueline Roque, retratada en este cuadro. En la casa de subastas Christie’s de Nueva York, los técnicos transportan Mujer en cuclillas (Jacqueline) desde una exposición privada hasta la galería.

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Museo Picasso de París

La genialidad se nutre del trabajo. Picasso fue uno de los artistas más fecundos de la historia. El elegante Museo Picasso de París, en el barrio del Marais, alberga la colección pública de Picassos
más nutrida del mundo. En la foto, una visitante francesa estudia el retrato de una de las amantes del pintor, Marie-Thérèse Walter.

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La mente de un artista

Los neurocientíficos calibran el impacto del arte sobre el cerebro. En la Universidad de Houston, Texas, José Contreras-Vidal usa técnicas de imagen para registrar las ondas cerebrales de un pintor, una bailarina y un músico. Las imágenes proyectadas muestran la actividad cerebral de cada artista. Quizás algún día la neurociencia desentrañe la biología de la creatividad.

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Fomento del arte moderno

La reputación de Picasso se vio favorecida por el apoyo de influyentes mecenas, tales como Gertrude y Leo Stein. Hoy los coleccionistas Mera y Don Rubell son punta de lanza en el fomento del talento moderno; la artista Allison Zuckerman es su último patrocinio. Zuckerman, que inserta elementos de estilo picassiano, empezó colgando sus obras en Instagram y pronto protagonizó una exposición en solitario en la Rubell Family Collection de Miami.

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Objeto de falsificaciones

En la localidad china de Dafen, cerca de Shenzhen, Yaoliang Liu pinta varios Picassos falsos al día, como este retrato de Dora Maar, la fotógrafa y pintora que mantuvo una tormentosa relación con el artista en la década de 1930. La Picasso Administration, entidad con sede en París que gestiona los derechos de autor del artista, denuncia este tipo de negocio. La creación y venta de falsificaciones es ilegal en virtud de la legislación francesa en materia de propiedad intelectual.

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Un amplio legado

El legado del genio proyecta una alargada sombra sobre sus descendientes. Olivier Widmaier Picasso no llegó a conocer a su abuelo, pero ha escrito dos libros sobre el artista «para aclarar rumores, leyendas y verdades», dice. Jurista de formación, Olivier propició la firma de un acuerdo con la empresa francesa de automoción Citroën para dar el nombre del pintor a un modelo de automóvil. O vives con Picasso y por Picasso o vives sin él, afirma.

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Málaga, ciudad de su infancia

El prodigioso talento de Picasso salió a la luz en Málaga, la ciudad donde nació y en la que transcurrió su infancia. Desde 2003 acoge un museo dedicado al pintor y en sus calles aparecen múltiples referencias al artista, como este grafiti que reproduce una pintura de 1924, la de su primogénito, Paulo, vestido de arlequín.

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Pasión por los toros

El amor de Picasso por la tauromaquia nació durante su infancia, en sus visitas a la plaza de toros de la Malagueta, en Málaga, donde hoy los jóvenes continúan adiestrándose y toreando. Los picadores y los toros constituyen un leitmotiv en su obra, como también lo es la figura mitológica del Minotauro, mitad hombre, mitad toro.

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Una marca internacional

Durante sus primeros años como pintor en París, Picasso era pobre de solemnidad; murió siendo multimillonario. Cuarenta y cinco años después de su muerte, la obra de Picasso es una marca internacional. Wang Zhongjun, productor de cine y magnate chino, compró este retrato de Françoise Gilot por 29,9 millones de dólares en 2015. El pasado otoño Wang abrió el Museo de Arte Song, cerca de Beijing, donde pinta inspirado a veces por el arte del genio malagueño.

Justo al otro lado de la entrada a la famosa casa de subastas, el vibrante retrato geométrico Mujer en cuclillas (Jacqueline) de Pablo Picasso avanza por un pasillo, transportado por dos técnicos en manipulación de obras de arte.

Pintado en el sur de Francia en octubre de 1954, el lienzo representa a Jacqueline Roque, la amante de 27 años de edad de Picasso, posteriormente convertida en su esposa. El artista, que entonces tenía 72 años, pintó la Mujer en cuclillas en un solo día. El cuadro es un amasijo de pinceladas vigorosas, gruesas capas de pigmento, formas de­­saforadas, ojos desalineados y una nariz invertida. Una luz dorada rodea el cuerpo de Jacqueline.



Esa noche el subastador Adrien Meyer abrirá la subasta en 12 millones de dólares. Pronto ese precio subirá como la espuma mientras dos representantes de Christie’s se baten en un duelo de pujas telefónicas en nombre de sendos clientes anónimos. Meyer pivotará entre ambos hasta que uno de los dos manifieste la derrota con una señal. Finalmente, con un golpe de martillo, anunciará el precio ganador: 32,5 millones de dólares.

50 años después de su muerte

Delirante, pero no sorprendente. Casi 50 años después de su muerte, Picasso sigue hechizando, confundiendo, seduciendo y provocando. Desde sus inicios en el mundo del arte, puso patas arriba nuestra comprensión más primaria del mundo con sus rostros fracturados y sus perspectivas astilladas. Trabajaba con voracidad, reinventando su estilo a un ritmo vertiginoso –los períodos azul y rosa, el período africano, el cubismo, el surrealismo–, creando miles de esculturas, dibujos, grabados en plancha de cobre, piezas de ce­­rámica y pinturas. De igual modo que Albert Einstein visualizó las ondas gravitacionales en el cosmos, Picasso vio las ondulaciones del mundo que habitamos mucho antes que nosotros.

En su sala de estar de Ginebra, sentado en un sofá verde chartreuse, Claude, hijo de Picasso, reflexiona sobre la influencia de la obra de su padre. «Se dedicó a destruir todo aquello a lo que estábamos acostumbrados –dice–, y creó una nueva visión universal».



¿Cómo evoluciona una persona de recién nacido a genio? ¿Cómo puede una sola alma redefinir la visión de todos sus congéneres? Como hombre, Picasso era un catálogo del caos. Amaba la vida circense y la muerte inherente a la tauromaquia. A veces era vocinglero, otras silencioso; a veces era amantísimo, otras dominante y autoritario. Pero desde su despertar como niño prodigio hasta sus últimos años pintando mosqueteros y toreros, siempre pareció destinado a ser un fenómeno del arte, y se adhirió al camino que conducía hacia la genialidad igual que el óleo se adhería a sus lienzos.



No faltaba un solo ingrediente: una familia que cultivaba su pasión creadora, curiosidad intelectual y audacia, grupos de colegas en los que inspirarse, y la buena fortuna de vivir en una época rebosante de nuevas ideas científicas, literarias y musicales que imbuían su obra de energía, y marcada por el advenimiento de los medios de comunicación de masas, que lo catapultaron a la fama. A diferencia de otros genios creativos que murieron prematuramente –Sylvia Plath a los 30 años, Wolfgang Amadeus Mozart a los 35, Vincent van Gogh a los 37–, Picasso llegó a los 91. Su vida no solo fue prodigiosa; fue larga.

Infancia de Picasso

Pablo Picasso nació el 25 de octubre de 1881 en Málaga, tan aletargado que se temió que estuviese muerto. Revivió, contaba él mismo, gracias a una bocanada de humo del puro de su tío Salvador. Los escenarios de su infancia son hoy puro bullicio en esta soleada ciudad mediterránea. Un coro interpreta «El sueño imposible» de El hombre de La Mancha en la iglesia de Santiago, donde fue bautizado. La plaza de la Merced, en cuya arena bosquejó sus primeros dibujos a la puerta de su casa, bulle de turistas que se sientan en las cafeterías para gastarse 12 euros en una «hamburguesa Picasso». Las palomas se posan en el empedrado; las aguas del mar de Alborán bañan la costa; los gitanos, como los que enseñaron al joven Picasso a fumar por la nariz y bailar flamenco, siguen recorriendo las calles de la ciudad.

¿Cómo evoluciona una persona de recién nacido a genio? ¿Cómo puede una sola alma redefinir la visión de todos sus congéneres?


Degustando un té en el patio del Museo Picasso de Málaga, Bernard Ruiz-Picasso, nieto del pintor, considera la influencia de esas primeras realidades en la obra de su abuelo. Todo en Málaga habla de historia y sensualidad, afirma. Picasso habitaba el escenario de un choque de civilizaciones: fenicios, romanos, judíos, moros, cristianos. El aire era puro perfume. Señalando un naranjo cercano, Bernard explica que Picasso se inspiró en el color de las frutas, de las flores malva de las jacarandas, de las piedras pardas y blancas de la Alcazaba que desde el siglo xi contempla la ciudad desde el Gibralfaro, a unos pasos del museo.

«Guardó en su mente todas esas sensaciones, todas esas imágenes, todos esos olores y colores, que nutrieron y enriquecieron su cerebro», dice Bernard, quien fundó el museo –inaugurado en 2003– junto con su madre, Christine Ruiz-Picasso, cumpliendo así el deseo de su abuelo.

La genialidad casi siempre es cultivada por padres y maestros, que riegan y abonan las semillas de la eminencia. La madre de Picasso, María Picasso López, había pedido a Dios un hijo y adoraba a su primogénito. «Se le caía la baba con él», dice Claude Picasso, administrador legal del patrimonio artístico de su padre. Desde el principio el joven Pablo se comunicó a través del arte: antes de hablar ya dibujaba. Su primera palabra fue «piz», abreviatura de lápiz. Igual que Mozart, Picasso era hijo del gremio. Su padre, el pintor José Ruiz Blasco, fue su primer maestro.

«Jamás tuvo un alumno mejor», dice Claude. Picasso era aún un niño cuando su competencia empezó a superar la de su padre, quien seguramente se sintió «no solo asombrado, sino petrificado al descubrir el talento de su hijo», apunta Bernard.

Esta mezcla de admiración y temor es bastante común en el mundo de los niños prodigio. La palabra latina prodigium connota algo inesperado, pero también «no bienvenido y tal vez peligroso», dice David Henry Feldman, veterano investigador de este ámbito. Estos niños ejecutan su maestría a un nivel de adulto avanzado antes de la adolescencia: resuelven complejos problemas mate­máticos o interpretan las sonatas para piano de Beethoven mientras algunos niños de su edad están aprendiendo a saltar a la comba. «Eso descalabra tu concepción del mundo», añade Feldman.

¿De dónde procede esa pericia tan precoz? Los prodigios son excepcionales, lo que dificulta reunir muestras lo bastante amplias para investigar, pero Ellen Winner, del Laboratorio de las Artes y la Mente del Boston College, ha identificado varios rasgos comunes a los niños que ha estudiado. Los artistas precoces tienen una aguda memoria vi­sual, muestran una atención notable a los detalles y son capaces de dibujar con realismo y crear la ilusión de profundidad años antes que sus coetáneos. Winner cree que estos niños poseen un talento innato propulsado por una «rabia por dominar», una pasión tan intensa que los obliga a dibujar o pintar en cuanto tienen ocasión.


Estas características se cumplen al pie de la letra en el caso de Picasso, quien se jactaba de ser un pintor excepcional ya de niño. Tras asistir a una exposición de arte infantil en 1946, hizo la famosa afirmación conforme él jamás habría podido participar en una iniciativa semejante, porque «a los 12 años yo dibujaba como Rafael». Sus familiares recordaban que de niño se pasaba horas enteras dibujando, y que a veces aceptaba encargos –el dibujo favorito de su prima María era un burro– hasta que tenía que parar de puro agotamiento. Las obras más tempranas que se conservan datan de 1890, cuando cumplió los nueve años, e incluyen el óleo El picador.

Un par de años más tarde Picasso estaba pintando retratos de parientes y amigos. A los 16 su trabajo le había granjeado una plaza en la prestigiosa Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid. En el Museo del Prado estudió a los maestros españoles que admiraba, como Velázquez y El Greco. El arte, dice Claude, era «su único interés. Su única identidad. Era un artista de los pies a la cabeza».

Niños prodigio

La inmensa mayoría de los niños prodigio no se convierten en genios de adultos, por mucho que lleguen a perfeccionar su habilidad. La genialidad requiere una personalidad capaz de obrar un giro copernicano, dotada de la valentía y la visión necesarias para transformar una disciplina dada. Picasso era un niño cuando Paul Cézanne, Georges Seurat y otros postimpresionistas se liberaron de las pinceladas luminosas del impresionismo, añadiendo a sus lienzos definición formal e intensidad emocional.

Cuando llegó su momento, Picasso embistió con la fuerza de un toro en el ruedo. Con su pintura de 1907 Las señoritas de Aviñón, el pintor subvirtió la composición, la perspectiva y la estética tradicionales. El lienzo, un quinteto de mujeres desnudas en un burdel –los rostros distorsionados, los cuerpos quebrados–, alarmó incluso a sus amigos íntimos, pero se convertiría en la piedra angular de un movimiento artístico radical, el cubismo, y terminó encabezando la lista de los cuadros más importantes del siglo XX. En ese momento Picasso «echó por tierra todo cuanto se sabía sobre la pintura», afirma Claude.

Su arte nunca buscó complacer. ¿Por qué, entonces, nos cautiva hasta tal punto?


Su arte nunca buscó complacer. Evitaba los encargos, porque prefería pintar lo que le daba la gana, y esperaba que el público se interesase por ello, dice su hijo. ¿Por qué, entonces, nos cautiva hasta tal punto? También en este sentido la ciencia empieza a aportar material interesante. En el campo emergente de la neuroestética, los investigadores trabajan con imágenes cerebrales para comprender mejor la reacción de la gente ante el arte, ya sean los nenúfares de Claude Monet o los rectángulos de Mark Rothko.

Edward Vessel, neurocientífico del Instituto Max Planck de Estética Empírica de Frankfurt, sometió a escáneres cerebrales a un grupo de individuos mientras evaluaban en una escala del uno al cuatro su reacción ante más de un centenar de imágenes artísticas. Como era de esperar, el sistema visual de los participantes se activaba cada vez que miraban una pintura. Lo interesante es que solo las obras más impactantes –las que ellos percibían como especialmente bellas o incluso sorprendentes o fascinantes– activaban la «red neuronal por defecto» del cerebro, que nos permite concentrarnos en nuestro propio interior y acceder a nuestros pensamientos y sentimientos más íntimos.



Este equilibrio de visión externa y contemplación interna es poco habitual, dice Vessel. «Constituye un estado cerebral único».
Esta experiencia articula una relación especial entre el espectador y el arte, haciendo que las obras cobren vida. El neurocientífico Eric Kandel, gran coleccionista de arte, afirma que las imágenes que nos desafían hacen que el espectador participe con el artista en el proceso creativo. El cerebro humano es capaz de absorber pistas fragmentarias y reconstruir imágenes relativamente coherentes. «Tenemos una enorme capacidad para completar los detalles que faltan», dice.

¿Pero cómo? En un estudio en curso, Kandel, codirector del Instituto Zuckerman de la Universidad Columbia, somete a los participantes a un escáner cerebral mientras completan una serie de ejercicios con cuadros figurativos y abstractos de Rothko, Mondrian y otros pintores. Daphna Shohamy, colaboradora de Kandel, explica que buscan determinar si el arte abstracto eleva la actividad del hipocampo, el almacén de recuerdos del cerebro. Si así fuese, apuntaría a que a nivel biológico los humanos echamos mano intuitivamente de nuestras propias experiencias cuando vemos y procesamos el arte complejo.

Es una dinámica que Picasso parece haber entendido mucho antes de que la neurociencia estuviese en condiciones de corroborarla. «Un cuadro –dijo una vez– solo vive gracias a quien lo mira».

Los mejores pintores de la época

El viaje hacia la grandeza nunca se hace en solitario. Picasso halló a sus primeros gurúes creativos en el café barcelonés Els Quatre Gats, donde se codeaba con pintores españoles más experimentados, cada uno de los cuales contribuyó a «la estimulación que alimentó las primeras fases del ascenso vertiginoso de Picasso», escribe John Richardson, biógrafo del pintor y gran amigo suyo.

En París, donde se estableció con 22 años, se incorporó a otro grupo de mentes exuberantes: los escritores Guillaume Apollinaire y Gertrude Stein y los pintores Henri Matisse, André Derain y Georges Braque, el otro cubista por excelencia. La bande à Picasso, tal y como se conocía su camarilla original, espoleó la creatividad y la competitividad del pintor.

Así y todo, los comportamientos y rasgos singulares de Picasso siempre llamaron la atención. Lo impulsaba una obsesión, una dedicación vo­­raz a su arte, una rabia por dominarlo que nunca se atenuó. «Era casi neurológico, algo que lo obligaba a una hiperactividad constante», dice Diana Widmaier Picasso, historiadora del arte y nieta de Picasso y Marie-Thérèse Walter, una de las musas más radiantes del pintor con la que tuvo una aventura secreta.



Picasso veía posibilidades en cualquier cosa, y tanto grababa un búho o una cabra en una piedra de la playa como formaba la cara de un babuino esculpido con dos cochecitos de juguete de su hijo o creaba su famosa Cabeza de toro con un sillín de bicicleta y un manillar oxidado rescatados de una pila de chatarra. Producía sin cesar: cuadros, esculturas, cerámica, incluso joyas. «Tenía la capacidad de renovarse constantemente –dice Diana–.

Era tan prolífico que casi resulta incomprensible». Picasso decía ignorar de dónde procedían sus ímpetus creativos, pero hervían en su cabeza, y los diferentes elementos alcanzaban la compleción por obra de sus manos y pinceles.

Tenía una memoria acerada y colosal que le servía de almacén de inspiraciones. «Era una esponja», dice Emilie Bouvard, conservadora del Museo Picasso de París. Le pregunto cuál es la cualidad que mejor describe la maestría de Picasso. «En mi opinión, el ensamblaje», responde, la capacidad de escudriñar y entrelazar estratos de recuerdos: una conversación con un poeta, las expresiones sobrecogedoras de unos personajes de El Greco, el popurrí sensorial de Málaga, un bote de pintura de su estudio. En su reflexión, Bouvard recurre a la expresión francesa faire feu de tout bois: hacer lumbre con cualquier leña. «He ahí la genialidad de Picasso», concluye.

Talento, entorno, oportunidad, personalidad: Picasso lo tenía todo. También suerte. Llegó a la mayoría de edad cuando la fotografía se apro­piaba del objetivo tradicional de la pintura, el realismo. El mundo del arte ya estaba abierto a la ruptura de las reglas y a la subversión, dice el sociólogo del arte András Szántó, y los medios de comunicación tenían métodos innovadores para celebrarlo. Picasso, sabedor de su talla, gestionó de manera magistral su imagen de marca. «Era plenamente consciente de su talento –dice de su abuelo Olivier Widmaier Picasso, hermano de Diana–. Sabía que pasaría a la posteridad».

Picasso, el apellido de su madre

Desde el principio se despojó del apellido pa­terno, Ruiz, y adoptó el de su madre, Picasso, por parecerle más memorable. Empezó a fechar sus cuadros para que algún día alguien los secuen­ciase en orden cronológico. Invitaba a los fotógrafos a retratarlo en poses cargadas de fuerza ante sus lienzos, bailando a pecho descubierto con su amante y jugando con sus hijos en la playa. En 1939 ya había ocupado la portada de la revista Time, que lo había llamado «el acróbata del arte». En 1968, cinco años antes de su muerte, la revista Life le dedicó un número doble de 134 páginas. «Logró engarzar su biografía con los principales puntos de inflexión de nuestra cultura –afirma Szántó–. Logró interpretarla a la perfección».

El legado de la genialidad es un arrollador affaire con la fama y el aplauso, que a menudo lleva implícito el sufrimiento personal. Las ca­­racterísticas que engendraron las creaciones picassianas –su pasión por su obra y sus transgresiones– valieron a su autor elogios y aun una adoración casi religiosa.

Hasta que el año pasado se vendió por más de 450 millones de dólares el Salvator Mundi de Leonardo da Vinci, Las mujeres de Argel de Pablo Picasso era el cuadro más caro jamás subastado (179,4 millones de dólares). Las exposiciones del pintor malagueño siguen ba­tiendo marcas de asistencia; ahora la atención del mundo del arte se centra en una exposición en Londres: «Picasso 1932: amor, fama, tragedia».

Picasso el mujeriego

Sin embargo, esas mismas cualidades también deterioraron sus relaciones personales, a veces hasta aniquilarlas. Temiendo la enfermedad y la muerte, pasaba de una mujer a otra, a menudo mucho más jóvenes que él, quizás en parte para engañar a la vejez. Ávido de mujeres, las atraía con su carisma. Picasso poseía «un fulgor, un fuego interior», escribió Fernande Olivier, que convivió con él en París entre 1904 y 1912, «y yo no pude resistirme a su magnetismo».

«Su obra genial exigía sacrificios humanos. Conducía a la desesperación a todos los que lo rodeaban, y los fagocitaba»



Pero también podía ser celoso y misógino, haciendo gala de conductas que hoy avivan el debate público sobre si el comportamiento de un artista debería influir en la percepción de su obra. «Una constante a lo largo de toda su vida fue el sacrificio de las mujeres para alimentar su arte», escribió el biógrafo Richardson. Françoise Gilot, también pintora y madre de Claude y de Paloma, conoció a Picasso en un café en 1943, cuando tenía 21 años y él, 61. En sus memorias narraba que Picasso le había apagado un cigarrillo en la mejilla y la había amenazado con tirarla al Sena desde el Pont Neuf. El único amor eterno de Picasso fue su arte. A su muerte se encadenaron las tragedias: se suicidaron su viuda, Jacqueline, su amante Marie-Thérèse y su nieto Pablito.

Los hijos y nietos supervivientes tienen sentimientos encontrados hacia su figura. Su nieta Marina Picasso, hija de Paulo, es quien ha expresado un juicio más severo. «Su obra genial exigía sacrificios humanos –escribió en su libro de 2001–. Conducía a la desesperación a todos los que lo rodeaban, y los fagocitaba». Pero otros, como Bernard, medio hermano de Marina, que tenía 14 años a la muerte de Picasso, y los primos más jóvenes de estos, Olivier y Diana, que no llegaron a conocerlo, han asimilado la biografía de su abuelo en otros términos. Aunque reconocen el trauma, agradecen la obra y la fortuna que legó, algo que no solo ha determinado el rumbo de sus vidas, sino que también les ha dado libertad económica. «La vida está llena de dramas. No solo pasa en nuestra casa –me dice Bernard–. Estoy muy agradecido por lo que he recibido de Picasso».

A fin de cuentas, el viaje de Picasso desde su talento innato hasta el patrimonio que legó es la historia de una conquista sublime.
«Pocos rincones dejó intactos e indemnes», dice Claude, sentado entre las obras de su padre y de su madre que decoran su hogar. Cuando le pregunto cómo explica la genialidad de su padre, me ofrece la contestación más sencilla posible: «¿Que cómo la explico? No la explico –me dice–. Simplemente la entendía. Desde mi más tierna infancia me resultaba evidente».