Un ególatra sediento de poder, huraño, cruel y, hasta cierto punto, vulgar frente a una personalidad única, el estadista irrepetible que extendió los ideales revolucionarios por toda Europa gracias a su genio militar incomparable. El primero es Napoleón Bonaparte según la la imagen transmitida por sus enemigos tras derrotarlo en la batalla de Waterloo, el segundo es también el emperador Napoleón, esta vez visto a través de los ojos de sus hagiógrafos.
Estos días la figura de Napoleón vuelve a estar de moda gracias a la épica (y polémica) biografía que acaba de estrenar Ridley Scott, en la que presenta a un emperador más cercano al que “padecieron” e imaginaron sus enemigos. En el lado opuesto, los apologetas cuentan desde hace dos siglos con una obra de arte promovida desde la propia corte imperial: La consagración de Napoleón I, inmortalizada por el pintor francés más sobresaliente de la época, Jacques Louis David.
Cada detalle de la pintura está meticulosamente medido para servir a la gloria del emperador y plasmar la legitimidad de un poder imperial basado no en el derecho divino, sino en las virtudes únicas del nuevo monarca, que lo identificaban con los emperadores romanos o con Carlomagno.