Estilo de Vida

Los interiores nunca antes vistos del Palacio de Buckingham

El Palacio de Buckingham es un dechado de maravillas, cuyos espacios utilitarios fueron diseñados tanto para entretener como para deslumbrar
Palacio de Buckingham
El enigmático Palacio de Buckingham, residencia de la monarquía británicaCortesía de Rizzoli

A Ashley Hicks se le encomendó una tarea de ensueño: perderse por el palacio a lo largo de diez días en compañía de su cámara réflex digital Canon con la misión de fotografiar 21 de sus espléndidas habitaciones, varias de ellas jamás abiertas al público (contaba, cierto es, con cierto nivel de confianza: el abuelo de Hicks, Lord Mountbatten de Birmania, era tío del príncipe Philip; y el príncipe Carlos es el padrino de India, la hermana de Hicks).

Hicks decidió capturar todas ellas con la luz natural que fluye a través de los vastos ventanales, y el resultado, solo el Palacio de Buckingham lo sabe. Hablamos de unos interiores sensacionales: dorados deslumbrantes, destellos de bronce y piedra labrada, relámpagos de cristal y colores saturados que palpitan en la página. ¡Y qué colores! El falso lapislázuli de las columnas de la Sala de Música (que decoró Joseph Browne en 1815 por unos honorarios de mil quinientas quince libras) ha sido restaurado recientemente a su esplendor original; el carmesí de la Sala del Trono de Thomas Nash rodea los tronos de ecos carolinos fabricados expresamente para la reina Isabel y el príncipe Philip por White Allom & Company en 1953; y las cortinas y la tapicería amarillas de la Sala Blanca, estancia dominada por el retrato que pintó François Flameng de la reina Alexandra –cuya belleza ya por entonces se sublimó con lo último en cosméticos–, se envuelven en pálido satén y tul.

Los interiores del Palacio de Buckingham es una publicación de la editorial Rizzoli

Cortesía de Rizzoli

Por todas partes se hallan retratos de Winterhalter, además de cariátides en mármol claro junto a elaborados suelos con incrustaciones, chandeliers de cristal o la Orden de la Jarretera tejida en forma de gruesa alfombra. Pero Hicks también ha documentado detalles anecdóticos e inesperados: un escritorio del siglo XVIII, tomado de la colección real francesa tras la Revolución, que se cubre con un sudario de lino para proteger del sol su frágil marquetería; una puerta secreta insospechada que conduce al Royal Closet, donde la familia real se reúne antes de las grandes ocasiones de estado. La sala está pertrechada de los tesoros arquitectónicos que adquirió Jorge IV, gran amante del lujo –en este caso trasladados desde su residencia de soltero, la Carlton House–, y de gabinetes repletos de colecciones de ligerísima porcelana y objetos chinos de piedra labrada. El extraordinario ojo de Hicks también percibe esos detalles que apenas alcanzamos a ver tras las cuerdas de terciopelo que nos separan de ellos, como el carro de Phaeton en bronce dorado que corona un reloj misterioso tipo Imperio o la bacanal romana que decora una repisa de mármol tallado.

Desde 1993, el palacio se ha abierto al público todos los veranos una vez que la reina Isabel se traslada a Balmoral, el castillo de las Highlands de Escocia que destina para sus vacaciones. Visitar lugares de interés es una de las actividades que más me gusta hacer en Londres, y la Galería de la Reina adyacente suele albergar una muestra encantadora. Por supuesto, las mayores revelaciones que encontramos en el libro de Hicks son las imágenes de aquellas habitaciones que no se abren al público, en particular las del ala diseñada por Blore para la reina Victoria, construida para conectar el antiguo edificio en forma de U (creando con ello un patio central cerrado) y provista más tarde de una nueva fachada. Estas estancias dan al famoso balcón donde la familia real comparece reunida para eventos especiales, tales como asistir al Trooping of the Color o el beso de los novios tras una boda real. Es curioso descubrir la profusión de excéntricos muebles Chinoiserie, chimeneas y elementos arquitectónicos que la reina Victoria –por suerte– instaló allí (contra las reticencias de Blore) trayéndolos del otro gran templo de extravagancia de su tío Jorge IV, el Brighton Pavilion. Como regente primero y como rey después, Jorge IV fue criticado ferozmente por su tendencia al derroche (el gobierno, ergo el pueblo británico, tenía constantemente que financiarlo) y su gusto desenfrenado se volvería impopular en la Inglaterra victoriana, por lo que el mérito de que estas piezas sobrevivan en todo su esplendor es solo atribuible al cariño de su sobrina. Lo que las imágenes de Hicks transmiten a la perfección es el pastiche de gustos generacionales que se han ido superponiendo para hacer de esta casa, como en tantas otras casas británicas, un lugar de infinito placer y hallazgo.

Espacios nunca antes vistos del Palacio de Buckingham

Cortesía de Rizzoli

A finales del siglo XVII, las tierras donde hoy se asienta el Palacio de Buckingham no eran más que un jardín de moras, plantado para alimentar a los gusanos de seda. Cuando el duque de Buckingham construyó su residencia allí un siglo más tarde, en 1703, se trataba básicamente de una gran mansión rural en las afueras de la ciudad. Su diseño se inspiró aparentemente en la obra de William Talman –cuyo gran logro fue diseñar la mansión Chatsworth del Duque de Devonshire, y la decoración de la magnífica escalera se encargó al pintor Louis Laguerre (también responsable del imponente Painted Hall de Chatsworth).

Poco después de casarse, el rey Jorge III y la reina Charlotte compraron la propiedad a la anciana viuda del duque, y al fin se convirtió en una residencia real. William Chambers y Robert Adam fueron convocados para llevar a cabo una serie de mejoras, pero el joven rey de carácter fuerte consideró que el trabajo de Adam resultaba demasiado florido y otorgó prevalencia a los planes de Chambers. El rey vivía en la planta baja y no parecía dispuesto a alterar el planteamiento anticuado preexistente; mientras que los aposentos de su esposa, situados en la planta superior, pronto fueron redecorados con lo más exquisito del gusto de la época.

Cuando el rey murió tras un largo período de locura (ahora sabemos que sufría de porfiria), su disoluto hijo, Jorge IV, que había ejercido de regente durante una década, presionó al Parlamento para destinar más fondos a transformar la Casa de Buckingham en un palacio digno de un rey. Contrató a John Nash, quien concibió un exuberante esquema teatral que aún no había acabado en el momento de su muerte. El sucesor en el trono, su hermano Guillermo IV, y la reina Adelaida, siguieron escrupulosamente sus planes, pero este rey tampoco vivió para verlos. La sobrina de Guillermo IV, la reina Victoria, encargó a su esposo, el príncipe Alberto –dotado para la estética– la supervisión de las obras, pero su esquema de inspiración renacentista provisto de vibrante colores sería desechado posteriormente por su hijo, Eduardo VII, quien decidió encalar la mayoría de las superficies. El arquitecto Blore agregó un ala con más habitaciones para acomodar a la familia de la reina Victoria –la cual crecía a pasos agigantados–; y ahora sabemos que, felizmente, equipó algunas de ellas con lo que rescató del fantástico Brighton Pavilion de su tío Jorge IV, decorado con lo más granado del estilo Chinoiserie.

Hablamos de unos interiores sensacionales: dorados deslumbrantes, destellos de bronce y piedra labrada, relámpagos de cristal y colores saturados

Cortesía de Rizzoli

El extraordinario ojo de Hicks también percibe esos detalles que apenas alcanzamos a ver tras las cuerdas de terciopelo que nos separan de ellos

Cortesía de Rizzoli

En la siguiente generación, el arquitecto Sir Aston Webb revistió de nuevo la ruinosa fachada, transformando el exterior en la estructura grandilocuente que hoy conocemos. Por su parte, la formidable esposa del rey Jorge V, la reina María, apasionada de las antigüedades y los objetos de arte, comenzó a reformar los interiores. A su vez, su hijo Jorge VI inició más cambios; y se rumorea que su esposa, la reina Isabel (a posteriori la reina madre) fue quien impulsó sustituir el adamascado verde oliva por la gran galería llena de cuadros sobre papel de pared en terciopelo rosa con motivos florales, elección que en mi opinión otorga hoy a la espléndida galería –repleta de incalculables tesoros de los grandes maestros de la pintura– un aura de tocador de los años treinta. Entretanto, el reinado de su hija, la reina Isabel II, traería sus propios cambios y, en algunos casos (esas falsas columnas de lapislázuli, por ejemplo), escrupulosas restauraciones arqueológicas.

¿Siguen conmigo? Sé que es mucha información que digerir, pero se trata en definitiva de un libro emocionante que nos ilumina con las fotografías de Hicks y nos informa con textos muy entretenidos. Nuestra casa, ya jamás la miraremos con los mismos ojos.

La fotógrafa Ashley Hicks plasmó su recorrido de diez días por el Palacio de Buckingham en un libro de excepción

Cortesía de Rizzoli

Desde 1993, el palacio se ha abierto al público todos los veranos una vez que la reina Isabel se traslada a Balmoral, el castillo de las Highlands de Escocia que destina para sus vacaciones

Cortesía de Rizzoli

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