Citius, altius, fortius (parte II) – Revista Hegemonía

Citius, altius, fortius (parte II)

Después de tres décadas idílicas entre los juegos de Atenas 1896 y Los Ángeles 1932, años en los que en el olimpismo las tensiones geopolíticas apenas estaban expresadas en casos muy aislados, la edición de Berlín 1936 vendría a traer la guerra a las pistas, canchas, gimnasios y piletas de natación. Los juegos olímpicos organizados por la Alemania nazi en su apogeo y tres años antes de la II Guerra Mundial inauguran definitivamente el tiempo de lo olímpico como expresión simbólica por antonomasia de la lucha en la verdadera política, que es la geopolítica. Hitler y Goebbels hicieron morder el polvo a estadounidenses, británicos y franceses, cosa que iba a tener extraordinarias consecuencias tanto en el deporte de alto rendimiento como en el concierto de las naciones.

Aunque en los primeros 30 años de su existencia no servirían como instancia para dirimir claramente las tensiones geopolíticas del momento, como veíamos en la primera entrega de esta serie, los juegos olímpicos de la modernidad fueron interpretados al menos por una potencia mundial como una vidriera en la que las naciones pueden y deben exponer el nivel de desarrollo humano y social alcanzado por sus proyectos políticos. Fueron los estadounidenses quienes desde el vamos les dieron a los juegos olímpicos una importancia o un carácter de interés nacional que sus rivales en el concierto de las naciones tardaron en descubrir. Así, en las nueve ediciones de las olimpiadas modernas de verano realizadas entre Atenas 1896 y Los Ángeles 1932 —descartando la edición intercalada de 1906, que actualmente no es reconocida por el Comité Olímpico Internacional (COI)— los Estados Unidos lideraron casi siempre el medallero con mucha comodidad.

Las únicas dos excepciones tuvieron lugar en las ediciones de París 1900 y de Londres 1908, en las que los anfitriones tomaron la punta de la tabla de medallas dejando a los estadounidenses en el segundo lugar. Esas anomalías se explican fácilmente por el factor de la localía, que en esos tiempos de largos y costosos viajes por el mar resultaba en que los deportistas locales fueran siempre mucho más numerosos y tuvieran en la competencia una enorme ventaja deportiva sobre los visitantes. De lograr reunir el dinero para llegar al evento, lo que en sí ya no era fácil, estos debían pasar días y a veces semanas en un buque, llegando finalmente a destino en condiciones desfavorables respecto a quienes ya estaban allí. Este factor, entre otros que podrían incluir la incidencia de árbitros y jueces “localistas”, explican por qué Francia en 1900 y Gran Bretaña en 1908 les hayan arrebatado el liderazgo en el medallero a los Estados Unidos.

Pero eso es todo. En condiciones de relativa normalidad y neutralidad del terreno los Estados Unidos fueron dueños y señores de las olimpiadas hasta los juegos de Los Ángeles 1932. En este evento, por cierto, el dominio de los Estados Unidos fue muy patente con 41 medallas de oro, 32 de plata y 30 de bronce (un total de 103) obtenidas por ese equipo nacional, muy por encima de las 12 de oro, 12 de plata y 12 de bronce (36 en total) conquistadas por el escolta de aquel año, que fue Italia. Aquí la localía jugó en favor del yanqui, al igual que en San Luis 1904, donde la paliza fue aún más fuerte: 73 de oro, 83 de plata y 80 de bronce (239 en total) contra unas modestísimas 4 de oro, 4 de plata y 5 de bronces (total de 13) obtenidas por Alemania para ubicarse en el segundo puesto de la tabla. Un impresionante 84% de las medallas olímpicas en San Luis 1904 quedaron para el local.

Afiche épico de los juegos olímpicos de Berlín 1916, cuya realización sería suspendida por la I Guerra Mundial y luego restituida por el COI a Alemania dos décadas más tarde, en 1936. Al igual que en París 1900 y Londres 1908, es probable que aquí la dominación estadounidense iba a estar amenazada de realizarse estos juegos. Eso fue lo que ocurrió en efecto en Berlín 1936, cuando por primera vez una potencia con proyecto político alternativo al liberalismo occidental ocupaba el liderazgo del medallero al terminar esa edición de los juegos.

Todo esto habla de la importancia que los Estados Unidos les han otorgado a los juegos olímpicos, de la seriedad con la que el gobierno de ese país encaró desde siempre la cosa. Lo que veían los estadounidenses con meridiana claridad y los demás no lograron comprender en tres décadas era el gran potencial propagandístico del deporte olímpico o de alto rendimiento. Los juegos olímpicos fueron para los Estados Unidos un modo de reafirmar la superioridad de su proyecto político y de su identidad nacional sobre todos los demás, así lo entendieron y lo siguen entendiendo ellos. Y fueron los únicos, por lo que se desprende de la documentación histórica, hasta que se anoticiaron Joseph Goebbels y Adolf Hitler para hacer de Berlín 1936 una de las ediciones olímpicas más significativas tanto en lo deportivo como en lo político, que es lo que realmente importa en el mundo.

Habiendo sido suspendidos en 1916 porque la guerra es más importante y estaba entonces en curso la I Guerra Mundial, los juegos olímpicos de Berlín fueron realizados 20 años más tarde, en 1936, pero ya en un contexto muy distinto. Después de la derrota de Alemania en ese conflicto mundial y su humillación en el Tratado de Versalles había llovido mucho y en el torrente llegó el nacionalsocialismo alemán con Hitler a la cabeza y la reivindicación de la grandeza nacional que los alemanes habían perdido. De una manera objetiva y sin caer en valoraciones ideológicas, lo que ocurre en Berlín 1936 es la expresión máxima del “Deutschland über alles, über alles in der Welt” (“Alemania encima de todo, por encima de todo en el mundo”), es Hitler aprovechando los juegos olímpicos para refregarles en la cara a sus rivales occidentales, Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos, la superioridad del proyecto político nacionalsocialista sobre el liberalismo y del pueblo-nación alemán sobre los demás pueblos-nación.

Con mucha más seriedad que en 1916 y con una carga ideológica significativamente más pesada —aquí ya está la mano de Joseph Goebbels— se produjo la identidad gráfica de los juegos de Berlín 1936, en los que Alemania iba a barrer a los Estados Unidos echando por tierra la idea de la superioridad del proyecto político liberal de Occidente. Hitler daba el batacazo y en Washington se ponían nerviosos porque veían lo que estaba por venir y vino nomás en 1939.

Entonces Berlín 1936 puede considerarse la primera edición de los juegos olímpicos en la que la geopolítica se mete de lleno en la conversación con una rivalidad clara entre proyectos distintos u opuestos. Hasta Los Ángeles 1932 el debate fue entre liberales occidentales de Europa y de América, pero de liberales occidentales al fin y al cabo, no había realmente nada más que una rivalidad si se quiere chovinista entre estadounidenses, británicos y franceses que en lo político estaban de acuerdo en todo. Las olimpiadas en sus primeras nueve ediciones entre 1896 y 1932 fueron un evento en el que hubo interés de la política y desde luego mucho más interés aún por parte de la política de la Casa Blanca en Washington, de eso nadie duda. Pero el lío geopolítico verdadero iba a empezar en Berlín 1936 e iba a continuar en lo sucesivo hasta la actualidad.

Obsérvese la cosa por el resultado final, que es el medallero: es Alemania la que lo domina, 33 medallas de oro, 26 de plata y 30 de bronce (89 en total), una ventaja considerable sobre los Estados Unidos otra vez empujados al lugar del escolta con 24 de oro, 20 de plata y 12 de bronce (un total de 56). Aún peor les fue a los demás socios liberales de Occidente al quedar Francia relegada a un pobre quinto puesto con 7 medallas de oro, 6 de plata y 6 de bronce (19 en total y empate final con Finlandia) y Gran Bretaña al décimo lugar de la tabla con 4 de oro, 7 de plata y 3 de bronce (un total de 14). Los alemanes se impusieron claramente sobre quienes serían más tarde, desde 1939, sus enemigos en el campo de batalla. ¿Qué puede interpretarse de estos datos de la realidad? Pues que en 1936 Hitler y Goebbels llegaron a comprender lo que en Washington siempre se supo, esto es, que los juegos olímpicos son una instancia simbólica de la guerra.

Los juegos olímpicos de Los Ángeles 1932 fueron los últimos de la hegemonía occidental en el olimpismo y cierran una era que podría caracterizarse como de la inocencia, un periodo de tres décadas en el que la geopolítica no se había metido aún de lleno en el deporte olímpico o por lo menos no haciendo de ello un campo de batalla en el que los distintos proyectos políticos dirimen simbólicamente sus diferencias. A partir de Berlín 1936 se da el giro definitivo y se anuncia lo que estaba por venir: el enfrentamiento sin cuartel por las medallas de oro en el marco de la Guerra Fría.

Y también una vidriera donde los países exponen sus logros en materia de desarrollo económico, humano y social, cosa que Stalin también habría de comprender después de la II Guerra Mundial y que será analizada en una próxima entrega de esta serie. Basta por el momento con observar que por primera vez en la historia los liberales de Occidente salían derrotados de un evento deportivo que ellos habían creado para sí mismos con la finalidad simbólica de medirse mutuamente sin tirar tiros. He ahí toda la verdad que el olimpismo evita decir porque es incómoda, pero es la verdad al fin: los nobles ideales del barón de Coubertin y sus congéneres nunca estuvieron en los presupuestos de las potencias mundiales. La cuestión siempre fue ganar y fundamentalmente ganarles a los demás liderando el medallero para demostrar la superioridad propia.

Con un proyecto político alternativo y claramente antiliberal, Alemania fue la primera potencia industrial que lo hizo después de los Estados Unidos, fue sin lugar a duda el segundo país que se tomó seriamente, como un asunto de Estado, la dominación del medallero olímpico con fines propagandísticos. Francia y Gran Bretaña nunca estuvieron en condiciones de hacerlo y puede decirse que tampoco les interesó demasiado por comprender que ya habían sido superados por los Estados Unidos y de cierta forma tendían a aceptar el lugar de satélites de Washington que el cierre de la II Guerra Mundial habría de sacramentar. El verdadero desafío a la hegemonía liberal de Occidente en el campo de batalla del deporte de alto rendimiento lo plantean primero los nazis alemanes y luego, como veremos en esta serie, el socialismo soviético desde Helsinki 1952 en adelante.

El atento lector puede estar seguro de que ese batacazo de los alemanes hizo mucho ruido y hasta generó cierta perplejidad en los Estados Unidos. Las crónicas de la época dan cuenta de la gran incomodidad de los dirigentes políticos frente al hecho de que con un nuevo liderazgo carismático los derrotados en la I Guerra Mundial y humillados en sus postrimerías como consecuencia lógica de esa derrota levantaban cabeza y afirmaban ante el mundo su voluntad de volver a sentarse en la mesa chica. Alemania era un problema serio en 1936 y habría de serlo mucho más en los años siguientes hasta provocar nada menos que la guerra mundial en la exigencia de un nuevo reparto colonial del mundo. A fin de cuentas, el liberalismo de las potencias occidentales no podía ser tan superior si un pueblo-nación que había sido pulverizado en un pasado muy reciente le propinaba una paliza en lo deportivo.

Al final de su vida y habiendo observado el batacazo de Hitler en los juegos de Berlín 1936, Stalin resuelve que la Unión Soviética debe ser también una potencia olímpica y dispone los recursos para lograr ese objetivo. En talento natural de los rusos hizo el resto del trabajo y en un plazo cortísimo la URSS pasó de no tener virtualmente representación alguna en el olimpismo a dominar el medallero desplazando a los Estados Unidos de ese lugar de privilegio. Después de los nazis fueron los soviéticos la pesadilla de los yanquis, dándole la razón al General Patton en su conclusión de que en la II Guerra Mundial los estadounidenses habían enfrentado al enemigo equivocado. El problema para el liberalismo occidental siempre estuvo en Moscú.

Fue así cómo el mundo interpretó el batacazo alemán en Berlín 1936, razón por la que los Estados Unidos debieron invertir muchísimo en Hollywood para hacer la sobreexposición de Jesse Owens. Como se sabe, Owens ganó cuatro medallas de oro en Berlín 1936 —100 y 200 metros llanos, salto de longitud y relevo 4×100 metros— y fue presentado por la propaganda del régimen liberal estadounidense como el atleta más destacado de aquellos juegos, cosa que era y sigue siendo rigurosamente cierta. La cuestión es que en la narrativa estadounidense Owens, un negro, véase bien, solito había derrotado a la Alemania nazi con su supremacía racial aria y todo lo que el atento lector ya conoce.

Aquí hay una enorme hipocresía de la que el gobierno de los Estados Unidos no se privó en su esfuerzo por disimular la derrota en el medallero de Berlín 1936. Para empezar, los negros estadounidenses estaban y habían de seguir estando por mucho tiempo aún segregados del resto de la sociedad en su propio país, de modo que en términos de afirmar ideológicamente la superioridad blanca yanquis y alemanes más bien coincidían, esa no era la rosca. El mismo Owens cuenta en sus memorias que recibió un documento oficial de felicitación del gobierno nazi y que, en cambio, ni siquiera fue invitado por el entonces presidente estadounidense Franklin Roosevelt al agasajo que la Casa Blanca les hizo a sus atletas olímpicos y tampoco le llegó jamás ningún reconocimiento oficial. Washington usó a Owens con el fin de disimular la derrota en el medallero y literalmente lo descartó por negro.

El sensacional y legendario Jesse Owens, usado por los Estados Unidos para disimular la derrota en los juegos de Berlín 1936 y luego descartado por ser negro. La gran hipocresía de un país en el que los negros se consideraban subhumanos y vivían segregados, pero a la vez eran utilizados para la propaganda del régimen liberal que los oprimía. Otro tanto habría de ocurrir más tarde con Muhammad Alí y con tantos otros que llenaron de gloria el deporte estadounidense y fueron ninguneados por una clase dirigente que era más racista que los propios nazis.

Lo cierto es que más allá de la propaganda contingente que Washington hizo para poner el foco sobre una parte e invisibilizar el todo, del árbol que tapa el bosque, Hitler y Goebbels lograron en Berlín 1936 su objetivo que era el de poner simbólicamente Alemania encima de todo, por encima de todo en el mundo, lo que probablemente los envalentonó aún más y puede contarse como un antecedente necesario de la posterior expansión territorial de los nazis que estuvo en la base de la II Guerra Mundial. Lamentablemente los juegos de Helsinki 1940 y Londres 1944 fueron suspendidos por esa misma guerra y nunca sabremos si el triunfo de Alemania resultó de su localía en Berlín 1936 o si los nazis en efecto hicieron una potencia olímpica de la nada misma. Alemania salió destruida de la II Guerra Mundial y los alemanes tardarían varios años hasta retomar cierto protagonismo.

Dispersos, por cierto, al calor de la Guerra Fría que opuso al liberalismo de Occidente y al socialismo de Oriente ya a partir de Londres 1948 y con más intensidad desde Helsinki 1952. También como consecuencia del descalabro de la II Guerra Mundial los alemanes no figurarían en Londres 1948, lo harían muy modestamente en Helsinki 1952 y luego bajo la triste entelequia de un “equipo unificado” entre Melbourne 1956 y México 1968. Recién al finalizar la reconstrucción de la posguerra y ya como locales en Múnich 1972 el pueblo-nación alemán volvería a tener una fuerza olímpica considerable, aunque ahora dividido. En Múnich 1972 La República Democrática Alemana (o Alemania Oriental, la socialista) cosecharía 20 medallas de oro, 23 de plata y 23 de bronce (66 en total y tercer puesto en la tabla, solo por debajo de las ahora superpotencias Unión Soviética y Estados Unidos), mientras que la República Federal de Alemania (o Alemania Occidental, la liberal) haría algo menos con 13 de oro, 11 de plata y 16 de bronce, con un total de 40 medallas para ubicarse en el cuarto puesto de la tabla general.

Muchos años después de la debacle en la II Guerra Mundial los alemanes habrían de volver a ser protagonistas en los juegos olímpicos, aunque ahora compitiendo en dos equipos distintos. Uno de ellos fue el de la República Democrática Alemana (DDR, por sus siglas en alemán) o Alemania Oriental, pequeña nación socialista nacida al calor de la Guerra Fría que resultó ser una potencia olímpica un poco por la influencia de los soviéticos y otro tanto por la natural aptitud del pueblo-nación alemán. Al igual que Cuba, Alemania Oriental hizo morder el polvo a países mucho más grandes y ricos en el medallero durante varios ciclos olímpicos.

Pero ese es el asunto de las próximas entregas de esta serie olímpica y, por supuesto, geopolítica. Primero deberán resolverse las tensiones que en Berlín 1936 quedaron expresadas muy explícitamente, deberá establecerse en la posguerra el nuevo orden mundial con la emergencia de los Estados Unidos y la Unión Soviética como superpotencias en todos los campos de la actividad humana —también en el deporte olímpico de alto rendimiento, claro está— y, en una palabra, deberá reconfigurarse el mapa olímpico de cara a la segunda mitad del siglo XX. Lejos de restarles importancia a los juegos olímpicos como expresión de las tensiones políticas del mundo, la llamada “pax nuclear” entre Oriente y Occidente (que hasta el presente viene evitando el estallido de una III Guerra Mundial abiertamente declarada) intensificó todavía más el uso del olimpismo como válvula de escape de las tensiones explosivas que no podían manifestarse en una guerra a todas luces inviable.

Las siguientes cinco décadas olímpicas entre 1952 y 1992 quedaron signadas profundamente por la Guerra Fría y constituyen, sin lugar a duda, la etapa más interesante de su existencia. Este es el periodo en el que la guerra más se trasladó al deporte olímpico y de alto rendimiento en general, es ese momento de la historia en el que las superpotencias no pudieron resolver a los tiros sus diferencias y lo hicieron en el deporte como en las carreras espacial, tecnológica y armamentista. Ese traslado de las rivalidades a las pistas de atletismo, canchas, gimnasios y piletas de natación llenó los juegos olímpicos con un nuevo sentido de compulsa universal entre gigantes cuyo objetivo declarado era la dominación global en todos los aspectos de la existencia del hombre.

En las próximas ediciones de esta Revista Hegemonía estará la irrupción de la Unión Soviética, del bloque oriental como un todo y de Cuba como nueva pesadilla para los estadounidenses. Lo que había quedado apenas sugerido en Berlín 1936 va a expresarse en todos sus colores y con la totalidad del drama subyacente a cada cierre de ciclo olímpico. Y será recapitulado en las próximas entregas de esta apasionante serie sobre lo que parecería ser apenas deporte y es la verdadera política en su máxima expresión.

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