Así se gestó la Operación Barbarroja, el plan que obsesionó a Hitler

Así se gestó la Operación Barbarroja, el plan que obsesionó a Hitler

El pacto de no agresión Molotov-Ribbentrop firmado con Stalin no fue más que una táctica de Hitler para ganar tiempo y afianzar el frente occidental antes de acometer una de sus grandes obsesiones, la invasión de la URSS

Así se gestó la Operación Barbarroja, el plan que obsesionó a Hitler (Manuel P. Villatoro)
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Juan CastroviejoDoctor en Humanidades

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El 22 de junio de 1941, y a pesar de la reticencia de muchos generales germanos, Alemania violó el pacto de no agresión firmado con Stalin dos años antes y atacó a la Unión Soviética por culpa de la loca obsesión del Führer.

Si el Tercer Reich hubiera editado un decálogo del nazi ideal, Otto Günsche (ayudante personal del Führer y miembro de la División Leibstandarte –la élite de las Waffen SS–) hubiera rozado el sobresaliente. Su pelo rubio, su corpulencia y sus dos metros de altura lo convertían en candidato a acceder al mismo Valhalla. Pero, en 1941, después de combatir en el frente ruso, estaba agotado. Ese septiembre, mientras se dirigía a Baviera, ansioso por descansar, se detuvo en el cuartel general de Adolf Hitler -la Guarida del Lobo- construido al norte de Polonia para dirigir la ofensiva sobre la Unión Soviética. Lo que vio le fascinó: muros tan gruesos que podían detener un obús. Preguntó, serio, si el líder planeaba mantenerse allí durante los próximos meses. La respuesta de Julius Schaub fue una risotada. «¿Pasar el invierno aquí? ¡En absoluto! Esto es una “guerra relámpago”. Las navidades las celebraremos en el Obersalzberg, como de costumbre».

Otto Günsche

Otto Günsche, antiguo asistente de Hitler, después de su deportación fuera de la zona soviética en Camp Friedland, en abril de 1956. Foto: Getty.

La opinión de Schaub, edecán de Hitler, era unánime dentro del Estado Mayor de las fuerzas armadas. El Oberkommando de la Wehrmacht estaba convencido de que la invasión alemana de la Unión Soviética -la llamada Operación Barbarroja- no se extendería en el calendario. En tres meses, insistían, los Panzer germanos desfilarían altivos por Moscú, corazón de Rusia y «cuartel general de la conspiración judeobolchevique mundial». Pero repetir como un mantra las palabras del líder nazi no evitó la debacle

Las hojas del calendario pasaron una tras otra. Llegó el invierno, el frío y el estancamiento del frente. Y lo hizo también la desesperación de soldados que dejaron patente su desconcierto, así como su ansiedad por regresar, en cientos de cartas: «Mi querida Dita (…), nos congelamos, ha caído muchísima nieve. (…) Llegamos a -20ºC o menos. (…) Seguramente a estas horas ya estarás durmiendo. Las estrellas brillan. Yo he elegido a la más bella: tú».

Transcurso Operación Tifón

Ataque del Ejército Central alemán en un pueblo cerca de Moscú, durante el transcurso de la Operación Tifón. Foto: Album.

El escenario que, cual oráculo, había predicho Günsche, no solo golpeó en la cara a Hitler, sino que fue todavía peor. Leningrado -la San Petersburgo de los zares-, ciudad clave en el avance, no pudo ser doblegada tras un asedio de casi 900 días, de septiembre de 1941 hasta enero de 1944. Lo mismo pasó con Stalingrado, abandonada por las tropas germanas tras un cruento intercambio de golpes que se extendió meses. Al final, el sueño dorado del Führer, hacer arrodillarse al comunismo, se convirtió en una verdadera pesadilla

El Tercer Reich tuvo que lamentar casi un millón y medio de bajas, por no contar otros tantos miles de desaparecidos y una ingente cantidad de medios perdidos. Y todo por culpa de los pésimos cálculos hechos por el líder nazi en todos los sentidos; entre ellos, el militar. «Subestimamos a Rusia: aventuramos 200 divisiones y hemos identificado ya 360», escribió el general Franz Halder.

Pero si por algo se hizo famosa la Operación Barbarroja, fue porque equiparó a Hitler y a Napoleón Bonaparte, quien también invadió Rusia en 1812. Las similitudes entre ambos desastres fueron más que evidentes. Para empezar, los dos contingentes fueron víctimas de las inclemencias de la naturaleza; de los problemas provocados por mantener unas extensas líneas de suministros; de enfrentarse a un enemigo versado en combatir a bajas temperaturas y, por último, de embarcarse en la conquista de un gigante con otros tantos frentes abiertos

Napoleón y Hitler

Napoléon y Adolf Hitler, históricamente vinculados por la fecha que eligieron para atacar Rusia. Fotos: ASC y Shutterstock.

Las semejanzas fueron tan exageradas que llegó a extenderse que Francia y Alemania habían comenzado la guerra el mismo día, algo que el Führer solía negar: «Hubo un imbécil que lanzó la mentira de que, igual que nosotros, Napoleón había comenzado su campaña de Rusia el 22 de junio. ¡Gracias a Dios pude atajar el peligroso símil, porque (…) Napoleón la empezó el 23 de junio!».

Destruir el comunismo

Lo que no se puede negar es que, desde que dio sus primeros pasos al frente del futuro NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán), Adolf Hitler ya había repetido hasta la saciedad que anhelaba hacerse con la Unión Soviética. Cuando no era más que un político de medio pelo, encerrado por haber participado en un intento fallido de golpe de Estado, el líder nazi puso sobre blanco sus ideas sobre la conquista de las tierras del este en su libro Mein Kampf. En los primeros capítulos, ya dejaba entrever que el pueblo germano no podía dedicarse solo a «colonizar de forma “interior”» su tierra, sino que debía «adquirir nuevos territorios para el excedente de población». Y, en sus propias palabras, esa expansión no debía hacerse de forma clásica -navegar hacia territorios del otro lado del océano-, sino en la vieja Europa, «a costa de Rusia».

El capítulo decimocuarto era una carga frontal, lanza en ristre, contra su vecino. En él, afirmaba que Alemania debía abandonar «la política exterior de la anteguerra» y centrar sus ansias expansionistas sobre una Rusia «abandonada a manos del bolchevismo». «Detendremos el éxodo germánico hacia el sur y el oeste de Europa y dirigiremos la mirada hacia el este». A su vez, incidía en que, si bien la Unión Soviética se había forjado y sustentado sobre un «núcleo germánico en sus esferas superiores», esta élite había caído por culpa de los que consideraba los grandes enemigos de la humanidad. «En su lugar se han impuesto los judíos.(…) El judío mismo no es elemento de organización, sino fermento de descomposición. El coloso del este está maduro para el derrumbamiento. Y el fin de la dominación judaica en Rusia será, al mismo tiempo, el fin de Rusia como Estado». Para terminar, señalaba que apoyaba su derecho «en la fuerza».

Mein Kampf

Portada del Mein Kampf de Adolf Hitler (edición de 1941). Foto: Getty.Sean Gallup

Para Adolf Hitler, en definitiva, la URSS era el enemigo natural y el terreno idóneo para conseguir el ansiado «espacio vital» germano. No tardó en pasar de la teoría a la acción. Poco después de subir al poder, la prensa nacionalsocialista dio a conocer, a golpe de pluma, todas las barbaridades perpetradas por los bolcheviques en el este. Su fuente eran los exiliados de la Revolución rusa. Por si fuera poco, el partido organizó una exposición itinerante titulada Das Sowjet-Paradies (El paraíso soviético), que buscaba «informar al pueblo alemán de las condiciones horribles que se dan en la Unión Soviética». Ideada por Joseph Goebbels, ya entonces ministro de Propaganda, contaba con carteles que transmitían la supuesta pobreza extrema que padecían los soviéticos y la decadencia de su país. Todo ello, según coinciden historiadores como Christer Bergström, con el objetivo de soliviantar a la población y prepararla para la futura invasión.

Una URSS germanizada

Pero las circunstancias cambiaron y, en 1939, el siempre airado Hitler se vio en una encrucijada cuando Francia y Gran Bretaña, permisivas hasta entonces, se plantaron ante las exigencias del Tercer Reich. Sin aliados naturales y sabedor de que necesitaba invadir Polonia para continuar con su sueño de recuperar los territorios arrebatados a Prusia, el Führer se tragó su orgullo y envió emisarios al Kremlin para solicitar un tratado al también dictador Iósif Stalin. Era lógico, pues no podía arriesgarse a ser atacado por el gigante soviético. El camarada supremo, por su parte, aceptó aliarse con su enemigo natural por una mezcla de miedo hacia las potencias capitalistas y ansias de territorios que anexionar. Así, la URSS y la Alemania nazi firmaron el pacto de no agresión Molotov-Ribbentrop. La alianza, además, incluía una serie de cláusulas secretas en las que ambas potencias se dividían Europa en zonas de influencia exclusivas.

El tratado se hizo palpable cuando, en septiembre de 1939, Alemania y la URSS invadieron Polonia para asombro del viejo continente. A partir de entonces, cada uno de los dictadores mantuvo una posición diferente. Stalin, algo crédulo, fue fiel al pacto y ordenó a sus acólitos que detuvieran cualquier tipo de propaganda contraria al régimen nazi. Su única diana fueron los «estados capitalistas». Hitler, en cambio, continuó preparando en secreto la invasión de la URSS mientras, gracias a su alianza con ella, importaba ingentes cantidades de materias primas (unas 200.000 toneladas de fosfatos, 140.000 de manganeso, 900.000 de aceite o 1.600.000 de cereales). Todos los camiones que atravesaban la frontera con el beneplácito del camarada supremo servían así para orquestar su propia caída.

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La Wehrmacht cruzando la frontera polaca el 1 de septiembre de 1939. Foto: Wikimedia.

En junio de 1940, Hitler se vio espoleado por haber aplastado al ejército francés, considerado el más potente de Europa, en apenas un mes. Después de conquistar a los galos, y a pesar de que estaba todavía en guerra con Gran Bretaña, el Führer empezó a bosquejar sobre el papel la invasión de la URSS. Como excusa, a sus generales les insistió en que vencer a los británicos requería una ingente cantidad de petróleo y grano que solo podían obtener de Rusia. La realidad era otra, y la repetía hasta la extenuación en privado. «Es necesario que dominemos la región con 250.000 hombres encuadrados por buenos administradores. Tenemos el ejemplo de los ingleses, que (…) con 50.000 soldados gobiernan a 400 millones de hindúes». Una vez derrotados, pretendía obligar a los campesinos a producir materias primas para el Reich bajo la vigilancia germana. «Nuestro mayor error sería educarles», insistía.

En su turbia mente planeaba crear una suerte de haciendas similares a las del Imperio romano. «El colono alemán será el soldado-campesino, y para esto tomaré soldados de oficio», concretaba. El plan era a largo plazo y consistía en llevar hasta la URSS grupos de germanos arios. «El Reich pondrá en manos de los que sean hijos de cultivadores una granja completamente equipada. (…) El hijo del labriego habrá pagado esta instalación con el servicio en el ejército de doce años. En el término de los dos años últimos, se preparará ya para la agricultura». En sus palabras, estos chicos recibirían armas para que, en caso de que se sucediera una revuelta local o una guerra en las regiones satélites, estuvieran «prestos a servir al Reich». En los estados bálticos, añadía, podía «aceptar como colonos a los holandeses, los noruegos o los suecos».

La inocencia de Stalin

El comienzo de la Operación Barbarroja fue la crónica de una muerte anunciada para los rusos y, en especial, para Iósif Stalin. Historiadores como Andrew Roberts confirman en sus obras que el líder soviético recibió hasta 80 avisos en los que se le informaba de que las divisiones nazis preparaban una ofensiva contra la URSS para el verano. Sin embargo, el soviético prefirió mantenerse fiel al pacto de no agresión que había firmado con Adolf Hitler en 1939. Aunque la culpa no debe recaer solo sobre su figura. Algunos de sus hombres de confianza, como Filip Gólikov, al frente del GRU (Departamento Central de Inteligencia), desdeñaron muchos de los documentos que desvelaban los verdaderos planes del Tercer Reich por considerarlos como una forma de «desinformación». En la práctica, la realidad era que este militar sentía pavor ante la posibilidad de equivocarse y contrariar a un dictador al que no le agradaba enfrentarse a los alemanes.

Si hubo un agente que fue ninguneado hasta la extenuación por Gólikov, ese fue Richard Sorge, uno de los espías más famosos de la Segunda Guerra Mundial. El 18 de noviembre de 1940, ya informó de que los germanos habían ordenado a sus generales bosquejar un plan para invadir la Unión Soviética. No se le hizo caso alguno. Menos de cinco meses después, el maestro de confidentes hizo llegar a la Unión Soviética un telegrama en el que el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Joachim von Ribbentrop, confirmaba que su país iniciaría una operación masiva contra las fronteras de la URSS en junio de 1941. Pero tampoco se le tuvo en cuenta. Una semana y media más tarde, este curioso personaje se enteró de la fecha concreta en la que iba a empezar la Operación Barbarroja y hasta ofreció datos de las divisiones empleadas. Stalin, sin embargo, cargó contra él y le definió como «un mierdecilla» que había perdido el norte por culpa de «los burdeles de Japón».

Richard Sorge

Richard Sorge en Japón, en 1938. Foto: Getty.

Se podría decir que, menos un hombre, toda Europa y parte de América sospechaba o conocía las intenciones de Alemania. El presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, hizo llegar en marzo una serie de informes a la Unión Soviética en los que se corroboraba que la invasión se avecinaba. Stalin se limitó a tildarlos de propaganda capitalista. Otro tanto sucedió con los chivatazos arribados desde Rumanía. Hasta Winston Churchill, que poca presentación necesita, desveló al dictador soviético, en abril de 1941, que los germanos estaban a punto de lanzar una ofensiva. Su aviso, no obstante, fue obviado bajo la lógica de que su país buscaba destruir el comunismo.

El camarada supremo tuvo una última oportunidad de enmendar sus errores poco antes de que los Panzer comenzasen a rodar. A principios de junio, debido a la concentración de divisiones enemigas en la frontera, algunos oficiales rojos ordenaron tomar posiciones en las defensas adelantadas. Pero Stalin les ordenó regresar bajo la premisa de que «una acción así podría llevar a los alemanes a un enfrentamiento armado de consecuencias incalculables».

Plan maestro

La decisión de asaltar la Unión Soviética ya estaba tomada en junio de 1940. El día 29, Hitler informó a sus oficiales de la operación. Y lo cierto es que no gustó a la mayoría de ellos. Heinz Guderian, artífice de la caída de Francia y uno de los generales más reconocidos de la época, dejó claro en sus memorias que, al menos en su opinión, todo acabaría en desastre: «Hitler, que con tan duras palabras me había hablado de la dirección de la política alemana de 1914, porque comprendió que debieron ahorrarnos la guerra en dos frentes, quería entonces, antes de terminar la guerra con Inglaterra, empezar otra, por propia decisión, contra Rusia, y crear el doble frente». En términos del germano, ni el estudio de las campañas de Carlos XII de Suecia ni de Napoleón, ambas contra Rusia, convencieron al Führer. Había tomado una determinación y solo quedaba confiar en su intuición.

El Generaloberst Heinz Guderian

El Generaloberst Heinz Guderian, vestido con el uniforme de la Wehrmacht. Foto: ASC.

El 31 de julio, Hitler ordenó proyectar un primer plan para atacar Rusia. Solo puso dos condiciones: la conquista de los centros económicos de Ucrania y de la cuenca del Donets y la toma de las fábricas armamentísticas de Leningrado y Moscú. A su favor, le corroboraron, tenían que Stalin creía todavía en el pacto de no agresión. «Los rusos no nos van a hacer el favor de atacar. Su ejército permanecerá a la defensiva», afirmó el general Erich Marcks. 

Los planes se sucedieron con pulcritud, hasta que el líder nazi cursó de forma oficial y secreta la Directiva número 21 -la orden de invadir la Unión Soviética- el 18 de diciembre de 1940. Esta fue llamada Operación Barbarroja en honor de Federico I Barbarroja, un emperador germano del siglo XII que, según decía la leyenda, no había fallecido, sino que esperaba dormido el resurgir de Alemania.

Emperador Federico I Barbarroja

Cobre coloreado del emperador Federico I Barbarroja, de Christian Siedentopf (1847). Foto: ASC.

La Directiva establecía el plan a seguir. Y en él tenía una importancia clave San Petersburgo. «Tras la ocupación de Leningrado y Kronstadt podrán emprenderse las operaciones ofensivas destinadas a ocupar el relevante centro de tráfico y armamento de Moscú». Hermann Göring, al frente de la Luftwaffe, se apresuró a señalar que habría que arrebatar a los civiles soviéticos sus reservas de comida para llevar a cabo la ofensiva. «Como consecuencia, están destinadas a morir de hambre decenas de miles de personas », expresó. Luego se repartieron responsabilidades. 

Sobre Heinrich Himmler y Alfred Rosemberg recayó la tarea de orquestar la colonización mediante soldados-campesinos. Sobre los temibles Einsatzgruppen, recaía la triste labor de seguir a la Wehrmacht, fusilar a hombres, mujeres y niños judíos que fueran considerados inservibles para el Tercer Reich, así como desmantelar las instituciones comunistas.

A nivel práctico, Adolf Hitler dividió a sus tropas (134 divisiones con máxima capacidad de lucha y 73 más para ser desplegadas en retaguardia) en tres grupos de ejército. Cada uno de ellos, con una serie de objetivos concretos. El Grupo Norte, a las órdenes del general Wilhelm von Leeb, iniciaría la ofensiva desde Prusia Oriental, invadiría las repúblicas Bálticas y arribaría, como una centella, hasta Leningrado. A la postre se estableció que esta urbe, en la que vivían nada menos que dos millones y medio de personas (entre ellas, 400.000 niños), no sería ocupada, sino derruida hasta los cimientos para entregar la región a Finlandia. 

Sitio Leningrado

Ilustración del sitio de Leningrado (1941-1944) que muestra la estatua ecuestre de Pedro el Grande. Foto: Album.

En segundo lugar, Fedor von Bock, al mando del Grupo Centro, debía atacar desde el área de Varsovia hacia Minsk y Smolensko, con Moscú en el horizonte. Por último, el Grupo Sur, del popular Gerd von Rundstedt, golpearía por los pantanos de Priest para, a través de Rumanía, llegar hasta el río Dniéper y Kiev.

La ofensiva, pensada en principio para mayo, se vio retrasada por la intervención nazi en Grecia y Yugoslavia. Pero, tras este inconveniente, el 22 de junio de 1941 dio comienzo la Operación Barbarroja. Y lo hizo de una manera arrolladora. La Luftwaffe consiguió, sin duda, la superioridad aérea en las dos primeras jornadas de combates y, los Panzer, a golpe de Blitzkrieg, rodearon y embolsaron una y otra vez a los ejércitos de Stalin, superiores en número, pero también muy anticuados en medios, además de contar con una escasa preparación.

Tropas alemanas alzan la bandera de la esvástica en la Acrópolis

Tropas alemanas alzan la bandera de la esvástica en la Acrópolis, en 1941. Foto: Getty.

Así las cosas, los germanos consiguieron avanzar más de un millar de kilómetros en tan solo unos pocos meses, y llegaron a capturar, para total desesperación de los defensores, a más de dos millones de soldados durante el transcurso de los primeros días. Hitler vio tan clara la victoria que fue tajante cuando manifestó: «Uno ya puede decir que la tarea de destruir la masa del Ejército Rojo se ha cumplido. Por tanto, no exagero al señalar que la campaña contra Rusia se ha ganado en catorce días». Sin embargo, a pesar de tal convencimiento, los sucesivos retrasos y la llegada de las inclemencias del tiempo dieron la razón a Guderian. Aunque eso, como se suele decir, es otra historia.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

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