Victoria I de Inglaterra. Biografía

Victoria I de Inglaterra

La reina Victoria de Inglaterra ascendi� al trono a los dieciocho a�os y se mantuvo en �l m�s tiempo que ning�n otro soberano de Europa. Durante su reinado, Francia conoci� dos dinast�as regias y una rep�blica, Espa�a tres monarcas e Italia cuatro. En este dilatado per�odo, que precisamente se conoce como "era victoriana", Inglaterra se convirti� en un pa�s industrial y en una potencia de primer orden, orgullosa de su capacidad para crear riqueza y destacar en un mundo cada vez m�s dependiente de los avances cient�ficos y t�cnicos.


Victoria I de Inglaterra

En el terreno pol�tico, la ausencia de revoluciones internas, el arraigado parlamentarismo ingl�s, el nacimiento y consolidaci�n de una clase media y la expansi�n colonial fueron rasgos esenciales del victorianismo; en lo social, sus fundamentos se asentaron en el equilibrio y el compromiso entre clases, caracterizados por un marcado conservadurismo, el respeto por la etiqueta y una r�gida moral de corte cristiano. Todo ello protegido y fomentado por la figura majestuosa e impresionante, al mismo tiempo maternal y vigorosa, de la reina Victoria, verdadera protagonista e inspiradora de todo el siglo XIX europeo.

Biografía

La que llegar�a a ser soberana de Gran Breta�a e Irlanda y emperatriz de la India naci� el 24 de mayo de 1819, fruto de la uni�n de Eduardo, duque de Kent, hijo del rey Jorge III, con la princesa Mar�a Luisa de Sajonia-Coburgo, descendiente de una de las m�s antiguas y vastas familias europeas. No es de extra�ar, por lo tanto, que muchos a�os despu�s Victoria no encontrase grandes diferencias entre sus relaciones personales con los distintos monarcas y las de Gran Breta�a con las naciones extranjeras, pues desde su nacimiento estuvo emparentada con las casas reales de Alemania, Rumania, Suecia, Dinamarca, Noruega y B�lgica, lo que la llev� muchas veces a considerar las coronas de Europa como simples fincas de familia y las disputas internacionales como meras desavenencias dom�sticas.

La ni�a, cuyo nombre completo era Alejandrina Victoria, perdi� a su padre cuando s�lo contaba un a�o de edad y fue educada bajo la atenta mirada de su madre, revelando muy pronto un car�cter afectuoso y sensible, a la par que despabilado y poco proclive a dejarse dominar por cualquiera. El vac�o paternal fue ampliamente suplido por el en�rgico temperamento de la madre, cuya vigilancia sobre la peque�a era tan tir�nica que, al alborear la adolescencia, Victoria todav�a no hab�a podido dar un paso en el palacio ni en los contados actos p�blicos sin la compa��a de ayas e institutrices o de su misma progenitora. Pero como m�s tarde har�a patente en sus relaciones con los ministros del reino, Victoria resultaba indomable si primero no se conquistaba su cari�o y se ganaba su respeto.


Victoria a los cuatro años (cuadro
de Stephen Poyntz Denning)

Muerto su abuelo Jorge III el mismo a�o que su padre, no tard� en ser evidente que Victoria estaba destinada a ocupar el trono de su pa�s, pues ninguno de los restantes hijos varones del rey ten�a descendencia. Cuando se inform� a la princesa a este respecto, mostr�ndole un �rbol geneal�gico de los soberanos ingleses que terminaba con su propio nombre, Victoria permaneci� callada un buen rato y despu�s exclam�: "Ser� una buena reina". Apenas contaba diez a�os y ya mostraba una presencia de �nimo y una resoluci�n que ser�an cualidades destacables a lo largo de toda su vida.

Jorge IV y Guillermo IV, t�os de Victoria, ocuparon el trono entre 1820 y 1837. Horas despu�s del fallecimiento de �ste �ltimo, el arzobispo de Canterbury se arrodillaba ante la joven Victoria para comunicarle oficialmente que ya era reina de Inglaterra. Ese d�a, la muchacha escribi� en su diario: "Ya que la Providencia ha querido colocarme en este puesto, har� todo lo posible para cumplir mi obligaci�n con mi pa�s. Soy muy joven y quiz�s en muchas cosas me falte experiencia, aunque no en todas; pero estoy segura de que no hay demasiadas personas con la buena voluntad y el firme deseo de hacer las cosas bien que yo tengo". La solemne ceremonia de su coronaci�n tuvo lugar en la abad�a de Westminster el 28 de junio de 1838.

Una reina de dieciocho a�os

La tirantez de las relaciones de Victoria con su madre, que aumentar�a con su llegada al trono, se puso ya de manifiesto en su primer acto de gobierno, que sorprendi� a los encopetados miembros del consejo: les pregunt� si, como reina, pod�a hacer lo que le viniese en real gana. Por considerarla demasiado joven e inexperta para calibrar los mecanismos constitucionales, le respondieron que s�. Ella, con un delicioso moh�n juvenil, orden� a su madre que la dejase sola una hora y se encerr� en su habitaci�n.


Victoria recibiendo de Lord Conyngham y del Arzobispo
de Canterbury la noticia de su ascensión al trono

A la salida volvi� a dar otra orden: que desalojaran inmediatamente de su alcoba el lecho de la absorbente duquesa, pues en adelante quer�a dormir sin compartirlo. Las quejas, las maniobras y hasta la velada ruptura de la madre nada pudieron hacer: su imperio hab�a terminado y su voluntariosa y autoritaria hija iba a imponer el suyo. Y no s�lo en la intimidad; tambi�n dar�a un sello inconfundible a toda una �poca, la que se ha denominado justamente con su nombre.

La sangre alemana de la joven reina no proven�a �nicamente de la l�nea materna, con su ascendencia m�s remota en un linaje medieval; hab�a entrado con la entronizaci�n de la misma dinast�a, los Hannover, que fueron llamados en 1714 desde el principado hom�nimo en el norte de Alemania para coronar el edificio constitucional que hab�a erigido en el siglo XVIII la Revoluci�n inglesa. Sus soberanos dejaron, en general, un recuerdo borrascoso por sus comportamientos p�blicos y privados y los feroces castigos infligidos a quienes se atrev�an a criticarlos, pero presidieron la r�pida ascensi�n de Gran Breta�a hacia la hegemon�a europea.

Una p�lida excepci�n la procur� Jorge III, de larga y desgraciada vida (su reinado dur� casi tanto como el de Victoria), a causa de sus peri�dicas crisis de locura. Fue, sin embargo, respetado por sus s�bditos, en raz�n de esa desgracia y de sus irreprochables virtudes dom�sticas. La mayor�a de sus seis hijos no participaron de esta ejemplaridad y el heredero, Jorge IV, da�� especialmente con sus esc�ndalos el prestigio de la monarqu�a, que s�lo pudo reparar en parte su sucesor, Guillermo IV.


La reina Victoria en 1843
(retrato de Franz Xavier Winterhalter)

Al fallecer el rey Guillermo IV el 20 de junio de 1837 y convertirse en su sucesora al trono, Victoria ten�a ante s� una larga tarea. Los celosos cuidados de la madre hab�an procurado sustraerla por completo a las influencias perniciosas de los t�os y del ambiente disoluto de la corte, regulando su instrucci�n seg�n austeras pautas, imbuidas de un severo anglicanismo. Su educaci�n intelectual fue algo precaria, pues parec�a rebuscado pensar que la muerte de otros herederos directos y la falta de descendencia de Jorge IV y de Guillermo IV le abrir�an el paso a la sucesi�n.

Pero ello no impedir�a que la reina desempe�ara un papel fundamental en el resurgimiento de un indiscutible sentimiento mon�rquico al aproximar la corona al pueblo, borrando el recuerdo de sus antecesores hasta afianzar s�lidamente la instituci�n en la psicolog�a colectiva de sus s�bditos. No fue tarea f�cil. Sus hombres de estado tuvieron que gastar largas horas en ense�arle a deslindar el �mbito regio en las pr�cticas constitucionales, y procuraron recortar la influencia de personajes dudosos de la corte, como el bar�n de Stockmar, m�dico, o la baronesa de Lehzen, una antigua institutriz. Los mayores roces se producir�an con sus injerencias en la pol�tica exterior, y particularmente en las procelosas cuestiones de Alemania, cuando bajo la �gida de Prusia y de Bismarck surgi� all� el gran rival de Gran Breta�a, el imperio germano.

En el momento de la coronaci�n, la escena pol�tica inglesa estaba dominada por William Lamb, vizconde de Melbourne, que ocupaba el cargo de primer ministro desde 1835. Lord Melbourne era un hombre rico, brillante y dotado de una inteligencia superior y de un temperamento sensible y afable, cualidades que fascinaron a la nueva reina. Victoria, joven, feliz y despreocupada durante los primeros meses de su reinado, empez� a depender completamente de aquel excelente caballero, en cuyas manos pod�a dejar los asuntos de estado con absoluta confianza. Y puesto que lord Melbourne era jefe del partido whig (liberal), ella se rode� de damas que compart�an las ideas liberales y expres� su deseo de no ver jam�s a un tory (conservador), pues los enemigos pol�ticos de su estimado lord hab�an pasado a ser autom�ticamente sus enemigos.

Tal era la situaci�n cuando se produjeron en la C�mara de los Comunes diversas votaciones en las que el gabinete whig de lord Melbourne no consigui� alcanzar la mayor�a. El primer ministro decidi� dimitir y los tories, encabezados por Robert Peel, se dispusieron a formar gobierno. Fue entonces cuando Victoria, obsesionada con la terrible idea de separarse de lord Melbourne y verse obligada a sustituirlo por Robert Peel, cuyos modales consideraba detestables, sac� a relucir su genio y su testarudez, disimulados hasta entonces: su negativa a aceptar el relevo fue tan rotunda que la crisis hubo de resolverse mediante una serie de negociaciones y pactos que restituyeron en su cargo al primer ministro whig. Lord Melbourne regres� al lado de la reina y con �l volvi� la felicidad, pero pronto iba a ser desplazado por una nueva influencia.

El pr�ncipe Alberto

El 10 de febrero de 1840 la reina Victoria contrajo matrimonio. Se trataba de una uni�n prevista desde muchos a�os antes y determinada por los intereses pol�ticos de Inglaterra. El pr�ncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, alem�n y primo de Victoria, era uno de los escas�simos hombres j�venes que la adolescente soberana hab�a tratado en su vida y sin duda el primero con el que se le permiti� conversar a solas. Cuando se convirti� en su esposo, ni la predeterminaci�n ni el miedo al cambio que supon�a la boda impidieron que naciese en ella un sentimiento de aut�ntica veneraci�n hacia aquel hombre no s�lo apuesto, exquisito y atento, sino tambi�n dotado de una fina inteligencia pol�tica.


El príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha
(retrato de Franz Xavier Winterhalter, 1846)

Alberto tampoco dej� de tener sus dificultades al principio. Por un lado, tard� en acostumbrarse al puesto que le hab�a trazado de antemano el parlamento, el de pr�ncipe consorte, un status que adquiri� a partir de �l (en Gran Breta�a y en Europa) sus espec�ficas dimensiones. Por otro lado, tard� a�n m�s en hacerse perdonar una cierta inadaptaci�n a los modos y maneras de la aristocracia inglesa, al soslayar su innata timidez con el cl�sico recurso del envaramiento oficial y la altivez de trato. Pero con el tacto y perseverancia del pr�ncipe, y la viveza natural y el sentido com�n de Victoria, la real pareja despej� en una misma voluntad todos los obst�culos y se granje� un universal respeto con sus iniciativas. Fue el suyo un amor feliz, pl�cido y hogare�o, del que nacieron cuatro hijos y cinco hijas; ellos y sus respectivos descendientes coparon la mayor parte de las cortes reales e imperiales del continente, poniendo una brillante r�brica a la hegemon�a de Gran Breta�a en el orbe, vigente hasta la Primera Guerra Mundial. Lleg� el d�a en que Victoria fue designada �la abuela de Europa�.

Alberto fue para Victoria un marido perfecto y sustituy� a lord Melbourne en el papel de consejero, protector y fact�tum en el �mbito de la pol�tica. Y ejerci� su misi�n con tanto acierto que la soberana, a�n inexperta y necesitada de ese apoyo, no experiment� p�nico alguno cuando en 1841 el anta�o aborrecido Peel reemplaz� por fin a Melbourne al frente del gabinete. A partir de ese momento, Victoria descubri� que los pol�ticos tories no s�lo no eran monstruos terribles, sino que, por su conservadurismo, se hallaban mucho m�s cerca que los whigs de su talante y sus creencias. En adelante, tanto ella como su marido mostraron una acusada predilecci�n por los conservadores, siendo frecuentes sus pol�micas con los gabinetes liberales encabezados por lord Russell y lord Palmerston.


La reina Victoria y el príncipe en el castillo de Windsor

La habilidad pol�tica del pr�ncipe Alberto y el escrupuloso respeto observado por la reina hacia los mecanismos parlamentarios, contrariando en muchas ocasiones sus propias preferencias, contribuyeron en gran medida a restaurar el prestigio de la corona, gravemente menoscabado desde los �ltimos a�os de Jorge III a causa de la manifiesta incompetencia de los soberanos. Con el nacimiento, en noviembre de 1841, del pr�ncipe de Gales, que suceder�a a Victoria m�s de medio siglo despu�s con el nombre de Eduardo VII, la cuesti�n sucesoria qued� resuelta. Puede afirmarse, por lo tanto, que en 1851, cuando la reina inaugur� en Londres la primera Gran Exposici�n Internacional, la gloria y el poder de Inglaterra se encontraban en su momento culminante. Es de se�alar que Alberto era el organizador del evento; no hay duda de que hab�a pasado a ser el verdadero rey en la sombra.

El esplendor de la viudez

A lo largo de los a�os siguientes, Alberto continu� ocup�ndose incansablemente de los dif�ciles asuntos de gobierno y de las altas cuestiones de Estado. Pero su energ�a y su salud comenzaron a resentirse a partir de 1856, un a�o antes de que la reina le otorgase el t�tulo de pr�ncipe consorte con objeto de que a su marido le fueran reconocidos plenamente sus derechos como ciudadano ingl�s, pues no hay que olvidar su origen extranjero. Fue en 1861 cuando Victoria atraves� el m�s tr�gico per�odo de su vida: en marzo fallec�a su madre, la duquesa de Kent, y el 14 de diciembre expiraba su amado esposo, el hombre que hab�a sido su gu�a y soportado con ella el peso de la corona.

Como en otras ocasiones, y a pesar del dolor que experimentaba, la soberana reaccion� con una entereza extraordinaria y decidi� que la mejor manera de rendir homenaje al pr�ncipe desaparecido era hacer suyo el objetivo central que hab�a animado a su marido: trabajar sin descanso al servicio del pa�s. La peque�a y gruesa figura de la reina se cubri� en lo sucesivo con una vestimenta de luto y permaneci� eternamente fiel al recuerdo de Alberto, evoc�ndolo siempre en las conversaciones y episodios diarios m�s balad�es, mientras acababa de consumar la indisoluble uni�n de monarqu�a, pueblo y estado.


La familia real británica en 1880

Desde ese instante hasta su muerte, Victoria nunca dej� de dar muestras de su f�rrea voluntad y de su enorme capacidad para dirigir con aparente facilidad los destinos de Inglaterra. Mientras en la palestra pol�tica dos nuevos protagonistas, el liberal William Gladstone y el conservador Benjamin Disraeli, daban comienzo a un nuevo acto en la historia del parlamentarismo ingl�s, la reina alcanzaba desde su privilegiada posici�n una notoria celebridad internacional y un ascendiente sobre su pueblo del que no hab�a gozado ninguno de sus predecesores. En un supremo �xito, logr� tambi�n que una aristocracia proverbialmente licenciosa se fuera impregnando de los valores morales de la burgues�a, a medida que �sta llevaba a su apogeo la Revoluci�n Industrial y cercenaba las competencias del �ltimo reducto nobiliario, la C�mara de los Lores. Ella misma extrem� las pautas m�s r�gidas de esa moral y le imprimi� ese sello personal algo pacato y estrecho de miras, que no en balde se ha denominado victoriano.

El �nico par�ntesis en este estado de viudez permanente lo trajeron los gobiernos de Disraeli, el pol�tico que mejor supo penetrar en el car�cter de la reina, alegrarla y halagarla, y desviarla definitivamente de su antigua predilecci�n por los whigs. Tambi�n la convirti� en s�mbolo de la unidad imperial al coronarla en 1877 emperatriz de la India, despu�s de dominar all� la gran rebeli�n nacional y religiosa de los cipayos. La h�bil pol�tica de Disraeli puso asimismo el broche a la formidable expansi�n colonial (el imperio ingl�s lleg� a comprender hasta el 24 % de todas las tierras emergidas y 450 millones de habitantes, regido por los 37 millones de la metr�poli) con la adquisici�n y control del canal de Suez. Londres pas� a ser as�, durante mucho tiempo, el primer centro financiero y de intercambio mundial. Un sinf�n de guerras coloniales llev� la presencia brit�nica hasta los �ltimos confines de Asia, �frica y Ocean�a.


La reina Victoria en 1897, durante las ceremonias
que conmemoraron el 60º aniversario de su coronación

Durante las �ltimas tres d�cadas de su reinado, Victoria lleg� a ser un mito viviente y la referencia obligada de toda actividad pol�tica en la escena mundial. Su imagen peque�a y robusta, dotada a pesar de todo de una majestad extraordinaria, fue objeto de reverencia dentro y fuera de Gran Breta�a. Su apabullante sentido com�n, la tranquila seguridad con que acompa�aba todas sus decisiones y su �ntima identificaci�n con los deseos y preocupaciones de la clase media consiguieron que la sombra protectora de la llamada Viuda de Windsor se proyectase sobre toda una �poca e impregnase de victorianismo la segunda mitad del siglo.

Su vida se extingui� lentamente, con la misma cadencia reposada con que transcurrieron los a�os de su viudez. Cuando se hizo p�blica su muerte, acaecida el 22 de enero de 1901, pareci� como si estuviera a punto de producirse un espantoso cataclismo de la naturaleza. La inmensa mayor�a de sus s�bditos no recordaba un d�a en que Victoria no hubiese sido su reina.

C�mo citar este art�culo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [fecha de acceso: ].