María Estuardo, Friedrich Schiller

[Maria Stuart] Tragedia Friedrich Schiller (1759-1805) es la primera de la serie de obras que, confieren a la figura de la reina de Escocia un carácter netamente romántico. El plan de la tragedia, esbozado por Schiller por primera vez en el idilio de Báuerbach (1783), no fue realizado hasta el año 1799. Un primer esquema fue discutido con Goe­the en Jena, en mayo de aquel añor pocos días antes de dar comienzo a la compo­sición (4 de junio); después de varias in­terrupciones y refundiciones, la tragedia fue terminada en junio de 1801 (primera edición, Cotta. 1801; estreno, Weimar, junio del mismo año). La amistad con Goethe tuvo gran influencia en el desarrollo del arte del poeta, que en sus dramas no re­presenta ya el choque violento de volunta­des individuales, sino el contraste interior de sentimientos, principios y concepciones adversas, el conflicto entre el mundo ideal con el mundo real. En esta lucha gigan­tesca, que no es otra cosa que la vida mis­ma de los hombres, éstos están expuestos a pecar, y el ideal puede a veces ofuscarse a sus ojos, pero deben y pueden, comba­tiendo la culpa, restablecer el orden moral violado y hallar de nuevo la inocencia per­dida.

Ésta es la ley ideal a que convergen todas las lineas de la representación dra­mática de Schiller y especialmente las de Maria Stuart, la tragedia en que legitimis- mo y derecho, catolicismo y protestantis­mo chocan, formando el fondo sombrío de toda la acción. El camino interior que Ma­ría debe seguir es el opuesto al de Wal- lenstein (v.). María alcanzará la purifica­ción espiritual plegándose voluntariamente a la injusta condena, por una culpa come­tida y expiada largo tiempo antes. Schiller eligió como inicio de la tragedia el período del encarcelamiento de María en Fothering- hay. Su alma, inocente de la acusación de haber conspirado con Babington y Barry contra Isabel, está oprimida por la antigua culpa de haber consentido a Bothwell el asesinato de Darnley, su segundo marido. La conciencia de su inocencia la impulsa a confiar a Paulet, que la vigila por en­cargo de la reina Isabel, una carta solici­tando a esta última una cita. Mortimer, so­brino de Paulet, irresistiblemente fascinado por la belleza de María, le revela su amis­tad y le promete libertarla. Un rayo de luz parece brillar en la atmósfera sombría de la tragedia, tanto más cuanto que María tiene confianza en la influencia que su se­creto admirador el conde de Leicester pue­de tener sobre Isabel; pero toda esperanza queda truncada por el barón Burleigh, que trae la noticia de la condena.

Al primer acto, dominado por María, se contrapone el segundo, en que destaca la figura de Isabel, que quiere deshacerse a toda costa de su rival, en quien ve a la legítima pre­tendiente al trono de Inglaterra y la cam­peona del catolicismo. Leicester y Morti- mer intentan aprovechar la indecisión de la reina sobre si dar o no curso a la sen­tencia de los Lores, el primero proponiendo una entrevista personal de conciliación en­tre las dos reinas, y el segundo procurando organizar una conspiración para facilitar a su amada la huida de la cárcel. Con sa­tánica hipocresía, Isabel concede al fin la entrevista solicitada por María. El punto culminante de la tragedia se alcanza en el tercer acto. A la prisionera se le otorga una libertad limitada, sólo aparente, que ella aprovecha para abandonarse a la contem­plación de la naturaleza y al recuerdo nos­tálgico de su patria. En esta atmósfera de optimismo y esperanza, el súbito encuen­tro con Isabel la coge desprevenida y en su ánimo surge de pronto el recuerdo del dolor injustamente sufrido. Con todo, Ma­ría intenta, én el primer momento, vencer­se a sí misma y se humilla ante su rival, pidiéndole gracia; pero la fría actitud, el insulto y el escarnio de Isabel acaban por despertar nuevamente en María el deseo de venganza y entonces insulta con vehe­mencia a su prima, echándole en cara la mancha de su nacimiento. Esto hiere a Isa­bel, pero la suerte de María, aunque moral­mente haya salido victoriosa de la entre­vista, está trazada. Mientras algunos conse­jeros procuran mitigar las iras de la reina, y otros intentan apresurar la condena, se descubre (acto IV) la conjuración que Mortimer había maquinado con la apro­bación tácita de Leicester. Éste, asustado por los acontecimientos, reniega de sus sen­timientos e intenta salvarse echando toda la culpa sobre Mortimer, quien se da muerte, revelando toda su pasión irresis­tible por María.

Mientras tanto, el pueblo rumorea y pide venganza por un nuevo atentado tramado contra la reina a raíz de su entrevista con María. Isabel tiene que decidirse y, sorda a los consejos humanita­rios de Shrewesbury, firma la condena que el astuto Burleigh manda ejecutar inmedia­tamente. En el último acto, María, con áni­mo resignado, confortada con los auxilios de la fe católica, se dirige tranquila al su­plicio, que es para ella la liberación de una condición indigna de su realeza y al mismo tiempo la expiación de su antiguo delito. Isabel, que cree haberse librado de su ri­val, se siente al final sola, abandonada por todos y con el alma angustiada por el fan­tasma de su víctima, que aun más allá de la vida le quita para siempre la paz del corazón. Madame Staél definió la tragedia María Estuardo de Schiller como la más conmovedora y estructurada de las trage­dias alemanas. Y no se equivoca: desde las primeras escenas la sombra de la catástro­fe se cierne sobre todo el drama y los mo­tivos que a veces parecen alejar su trágica conclusión no hacen en realidad otra cosa que precipitarla y determinarla con insis­tencia cada vez mayor. Dentro de esta ten­sión continua, amenazadora, que culmina en el holocausto supremo, se enlazan los distintos cuadros de la acción, cuyos colores van gradualmente pasando desde las tintas más ardientes a los matices más pá­lidos y esfumados. Separándose de todos los modelos precedentes, Schiller dio a su heroína un carácter romántico.

El poeta ve en la protagonista sobre todo su irre­sistible belleza, de la que ella misma es víctima y que arrastra al abismo, junta­mente con ella, a todos cuantos la aman. Su destino es encender violentas pasiones y sucumbir a su vez a la pasión. La preocu­pación moral del poeta no ofusca para nada la humanidad de su criatura, antes al contrario, le da profundidad y sublimi­dad, aumentando el hechizo que resulta del contraste entre la culpa y la expiación, la fragilidad y el sacrificio, la pasión y la renuncia. Además, la figura de María re­sulta todavía más viva por el contraste psicológico con su rival, toda cálculo, afán de dominio e hipocresía, que en el hechizo de María siente su inferioridad de mujer a pesar de que, aparentemente, es ella la dominadora. Entre la multitud de las de­más figuras destaca la de Mortimer (v.), libre creación de la fantasía de Schiller, con su ardiente entusiasmo religioso y su impetuoso apasionamiento, que lo arrastra hacia la muerte. La tragedia, centrada por los dos caracteres verdaderamente huma­nos de las dos figuras principales, recuer­da, por su sobriedad, fineza y armonía, las obras maestras de la tragedia griega, que Schiller admiraba. Un amplio sentido de humanidad confiere a María Estuardo po­deroso aliento: la lucha de las dos reinas se eleva por encima de sus personas, y detrás de ella se percibe a lo lejos el cho­que inexorable de dos grandes poderes, y, más aún, de dos grandes confesiones religiosas. [Trad. española de Eduardo Mier y Barbery en Teatro completo, tomo I (Ma­drid, 1883), y de José Yxart en Dramas de Schiller. vol. I (Barcelona, 1909)].

G. Gabetti