(PDF) Historia y leyenda de la Leyenda Negra. Reflexiones desde las obras de Roca Barea y Villacañas | Edgar Straehle - Academia.edu
Historia y leyenda de la Leyenda Negra: Reflexiones desde las obras de Roca Barea y Villacañas (partes I, II y III). (publicado en https://derehistoriographica.wordpress.com/tag/maria-elvira-roca-barea/) (este texto modificado, sintetizado y actualizado se encuentra en https://www.academia.edu/41880071/Historia_y_leyenda_de_la_Leyenda_Negra_Refle xiones_sobre_Imperiofobia_de_Mar%C3%ADa_Elvira_Roca_Barea_2020_ ) Edgar Straehle Ciertos pueblos, como el ruso y el español, están tan obsesionados por sí mismos que se erigen en único problema: su desarrollo, en todo punto singular, les obliga replegarse sobre su serie de anomalías, sobre el milagro o insignificancia de su suerte. Émile Cioran. La tentación de existir Dice un conocido refrán que no hay mayor mentira que una verdad a medias. Mentir con la verdad no deja de ser mentir. María Elvira Roca Barea. Imperiofobia y Leyenda Negra. El regreso de la Leyenda Negra El resonante éxito cosechado por Imperiofobia y Leyenda Negra de María Elvira Roca Barea atestigua que la Leyenda Negra sigue despertando un gran interés. Esta obra, de la que se han vendido más de 100.000 ejemplares, ha sido objeto de innumerables elogios y por ello, y pese a su corta carrera de historiadora, este año se ha propuesto a Roca Barea para el Premio Princesa de Asturias en Ciencias Sociales, contando con el aval de personalidades tan destacadas como Felipe González, José María Aznar, Alfonso Guerra o Fernando Savater. Imperiofobia se sustenta sobre dos tesis muy difíciles de refutar: que España ha sufrido una Leyenda Negra y que los grandes imperios padecen una mala prensa por parte de sus enemigos o rivales. Son dos tesis que expuestas así no son novedosas y por eso lo más importante del libro de Roca Barea es cómo enfoca estas cuestiones y hasta dónde lleva estas tesis: hasta el presente, pues la autora arguye que todavía somos víctimas de la Leyenda Negra, y hasta un extremo como la fobia. De ahí que hable de imperiofobia y sobre todo de hispanofobia. Ahora bien, que la Leyenda Negra haya existido, y pienso que su existencia pasada no puede ser negada, no impide que también se haya cincelado una nueva leyenda en su nombre. Una nueva leyenda que en realidad no habla tanto del pasado como del presente e incluso del futuro. La misma Roca Barea, en su prólogo para el libro 1492. España contra sus fantasmas de Pedro Insúa, cita aprobatoriamente la afirmación de Carmen Iglesias de que la lucha por el pasado es una lucha por el futuro y añade que “los españoles tienen que aprender a conocer el uso perverso que por intereses distintos se ha hecho de su historia”. El conocimiento de esta historia, a su juicio, se convierte en una especie de deber para los españoles de hoy en día, pues ella asegura que hay una continuidad entre las críticas del siglo XVI y un episodio reciente como la subida de la prima de riesgo española en la crisis de 2008. Quizá, por eso, no sea casualidad que, desde una perspectiva semejante, en los últimos años se hayan escrito muchos libros sobre la Leyenda Negra (como el de Pedro Insúa u otros como los de Iván Vélez o Alberto Ibáñez), tanto después como antes de Imperiofobia. Sin embargo, eso no quiere decir que todas las obras de los últimos años sobre la Leyenda Negra lo hagan desde ese punto de vista, pues Joseph Pérez o Jesús Villanueva han escrito obras solventes en que se la ha abordado de forma menos apasionada y menos presentista. A menudo se ha criticado que buena parte de los acercamientos a la Leyenda Negra lo hacen desde el nacionalismo y, como ejemplo, Jesús Villanueva cita a Julio Caro Baroja, quien apuntó que “la leyenda negra, como concepto, fue esencialmente un arma de propaganda, de propaganda nacionalista” (p. 15). Eso explica, así como el descrédito en el que cayó el nacionalismo tras la Segunda Guerra Mundial, que la historia de España sea reivindicada en estos últimos años bajo el rostro de un imperio que los discípulos de Gustavo Bueno, como Iván Vélez en Sobre la leyenda negra, se apresuran a calificar de generador y no de depredador. Un imperio, según Roca Barea, que descuella a nivel histórico por su rupturismo (que colisiona en especial con las estructuras locales), por su meritocracia y por ser víctima de la imperiofobia. Además, ella puntualiza que no hay que confundir imperio con imperialismo. En su opinión, esta confusión “era esperable porque la tentación del juicio moral era irresistible. En este particular asunto, además, la condena ya existía de manera general. El que manda tiene siempre mala prensa” (p. 45, citaré desde la vigésima edición del libro para usar una versión corregida por la autora y no comentar errores ya subsanados). Más adelante apunta que el término imperialismo se acuñó en el contexto del colonialismo “y condenarlo moralmente sin atender al hecho de que el imperio tiene poco que ver con el colonialismo. Son dos movimientos de expansión completamente distintos. El imperio es expansión incluyente que genera construcción y estabilidad a través del mestizaje cultural y de sangres” (p. 424). Esta consideración de España como imperio – una categoría no solo histórica sino también moral para Roca Barea en la que solo añade a Roma, Estados Unidos y Rusia (la zarista, la comunista y la actual comparecen como una sola unidad histórica)– le permite no solamente separarla sino contraponerla a unos nacionalismos a los que se refiere como agresivos y que habrían sido en buena parte los causantes de la hispánica Leyenda Negra. De nuevo, los nacionalistas son siempre los otros: el humanismo italiano, Lutero y la Reforma, Guillermo de Orange o la Inglaterra de los Tudor. Además, Roca Barea asocia el poder del Imperio no tanto a un poder violento como a la hegemonía y la influencia. Para ello acude a La Roma española de Thomas Dandelet, libro a su juicio magnífico que “desarrolla el concepto de imperio informal” y con el que “se refiere a una forma de dominio que no es ni política ni militar. Es pura hegemonía e influencia” (p. 48). El caso es que en verdad Dandelet habla de imperialismo informal y en ningún momento utiliza las expresiones de pura hegemonía o influencia. Sí estudia cómo España influyó en la ciudad de los Papas bajo diversas formas de colaboración (donde las presiones políticas, con las tropas españolas en la vecina Nápoles, o el dinero ofrecido a los miembros de la curia jugaban un papel fundamental), pero lo curioso es que Dandelet hace un estudio sobre Roma, un territorio independiente y singular al ser la ciudad papal. ¿Sirve este ejemplo excepcional para describir la relación de la monarquía hispánica con sus territorios (sean Cataluña, Nápoles, Flandes o los del continente americano)? Roca Barea no dice nada al respecto. Dandelet sí: “aunque España hizo uso de la fuerza o de un imperialismo duro (sic), lo que marcó la aproximación española a Roma fueron, con mayor frecuencia, las estrategias imperialistas más blandas como la colaboración política y económica y la dependencia cultural” (p. 274). La imperiofobia, que llega a considerar como “un fenómeno casi universal”, es la puerta desde la que Roca Barea entra en la Leyenda Negra y así enfocarla desde un lado distinto al habitual (y al cual, por cierto, ella misma no será fiel a lo largo de su libro). Al principio, la Leyenda Negra deja de tener que ver con la doliente excepcionalidad del destino histórico de España, una nación descendiente de un imperio pretérito que no es reconocido como merece, y pasa a estar enmarcada dentro de un fenómeno habitual entre los imperios. De ahí que Roca Barea visite brevemente la historia de la antigua Roma y señale que “bárbaros e intelectualmente menguados fueron los romanos para los sofisticados griegos, como lo fueron siglos después los españoles para los cultísimos humanistas y lo son desde hace más de un siglo los estadounidenses para los intelectuales europeos. Nihil novum sub sole” (p. 60). En otro fragmento va más allá y apunta que la leyenda negra acompaña a los imperios como una sombra inevitable. Es (…) el resultado de la propaganda antiimperial creada por poderes rivales o locales con los que el imperio ha colisionado en su crecimiento (...). Pero una leyenda negra es mucho más. Proyecta las frustraciones de quienes las crean y vive parasitando (sic) los imperios, incluso más allá de su muerte, porque segrega autosatisfacción (sic) y proporciona justificaciones históricas que, sin ella, habría que inventar de nuevo (p. 50). Acerca de la situación post-imperial, o una posible depresión o frustración postimperial en España prácticamente no dice nada, algo que sorprende, pues no deja de ser sintomático que los orígenes de la expresión Leyenda Negra se remonten a 1899, a la famosa conferencia de Emilia Pardo Bazán justo después de la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas y se vaya popularizando en un clima de decadencia (ya mostrado en obras de la época como Los males de la patria y la futura revolución española (1890) de Lucas Mallada o El problema nacional (1899) de Ricardo Macías Picavea, quienes no son citados por Roca Barea). El mismo Julián Juderías, el gran popularizador de la expresión Leyenda Negra, escribirá bajo el influjo de la crisis de imagen sufrida por España tras la Semana Trágica y la ejecución de Ferrer i Guàrdia. Regresaremos a ello. Es probable que el éxito de la obra de Roca Barea se deba en buena medida a la vasta cantidad de información que proporciona, y también al contundente tono que utiliza. Es innegable que Imperiofobia tiene el mérito de ser capaz de recopilar un asombroso y a veces apabullante caudal de datos (no pocos interesantes y relevantes) que versan sobre temas muy diferentes. Por ello, es normal que incurra en unos cuantos errores de fechas o nombres, muchos de ellos subsanables con facilidad y que no afectan a la tesis general de la obra (como afirmar que María I de Inglaterra sucedió en el trono a Enrique VIII cuando en realidad lo fue por Eduardo VI, p. 207; decir que tras la invasión de la Santa Alianza en 1823, en la edición anterior había puesto 1830, la siguiente guerra de España fue con Estados Unidos, olvidando conflictos como la Guerra Hispano-Sudamericana de 1865-1866, p. 80; confundir Enrique VIII con Enrique VII de Inglaterra, p. 344; o situar la batalla de Hastings en 1096, p. 408). Criticar Imperiofobia desde este flanco sería injusto, porque este tipo de errores se cuelan en todo texto, quizá también en esta misma crítica, y algunos de ellos ya habían sido enmendados en la reedición del libro. Respecto a la información, el problema viene más bien por otro lado. Roca Barea no es rigurosa en su utilización y se sirve de todo tipo de fuentes, desde libros inencontrables, y a menudo sin citar la página, hasta textos de Internet (con links que a veces no funcionan) o la Wikipedia, que cuando le convienen no suele problematizar, contrastar ni contextualizar. No suele haber una labor crítica sino un uso oportunista e incluso forzado de las referencias que emplea. Dicho brevemente, se apoya en las que más le sirven, sin importar de quién o cuándo sean. El problema es que en muchos casos las referencias no son correctas y no he podido encontrarlas y contrastarlas. En otros, y cuando las he hallado, son a menudo inexactas, como cuando atribuye a William Cobbet, sin especificar la página, la afirmación de que “la reina Isabel provocó ella sola más muertes que la Inquisición en toda su historia” (p. 210). En verdad, Cobbett, político famoso por su campaña de emancipación de los católicos, habla de severidad y lo restringe a la reacción generada tras el episodio de la Armada Invencible en 1588 (epígrafe 324 de su libro). Un caso curioso es el de Geoffrey Parker, a quien Roca Barea elogia al mismo tiempo que cita de manera inexacta en la mayoría de ocasiones. Reproduzco un párrafo que, más allá de la cita, parece totalmente extraído de este historiador y que es un fragmento representativo del estilo de Roca Barea: En 1566 Manuel Filiberto de Saboya, gobernador general, advirtió a Felipe II de que se extendía la idea de que los Países Bajos soportaban la mayor parte de la carga fiscal del imperio y, aunque el rey se apresuró a presentar cuentas detalladas para demostrar que esto no era cierto, no sirvió de nada. El propio conde de Lalaig, a la sazón gobernador al año siguiente, se queja de ello. Con encantadora ingenuidad, Parker escribe: «Si estas falsas ideas estaban tan profundamente arraigadas entre los ministros más importantes, no es de extrañar que los peor informados contribuyentes... estuvieran convencidos de que cualesquiera sumas que aprobaban se enviarían inmediatamente a España e Italia». El conde de Lalaig no estaba en absoluto mal informado. Y si esta falsa creencia se hizo más o menos general fue porque se convenció a la opinión pública, a base de folletos y predicación, de que esto era así. Ya había empezado la «guerra de papel» (p. 247). El caso es que los hechos fueron bastante diferentes y las modificaciones no son irrelevantes, pues Roca Barea los usa para situar desde su punto de vista los precedentes del estallido de la rebelión flamenca. Para empezar, lo que se cuenta sucede en 1556 y no en 1566 (el cambio de fecha, lo veremos, no es irrelevante) y el conde de Lalaing (no Lalaig) murió en 1558. Acto seguido Roca Barea reprocha, sin que se sepa su fuente de información, la ingenuidad de Parker por una afirmación que ella misma ha alterado. Parker no habla de los “peor informados contribuyentes” sino de los “peor informados representantes de los contribuyentes convocados a los Estados Generales en marzo de 1556” (p. 38, y no dejan de ser sintomáticas las palabras que borra en su paréntesis y que modifican el significado de la frase). Para Roca Barea, todo parece explicarse como producto de una “guerra de papel” que mediante panfletos manipuló la opinión pública que, esta sí, estalló en 1566, cuando Lalaing ya había muerto y la gobernadora ya era Margarita de Parma. Es decir, explica con convencimiento lo ocurrido, y corrigiendo a su fuente, desde un hecho que es diez años posterior a los hechos. La confusión es total. Además, el relato de Parker, de cuyas investigaciones Roca Barea afirma que “son probablemente lo mejor que hay en el mercado sobre este conflicto” (p. 233) y el de la autora de Imperiofobia difieren en muchos puntos cruciales. No me puedo detener en esta cuestión y solo me centraré en un aspecto muy representativo. Parker concede una gran importancia al problema de la Inquisición en la rebelión de los Países Bajos — hay que recordar que en su opinión durante el reinado de Carlos V se habían ejecutado al menos 2.000 protestantes (p. 36) y que la Inquisición protagonizó buena parte de las principales quejas en la época inmediatamente previa al estallido de la rebelión— que en el escrito de Roca Barea desaparece por completo. En otras ocasiones, Roca Barea incurre en modificaciones más divertidas y sintomáticas. Antes se ha hablado de Dandelet, pero también se podría hablar de su querido Arnoldsson. Roca Barea se sirve del hispanista sueco para indagar los orígenes de la Leyenda Negra, que se sitúan en Italia y en la que, según ella y sin dar una mayor explicación, habla de una época antiaragonesa. En verdad, Arnoldsson no emplea la palabra antiaragonesa sino anticatalana (p. 11ss). Quizá es preferible en los tiempos actuales no decir que la Leyenda Negra española se inició insultando injustamente a los catalanes (que, eso sí, formaban parte de la Corona de Aragón). Catalanes (catalani) era el improperio que, por ejemplo, empleaban contra los para nosotros valencianos Papas Borgia (Arnoldsson, p. 18ss). Por cierto, tampoco las citas que Roca Barea hace de Arnoldsson son fieles: tres veces (pp. 95, 187-188 y 283) le atribuye, sin especificar la página, la idea de que la Leyenda Negra es “la mayor alucinación colectiva de Occidente”, frase que ha trascendido en la prensa como epítome de la historia negrolegendaria. En realidad, las palabras no son esas sino estas: “En su tiempo era políticamente la Leyenda Negra una importante realidad, como que en verdad fue durante dos siglos una de las alucinaciones colectivas más significativas del Occidente” (pp. 142-143). La modificación no es pequeña y es la que diferencia a la historia de la leyenda. La alucinación, la más grande según Roca Barea, pasa a ser una entre varias, perdiendo así su carácter único, y una que a su juicio duró solo dos siglos (el XVI y el XVII). Es más, unas líneas más abajo Arnoldsson aporta una tesis diametralmente contraria a la de Roca Barea: “este malintencionado mito está prácticamente en vías de extinción” (p. 143). En su opinión, la Leyenda Negra es un fenómeno mucho más del pasado que del presente. Algo semejante hace Roca Barea con William Maltby (otro hispanista que ha denunciado la Leyenda Negra) y de nuevo sin especificar la página. En un pasaje de Imperiofobia, y después de afirmar que “no hay esperanza alguna de que decaigan los prejuicios protestantes contra España porque están escritos en el ADN de su identidad colectiva”, añade que “Maltby no se equivoca cuando habla de ese «odio imperecedero de los protestantes en todo rincón de Europa, hasta un grado tal que acaso no lo hayan notado ni aun los propios hispanistas»” (p. 164). El caso es que este historiador había añadido antes de la frase “los esfuerzos de España como paladín del catolicismo durante los siglos XVI y XVII le valieron al país el odio imperecedero de los protestantes en todo rincón de Europa, hasta un grado tal que acaso no lo hayan notado ni aun los propios hispanistas” (p. 10). ¿Por qué Roca Barea sustrae la primera parte de la frase y convierte una afirmación acerca del pasado en una que llega hasta el presente? Finalmente, Roca Barea también hace algo parecido con otro de sus hispanistas favoritos, Philip Powell. Ella se sirve de sus textos para demostrar su tesis imperial y, por ello, que no había diferencia entre los pueblos ibéricos y los de América. En este contexto, en la página 296, cita un pasaje de Powell: “El concepto básico del Imperio español no fue lo que nosotros llamamos hoy día colonial. Más bien puede calificársele como el de varios reinos de ultramar oficialmente equiparados en su categoría y dependencia de la Corona con los similares de la Madre Patria [...]. En general, la Corona no intentó imponer en América algo extraño o inferior a lo que regía en la Península”. El caso es que Powell, justo después de la primera parte reproducida por Roca Barea, puntualiza lo dicho una frase que la autora ha preferido omitir en, de nuevo, unos oportunos puntos suspensivos: “En la práctica, los peninsulares consideraban a los nacidos en América, de sangre hispana, como inferiores, y ésta fue la causa de frecuentes antagonismos entre «coloniales» y «europeos», factor importante en las guerras de independencia” (Powell, p. 34). Paradójicamente, también los hispanistas no hispanófobos de los que se sirve Roca Barea para justificar sus tesis se alejan no poco de lo que ella defiende. Sobre el uso de las fuentes dedicaré un poco más de espacio a su análisis de la Inquisición que puede servir como un buen ejemplo del problemático acercamiento de Roca Barea a los temas que aborda. Para empezar, se debe decir que referirse en general a la Inquisición española es tremendamente complicado, pues perduró más de tres siglos (oficialmente, de 1478 a 1834), con monarcas, políticas, funcionamientos internos e incluso enemigos diferentes. Equiparar la Inquisición del primer medio siglo, cuando ante todo perseguía judeoconversos y se relacionaba con una limpieza de sangre de la que Roca Barea evita hablar (hasta 1865 fue necesario probarla en España para entrar en el servicio del Estado), con la de fines del XVIII o inicios del XIX es harto arriesgado, por lo que se debe tener cuidado a la hora de generalizar. Roca Barea tiene razón cuando critica que se han escrito y difundido cuantiosas mentiras sobre la Inquisición. También es sabido que la cifra de ejecuciones no son las más de 30.000 afirmadas a principios del siglo XIX por Juan Antonio Llorente, algo refutado hace más de un siglo por Henry Charles Lea, quien también denunció las exageraciones sobre las torturas. Basándose en los datos de Gustav Henningsen y Jaime Contreras que, sin embargo, se restringen al periodo que va entre 1540 (Roca Barea dice 1550 en la edición corregida) y 1700, ella indica que las víctimas mortales ascenderían a 1.346. Más adelante, cita a Henry Kamen, a cuyo juicio la cifra se acercaría para toda la existencia de la Inquisición a unos 3.000. Otros historiadores, como Bartolomé Bennassar o Jean-Pierre Dedieu, y no mencionados por Roca Barea, consideran que debería ser más elevada, pero no se acercaría ni por asomo a las de Llorente. Para suavizar el dato, además, ella destaca que los ejecutados no son solo perseguidos por la religión, pues la Inquisición también juzgaba muchos otros crímenes. Y eso le sirve para comparar con la según Roca Barea “escalofriante cifra” de 264.000 condenados a muerte en Inglaterra en tres siglos (no dice cuáles). Para ello, remite al jurisconsulto Sir James Stephen del XIX, de nuevo sin citar la página, en un texto (Criminal procedure from the Thirteenth Century to the Eighteenth Century) en donde no he hallado esa cifra en ningún momento y que además cubre un periodo de seis siglos. Después de haber investigado, he llegado a la conclusión de que el origen de la afirmación es en realidad otro muy diferente: me refiero a Julián Juderías y este párrafo (digamos) hipotético de su Leyenda Negra que muy parcialmente corresponde a Stephen y el primer volumen de su History of the Criminal Law of England (p. 468) y que no tiene desperdicio. ¿Acaso es un misterio la facilidad con que los magistrados ingleses mandaban a la horca? (…). Sir James Stephen, dice que si el término medio de las ejecuciones en cada condado se calcula en 20 cada año, o sea en la cuarta parte de las ejecuciones que hubo en 1598 en Devonshire, el total es de 800 al año en los 40 condados ingleses y de 12.200 en catorce años, en vez de las 2.000 a 6.000 que se adjudican a Torquemada. Y siguiendo el mismo autor con sus cálculos, llega a 264.000 ejecuciones en trescientos treinta años (pp. 99-100). En ningún momento de su libro Stephen habla de Torquemada ni tampoco de esas 12.200 (número, por cierto, mal calculado) o 264.000 ejecuciones mencionadas por Juderías. De la Inquisición solo una vez, de pasada y noventa páginas antes (en la 374). Sin embargo, eso no le impide decir a Roca Barea que Stephen fue uno de los primeros que negó que la Inquisición hubiera podido producir el número de muertes que se le atribuían. Nunca investigó en sus archivos, pero no hacía falta realmente ir muy lejos para llegar a tales conclusiones. Bastaba con quitarse las telarañas de los ojos. El gran jurisconsulto inglés se limitó a estudiar el procedimiento penal de la Inquisición. Era tan garantista y tan sumamente protocolizado que resultaba materialmente imposible que un proceso judicial de tales características hubiera podido producir miles de muertos (p. 279). Más adelante, Roca Barea cita el capítulo de una obra de 1902 de Ernst Schäfer (escribe mal su nombre), de sus Beiträge zur Geschichte des Spanichen Protestantismus (escribe mal el título), para refrendar sus tesis acerca de la indulgencia de la Inquisición y atribuirle la afirmación de que “el número de protestantes condenados por la Inquisición española entre 1520 y 1820 fue de 220” (p. 279) y que “de ellos solo doce fueron quemados”. Lo curioso es que en las páginas que cita Roca Barea (que van entre la 345 y 376), Schäfer solo escribe sobre la comunidad luterana de Sevilla y las afirmaciones de Roca Barea no salen por ningún lado. Además, el libro en verdad se titula, y aquí un matiz clave, Beiträge zur Geschichte des spanischen Protestantismus und der Inquisition im sechzehnten Jahrhundert. Es decir, el libro solo estudia la persecución de luteranos por la Inquisición en el XVI (y en realidad ante todo la segunda mitad de la centuria) y, dentro ese período, ofrece cifras que van más allá de los 12 luteranos quemados: en la página 160, de hecho, habla de 220. ¿De dónde ha sacado Roca Barea sus números? No se sabe. En verdad, resulta fácil refutar esos datos. En los dos autos de fe de Valladolid de 1559 contra luteranos ya se quemaron 26 personas y en los cuatro de Sevilla entre 1559 y 1562 lo fueron 50 más. ¿Por qué nada de todo esto ha sido señalado por ningún historiador? ¿Por qué Roca Barea acude a fuentes lejanas, aquí escritas en un alemán que a lo largo de su libro evidencia no conocer, para recurrir a una cifra inexistente (y que Schäfer mismo no defiende) cuando hay muchas fuentes más accesibles y nuevas que demuestran lo contrario? ¿Y por qué no cita en ningún momento las obras más completas sobre el tema, como Los protestantes y la inquisición en tiempos de Reforma y Contrarreforma o La represión del protestantismo en España, ambas de Werner Thomas? Sigamos. Roca Barea juzga la maldad o no de la Inquisición a partir de la cantidad de condenas a muerte, algo problemático. Ya hace muchos años que se detectó que habían sido infladas por Llorente, pero eso no impedía que fuera una institución que incluso para Julián Juderías era “cruel y despiadada”. Bennassar, una gran autoridad en la Inquisición y a quien Roca Barea no menciona en su libro, ha relacionado este tribunal con lo que llamó una “pedagogía del miedo” fundada, entre otros, en factores como el control de las actividades públicas u opiniones de las personas, el secretismo del procedimiento, en las delaciones anónimas (que Roca Barea niega, p. 279), en la memoria de la infamia (que afectaba a todo el linaje y comportaba una inhabilitación civil para el condenado y sus descendientes) o la censura de libros (entre los cuales se incluyeron textos por razones políticas como la Brevísima de Fray Bartolomé de Las Casas en 1659, algo que el censor, el jesuita Minguijón justificó diciendo que “por decir cosas muy terribles y fieras de los soldados españoles que, aunque fueran verdad, bastaba representarlas al Rey o sus ministros y no publicarlas, pues de ahí los extranjeros toman argumentos para llamar a los españoles crueles y fieros”). Por añadidura, al menos por lo que respecta a los datos del siglo XVI, el porcentaje de condenas (que, además de la muerte física o en efigie, podía derivar en penas como el destierro, la penitencia pública o el ir a galeras) era muy elevado, en los territorios más indulgentes ascendía a un 75% de condenas de todos los procesos iniciados. Nada de todo esto sale en Imperiofobia. Por último, habría que apuntar que la primera institución que intentó presentar como terrible a la Inquisición fue esta misma. Hubo una voluntad propia de cultivar una imagen temible y poderosa, en parte con la meta de conseguir el control social y de aspirar a tener una eficacia que su carencia de medios le impedía alcanzar, en especial en las zonas rurales. Muchas críticas a la Inquisición se basaban justamente en la propaganda que ella misma había fomentado, algo que en lo que podría ahondado gracias a una obra como La invención de la Inquisición de Doris Moreno, quien ha estudiado desde diversas perspectivas cómo la realidad de la Inquisición se mixtificó con su imagen. ¿Por qué Roca Barea no entra en estas cuestiones? Naturalmente puede estar en desacuerdo, pero lo lógico es que las discutiera. En cambio, lo que suele hacer es acudir reiteradamente a la falacia del hombre de paja: presenta un cuadro exageradamente negativo de un tema, por lo general uno ya hace tiempo desdeñado por los historiadores, para refutarlo in toto y luego ofrecer un poco riguroso y asimismo exagerado relato alternativo que no entra en el estado actual del debate historiográfico. En algún caso, además, sus referencias parecen directamente inventadas. Daré solo un ejemplo. Roca Barea escribe en un momento del libro que Inga Clendinnen, historiadora australiana, comenta con humor que lamentar la desaparición del Imperio azteca es más o menos como sentir pesar por la derrota de los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Solo en el sofisticado sistema de exterminio del nazismo encuentra Clendinnen un referente accesible para explicar la organización de miles de sacrificios humanos periódicos en los rituales de Tenochtitlán (p. 316). Esta comparación le viene muy bien a Roca Barea porque sirve para justificar que el Imperio Azteca era mucho peor que el español y, de este modo, interpretar su conquista como un progreso indudable. El problema es que, sin especificar la página, cita un libro de Clendinnen, Aztecs: an Interpretation donde no sale nada parecido a lo que Roca Barea comenta. Hasta donde yo sé, y después de rebuscar en sus obras, Clendinnen no hizo nunca una afirmación semejante. Hay otros casos parecidos a lo largo del libro, pero este me interesa porque la “no frase” de Clendinnen fue referida por José Antonio Sánchez, entonces presidente de RTVE, pocos meses después de salir Imperiofobia. En su momento se desencadenó un escándalo y varios historiadores indicaron que esa afirmación no era de Clendinnen (quien falleció en 2016). Lo que no se comentó es que esa “no frase” provenía del libro de Roca Barea. La cuestión de las fuentes no es baladí. La historia funciona como lo que me gusta llamar una institución de la confianza. Es imposible que alguien conozca de memoria las fuentes o la información de todo lo que se expone en un libro de historia (en Imperiofobia hay más de 700 notas a pie de página), por lo que es fundamental citar bien y, así, que los lectores tengan a su disposición las herramientas para poder contrastar, matizar o refutar lo que se dice. En caso contrario, se genera un aura de desconfianza que se extiende al resto del libro, y eso es algo que ocurre a menudo con Imperiofobia. Por el otro lado, se debe destacar la manera de escribir de Roca Barea, una vehemente y sentenciosa, donde además se introducen continuos juicios de valor y de intenciones, anacronismos, teleologismos, asociaciones extrañas, numerosos problemas de cifras (y que a menudo no referencia), sobreinterpretaciones sorprendentes (como la citada “no hay esperanza alguna de que decaigan los prejuicios protestantes contra España porque están escritos en el ADN de su identidad colectiva”, p. 164), extraños contrafácticos (“Adam Smith pudo muy bien haber conocido a Azpilcueta, pero se hubiera dejado matar antes de citarlo y reconocer que había aprendido algo de un dominico”, p. 396), descalificaciones personales o a un continente entero (“el mundo hispano (no España) está todavía haciendo su Edad Media y nadie puede predecir qué sucederá con esta parte del mundo, que no es precisamente pequeña, cuando salga de la adolescencia”, p. 85), juicios digamos muy personales (como cuando dice que Torquemada, “comparado con Calvino, parece una mascota”, p. 190) o saltos en el tiempo (en medio de la discusión sobre el estilo imperial hispánico en el XVI recurre a un solo texto, de Chaves Nogales y sobre la ocupación de Ifni de 1934, para demostrar que la vocación de España nunca ha sido colonial, pp. 297-298). Además, en la edición corregida ha introducido frases como “por si no se ha reparado en ello, conviene señalar que el Mein Kampf de Hitler evoca en su título la Kulturkampf de Bismarck” (p. 191). Este bulo cuya fuente tampoco cita Roca Barea, y que hasta donde sé se ha comenzado a difundir hace poco por quienes están detrás de obras como Hitler: European Tour o Why Nazism was Socialism and Why Socialism is Totalitarian (p. 39), le sirve para continuar con la asociación que persigue entre nazismo y luteranismo o anticatolicismo. En Imperiofobia se mezcla lo erudito con lo pasional. Roca Barea excita los ánimos de sus lectores con frases difícilmente escritas por un historiador y rebusca rastros de la hispanofobia por todos lados. Imperiofobia es un libro con buenos y malos, la mayoría de estos extranjeros (de quienes solo habla bien si hablan bien de España), pero también algunos ilustres traidores o renegados cuyos nombres son bien conocidos: ante todo Antonio Pérez, Fray Bartolomé de las Casas y Guillermo de Orange. Por supuesto, en el libro no falta el victimismo y en un momento Roca Barea llega a hablar del “auto de fe perpetuo y siempre exitoso que es la leyenda negra” (p. 291). ¿Cuál es el significado exacto de esta frase si antes había insistido en que la Inquisición era una institución moderna y garantista? Un buen ejemplo de hasta dónde le lleva su deseo de ver hispanofobia en cualquier lado merece ser reproducido por entero: El lunes, 4 de abril de 2016, El País informó de que las autoridades británicas habían borrado el nombre de Blas de Lezo de la consulta popular por internet para elegir el nombre para un buque de investigación de la Armada. Cuando el nombre de Blas de Lezo apareció en primer lugar se le hizo desaparecer. Simplemente (p. 226). Lejos de ser una muestra de hispanofobia, lo que parece ignorar Roca Barea es que esa iniciativa había comenzado como una broma o troleo del portal Forocoches, cuando sus usuarios propusieron y votaron masivamente al militar español después de difundirse que la Armada Británica había impulsado en su iniciativa Name our ship que el nombre de uno de sus buques fuese votado por Internet. ¿Acaso cree Roca Barea que la Royal Navy iba a poner a uno de sus barcos el nombre de un extranjero y enemigo histórico que, además, les había propinado una de sus grandes derrotas históricas? Como se puede observar en la lista de los buques de la Armada Española, las figuras históricas que salen son de españoles o, en el caso de Colón, de alguien que sobresalió al servicio de la monarquía hispánica. Como es lógico, entre ellos no hallamos destacados marinos como Nelson, De Ruyter, Tromp o Drake, y sí, en cambio, la fragata Blas de Lezo. De todos modos, Roca Barea no logra demostrar la principal tesis del libro: la pervivencia de la Leyenda Negra en nuestros días. Está claro que hubo Leyenda Negra, y también que hay elementos suyos que permanecen en nuestros días, sobre todo en algunos fenómenos de la cultura popular o, asimismo, revividos por los nacionalismos periféricos (y probablemente rebrotarán más si España entra en conflictos diplomáticos con otros países). Como es lógico, los movimientos que se quieren separar han buscado cultivar la peor imagen de España con el fin de legitimarse (y viceversa). Ahora bien, no está claro que la Leyenda Negra de Felipe II, el mito de la Inquisición o la conquista de América (cuyo recuerdo, en cambio, sí fue usado por los catalanes en la Guerra dels Segadors, quienes reeditaron la Brevísima de Fray Bartolomé de las Casas, o ha sido recientemente evocado por López Obrador) jueguen algún rol en ello, pues en Cataluña se ha preferido recurrir a otros episodios no citados por Roca Barea como el franquismo, la guerra civil o la memoria de 1714. Lo más curioso es que Roca Barea no entra mucho en esta vigencia de la Leyenda Negra a lo largo de su libro. De sus casi 500 páginas dedica apenas 30 a analizar la pervivencia de la Imperiofobia a lo largo de los siglos XX y XXI. En teoría, al XXI le dedica apenas la mitad, sobre todo centrados en la inclusión de España entre los PIGS o con la subida de la prima de riesgo en la crisis de 2008, un análisis extraño que, de nuevo, descuida cómo se dio y parece desresponsabilizar a los políticos españoles de lo sucedido. Dice la autora: Dos generaciones de españoles, al menos, van a trabajar más y a ganar menos que otros europeos para pagar un sobrecoste de financiación cuyas causas carecen de explicación racional, fuera de los prejuicios protestantes y de la propaganda financiera bien urdida a partir del anticatolicismo y la hispanofobia. Y puesto que nuestros hijos y nietos van a cargar con estos sobrecostes de manera casi irremediable, estaría bien que les contáramos el porqué. Sin negar nunca la amarga verdad: que la culpa mayor la tenemos nosotros, porque no fuimos capaces de defender nuestros intereses y los suyos. Para eso, para ayudar a poner en claro no el pasado, sino el futuro, se ha escrito este libro (p. 479). A este epígrafe le dedica 13 páginas cuyo mayor espacio a la hora de la verdad está destinado a criticar otras cuestiones como que Alemania no ha pagado sus deudas en el pasado (aborda las contraídas tras la Primera y Segunda Guerra Mundial) y que su prestigio no se ha visto mermado “porque el cotarro internacional que crea y destruye opinión pública lo maneja el mundo protestante” (p. 464). Más allá de eso, las muestras aportadas sobre la pervivencia de la Leyenda Negra en este siglo se reducen a algunos documentales (a uno de ellos, Andes: The Dragon’s Back, lo denuncia en tono burlón por afirmar que “1.500 millones de seres humanos fueron aplastados por solo 200 aventureros españoles” (p. 459) cuando en verdad dice 15 millones, mirar minuto 45:50 en adelante) y un par de películas (como Harry, un amigo que os quiere o Dirty Pretty Things). Al respecto señala que “son florecillas que me fui tropezando por casualidad, porque es raro que vea televisión. Con esto quiero decir que si me hubiera puesto a ello de manera organizada y sistemática, no hubiera encontrado florecillas sino bosques completos” (p. 460). Sobran los comentarios. La respuesta de José Luis Villacañas Hace poco más de un mes se ha publicado la más importante y extensa réplica al libro de Roca Barea. Me refiero a Imperiofilia y el populismo nacional-católico (2019) del profesor José Luis Villacañas, obra que además ha servido para entablar una necesaria discusión histórica que, al menos por el momento, Roca Barea ha declinado continuar, pero que seguramente atraerá a nuevos interlocutores. En estas páginas no me centraré en el tono beligerante del autor con Roca Barea, lo que ha facilitado que se desplace el debate y se censure Imperiofilia exclusivamente desde ese lado, como aquí y aquí. Por el contrario, prefiero resaltar su crítica histórica, pues el libro no solo resulta de provecho para problematizar o refutar muchas de las tesis expuestas por Roca Barea, sino también para repensar la misma Leyenda Negra en sí. De ahí que el subtítulo de la obra de Villacañas no sea otro que el de Otra historia del imperio español, algo que enlaza con otro libro suyo: ¿Qué imperio? Un ensayo polémico sobre Carlos V y la España imperial. No obstante, cabe decir que además de las reseñas críticas que había recibido, desde la de Miguel Martínez, Juan Eloy Gelabert o Esteban Mira, quien ha distinguido entre la historia negra y la Leyenda Negra de España, hasta la muy lateral de Richard L. Kagan, en rigor no se trata de la primera respuesta a Imperiofobia y leyenda negra. En El demonio del sur, cuyo subtítulo es La leyenda negra de Felipe II, Ricardo García Cárcel ha revisitado el tema que nos ocupa y sobre el cual había publicado un texto muy importante como Leyenda negra: historia y opinión, obra que sigue siendo de gran interés gracias a problematizar una visión simple y unilateral de la Leyenda Negra. García Cárcel, en El demonio del sur manifiesta apreciar el libro de Roca Barea, pero al mismo tiempo proporciona una visión de los hechos antagónica en no pocos puntos a la defendida por esta autora. Para empezar, critica la creencia en la Leyenda Negra y tilda la tesis del excepcionalismo español como inadmisible y victimista (ya en La herencia del pasado había dicho algo semejante), luego critica la conexión entre Leyenda Negra e imperiofobia y finalmente rechaza la afirmación, sostenida por Roca Barea, de que la monarquía española de Felipe II no se defendiera de las difamaciones que recibió. Al respecto asevera que “nadie puede negar que el esfuerzo de defensa publicitaria existió” (p. 369) y como ejemplo recuerda Pedro Cornejo y su Antiapología escrita como respuesta a la Apología de Guillermo de Orange. Por todo ello, la opinión de García Cárcel no se concentra tanto en afirmar o negar la Leyenda Negra sino en desdramatizar la carga fatalista del término. Por su parte, Imperiofilia y el populismo nacional-católico es un libro cuyo propósito no es otro que rebatir en detalle las tesis de Roca Barea y que nos sitúa ante lo que puede ser un Historikerstreit español. Si Imperiofobia tenía el indudable mérito de hacer acopio de un gran volumen de información y podía deslumbrar por su cantidad de datos, datos que además tocaban temas bastante diversos de la historia de España y dificultaban una réplica de carácter global, el libro de Villacañas sorprende por atreverse a hacerlo en prácticamente cada uno de esos temas y aportar una especie de contrarrelato general de la historia de España. En verdad, empero, la polémica entre ambos se había iniciado antes, a raíz de un artículo de Roca Barea sobre Lutero (Martín Lutero: mitos y realidades) publicado el 23 de julio de 2017, el cual fue respondido dos días más tarde por Villacañas en 500 años de Lutero y fue a su vez replicado por Roca Barea en Más sobre los 500 años de Lutero. Ahora bien, lo importante en esta polémica no era solo el juicio histórico sobre la figura de Lutero sino de qué manera abordar la misma historia, algo que Villacañas retoma al final de Imperiofilia con su alegato en favor de una historia escéptica. Su pretensión, por eso, pienso que no es tanto proporcionar un contrarrelato contrario al confeccionado por Roca Barea, algo que ya ha realizado y sigue realizando en su abundante obra, cuanto refutar su sesgada versión de la Leyenda Negra para que la historia vuelva a ser un espacio plural de discusión y debate, algo en lo que ha insistido en una de sus entrevistas: Este libro [Imperiofobia] es una amenaza contra ella porque impone una única visión de la Historia de España. Es algo inédito desde los años 50. Obliga a posicionarte alrededor de determinadas consignas que ocultan completamente la realidad y te declaran como antiespañol y como esbirro traidor si no las compartes. Esto es contrario a la Historia, porque la Historia es pluralidad, y es contrario a la democracia, porque la democracia es una conversación de diversos relatos. Quizá antagónicos, quizá diversos, pero en los que se encuentra la propia estructura de la sociedad y de su heterogeneidad básica. Y ese es el motivo por el que he escrito esto. Teniendo en cuenta la gran cantidad de temas que toca en poco más de 250 páginas, es difícil compartir todo lo que afirma Villacañas y es lógico que sus lecturas de la historia puedan ser discutidas (como seguramente lo serán sus interpretaciones históricas de la Reforma, de la Inquisición o del Imperio español, poco generosa, p. 241ss). En su opinión, sus afirmaciones incluso deben ser discutidas, pues su deseo es que el estudio de la historia pueda serlo realmente, y serlo de una manera democrática, abierta a un sereno debate historiográfico sobre nuestro pasado, uno en el que no se corra el riesgo de confinar al terreno de la hispanofobia a quienes se muestren críticos con el pasado español. Villacañas insiste en que el significado que le podemos atribuir a procesos de hace 500 años “puede ser diverso y en una sociedad democrática debe serlo” (p. 89), ya que la historia permite mirar fenómenos pasados desde una pluralidad de ángulos distintos. El problema es que en Roca Barea “ese significado concierne de forma unívoca al presente, y nos afecta en la esencia básica de nuestro ser” (p. 90), algo que impregna la discusión de demasiadas emociones y nos aleja del campo de la historia. Además, lo que teme Villacañas de Imperiofobia es que forma parte de “la ofensiva de un pensamiento reaccionario cuyos efectos estamos observando ahora con nitidez” (p. 13) y añade que “del sentido de esa batalla depende en cierto modo el futuro que podemos proyectar para este país” (p. 13). Al respecto, llega a conectar Imperiofobia con “la factoría de Steve Bannon mezclada con el corazón castizo de la melancolía imperial de Gustavo Bueno, utilizado por los padres fundadores de la Asociación en Defensa de la Nación Española en su proclama inaugural y hoy inspiradores del partido político Vox” (p. 228). Por otro lado, Villacañas sostiene que Imperiofobia es una obra que se caracteriza por “mezclarlo todo, confundirlo todo, y en ese maremágnum no ofrecer una razón atendible, sino solo un tu quoque infinito” (p. 14). Acto seguido apunta que la imagen negativa que se brinda de Europa y del protestantismo, frente al cual Imperiofobia exhibe una hostilidad esencial y que va desde Lutero hasta la crisis de 2008, funciona como un exterior constituyente, donde se construye un enemigo con el propósito de cohesionar a los propios. Por eso, Villacañas propone como alternativa una lectura de la historia de España que la ayude a apuntar hacia un horizonte distinto, uno más abierto a Europa y a las otras culturas. Como ha puntualizado en un artículo en El Mundo, España “no puede ganar ningún combate de presente ni de futuro con la mentalidad, la subjetividad y la falta de comprensión hacia el otro (sea amigo o enemigo), que desde mi punto de vista pretende forjar el libro de la Sra. Roca Barea”. En primer lugar, Villacañas denuncia la idealización del imperio expuesta por Roca Barea, del cual no presenta ningún rasgo negativo ni explica esa pura hegemonía con la que asocia su poder, pero también critica que Imperiofobia se asiente en una especie de nietzscheanismo. Villacañas destaca que la exposición de Roca Barea se apoya en la creencia de la existencia de pueblos inferiores y superiores, donde España formaría parte de estos y donde su Leyenda Negra sería poco más que el resentido producto de quienes padecen un complejo de inferioridad. Según ella, “molesta sobremanera saberse en la segunda división de la historia y, en cierto modo, subsidiarios y dependientes” (p. 120) y paradójicamente, apunta Villacañas, “sorprende que el racismo, que por lo general considera inferiores a determinadas poblaciones, sea un complejo que crean… los subalternos” (p. 34). La pirueta de Roca Barea consistiría en presentar como débiles a unos imperios que son quienes sufren la injusta y resentida ira de los pueblos inferiores. Añade irónicamente Villacañas: “La culpa es del inferior, desde luego, que ha puesto en marcha el prejuicio. El pueblo imperial no hace sino defenderse” (p. 35). En la misma línea, él denuncia una afirmación como que “no hay en esencia diferencia apreciable entre la imperiofobia y el antisemitismo o cualquier otra forma de racismo” (Roca Barea, p. 120). La estrategia victimista estaría clara: equipararse al pueblo perseguido por antonomasia. Villacañas también critica lo que a partir de la exposición de Roca Barea llama el mysterium mysteriorum: por qué, según ella, los pueblos imperiales suelen asumir la propaganda antiimperial e incluso contribuyen a su difusión. En otras palabras, por qué hay súbditos o ciudadanos del imperio que pese a serlo lo critican. Las principales dianas de Roca Barea son Fray Bartolomé de las Casas para el caso español y Noam Chomsky para el estadounidense, quienes formarían parte de una quinta columna intelectual. De nuevo, Villacañas acude a Nietzsche y su noción de mala conciencia o conciencia de culpa. Desde esta perspectiva, lo que colige del texto de Roca Barea es la creencia de que “los pueblos superiores serían mucho más fuertes si no brotara en ellos la conciencia de culpa y si eliminaran a los intelectuales que la generan con sus críticas” (p. 52). Uno de los problemas de los imperios, así como un síntoma de su “superioridad”, sería hacer gala de una excesiva autocrítica que no haría sino favorecer el éxito y la credibilidad del resentido discurso de sus enemigos. Como subraya Villacañas, Roca Barea también apunta que la Leyenda Negra se ha construido fundamentalmente sobre prejuicios. “El proceso es siempre el mismo: una pequeña parte de verdad sirve para levantar una gran mentira que justifica un prejuicio de etiología racista que hasta ahora se niega a reconocer que lo es. Insistimos en que el prejuicio precede a su justificación y la fabrica” (Roca Barea, p. 269). Lo más curioso, añadimos, es que eso deriva en una postura que algunos calificarían de un arrebato posmoderno en el que ella no profundiza: “Ya sabemos que el lenguaje crea la realidad (…). No importa cuál sea la realidad, sino qué palabras se usan para referirse a ella. Luego el lenguaje hace el resto del trabajo. No hay forma de entender el fenómeno de la leyenda negra más que desde el punto de vista del lenguaje y la manipulación del lenguaje. Esto el mundo católico no ha sido capaz de verlo ni de analizarlo nunca” (Roca Barea, p. 389). Como apunta Villacañas, la propaganda, cuyo invento achaca Roca Barea a los protestantes, parece ser no solo el centro de la cuestión y determinarlo todo, sino también aquello que las sociedades católicas deberían cultivar e imitar de ellos (p. 228). Otra de las críticas de Villacañas, y en la que participan muchos elementos, tiene que ver con la particular construcción del relato negrolegendario. Roca Barea, indica, solo está interesada “en el combate de todos esos pueblos europeos contra la católica España, combate del que nos cuenta cosas puntuales, detalles curiosos, lugares comunes, pero sin darnos una noticia de su contexto, lógica, sentido y valor” (p. 57). Imperiofobia juega así con la enumeración descontextualizada de hechos o anécdotas que no solo son analizados desde una lógica presentista, sino que tampoco se nos informa a menudo de su relevancia en su momento o en el actual. Villacañas señala que el libro está hecho “con un método impresionista de acumulación abigarrada de detalles” (p. 60-61), donde se transita de episodio en episodio, de personaje en personaje, de juicio de valor en juicio de valor, a menudo de manera abrupta y muy rápida, sin ahondar en el tema en cuestión (en especial en la tercera parte). Además, también reprocha el tono del libro, cuya escritura “no está destinada a captar la inteligencia del lector, sino su pasión y ante todo su sentimiento de haber sido mal tratado en su condición de español” (p. 59). Como se ha dicho, Villacañas critica el uso continuo del tu quoque que parece resolverlo todo y cerrar el debate, pero también que lo aborde desde un cuantitativismo poco documentado y aplicado de manera general donde es más culpable quien más muertes haya provocado (y que puede estar basado, como hemos visto, en cifras poco fiables y sin fuentes que las acrediten). Villacañas agrega al respecto que Roca Barea “quiere contar todos los cráneos rotos de los demás, inventariar sus osarios, reunir las cenizas. Pero solo las de ellos, para que no puedan echarnos en cara los nuestros. Sin embargo, ellos no lo hacen desde hace mucho tiempo. ¿Cuál es la necesidad de hacerlo nosotros?” (p. 112). Por ello, observa que el libro de Roca Barea incurre continuamente en lo que denuncia, tanto el victimismo como la fabricación artificial de enemigos, evidenciando así que, pese a vituperar el nacionalismo, no deja de recaer en él. Finalmente, Villacañas denuncia la fobia al intelectualismo (para Roca Barea la Leyenda Negra siempre es obra de intelectuales), asimismo visible en sus críticas generales al Humanismo (del cual ella dice por ejemplo que “es refractario a todo cuanto no sea su mundo”, p. 323), o a una “Santa Ilustración” (así la llama Roca Barea para aproximarla a la “Santa Inquisición”) que retrata como una ficción anticatólica por la que queda desprovista de su pluralidad y, entre otros, también de su vertiente católica (y que identifica globalmente y sin más con posturas como el degeneracionismo). Es imposible reproducir todas las críticas de Villacañas que conciernen a aspectos concretos de la historia de España, pues muchas atienden a cuestiones específicas o de detalle con el fin de mostrar cómo ha construido su relato Roca Barea. Solo sobrevolaré algunos de los puntos que considero más relevantes para la controversia entre los dos autores (y, por ejemplo, no reproduciré los reproches de Villacañas sobre la versión de la Leyenda Negra en la Italia renacentista que se expone en Imperiofobia, porque la autora acaba por admitir su ambivalencia). 1. Villacañas critica la afirmación de Roca Barea de que “la idea de un imperio europeo concebido como una Universitas Christiana es fundamentalmente erasmista” (p. 161) frente a la cual responde que esa idea es originalmente italiana y gibelina (y que pasa por Dante, Marsilio de Padua o Gattinara), pero que en Erasmo o en Vives el ideal de Universitas Christiana no reposa sobre un imperio. Con ello, sostiene que el humanismo del norte, frente a lo pretendido por Roca Barea, no defiende en absoluto el ideal imperial (un ideal del que ella se sirve sin cesar en su obra para realzar empresas políticas como las de Carlos V y su proyecto de unidad europea o también para la conquista de América). 2. Villacañas denuncia que el luteranismo, además de ser expuesto como la “carga principal de dinamita con que se voló este proyecto prematuro de unidad europea” (Roca Barea, p. 163), es entendido únicamente en una clave política, sin dar importancia al trasfondo religioso. Como apunta Villacañas, “la religión no es para ella sino una mera excusa, una pantalla ficticia en la lucha por el poder” (p. 88). En opinión del autor de Imperiofilia, en cambio, que hubiera un condicionamiento político no excluye que también hubiese una dimensión religiosa digna de ser tenida en cuenta y que Roca Barea desprecia por completo. Se trata de una cuestión ya presente en la discusión que ambos habían sostenido en la prensa y que evidencia una de las constantes de la autora: la única empresa propiamente idealista (imperial) era la española y frente a esta solo se le oponen intereses privados, materiales o particularistas (como los nacionalistas), desprovistos de cualquier proyecto ideal equivalente. Además, al describirlos meramente como reactivos y protestantes, Villacañas apunta que Roca Barea olvida que “Lutero y muchos otros como Bucero, Melanchthon y Calvino, siempre pensaron que ellos eran los auténticos católicos y por eso mantuvieron aspiraciones a restaurar por doquier la catolicidad cristiana” (p. 89). Finalmente, Villacañas reprocha las afirmaciones sobre la libertad de culto entre los protestantes o la supuesta hispanofobia de Lutero, quien sobre todo había dirigido sus críticas contra el Papa. Este autor indica al respecto que en muchos momentos Roca Barea confunde el anticatolicismo con la hispanofobia, algo que también sucede en su sesgado retrato de Calvino y a quien, más allá de la conocida y reprobable condena a la muerte de Servet, le achaca muchas ejecuciones que no le corresponden. 3. Villacañas también denuncia múltiples errores en cómo Roca Barea explica la llamada Guerra de los 80 años. Entre otros, que ella apunte que Carlos V tenía un proyecto federal (y eso pese que ella había dicho en otro momento del libro que hablar del federalismo antes del siglo XVIII era un despropósito, p. 36) o que considere que Egmont y Horn fueron ejecutados conforme a las leyes vigentes (y sin mencionar, por ejemplo, que incluso el emperador Maximiliano II de Habsburgo, primo de Felipe II, solicitó clemencia para ambos). También considera como una mentira que ella hable de persecuciones masivas de católicos en los Países Bajos con el objeto de mostrar que los otros países europeos eran más intolerantes que España. 4. Otro de los puntos que analiza Villacañas atañe a la Inquisición, donde destaca su histórica utilización política, desmonta su visión dulce (sin por ello aceptar las exageraciones que se escribieron sobre ella), contradice a Roca Barea cuando ella afirma que las denuncias no eran anónimas (sí lo eran para los procesados) y refuta que su Leyenda Negra haya sido un invento luterano. Al respecto recuerda que desde un principio tuvo una pésima fama en la misma España (¿acaso podemos olvidar todo lo que rodeó al asesinato del luego canonizado Pedro de Arbués cuando se quiso introducir la Inquisición en la Corona de Aragón?) o que el mismo Papa Sixto IV se opuso a su funcionamiento. Frente a Roca Barea, Villacañas llega a afirmar que la Inquisición supuso “la destrucción de todo el derecho patrio, que pasó a ser letra muerta ante esta institución regida por un derecho excepcional, sin otra ley que su propia voluntad discrecional” (p. 143). Además, añade que Roca Barea prefiere omitir la primera etapa de la Inquisición, la más dura y en la que se perseguía a los judeoconversos, quienes fueron la razón de ser de su fundación. En cambio, ella se centra en la persecución de reformados, entre los cuales se condenaron muchos menos (y no pocos de ellos extranjeros, porque fuese por la eficacia de la Inquisición o por razones culturales las ideas de la Reforma no cuajaron en España). “De este modo, escribe Villacañas, puede decir que fue un invento de los protestantes, sepultando en el olvido la época constituyente, la que sembró el terror en la población, la que forjó su siniestro poder, la época que determinó la forma de percibirla y temerla” (p. 144). 5. Respecto a la conquista de América, Villacañas denuncia muchos errores que van desde las maledicencias de Roca Barea sobre Fray Bartolomé de Las Casas hasta que hable de “la libre circulación de personas” entre el continente y las Indias, con el fin de encajar la realidad histórica con su ideal imperial, u omisiones como que no mencione siquiera una institución bien conocida y con mala fama como las encomiendas. Además, que técnicamente los territorios americanos no fueran colonias, añade, no significa que la realidad no fuera una bastante próxima a la colonial (p. 174), con lo que se producía una diferencia entre la teoría y la práctica que ha sido señalada incluso por Philip Powell. Para profundizar en los problemas del libro de Roca Barea sobre la relación con el continente americano, también puede ser interesante consultar la reseña de Esteban Mira. Villacañas deja claro que no rechaza la existencia de la Leyenda Negra pasada (p. 258), pero lo que le preocupa es la versión actual que se quiere hacer de ella, como en Imperiofobia. En su opinión, esta versión es “estéril no porque invoque hechos más o menos verídicos, sino porque no ofrece una interpretación útil de lo que ha significado en nuestra historia. Centrada en detalles, no tiene una mirada orgánica de nuestra evolución ni una interpretación profunda ni una valoración en el largo plazo de nuestra historia” (p. 143). Por eso, lo que recomienda no es responder afirmativa o negativamente a la Leyenda Negra, un simple sí o no. Como dirá más adelante, “en el ámbito de la historia (…) lo contrario de una falsedad es una falsedad, no la verdad” (p. 256). De ahí que arguya que lo necesario es que los españoles “logremos un relato de la manera en que nos afectó esta institución y apreciemos lo específico de la misma, no que nos enrolemos en una guerra de cifras y de muertes, de pequeños detalles sin densidad significativa” (p. 143). Lo importante, añade, es lo que significó para nosotros como pueblo. El objetivo, en suma, es analizar la Leyenda Negra desde una distancia histórica que, al mismo tiempo, nos permita extraer enseñanzas para encarar el presente. Entre otras cosas, Villacañas destaca que la Leyenda Negra fue una de las armas de los enemigos de la Monarquía hispánica en los siglos XVI y XVII y que su existencia nos muestra “la experiencia moderna de que la guerra también se gana con los intelectuales y las ideas” (p. 259). Unos intelectuales, por cierto, cuyas obras y afirmaciones no deben ser exclusivamente analizadas desde la perspectiva del poder o desde una lógica como la del amigo/enemigo. Despreciarlos no sería por ello más que ser, aquí sí, víctimas de la Leyenda Negra, en buena medida por la incapacidad de sacar las lecciones que ofrece la historia. Unas reflexiones finales Los libros no solo se deben valorar por lo que dicen, e Imperiofobia dice muchas cosas y no todas sus reivindicaciones son injustas ni sus afirmaciones desdeñables, en absoluto. También, y a veces más, es muy importante y sumamente revelador lo que omiten y dejan de decir. Roca Barea ha proporcionado una voluminosa y no rigurosa recolección de críticas contra España, pese a que en no pocas ocasiones el blanco al cual apuntaban no era exactamente el mismo, pues se podían centrar en un monarca en concreto, en la religión católica, en la Inquisición, etc… que luego, en un totum pro parte, pasan a ser identificadas como críticas o injurias contra España. Este totum pro parte también se manifiesta de otro modo y Roca Barea lo usa tanto para defender a España como para denigrar a sus oponentes históricos: si en la Reforma hubo insultos contra los españoles, toda ella pasa a ser hispanófoba; si la Brevísima contiene exageraciones, eso desautoriza todo lo expuesto en el libro; si varios miembros de la Ilustración defendieron el degeneracionismo, toda ella queda manchada por esta creencia, etcétera. En cambio, como hemos visto, también se puede invisibilizar su vertiente católica. O pasar por alto los aspectos más oscuros de la conquista de América o de la Inquisición. Esas partes no interesa resaltarlas. Y lo que con ello hace es extinguir la complejidad o las numerosas tonalidades grises de la historia. Además, muchos de los episodios narrados por Roca Barea están sintomáticamente incompletos. Por ejemplo, invoca el caso del virrey Solís, condenado por 22 cargos en 1762 (pp. 308-309) para elogiar el funcionamiento y la seriedad de los juicios de residencia, sin decir que poco después fue exonerado en un juicio de segunda instancia que, además, pasó a elogiar su conducta pasada (algo señalado por la escueta información de la fuente de Internet en la que se basa). En otro momento, ella tiene razón cuando denuncia la matanza de 19 clérigos católicos en Gorkum en 1572 por parte de Lumey y los mendigos del mar (pp. 245-246), lo que sin embargo no cuenta es que Guillermo de Orange intentó evitarlo. De los “enemigos” solo se permite resaltar los aspectos negativos y calla los menos condenables. Respecto al caso flamenco, por cierto, se centra en hablar de la Leyenda Negra, pero Roca Barea prefiere olvidar aquí las tesis de su querido Arnoldsson. A la luz de la conducta del duque de Alba y del saqueo de Amberes, había apuntado el hispanista sueco que la representación de los españoles en la propaganda neerlandesa como rapaces, crueles y lascivos tiene en estos hechos una pavorosa base de realidad. Los conceptos propagandísticos se originaron en aquellas tristes experiencias y en un odio tanto más ardiente por cuanto que había sido reprimido durante muchos años (…). Nos parece por tanto evidente que la versión neerlandesa de la Leyenda Negra, cuya principal manifestación es la Apología del príncipe Guillermo, tiene su origen en el propio suelo de los Países Bajos (p. 138). Un caso más interesante es el de Pardo Bazán. A ella se le atribuye el origen de la expresión Leyenda Negra, pero no se dice que a esta apenas le dedica unas líneas en su célebre conferencia la España de ayer y de hoy. Además, tampoco se quiere comentar que su texto es ante todo una dura crítica contra una leyenda dorada de la que se arrepiente haber formado parte, pues “al persuadirnos de que no nos faltaba cualidad ni virtud, nos sugirió que no debíamos variar, e impidió que aprendiésemos con el ejemplo de otras naciones más activas y prósperas”. En otros momentos Pardo Bazán se refiere de forma negativa al “imperialismo de los Austria” o apunta que “ya es la Inquisición y el fanatismo religioso, ya el teutonismo y despotismo de Carlos V, que anularon nuestras tradiciones de libertad y de justicia popular”. ¿Fue el origen de la Leyenda Negra en sí mismo negrolegendario? En Imperiofobia hay otros olvidos o lagunas que merecen un comentario. Para empezar, algo que sorprende en un estudio tan exhaustivo sobre la Leyenda Negra: la ausencia de un análisis o una aproximación al contexto de sus orígenes, el cual puede ayudar a comprender a qué interlocutores o qué coyuntura estaban respondiendo Pardo Bazán, Julián Juderías y sus contemporáneos (como Andrenio o Blasco Ibáñez). Pensemos por ejemplo en Fernando Tarrida del Mármol, un personaje no mencionado por Roca Barea. Este anarquista, nacido en Santiago de Cuba, denunció con gran éxito en el extranjero la conducta del gobierno español en los procesos de Montjuïch, que él había sufrido en primera persona. A causa de estos procesos se exilió inicialmente a París y en esta ciudad, en 1896, escribió los artículos Un mois dans les prisons d’Espagne, Le drame de Montjuich y Aux inquisiteurs d’Espagne, que tuvieron un gran eco, en especial (mas no solamente) entre los anarquistas. De la traducción al inglés del tercero, por ejemplo, afirma Paul Avrich que solo en Filadelfia se distribuyeron más de 50.000 ejemplares. La tesis de Tarrida del Mármol, que según comenta en realidad le fue comunicada por un juez español, era que la Inquisición había resucitado en España en 1894, algo que desarrolló en su libro, no traducido al castellano, Les inquisiteurs d’Espagne. Es decir, no afirma que la Inquisición no hubiera muerto, sino que había retornado bajo la forma de un régimen religioso y militar que se había cebado con los anarquistas españoles. Ahora no importa la validez histórica de esta afirmación, más simbólica que real y que ciertamente bebe del tenebroso y poco definido recuerdo de la Inquisición, sino que en los círculos anarquistas será bastante habitual hablar en estos términos. El 12 de mayo de 1900, por ejemplo, lo hará Piotr Kropotkin en Les martyrs de Montjuich, publicado en la portada de Les temps nouveaux. La actuación española en los procesos de Montjuïch suscitó una de esas oleadas de indignación de la época que se extendió por muchos países. Uno de los que se apuntó fue el futuro primer ministro Georges Clemenceau, quien también en la portada del diario La Justice escribió el artículo En Espagne (agosto de 1897), donde, tras manifestar su admiración y amor por el pueblo de España, critica su régimen represivo, hace referencia a Tarrida del Mármol y apunta que “los recuerdos de la Inquisición están todavía vivos en España”. ¿Hasta qué punto pudo influir todo esto en la gestación de eso que poco después se llamará Leyenda Negra? ¿Hasta qué punto lo hizo en la propaganda estadounidense, aderezada con una oportunista reedición de la Brevísima de Fray Bartolomé de Las Casas, que preparó la guerra de 1898? Nada de esto se comenta en Imperiofobia (y creo que en las obras sobre la Leyenda Negra solo se aproxima a ello la de Jesús Villanueva). La cuestión, sin embargo, es muy relevante. ¿Cómo queda mediado el pasado por cada presente en que es recordado, denunciado o reivindicado? ¿Y qué elementos aparecen o desaparecen de ese pasado en cada coyuntura histórica? ¿Y cuál es la relación entre la realidad histórica que se denuncia y la memoria que se evoca? Es decir, lo que se echa en falta es un estudio de la dimensión pragmática de la memoria. Esta cuestión remite a otra. La Leyenda Negra se manifestó en cada país, época e incluso persona de un modo, al menos ligeramente, diferente. Sería interesante no solo estudiarla desde la perspectiva de la España denigrada u ofendida, donde cada una de las críticas pasa a sumarse a la memoria de las injurias recibidas y como si todos los “hispanófobos” compartiesen todos sus elementos, sino desde el otro lado: cómo en cada contexto espaciotemporal diferente se impulsó una imagen distinta que en buena medida obedecía a los intereses en liza en el presente. ¿Acaso los insultos antisemitas de los italianos siguen formando parte de la Leyenda Negra actual? ¿Y también la construcción del mito de Don Carlos? ¿Y cómo dialogan los prejuicios de cada época con el presente? Eso no importa en Imperiofobia. La Leyenda Negra es un todo que es aceptado o rechazado y donde se presupone un no explicado hilo de continuidad entre la baja Edad Media y los tiempos presentes. ¿Y no olvidamos entonces casos como la no citada por Roca Barea oleada de admiración que generó en toda Europa la enconada resistencia española contra las tropas de Napoleón? Además, un análisis de la dimensión pragmática de la memoria observaría un aspecto muchas veces desatendido. Es cierto que España tiene la mala suerte de ser la antagonista de muchos de los relatos fundacionales de las naciones europeas, algo que ha contribuido a que ocupe un espacio negativo en su memoria, a la propagación de la Leyenda Negra y a la pervivencia de algunos de sus aspectos, por ejemplo, en no pocas películas de Hollywood. Ahora bien, también lo es que la rememoración de algunos de esos episodios no se hizo desde una perspectiva (digamos) hispanófoba. Por ejemplo, el recuerdo en una clave heroica de la guerra de Flandes fue repetidamente cultivado por los holandeses en la segunda mitad del siglo XVII, especialmente a partir de la Guerra Franco-Neerlandesa (1672-1678), como una herramienta de movilización contra el nuevo enemigo principal: un Luis XIV de Francia que también se intentó erigir en el campeón del catolicismo. La referencia al peligro español se convertía entonces en una manera indirecta de referirse al enemigo francés. Por su parte, las referencias británicas a la Armada Invencible, no por casualidad, abundaron de nuevo en tiempos de Napoleón y de Hitler, cuando se temió una nueva invasión desde el continente. Por ello, lo que habría que preguntarse es cuál es el grado de hispanofobia real de esas ficciones basadas en unos episodios tan lejanos en el tiempo. O, por el contrario, cuáles son las fobias o antagonismos que forman parte del relato histórico de España e interrogarnos si perviven hoy en día o no. Otra cuestión relevante es que ciertamente los imperios hegemónicos pueden ser envidiados, combatidos desde muchos flancos y ser fruto de campañas de propaganda injustas o difamatorias. Ahora bien, a menudo, como sucedió con el caso español, la envidia y el resentimiento no dejaron de combinarse con la admiración. De ahí que la Leyenda Negra conviviese con un siglo de oro español muy admirado a nivel público e imitado en buena parte de Europa, en especial en Francia, tal y como ha estudiado JeanFrédéric Schaub en La Francia española (que por desgracia Roca Barea no menciona) y donde escribe cosas como que “hasta en el núcleo de los argumentos, en la pluma de hombres que se prestaron al ejercicio del antiespañolismo panfletario, es posible evidenciar los signos de una profunda admiración por España” (p. 312). ¿Cómo calificar sin más de hispanófobos a quienes a la vez encomian la cultura hispana y se basan en ella para desarrollar la propia? ¿Hasta qué punto la hispanofobia de Roca Barea no mezcla muchos elementos, de lo político y lo religioso a lo cultural y social? ¿Y no tiende a entender las culturas o naciones como totalidades homogéneas, cerradas y unidimensionales? De hecho, se puede ir más allá y destacar que muchos de los aspectos que conforman la Leyenda Negra fueron usados en unos conflictos internos, como en la Francia o en la Inglaterra del siglo XVI, donde la España vilipendiada, y por cierto no al margen de las disputas, pasaba a ser a menudo defendida y elogiada por quienes se mantuvieron fieles al catolicismo. En la medida en que España apareció como el paladín de la fe católica fue muy injuriada por sus enemigos religiosos, pero también apoyada por los contrincantes de estos, muchos de los cuales también defendieron la conquista de América o la Inquisición. Como ha escrito Jesús Villanueva, “la demonización de lo español tiene como contrapartida un fenómeno de admiración desbordada por la monarquía hispana en la opinión católica de los mismos países de los que habría partido la leyenda negra” (p. 20). Curiosamente, Roca Barea cita mucho, y de manera digamos selectiva, a Heinz Schilling para su análisis de la Leyenda Negra en Alemania, pero lo que no comenta es que también señala que “la Contrarreforma y la reactivación y dinamización del nuevo catolicismo confesional propiciaron que se produjera una revalorización de los españoles en los territorios y núcleos sociales de confesión católica dentro del Imperio que conllevaría la formación de un estereotipo nacional positivo” (p. 50). En una Alemania dividida a nivel religioso también la imagen de España variaba según la confesión de cada uno de sus territorios. Además, la reivindicación de esta España “negra” no se detuvo en los siglos XVI o XVII y llegó hasta el siglo XX. Un ilustre ejemplo fue Joseph de Maistre, autor de la Lettre à un gentilhomme russe sur l’Inquisition espagnole (1822), tampoco traducida al castellano. El pensador conservador ensalza en el texto a España (“una nación llena de sabiduría y de elevación”, p. 14) y asimismo la eficacia de un tribunal eclesiástico que, sin embargo, no deja de retratar como un espacio de equidad y el mejor instrumento del monarca para evitar trastornos políticos como la Revolución Francesa. De hecho, escribe que “es la Inquisición la que ha salvado a España; es la Inquisición la que la ha inmortalizado. Ella ha conservado este espíritu público, esta fe y este patriotismo religioso que han producido los milagros que usted ha visto y que, según las apariencias, al salvar a España ha salvado a Europa” (p. 91). Pocas palabras más elogiosas se han escrito sobre la Inquisición y, sin embargo, sea por desconocimiento o por la incomodidad que genera este pensador, no constan en los escritos sobre la Leyenda Negra. Paradójicamente, esta también se alimentó de la hispanofilia. Más aún, como se sabe, España fue objeto de una admiración exotizante en el siglo XIX y de lo que García Cárcel ha llamado una leyenda no negra ni rosa sino amarilla. España, en buena medida folklorizada e identificada con una Andalucía imaginada, atrajo viajeros entusiastas de todo el continente, algo estudiado de manera ejemplar por Xavier Andreu en El descubrimiento de España. ¿Cómo se relaciona esta visión con la Leyenda Negra, donde se quiso convertir España en un país radicalmente diferente para, al menos a menudo, exaltarlo y oponerlo a una Europa civilizada y cada vez más industrializada? ¿Hasta qué punto esta exotización a menudo bienintencionada de España contribuyó a la pervivencia de una imagen compatible con la de la Leyenda Negra? Dando una vuelta de tuerca más, se debe apuntar que las posiciones de quienes forman parte de “los enemigos de España” no tenían por qué ser del todo homogéneas o ir dirigidas contra todo lo español. De ahí que a menudo las críticas a unos aspectos sean compatibles con los elogios de otros fenómenos o hechos de la historia de España. García Cárcel dedica un amplio espacio y un gran número de referencias de diferentes países y épocas en su citada monografía sobre este reverso de la Leyenda Negra, los cuales no solo afectan a Italia (donde Roca Barea acaba por admitir esta ambivalencia). Lo curioso es que incluso el demonizado Nicolas Masson de Morvilliers, quien desde hace siglos está más que redimuerto (la palabra la robo de Menéndez Pelayo) para el resto del mundo pero sigue pertinazmente vivo en nuestro país por esas hirientes preguntas “¿Qué se debe a España? Desde hace dos, cuatro, diez siglos, ¿qué ha hecho España por Europa?”, no deja de hacer algunas menciones positivas al pueblo español en su criticado, despreciativo y poco lúcido artículo sobre España, como estas líneas casi nunca leídas y menos aún citadas: ¿Qué pueblo habitó un país más bello? ¿Qué pueblo tuvo una lengua más rica, unas minas más preciosas, o unas posesiones más vastas? ¿Cuál de las naciones fue provista de más cualidades morales y físicas (un alma noble y naturalmente dirigida hacia las grandes cosas, una vasta y exaltada imaginación así como una constitución física que hace héroes tanto en el crimen como en la virtud?). ¡Y yo añadiría la sobriedad, la paciencia, la bravura, un amor a las leyes y al orden. En fin, esta estabilidad de carácter que hace a las naciones eternas! Como en muchos otros casos, más que su odio, fue seguramente su desprecio hacia España lo que desató las iras en nuestro país, y convertirlo en fobia no es más que una manera de querer dar una relevancia o una centralidad a España que entonces ya no se le reconocía. Además, Masson de Morvilliers había especificado que solo acusaba al gobierno español, pese a que sus comentarios infamantes ciertamente parecen ir más allá, unos comentarios, por cierto, no exentos de un paternalismo optimista, pues echaba en falta una Ilustración española que, en su opinión, ya comenzaba a recoger sus primeros frutos y a la cual le dedica unas palabras de ánimo y esperanza (Encore un effort; qui fait alors à quel point peut s’élever cette superbe nation!). Por todo ello, de ahí no se explica que, sin basarse en ninguna fuente histórica, Roca Barea afirme con rotundidad que Joseph Pérez le quita importancia al asunto con el argumento de que, en el fondo, Masson de Morvilliers era un «plumífero» de tercera. Pérez no capta la perversa sutileza del asunto. Esto es precisamente lo importante: que se encargue la entrada sobre España para un diccionario que pretende ser una obra de referencia en Europa a un insolvente y que este alcance una notoriedad de la que carecía demostrando sus quilates ilustrados con el recurso a los tópicos hispanófobos. El éxito de Morvilliers, como el de Chomsky, es una clave para entender este enrevesado complejo de la imperiofobia. Ambos suministran un producto del que hay una gran demanda, porque proporciona confort y autocomplacencia casi gratis. Por su parte, también se puede mencionar que Voltaire, otro de los conspicuos malos de la Leyenda Negra y bien conocido por sus críticas a la Inquisición (por cierto, el auto de fe que describe en Cándido tiene lugar no en España sino en Lisboa y también condenó repetidamente a Calvino por la ejecución de Servet), rechazó el mito de Don Carlos y cuestionó el relato de las masacres españolas en América, tachando la Brevísima de Las Casas de exageración en su Ensayo sobre las costumbres (p. 96). Además, en su Diccionario Filosófico, como respuesta a quienes acusaban al duque de Lerma y a España del asesinato de Enrique IV, escribe: “¿Por qué insultar a una nación noble como la española, sin tener ni asomo de prueba contra ella?”. ¿Acaso son esas las palabras de un hispanófobo? ¿No deberíamos tener cuidado con el uso, o abuso, de esta expresión? ¿Cómo es que Roca Barea no menciona estos hechos u otros semejantes? Probablemente porque entonces sería más difícil hablar en unos términos como los de fobia y porque la comparación de la imperiofobia con el antisemitismo se mostraría como carente de todo sentido. De hecho, no lo tiene, pues por lo menos hay una gran diferencia entre la Leyenda Negra, más allá del muy diferente grado de intensidad o la persistencia a lo largo del tiempo. Hasta 1948, el antisemitismo se dirigió contra un pueblo sin Estado, mientras que la gestación de la Leyenda Negra cabe entenderla ante todo desde las guerras o conflictos en los que intervino la monarquía española. El antisemitismo sí que se fundó en una judeofobia que afectaba a todos los ámbitos de su cultura y de su existencia y se dirigió contra un colectivo minoritario y a menudo privado de derechos, a diferencia de una Leyenda Negra que, entre otras cosas, iba dirigida contra la potencia hegemónica del momento y que no impidió la difusión e imitación del Siglo de Oro por toda Europa. En el intento de querer equiparar la hispanofobia con el antisemitismo, además, se oculta otro elemento: que se injuriara a los españoles desde prejuicios antisemitas, eso no debe hacer olvidar que también la cultura española de aquella época era antisemita. Por añadidura, es preciso recordar que muchas de las críticas a la historia pasada de España lo fueron en nombre no de una hispanofobia sino de un proyecto alternativo de España. Por ejemplo, los liberales de inicios del XIX criticaron la España de los Austrias y de la Inquisición como males a extirpar, y sin duda no de una manera fiel a los hechos, pero con el fin de construir o promover otra España. Mucho más tarde, el mismo Cánovas del Castillo defendió en parte esta interpretación del pasado en su Historia de la decadencia de España desde Felipe III hasta Carlos II. ¿Lo convierte eso en un hispanófobo? ¿Fue un cómplice de la Leyenda Negra? Algo semejante se podría decir de muchos otros pensadores o también de esa izquierda de la que Roca Barea explícitamente abomina. A menudo, lo que hay en juego no es una crítica contra España en sí sino contra una parte de la historia o de una concepción determinada de España, y no pocas veces también en nombre de España, que se quiere superar. Muchas críticas, se quiera ver o no, tienen un reverso constructivo y regenerador fundamental. El problema se da cuando la idea de España queda patrimonializada por unos cuantos que expulsan a los demás a la Antiespaña y les impiden hablar en nombre y a favor de España. Por cierto, ya se ha querido hacer lo mismo con Villacañas, pese a que este pensador se posicione a favor de España (de una que, eso sí, no se cierre en sí misma y se abra a Europa). Ahí es donde se encuentra el quicio del problema. ¿Dónde comienza y dónde acaba la hispanofobia? ¿Tiene sentido, como hace Roca Barea, aplicarla a un novelista como Arturo Pérez-Reverte? ¿Y extenderla a grandes historiadores como Pierre Chaunu, Joseph Pérez, Henry Kamen o John H. Elliott que justamente han ayudado a enriquecer el conocimiento histórico de España y a cuestionar la Leyenda Negra? ¿Acaso se debe olvidar que Kamen ha sido uno de los principales historiadores a la hora de resquebrajar la visión clásica de la Inquisición? ¿Acaso no es consciente Roca Barea de que buena parte de sus afirmaciones las ha podido hacer gracias a los frutos de investigaciones realizadas por autores a quienes coloca bajo el rótulo de hispanofobia? Esta elasticidad de la hispanofobia es lo que resulta más desconcertante. Cualquier crítica contra España puede hacer que su enunciador merezca ser incluido bajo ese rótulo. O que lo haga un movimiento entero. De la Ilustración, por ejemplo, Roca Barea no solo dice que adolece de hispanofobia, asevera incluso que “la hispanofobia en Francia no ocupa un lugar excéntrico y marginal, sino que forma parte del cuerpo central de ideas de la Ilustración” (p. 356) o que “la hispanofobia es nuclear en la Ilustración francesa” (p. 356). En otro momento, ahonda en esta convicción y llega a decir que “si privamos a Europa de la hispanofobia y el anticatolicismo, su historia moderna se torna un sinsentido” (p. 478). ¿No se cae entonces en un difícilmente justificable hispanocentrismo? Además, todo ello le conduce a un relato que, pese a criticar el nacionalismo, no deja de recaer constantemente en él. Esto también se percibe en que la moralización de la historia en la que incurre conduce a que explique la historia en términos no solo de buenos y malos, sino de culpables e inocentes. Y donde para explicar la historia de España incurre en lo que Pascal Bruckner denominó La tentación de la inocencia. Por ejemplo, resulta interesante observar cómo se esfuerza por exculpar a los españoles del Saco de Roma (1527) y del Saqueo de Amberes (1576) por el hecho de que la mayoría de los causantes eran mercenarios extranjeros (y cuyos datos ha problematizado Juan Eloy Gelabert). Menos atención presta a la reacción que hubo en la corte de Carlos V al primero y los no pocos intentos que hubo de justificar lo que había sucedido. Según el libro de Dandelet “era vital para el emperador elaborar una historia que le echara la culpa a otros y que consolidara su reputación como pilar de la Iglesia” (p. 57). Lo que no se le ocurrió fue aducir que sus tropas eran mercenarias y por ello extranjeras. En el Diálogo de las cosas ocurridas en Roma de Alfonso de Valdés, obra encargada para salvar la reputación del emperador, se expuso que la culpa no era de Carlos V sino del Papa por haberse entrometido en el conflicto y que el saqueo había sido un merecido castigo divino. Al fin y al cabo, no debemos olvidar que Carlos V mismo había nacido en Gante y que, al desembarcar en España con 16 años, no sabía ni siquiera hablar español (la misma Roca Barea se refiere a él como un flamenco). ¿Y cómo juzgar las acciones militares de los enemigos de España que a menudo también estaban protagonizadas por mercenarios extranjeros? Estos apuntes abrigan la intención de repensar con mayor profundidad, y menos apasionamiento, la Leyenda Negra. Y por convertirla más en un problema histórico que en una discusión política contemporánea. No se trata tanto de aportar nuevos datos como de señalar perspectivas para evitar que la Leyenda Negra sea, como en Imperiofobia, un relato homogéneo y unilateral, uno que simplifica una cuestión mucho más compleja. El problema, además, reside en que la politización de esta cuestión no redundará sino en el cultivo y acrecentamiento de esta simplificación, en un relato de buenos y malos teñido de juicios de intenciones, falacias ad hominem y valores morales. Cuanto más se politice esta cuestión más perderemos la perspectiva histórica y más nos hallaremos no solo con la Leyenda Negra, sino con la leyenda de esa Leyenda Negra, una leyenda cuyo terreno ya no se mueve principalmente en el pasado. Lo curioso es que, por mucho que se luche, la conclusión de Imperiofobia no invita al optimismo precisamente: Los muros invisibles dentro de los que viven las autojustificaciones del protestantismo, la superioridad indiscutible de las razas nórdicas y el ego social de Francia están construidos con los ladrillos de la leyenda negra. Cada generación, según su necesidad, va a añadir un capítulo nuevo para convencerse de que ellos están en el lado bueno, porque dejaron a los malos en la otra orilla (p. 400). En este caso, como avisábamos al principio, el libro abandona del todo el campo de la historia. Ya no alude al pasado, ni siquiera se detiene en el presente, sino que se abre al futuro. La Leyenda Negra es expuesta así como un destino ineluctable. La Leyenda Negra ha existido, existe y existirá, es lo que se dice. Y la pregunta lógica es la siguiente: ¿acaso hay gente interesada en que no muera? A la cual sigue otra: ¿y eso puede ayudarnos o perjudicarnos a la hora de encarar el presente y forjar un horizonte mejor de futuro? Al respecto Unamuno, el mismo que había salido en defensa de España tras la crisis de imagen ocasionada por la represión de la Semana Trágica, reivindicó años más tarde la españolidad en el poco conocido artículo Nuestra leyenda negra (1918), un texto publicado en Desde el mirador de la guerra (p. 452), y respondió con las siguientes líneas: El golpe de 1898 fue terrible, pero no sirvió para que despertase nuestro pueblo, sino para acrecentar su pesadilla. Aquello era el último acto —así le decía al pueblo— de una conspiración del mundo entero contra España, a la que desde el siglo XVI se le venía persiguiendo. La manía persecutoria colectiva, esa triste vesania colectiva que nos ha impedido ingresar de lleno en la sociedad de las democracias civiles, esa frenopática obsesión de que en dondequiera se nos desdeñaba y despreciaba, la sombría quisquillosidad y recelosidad que ha sido nuestra tradición desde hace cuatro siglos, esto es lo que se ha cultivado más en España desde 1898 hasta hoy. No se nos ha hablado sino de nuestra leyenda negra, y hablando de ella hemos ido ennegreciéndola más aún y obstinándonos en no ver nuestras faltas. Y a los que decíamos la verdad, por dolorosa que fuese, se nos decía; ¡Eso no se puede decir! Principal bibliografía citada Arnoldsson, Sverker, La leyenda negra: estudio sobre sus orígenes, Göteborg, Elanders Boktryckeri Aktiebolag, 1960. 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