Cómo murió Luis XVI en la guillotina - La Tercera

Cuando Francia guillotinó a su rey: las últimas horas y la terrible muerte de Luis XVI

En 1793, hace 230 años, el entonces monarca de los franceses fue condenado a morir en la guillotina. Viendo cómo iba perdiendo su poder mientras la revolución avanzaba, los diputados de la Convención Nacional votaron su muerte no sin dificultades. Acá la historia tras uno de los hitos de la historia universal.


“¡Señor, han votado por la muerte!”, dijo Malesherbes antes de estallar en un profundo llanto. La desazón y el dolor se apoderaron del letrado, quien sentía un genuino cariño por el hombre de quien había sido ministro. Las lágrimas le brotaban, los ojos se le hinchaban y la voz se le entrecortó. Pero con mucha calma, Luis XVI, lo consoló con un prolongado y cariñoso abrazo. El antiguo amo de Francia parecía sereno con la noticia. Cuando la lógica indica que debió sentir miedo, él reaccionó con mesura.

A las 2 de la mañana del 19 de enero de 1789, y tras 4 días de intenso debate, la Convención Nacional decidió la pena de muerte del monarca y la decretó para solo dos días después, el 21 de enero. Apenas se enteró, Malesherbes corrió a la prisión del Temple, donde se encontraba Luis XVI, a darle la noticia. La Revolución Francesa cobraría sangre real.

Le quedaban 48 horas de vida.

Había sido recluido meses antes, en la tarde del 13 de agosto de 1792. Ese día, Luis XVI vio desvanecerse en el viento lo último de poder efectivo que le quedaba, pues debió consentir la transformación de la Asamblea Nacional en Convención Nacional. En tanto, el poder ejecutivo recayó sobre en el Comité de Salud Pública. Para entonces, el monarca se encontraba en una posición política debilitada.

Luis XVI, rey de Francia. Retrato de Antoine-François Callet.

Un rey sin poder

Tras haber convocado a los Estados Generales, en 1789, el rey Luis XVI simplemente vio impotente cómo iba creciendo el movimiento revolucionario, que no le gustaba nada. Pero por su carácter, más bien pusilánime y poco dado a la confrontación, no se atrevió a hacer mucho más. De hecho, con la Constitución promulgada en 1791 al rey sólo le quedó el Poder Ejecutivo y el derecho de vetar las leyes aprobadas por la Asamblea Legislativa. Algo de poder en el papel, mas no en la práctica. Francia pasaba a ser una República con Monarquía Parlamentaria, algo que solo tenía Inglaterra.

Pero las cosas fueron tomando otro cariz. Puesto que no le gustaban los cambios que el proceso revolucionario había infligido a la Iglesia y las limitaciones a su propio poder, el rey Luis decidió tomar a su familia y arrancar del país. Por ello, huyó de París el 21 de junio de 1791, repudiando el rumbo que había tomado la revolución.

“La única recompensa por tantos sacrificios es la de presenciar la destrucción del reino, la de ver arrinconados todos los poderes, violada la propiedad privada y puesta en peligro la seguridad del pueblo”, escribió en una proclama, en la que también hizo un llamado a sus seguidores. “Pueblo de Francia, y especialmente vosotros parisinos, habitantes de una ciudad que los antepasados de Su Majestad se deleitaban en denominar ‘la buena ciudad de París’, desconfiad de las proposiciones y mentiras de vuestros falsos amigos; volved a vuestro rey; él siempre será vuestro pa­dre, vuestro mejor amigo”.

Pero la huida fue desbaratada en Varennes, cerca de la frontera este del país, la noche del 21 de junio. Pese a ir disfrazados de aristócratas rusos, el monarca fue reconocido y devuelto a París. Este fue un punto de inflexión. ”El retorno de Luis fue humillante. En las carreteras se agolpaban colas interminables de súbditos resentidos que, según informes, se negaban a descubrirse la cabeza en su presencia”, señala Peter McPhee en su estudio La Revolución Francesa 1789-1799.

El arresto de Luis XVI en Varennes, óleo de Thomas Falcon Marshall (1818-1878).

Ahí, los jacobinos comenzaron a pedir la destitución del rey. Pero las cosas estaban lejos de calmarse. El 17 de julio, los cordeleros (cuyo líder era Danton) organizaron un evento en el Campo de Marte (uno de los principales parques de París) para juntar firmas en una petición a la Asamblea Nacional para que abolieran la monarquía o dejaran que su destino lo decidiera un referéndum. Sin embargo, el Ejército llegó para tratar de mantener el orden en la muchedumbre reunida. Ante las pedradas que recibían de la gente, el general Lafayette (quien había combatido por la independencia de Estados Unidos) ordenó solo disparar al aire, pero al no poder contener a la multitud, ordenó que se hiciera fuego sobre la gente. Hubo cincuenta muertos y conspicuos dirigentes revolucionarios se escondieron.

Los ánimos comenzaron a caldearse alrededor de la figura de Luis XVI. Pero los diputados no sabían qué hacer con él. “Aunque no había monárquicos abiertamente declarados en la Convención, los diputados sabían que la simpatía por el rey seguía siendo fuerte en muchas partes del país. Juzgarlo traía consigo el riesgo de poner a prueba la lealtad de la población hacia el nuevo régimen republicano. Por otra parte, si se le dejaba con vida, Luis XVI seguiría siendo una figura en torno a la que podrían unirse los opositores a la Revolución y si, de hecho, era culpable de traición, dejarle sin castigo haría que pareciera que traicionar a la nación no tenía ninguna consecuencia”, explica Jeremy Popkin en El nacimiento de un mundo nuevo - Historia de la Revolución francesa.

Pero ya a fines de 1792, los revolucionarios tenían claro que el rey debía enfrentar un juicio. Como una muestra de que se le había perdido todo respeto, durante el pleito, al monarca no se le llamó Luis XVI, sino por su nombre secular, Luis Capeto.

Juicio a Luis XVI en la Convención Nacional.

“Os declaro que mi conciencia está tranquila”

El 11 de diciembre de 1792, Luis Capeto compareció ante la Convención Nacional, que actuaría conjuntamente como fiscal y juez en el proceso. Eso sí, al monarca se le permitió contar con abogados defensores y poder responder a los cargos. “El rey reclutó a François-Denis Tronchet, un distinguido abogado. Hubo otros que se ofrecieron a ayudarle, incluyendo la activista por los derechos de la mujer Olympe de Gouges, una monárquica declarada. El rey aceptó la ayuda que le ofreció su exministro Malesherbes, antiguo defensor de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, que terminaría pagando con su vida la devoción que tenía por el soberano. Finalmente añadió a su equipo a Raymond de Sèze, un especialista en oratoria judicial”, señala Popkin.

El día de apetura, el diputado Bertrand Barère fue el primero en hablarle. “Los franceses le acusan de haber cometido numerosos crímenes para establecer su tiranía a costa de destruir la libertad del pueblo”.

Con entereza, Luis Capeto respondió las acusaciones. Afirmó que sus actuaciones habían estado siempre dentro del ejercicio legítimo de sus poderes. Su templanza impresionó a los espectadores del juicio. “Este comportamiento ha supuesto una considerable revolución en las mentes de la gente de aquí, y quienes quizá eran indiferentes a lo que había pasado antes, empiezan ahora a lamentar la aproximación y muy probablemente la pérdida de un soberano cuya vida consideraban sagrada”, escribió un espía inglés citado por Popkin.

También fue culpabilizado por la citada matanza de Campo de Marte, el 17 de julio de 1791, a lo cual respondió: “Lo que sucedió el 17 de julio no tiene nada que ver conmigo”. Si bien los diputados se iban convenciendo de su culpabilidad, discrepaban en el castigo. Los girondinos comenzaron a plantear que no debía ser indultado, ni condenado a muerte. Los jacobinos, se inclinaban porque fuera a la guillotina.

En la última jornada, y quizás intuyendo lo que se le venía, Luis Capeto dijo a la multitud: “Al hablaros, quizá por última vez, os declaro que mi conciencia está tranquila […]. Mi corazón se ha desgarrado al ver en la acusación el cargo de haber querido derramar la sangre del pueblo”.

La votación para ver la sentencia se inició el 14 de enero. La tensión fue en aumento y eso hizo que se alargara. En principio, se votaron tres preguntas: ¿era el rey culpable de traición? ¿Debería haber una apelación al pueblo? ¿Y qué pena debería recibir? Las dos primeras se votaron con fluidez. Sobre la primera, hubo consenso en que sí era culpable; sobre la segunda, y pese a los esfuerzos de los girondinos porque hubiese una votación popular, la idea se desechó.

Eran las ocho de la noche del invernal y frío 16 de enero, después de un día de retraso, los diputados comenzaron a presentarse en la tribuna para emitir el más complejo de los votos: a favor o en contra de la muerte del rey. Cada uno iba justificando su voto ante el resto. No era sencillo. La tensión se sentía en el aire. “Para entonces, todos los diputados sabían lo que estaba en juego en su decisión. Condenar al rey a muerte era eliminar el símbolo vivo del país, una figura por la que gran parte de la población todavía sentía un fuerte apego. Significaba arriesgarse a que estallara un conflicto interno con aquellos que no aceptaran la decisión y a convertir la guerra exterior, que ahora era un conflicto con dos grandes potencias, en una lucha contra todas las monarquías europeas”, señala Popkin.

El primero en salir a votar fue el diputado Jean-Baptiste Mailhe, quien, astuto, incluyó un nuevo elemento para quienes no estaban tan convencidos de matar al rey. Votó a favor de la pena de muerte, pero con la disposición de que si efectivamente ganaba la moción, la Convención debía realizar una nueva votación que contemplara suspender la ejecución. Varios se colgaron de la idea y votaron así. Otro propuso votar por la muerte, mantener al rey en prisión hasta el final de la guerra y luego enviarle al destierro, idea que también obtuvo votos. El resultado fue estrecho: 361 votos por la pena de muerte, y 360 por otros castigos.

Esto no dejó a nadie satisfecho y obligó a realizar una nueva tanda de votos. ¿Por qué? “Un puñado de diputados no se encontraba en París en ese momento y los diputados no querían que una cuestión tan trascendental se decidiera por un margen tan estrecho que sus votos pudieran cambiar el resultado”, explica Popkin. Así que, como un clásico en la política de todos los tiempos, se debió efectuar una nueva votación, pero esta vez la pregunta fue directa: ¿Debiera la pena de muerte aplicarse de inmediato?

Apenas iniciada la farragosa tarea de efectuar una nueva votación, los jacobinos comenzaron a moverse apresuradamente por las dependencias de la Convención para tratar de convencer a los otros sectores de que se debía guillotinar al rey cuanto antes. Lo lograron. Por 380 votos a favor y 310 en contra, Luis Capeto, antes Luis XVI, fue condenado a morir en la guillotina. La ejecución se fijó para el 21 de enero de 1793.

Las últimas horas

Asiduo lector, Luis XVI había pasado gran parte de su tiempo en el Temple releyendo los voluminosos tomos de la Historia de la Revolución inglesa, de David Hume. Sin duda, tratando de entender todo lo que le había pasado a él y a la nación en la que alguna vez reinó. En la tarde del 20, al rey se le permitió ver por última vez a su familia, ahí se despidió.

Últimos momentos de Luis XVI.

A las 7 de la mañana de 21 de enero el cielo amaneció gris, debido a la lluvia suave que caía sobre París. En el Temple, Luis XVI asistió a misa, se quitó el anillo de bodas del dedo y le pidió a su servidor, Jean-Baptiste Cléry, que se lo entregara a María Antonieta. En tanto, el anillo con el sello real sería para su hijo Luis Carlos, el delfín, el futuro Luis XVII, quien nunca llegaría a reinar (moriría a los 10 años tras pasar por tormentos y malos tratos).

A las 9.00 horas, Luis XVI abandonó la prisión en un carruaje cerrado acompañado de su confesor, el sacerdote católico irlandés Henry Essex Edgeworth. El carruaje demoró cerca de una hora en llegar a la Plaza de la Concordia, lugar donde se alzaba terrible la guillotina.

Al arribar, el rey siguió mostrando gran templanza. Edgeworth, recordó el momento en sus memorias: “El camino que conducía al cadalso era extremadamente tosco y difícil de atravesar; el rey se vio obligado a apoyarse en mi brazo, y por la lentitud con que procedió, temí por un momento que su valor pudiera fallar; pero cual fue mi asombro, cuando llegué al último paso, sentí que de repente me soltó el brazo y lo vi cruzar con paso firme la anchura de todo el cadalso; silencio, sólo por su mirada, quince o veinte tambores que estaban colocados frente a mí; y con una voz tan fuerte, que debió haber sido escuchada en el Pont Tournant, le oí pronunciar con claridad estas memorables palabras: ‘muero inocente de todos los crímenes atribuidos a mi cargo; perdono a los que han ocasionado mi muerte; y rezo a Dios para que la sangre que vais a derramar nunca caiga sobre Francia’”.

En los libros de historia suele citarse que Luis XVI debió sobreponerse a los repiqueos de tambores para poder hablarle a la multitud. McPhee cita que sus últimas palabras fueron: “Muero siendo completamente inocente de los crímenes de que se me acu­sa. Perdono a aquellos que son la causa de mi infortunio. Es más, espero que mi sangre derramada contribuya a la felicidad de Francia”.

Y tras ello, a las 10.22, el pesado cuchillo cayó sobre el cuello de Luis XVI. El rey moría ejecutado por su pueblo. Popkin señala: “Uno de los asistentes de Sanson [el verdugo] mostró la cabeza de Luis XVI a la gente, tras lo cual un grito de “¡viva la Nación! ¡viva la República!” surgió y se escuchó un saludo de artillería que llegó a los oídos de la familia real encarcelada”.

Sigue leyendo en Culto

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.